Capítulo primero

Bucarest es una bella villa donde parece que vayan a mezclarse el Oriente y el Occidente. Aún estamos en Europa si atendemos meramente a la situación geográfica; pero estamos ya en Asia si nos remitimos a ciertas costumbres del país, a los turcos, a los serbios y otras razas macedonias de las que se ven por las calles pintorescos especímenes. No obstante es un país latino, los soldados romanos que colonizaron el país tenían sin duda el pensamiento constantemente puesto en Roma, entonces capital del mundo y cabeza de todas las elegancias. Esta nostalgia occidental se ha transmitido a sus descendientes: los rumanos piensan sin cesar en una ciudad donde el lujo es natural, donde la vida es alegre. Pero Roma ha sido despojada de su esplendor, la reina de las ciudades ha cedido su corona a París y no resulta extraño que, por un fenómeno atávico, el pensamiento de los rumanos esté sin cesar puesto en París, ¡que tan bien ha reemplazado a Roma en la cabeza del universo!

Al igual que los otros rumanos, el bello príncipe Vibescu soñaba con París, la Ville-Lumière, donde las mujeres, todas bellas, son todas fáciles también. Cuando estaba aún en el colegio de Bucarest, le bastaba pensar en una parisina, en la parisina, para trempar y verse obligado a meneársela lentamente, con beatitud. Más tarde, se había corrido en multitud de coños y culos de deliciosas rumanas. Pero estaba muy claro, necesitaba una parisina.

Mony Vibescu era de una familia muy rica. Su bisabuelo había sido hospodar, lo cual equivale en Francia al título de subprefecto. Pero aquella dignidad se había transmitido de nombre a la familia, y el abuelo y el padre de Mony habían llevado ambos el título de hospodar. Mony Vibescu tuvo que llevar igualmente ese título en honor de su antepasado.

Pero había leído suficientes novelas francesas como para saber reírse de los subprefectos: «Veamos —decía—, ¿acaso no es ridículo hacerse llamar subprefecto porque lo haya sido tu abuelo? ¡Es grotesco, simplemente!». Y para ser menos grotesco, había reemplazado el título de hospodar-subprefecto por el de príncipe. «He ahí —exclamaba— un título que puede transmitirse por vía hereditaria. Hospodar es una función administrativa, pero es justo que los que se han distinguido en la Administración tengan el derecho de llevar un título. Yo me ennoblezco. En el fondo, soy un precursor. Mis hijos y mis nietos me lo agradecerán.»

El príncipe Vibescu estaba muy liado con el vicecónsul de Serbia: Bandi Fornoski quien, se decía por la ciudad, enculaba con gusto al encantador Mony. Un día el príncipe se vistió correctamente y se dirigió al viceconsulado de Serbia. Por la calle, todos le miraban y las mujeres lo hacían de hito en hito diciéndose: «¡Qué aire tan parisino tiene!».

En efecto, el príncipe Vibescu andaba como se cree en Bucarest que andan los parisinos, es decir, a pequeños pasitos apresurados y meneando el culo. ¡Es encantador! y cuando un hombre anda así en Bucarest, no hay mujer que se le resista, ni que se trate de la esposa del primer ministro.

Llegado ante la puerta del viceconsulado de Serbia, Mony meó largamente contra la fachada, luego llamó. Un albanés vestido con una fustanela blanca fue a abrirle. Rápidamente el príncipe Vibescu subió al primer piso. El vicecónsul Bandi Fornoski estaba completamente desnudo en su salón. Tumbado en un mullido sofá, trempaba con firmeza; a su lado se encontraba Mira, una morena montenegrina que le hacía cosquillas en los cojones. Estaba igualmente desnuda y, como estaba inclinada, su postura hacía resaltar un bello culo muy rechoncho, moreno y mullido, cuya fina piel parecía a punto de estallar. Entre las dos nalgas se extendía la raya bien hendida y de pelos castaños, se vislumbraba el agujero prohibido redondo como una pastilla. Debajo, los dos muslos, vigorosos y largos, se extendían, y como su postura forzaba a Mira a separarlos se podía ver el coño, abundante, tupido, bien hendido y sombreado por una espesa melena completamente negra. No se inmutó cuando entró Mony. En otro rincón, sobre una tumbona, dos bonitas muchachas de gordo culo bolleaban lanzando breves «¡Ah!» de voluptuosidad. Mony se desembarazó rápidamente de sus vestimentas, luego, el pijo en el aire, bien trempante, se precipitó sobre las dos bolleras intentando separarlas. Pero sus manos resbalaban sobre sus cuerpos lisos y sudorosos que se enroscaban como serpientes. Entonces viendo que babeaban de voluptuosidad y furioso de no poder compartirla, se puso a cachetear con su mano abierta el gordo culo blanco que se encontraba a su alcance. Como eso parecía excitar considerablemente a la portadora de aquel culazo, se puso a pegar con todas sus fuerzas, de suerte que pudiéndole el dolor a la voluptuosidad, la bonita muchacha de la que había vuelto rosa el bonito culo blanco, se enfureció diciendo:

—Cerdo, príncipe de los enculados, nada queremos saber de tu gordo pijo. Vete a dar ese pirulí a Mira. ¿No crees, Zulmé?

—¡Sí! ¡Toné! —respondió la otra chica.

El príncipe blandió su enorme pijo exclamando:

—¡Cómo, jóvenes cochinas, una y mil veces os pasaré la mano por el trasero!

Luego agarrando a una de ellas, quiso besarla en la boca. Era Toné, una bonita morena cuyo cuerpo muy blanco tenía en los buenos lugares, bonitos lunares que realzaban su blancura; su rostro era blanco igualmente y un lunar en la mejilla izquierda hacía muy excitante el aspecto de aquella graciosa muchacha. Su pecho estaba adornado con dos soberbias tetas duras como el mármol, cercadas de azul, coronadas por unos fresones rosa suave el derecho de los cuales estaba bellamente manchado por un lunar colocado allí como una mosca, una mosca asesina.

Mony Vibescu al agarrarla había pasado las manos bajo su gordo culo que parecía un hermoso melón que hubiese crecido al sol de medianoche, tan blanco y macizo era. Cada una de sus nalgas parecía haber sido tallada en un bloque de Carrara sin defecto y los muslos que descendían debajo eran redondos como las columnas de un templo griego. ¡Pero qué diferencia! Los muslos estaban tibios y las nalgas estaban frías, lo cual es un síntoma de buena salud. La azotaina las había vuelto un poco rosadas, de suerte que hubiera podido decirse de ellas que estaban hechas de nata mezclada con frambuesas. Aquella vista excitaba hasta el límite de la excitación al pobre Vibescu. Su boca chupaba por turno las tetas firmes de Toné o bien posándose en el cuello o en el hombro dejaba los correspondientes chupetones. Sus manos aferraban firmemente aquel culazo firme como una sandía dura y pulposa. Palpaba aquellas nalgas reales y había insinuado el índice en un agujero del culo de una maravillosa estrechez. Su gorda polla que trempaba cada vez más iba a batir en brecha un arrebatador coño de coral dominado por un toisón de un negro reluciente. Ella le gritaba en rumano: «¡No, no me la meterás!», y al mismo tiempo pataleaba con sus bonitos muslos redondos y rollizos. El gran pijo de Mony había ya con su cabeza roja y ardiente tocado el reducto húmedo de Toné. Esta se escapó aún, pero haciendo este movimiento soltó un pedo, no un pedo vulgar sino un pedo de sonido cristalino que le provocó una risa violenta y vigorosa. Su resistencia se relajó, sus muslos se abrieron y el gordo artefacto de Mony había ya escondido su cabeza en el reducto cuando Zulmé, la amiga de Toné y su compañera de bolleo, se agarró bruscamente a los cojones de Mony y, estrujándolos en su pequeña mano, le causó un dolor tal que el bárbaro pijo volvió a salir de su domicilio con gran decepción de Toné que empezaba ya a remover su gordo culo bajo su fino talle.

Zulmé era una rubia cuya copiosa cabellera le caía hasta los talones. Era más bajita que Toné, pero su esbeltez y su gracia no le iban a la zaga. Sus ojos eran negros y ojerosos. En cuanto hubo soltado los cojones del príncipe, este se lanzó sobre ella diciendo: «¡Pues bien! Tú vas a pagar por Toné». Luego, atrapando de un bocado una bonita teta, empezó a chupar su punta. Zulmé se retorcía. Para burlarse de Mony hacía menear y ondular su vientre bajo el cual danzaba una deliciosa barba rubia muy rizada. Al mismo tiempo echaba hacia arriba un bonito coño que hendía un rechoncho terrón. Entre los labios de aquel coño rosado bullía un clítoris bastante largo que probaba sus hábitos de tribadismo. El pijo del príncipe intentaba en vano penetrar en aquel reducto. Por fin, agarró las nalgas e iba a penetrar cuando Toné, disgustada por haber sido privada de la descarga del soberbio pijo, se puso a cosquillear con una pluma de pavo real los talones del joven. Este se puso a reír, a desternillarse. La pluma de pavo le hacía cosquillas sin parar; desde los talones había subido hasta los muslos, la ingle, el pijo que destrempó rápidamente.

Las dos golfas, Toné y Zulmé, encantadas con su broma, rieron un buen rato, luego, rojas y sofocadas, reemprendieron su bolleo abrazándose y lamiéndose ante el estupefacto y avergonzado príncipe. Sus culos se alzaban en cadencia, sus pelos se mezclaban, sus dientes chasqueaban los unos contra los otros, los satenes de sus senos firmes y palpitantes se aplastaban mutuamente. Por fin, retorcidas y gimiendo de voluptuosidad, se mojaron recíprocamente, mientras el príncipe empezaba de nuevo a trempar. Pero viendo a una y a otra tan cansadas de su bolleo, se volvió hacia Mira que seguía toqueteando el pijo del vicecónsul. Vibescu se acercó dulcemente y haciendo pasar su bello pijo entre las gordas nalgas de Mira, lo introdujo con habilidad en el coño entreabierto y húmedo de la bonita muchacha que, en cuanto sintió la cabeza del nabo que la penetraba, dio una culada que hizo penetrar completamente el artefacto. Luego prosiguió sus movimientos desordenados, mientras que con una mano el príncipe le meneaba el clítoris y con la otra le hacía cosquillas por la pechera.

Su movimiento de vaivén en el bien apretado coño parecía causar un vivo placer a Mira que lo demostraba con gritos de voluptuosidad. El vientre de Vibescu iba a chocar contra el culo de Mira y el frescor del culo de Mira causaba al príncipe una sensación tan agradable como la causada a la muchacha por el calor de su vientre. Pronto los movimientos se hicieron más vivos, más bruscos, el príncipe se pegaba contra Mira que jadeaba apretando las nalgas. El príncipe la mordió en el hombro y la retuvo así. Ella gritaba:

—¡Ah! Es bueno... aguanta... más fuerte... más fuerte... ten, ten, toma todo. Dámela, tu leche... Dame todo... Ten... ¡Ten!... ¡Ten!...

Y en una corrida común se desplomaron y quedaron un momento anonadados. Toné y Zulmé abrazadas en la tumbona los contemplaban riendo. El vicecónsul de Serbia había encendido un fino cigarrillo de tabaco de Oriente. Cuando Mony se hubo levantado, le dijo:

—Ahora, querido príncipe, me toca a mí; esperaba tu llegada y solo me he hecho toquetear el pijo por Mira en consecuencia, pero te he reservado el goce. Ven, mi bello corazón, mi enculado querido, ¡ven! que te lo meta.

Vibescu le miró un momento, luego, escupiendo sobre el pijo que le presentaba el vicecónsul profirió estas palabras:

—Ya estoy harto de que me des por el culo, toda la ciudad habla de ello.

Pero el vicecónsul se había levantado, trempando, y había cogido un revólver.

Dirigió el cañón hacia Mony que, temblando, le tendió el trasero balbuceando:

—Bandi, mi querido Bandi, sabes que te quiero, encúlame.

Bandi sonriendo hizo penetrar su polla en el elástico agujero que se encontraba entre las dos nalgas del príncipe. Metido allí, y mientras las tres mujeres lo contemplaban, se agitó como un poseso renegando:

—¡M. c... e. D...! Qué gusto, aprieta el culo, mi lindo pituso, aprieta, qué gusto. Aprieta tus bonitas nalgas.

Y extraviados los ojos, crispadas las manos sobre los hombros delicados, se corrió. A continuación Mony se lavó, se volvió a vestir y se marchó diciendo que regresaría después de cenar. Pero al llegar a su casa, escribió esta carta:


«Querido Bandi:

Estoy harto de que me des por el culo, estoy harto de las mujeres de Bucarest, estoy harto de gastar aquí mi fortuna con la que tan dichoso sería en París. Antes de un par de horas me habré marchado. Espero divertirme enormemente allí y te digo adiós.

Mony, Príncipe Vibescu,
Hospodar hereditario.»


El príncipe selló la carta, escribió otra a su notario en la que le rogaba liquidar sus bienes y enviarle el total a París en cuanto supiera su dirección.

Mony tomó todo el dinero líquido que poseía, o sea unos 50.000 francos, y se dirigió a la estación. Echó sus dos cartas al correo y tomó el Orient-Express hacia París.