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VIDRIERA ROTA

 

Del Regallo al Ebro

 

 

José Antonio Gracia Ginés

 

 

 

© José Antonio Gracia Ginés

© VIDRIERA ROTA 1 - Del Regallo al Ebro

 

Diseño portada: Ramón Cubero Tomás y José Ángel Aznar Galve

 

Primera edición: 2018

 

ISBN formato epub: 978-84-685-2583-9

 

Impreso en España

Editado por Bubok Publishing S.L.

 

Esta es una obra de ficción, por lo que cualquier parecido con personas vivas o muertas será simple coincidencia. No obstante, hay personajes históricos que aparecen con sus verdaderos nombres, sin embargo, las circunstancias, situaciones y forma de comportarse en la novela es pura ficción y no se corresponde con la realidad.

 

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

 

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Quiero agradecer a José Ángel Aznar y a Ramón Cubero no solo su diseño para las portadas y contraportadas de este trilogía sino también su colaboración en todos los proyectos en que hemos participado.

 

 

 

 

 

PRÓLOGO

VERANO DE 1972

 

 

 

 

 

1

 

 

Hacía rato que el auto los seguía con las luces apagadas sin que ninguno de los dos muchachos se hubiera dado cuenta. Caminaban en silencio bajo la Luna llena con un sonido rítmico de pasos que se alejaba. Habían dejado atrás el Ventorrillo y estaban descendiendo la cuesta de la Calzada en dirección a Albalate del Arzobispo, sin tener todavía ninguna idea clara de dónde dirigirse.

El andar era lento, constante. Mac llevaba las manos en los bolsillos con la vista fija en el suelo de la carretera. Las irregularidades del asfalto cruzaban ante sus ojos, acostumbrados a la oscuridad. No pensaba en nada, sólo tenía consciencia de su estado de ánimo y de la carretera que se deslizaba bajo sus pies, ausente totalmente de todo. A su lado Efrén estaba arrepentido del pronto de aquella tarde. En dos ocasiones había intentado hablarle, pero desistió antes de pronunciar palabra. Se sumió finalmente en sus propias reflexiones.

Ninguno de los dos oyó el coche, que se aproximaba lentamente, hasta que no pisó hondo el acelerador. Las ruedas chirriaron mordiendo el asfalto. Efrén fue el único que reaccionó. Dio un empujón a Mac sacándolo de la carretera, pero él ya no tuvo tiempo. El automóvil le alcanzó de pleno. Sintió un golpetazo que lo elevó por los aires y cayó más allá, a un lado de la Calzada, donde rebotó.

Mac estaba paralizado, sin reaccionar, de hito en hito en el cuerpo inmóvil de su amigo. Más abajo el auto daba la vuelta en la estrecha y sinuosa cuesta para enfilar hacia él, como un ser vivo de ojos resplandecientes. Los faros lo iluminaban completamente y Mac permanecía quieto, con un fuerte dolor de estómago. El coche estaba casi encima. Reaccionó. No se lo pensó dos veces. Se tiró ladera abajo, resbaló al intentar enderezarse y acabó rodando como una pelota. Más abajo la misma carretera lo detuvo. Gabriel masculló deteniendo el auto para volver a girar. Mac repitió la operación. La rueda del coche rozó el maltrecho cuerpo de Efrén sin tocarlo. En el llano Mac abandonaba la carretera huyendo campo a través.

Cuando Gabriel terminó de descender el muchacho había desaparecido. Detuvo el automóvil adivinando las intenciones del chico. Con la Luna llena las huellas de Mac no serían difíciles de seguir para un buen cazador.

 

Mac se detuvo. Miró hacia atrás. Se dejó caer de rodillas. Jadeaba. Había corrido todo lo deprisa que había podido, ciego por el mismo miedo, desgarrándose la ropa con las aliagas. Apoyó la frente en el suelo en una difícil postura. Tragó saliva. La respiración se normalizaba por su boca abierta. Sentía que el sopor del cansancio empezaba a dominarlo. Intentó ponerse en pie, pero el cerebro no transmitió sus órdenes.

Un ruido.

Se enderezó de un salto.

Había sonado lejos.

Algo.

Una sombra.

No lo veía bien, pero se acercaba. Sus piernas temblequearon con su taquicardia y su respiración acelerada y superficial. Volvió a correr.

Una escopeta le apuntó.

Se paró en seco. Las piernas blandas.

La escopeta bajó.

− ¡Mocoso del copón! Casi te pego un tiro.

La vista se le nubló, pero Mac se mantuvo en pie.

− ¿Por qué corrías?

Iba vestido con ropa de camuflaje. Llevaba esperando dos noches a que apareciera un jabalí y se había quedado dormido despertando al oír la carrera. Por un instante creyó que era el animal.

− Me persiguen – farfulló el chico.

− Te persiguen – repitió con sarcasmo- ¿Qué haces levantado a estas horas? ¿Huyes de casa?

Mac prefirió no responder y continuar su camino. El hombre lo agarró.

− ¿Adónde vas?

− Suélteme.

− No. Te vienes conmigo a la Guardia Civil y que te lleven a casa.

Forcejearon.

− Estate quieto o aún te soltaré una bofetada.

− Le digo que me persiguen – insistió desesperado Mac− ¡Suelte!

− ¡He dicho que te estés quieto!

− ¡Suelte! ¡Por favor, suelte, LO TIENE DETRÁS SUYO!

Alguien cogió al hombre por detrás tirando. El cazador soltó al chaval y vio en Mac una expresión de horror al tiempo que sentía un corte, parecido a cuando se afeitaba, pero que le abarcaba de oreja a oreja.

Mac no tuvo ni fuerzas para gritar. Quedó viendo como Gabriel degollaba a aquel hombre. Sus estertores lo despertaron y se puso a correr nuevamente.

− Corre, corre –oyó decir con voz tranquila−, ya puedes correr.

Mac perdió la noción del tiempo y de la orientación. Al cabo de una eternidad vio un auto al lado de una carretera.

El de Gabriel.

Comprendió que había estado corriendo en círculo.

Miró hacia atrás. No se veía al asesino.

Corrió hacia el auto. Maldijo. La puerta estaba cerrada. Cogió una piedra, la más gorda que pudo. La arrojó una, dos, tres veces. El vidrió se rompió. Metió la mano.

El capó.

Los cables, la tapa del delco.

Volvió a correr. Gabriel aún no había aparecido.

Cuando perdió de vista el coche se detuvo sin resuello. En la mano, los cables y la tapa. Descansó unos segundos antes de continuar caminando. De tanto en tanto miraba hacia atrás. Llegando a Albalate tiró los cables lo más lejos que pudo y con la tapa del delco lo mismo en dirección contraria, detrás de unos romeros.

No intentó hacer auto-stop, tenía miedo de que hicieran preguntas y ¿qué iba a contestar? ¿Que había huido de casa porque querían asesinarlo? ¿Quién iba a creerle? Le llevarían a la Guardia Civil, lo devolverían a casa y Gabriel lo cogería fácilmente. Como a Efrén.

Tuvo ganas de llorar.

Dio un puntapié con todas sus fuerzas. Blasfemó.

Pareció sentirse mejor.

Blasfemó una y otra vez, como en una letanía a cada paso que daba.

Un automóvil se detuvo un poco después.

Los pelos del cogote se le erizaron.

− ¿Vas a algún sitio, chico?

Los músculos se relajaron.

− A Zaragoza.

− Yo también, sube.

Dudó.

− No voy a comerte, sube.

Sonreía amigablemente.

Mac se aproximó.

− No tengas miedo. ¿Has huido de casa?

− Del orfanato.

− No hay orfanatos aquí.

− Está en Barcelona.

− Esta no es la carretera de Barcelona a Zaragoza.

− Llevo dando vueltas muchos días. Me he perdido.

− ¿Y no sabes preguntar?

− Por eso voy ahora bien encaminado.

Mentía con una facilidad y una rapidez de reflejos que a él mismo le asombraba.

Estaba amaneciendo.

No hables nunca con desconocidos, le habían advertido siempre en casa. Pero por peligroso que fuera nunca sería peor que con Gabriel.

Subió al auto.

Casi enseguida se arrepintió.

− Tiene un coche fantástico –dijo con falsa admiración, aunque el otro no se percató.

Debía tener unos cuarenta y cinco años, hebras grises, nariz fina, bigote delgado, complexión atlética y manos delicadas.

El hombre sonrió por la lisonja.

− Gracias, ¿cómo te llamas?

− Gabriel.

¿Por qué dio aquel nombre?

El hombre le ofreció la mano con otra sonrisa. Demasiadas, pensó el chico. Aunque no acababa de comprender por qué, se sentía incómodo.

Estrechó la mano. Un apretón inconsistente.

− Yo me llamo Cristóbal, como el gigante que transportó al niño.

− ¿Qué niño?

− El niño Jesús.

− Ah.

La mirada del fulano le resultaba empalagosa. No le miraba a los ojos, pero la sentía recorrerle.

Los dedos del muchacho pugnaban por tamborilear de nerviosismo.

Cristóbal detuvo un instante el automóvil, se quitó la chaqueta de sport y se quedó en magas de camisa. Una de seda.

− Empieza a hacer calor –sonrió-, ¿no es cierto?

Mac tenía frío en el espinazo, pero asintió. ¡Era un imbécil! Debería haber aprovechado para salir del coche.

La mano cambió de marcha suavemente y reposó allí rozando la rodilla del zagal. Mac miró al hombre de reojo. Los músculos tensos. Pero no apartó el muslo. A ver por dónde iban los tiros.

Ni un movimiento. No apartaba la pierna. Sentía el calor de la rodilla a través de la tela de los vaqueros. El chico entendía y estaba tan dispuesto como él.

Deslizó la mano al muslo, lo apretó suave, sensualmente.

Mac agarró el volante y lo giró bruscamente.

La mano lo soltó para sujetar el auto.

Lucharon por el volante.

- ¿Qué haces? -aulló Cristóbal.

El coche iba haciendo eses.

Mac cruzó la pierna. Pisó el acelerador por encima del otro pie cargando su peso. El auto salió disparado.

Una curva se aproximaba a toda velocidad.

Cristóbal dio un puñetazo a Mac, que cayó contra su puerta medio inconsciente. Frenó en seco. Mac salió hacia delante golpeándose la cabeza.

El hombre bajó, abrió la puerta, lo cogió de la camiseta y lo arrojó a la cuneta.

- Hijo de puta -murmuró.

Siguió su camino

 

 

 

 

 

2

 

 

Cada vez que su cuerpo daba un brinco Mac gemía. El dolor era inmenso, aunque no sabía exactamente qué le dolía ni dónde estaba. Sólo había oscuridad y un ruido lejano y Efrén muerto, atropellado, abandonado su cuerpo informe en un rincón de la carretera, y Gabriel y el tío asqueroso aquel.

Sus ojos se abrieron, pero no vio nada.

- Ya ha despertado, papá.

- Ya te decía que tenía la cabeza dura.

El cuerpo de Mac se sacudía traqueteante, la mente funcionando muy despacio. Un bache. Otro brinco. La cabeza osciló de un lado a otro. El cerebro se despejaba. Parpadeó. Una furgoneta y un rostro infantil inclinado hacia él.

- ¡Ostras, tío! ¿Qué te ha pasado?

Un gitanillo. Rostro moreno, redondo; ojos enormes, azabaches y curiosos.

- Un accidente.

Su propia voz le sonó débil.

- ¡Bu! Eso ya lo sé, pero ¿cómo ha sido?

- No le canses.

La voz era joven y rota. Mac miró en dirección de quien había hablado. Vio un muchacho unos dos años más viejo que él, con el rostro vuelto. El adolescente le sonrió. Devolvió la sonrisa antes de cerrar los ojos nuevamente. Lo último que vio fueron ropas y telas. Gitanos que se ganaban la vida como vendedores ambulantes. En Andorra conocía una familia como aquella.

- Dejadlo tranquilo -oyó decir. La voz de un hombre.

- ¿Qué haremos con él, padre?

- En primer lugar lo dejaremos en casa del médico.

- No -consiguió pronunciar abriendo los ojos.

El hombre le miró por el retrovisor. Se parecía a su hijo pequeño, pero la mirada no era curiosa, sino de las que no toleran tonterías.

- ¿Por qué no?

- Estoy bien.

Le dolía la cabeza y veía borrosamente por el ojo izquierdo.

- No estás bien -los ojos del hombre empequeñecieron- ¿Has huido de casa?

- No... yo...

No tenía ni fuerzas para mentir.

- ¡Tú eres imbécil! -exclamó el adolescente volviéndose contra él. Había enrojecido.

- Cállate.

- Pero, padre, los payos lo tienen todo...

- Cállate.

- ... y encima huyen -taladró a Mac con una mirada encendida- ¿Qué harías si pasaras penalidades como nosotros? -espetó.

Mac optó por un prudente silencio. No se encontraba en condiciones de pelear. Incluso de estar bien aquel muchacho le hubiera vencido fácilmente.

Se sentía aturdido.

- ¿Cómo tengo que decirte que te calles? -la voz del padre sonó pausada pero dura.

El adolescente calló de mala gana.

- ¿Por qué has huido? -el niño.

Mac tardó en responder.

- Porque no tengo otro remedio -murmuró.

- ¿Qué ocurre? -retintín del catorceañero- ¿Tus papaítos no querían comprarte la bici?

- Miguel.

- Por favor, pare. Continuaré andando.

- No. Te dejaré en el puesto de la Guardia Civil.

- Pare o me tiraré en marcha.

Miguel sonrió lacónicamente.

- Me gustaría verlo.

El hombre le miraba fijamente con las cejas fruncidas a través del retrovisor. Le sorprendió comprobar que la sostenía. No era frecuente en un crío de aquella edad. No había altanería en ella, ni orgullo, pero había algo que le decía que no hablaba por hablar, aunque no hubiera sabido decir qué era. Tampoco parecía propenso a las rabietas y su mirada era despierta.

Indudablemente había huido de casa por algún motivo. Un motivo realmente importante para el muchacho. ¿Malos tratos? Podría ser, vista su estampa. Pero no tenía ojos de maltratado, no eran asustadizos ni coléricos; se veían serenos, decididos, incluso honestos.

Algo raro había. Por un instante estuvo tentado de interrogarle, pero desistió, el muchacho no habría confesado nada. Estaba bien claro que fuera lo que fuera no estaba dispuesto a soltar prenda.

Quizá no era tan buena idea entregarlo a la Guardia Civil después de todo.

- Haremos una cosa -dijo-. Te dejaré en Zaragoza, sin más preguntas. ¿Te parece bien?

Mac asintió.

Lentamente el vaivén regular de la furgoneta le sumió en un sueño al que terminó abandonándose.

Miguel torció el gesto al verlo dormido.

- ¿Por qué, padre?

- Tienes mucho que aprender. Has visto lo mismo que yo, ¿qué opinas de él?

El adolescente bufó.

- Un payo mal criado.

- No, hijo, no es un payo mal criado. Debes fijarte bien y no contentarte sólo con lo superficial. Ese chico tiene sus razones para hacer lo que ha hecho.

- Si tú lo dices.

No estaba nada convencido.

El padre prefirió no insistir. En cierto modo era lógico que el muchacho se rebelara, estaba en la edad. Ya habría tiempo de que aprendiera. La vida le enseñaría que nada era tan simple y sencillo como lo veía ahora.

Miró de reojo a su hijo. El moreno rostro ceñudo, una arruga vertical crecía en la conjunción de sus cejas, los ojos graves. Miguel se percató y devolvió la mirada a su padre.

- ¿De verdad vas a llevarlo a Zaragoza?

- He dado mi palabra.

El chico movió la cabeza sin emitir ningún sonido.

Mac murmuró algo entre sueños.

 

 

 

 

 

3

 

 

No tenía buen aspecto, pensó contemplándose en el escaparate. Un gordo chichón en la frente cerca de la sien. Un hematoma en el pómulo izquierdo y la inflamación se había extendido al ojo casi cerrándoselo. Llamaba la atención. Aquello era lo peor. No podía pasar desapercibido.

Compró el “Heraldo de Aragón” en un kiosco y se sentó en un banco sin pensar que llamaba tanto la atención el hecho de que un chaval de su edad leyera diarios como los cardenales de su cara. Con el rostro tenso pasaba las hojas con la secreta esperanza de hallar la noticia de que Gabriel había sido detenido. Sus dedos se detuvieron en una. Leyó el titular. ¡Efrén vivía, estaba ingresado en la Casa Grande! Tuvo ganas de bailar dando saltos. Tenía que verlo enseguida.

El hospital quedaba lejos, pero no podía malgastar el poco dinero que le quedaba en un taxi. Fue caminando, conocía un poco Zaragoza, esforzándose en no mostrar una alegría ostentosa, salvo una que otra sonrisa.

Cruzó los semáforos enfrente del hospital. A medio camino se detuvo. Gabriel. El hombre sonrió. Mac se volvió para huir. Casi lo arrolló un autobús al arrancar. Tenían ya paso. El bocinazo de un automóvil le sobresaltó.

- ¡Termina de cruzar, imbécil!

De haber podido se hubiera quedado allí. Echó a correr intentando huir de Gabriel, pero tuvo que correr haciendo una curva y el otro lo hizo en línea recta. En los aparcamientos lo atrapó. Mac luchó por desasirse.

- Estate quieto o te mato aquí mismo.

La punta de una navaja estaba apoyada en su pecho. Mac dejó de moverse.

- Ahora iremos hasta ese coche, no intentes nada, no pidas ayuda ni grites o te mato. ¿De acuerdo?

Mac asintió con la cabeza. Tenía la boca seca.

- Buen chico.

Caminaron lentamente. El corazón de Mac iba a toda pastilla. Su cerebro discurriendo y rechazando constantemente una idea tras otra. Ninguna buena para poder huir.

- No me esperabas, ¿eh? -Gabriel parecía hasta feliz-. Tan pronto supe que tu amigo estaba aquí, estuve seguro que de estar en Zaragoza vendrías a verlo. Era cuestión de tiempo.

Muy listo, hubiera querido fanfarronear, pero estaba demasiado asustado.

- Me has dado muchos problemas -dijo Gabriel abriendo la portezuela del pasajero-. ¿Sabes lo que cuestan unos cables y un delco nuevo, y un cristal? ¿Sabes lo que me costará de taller y el alquiler de este auto? Entra y no intentes escapar mientras voy a la otra puerta. Tengo una pistola y te juro que la emplearé.

Entonces se le ocurrió. Mac puso los dedos presionando el pestillo de seguridad de la del conductor impidiendo que la llave girase. Gabriel maldijo. Dio dos pasos hacia atrás.

- Tú lo has querido.

Sacaba el arma.

- ¡Coño! -musitó Mac tumbándose e intentando abrir su portezuela.

Las balas acribillaron el auto, pero Mac ya estaba fuera refugiándose en los vecinos. Gabriel disparó varias veces contra ellos antes de huir a causa de la gente que empezaba a acudir corriendo, entre ellos un policía.

Mac apareció detrás de un coche pálido y temblando. La gente le palpaba, le hablaba, le decía frases que no entendía. Sus ojos se sacudían buscando a Gabriel.

Cuando volvió a tener consciencia de las cosas comprobó que estaba en Urgencias. Una doctora le sonría maternalmente.

- Has tenido mucha suerte. No estás herido, aparte de esos cardenales de la cara y el susto.

- Entonces, ¿puedo irme?

- Aún no. Nos tienes que dar tus datos y afuera hay un policía a quien tendrás que acompañar.

- ¿Por qué?

Casi gritó.

- Hombre, tiene que interrogarte. No es normal que intenten freír a tiros a un niño.

- Ya... -intentó sonreír cortésmente sin conseguirlo-. ¿Me podría hacer un favor? Yo venía a visitar a un amigo que han atropellado.

- ¿Cómo se llama?

Se lo dijo.

- Aún está aquí. Van a subirlo luego a Traumatología.

- ¿Puedo verlo?

- No está en condiciones...

- Casi me acribillan por venir a verlo, no me diga ahora que no -suplicó quejumbroso.

Estaba a punto de llorar. Un niño delgaducho, que de pronto era más pequeño y débil que segundos antes, indefenso ante aquellos cardenales que marcaban su rostro. La doctora se enterneció.

- Sólo un momentito.

- Vale.

- Ven.

Efrén parecía dormido, pero abrió los ojos al oír los pasos. Se miraron los dos durante unos instantes. Mac no sabía qué decir, se había quedado sin palabras ante aquellos cables conectados a su amigo, los tubos y gomas y un aparatito con un dibujo, una gráfica estrafalaria, que iba sonando pip-pip.

- Osti... -rompió el silencio, con un hilo de voz, Efrén-. Qué facha tienes.

- Pues anda que tú.

No había chanza en su tono.

Efrén cerró cansinamente los ojos antes de abrirlos de nuevo.

- ¿Te duele mucho?

Tan pronto emitió la pregunta Mac se hubiera mordido la lengua. ¡Que si le duele mucho! ¡Imbécil!

- La espalda... -suspiró Efrén-, las piernas no, las piernas... -sus ojos se vidriaron, la voz languideció-. ¿Sabes que no podré andar nunca más? Tengo la columna rota. Los he oído hablar, creían que dormía.

Mac no habló. Un nudo le apretaba la garganta ahogándole.

El rostro de Efrén se crispó. Las lágrimas corrieron por sus mejillas en un llanto silencioso.

- ... ya no podré ir en bicicleta, ni correr, ni ir al campo...

Mac continuaba sin hablar. Estaba llorando también. Terminaron llorando los dos abrazados el uno al otro. Después, más serenos, se separaron. Mac secó sus lágrimas con la mano.

- No dejes que te pille -murmuró Efrén.

- No -respondió lacónicamente.

- Los enfermeros comentaban algo de que habían tiroteado a un niño, ¿eras tú?

- ¡Bien! -mintió- ¿me ves algún agujero?

Efrén intentó cambiar de posición. Hizo una mueca de dolor.

- Deja que te ayude.

- No. Quiero hacerlo yo -recalcó quiero.

Mac permaneció con las manos en los bolsillos.

- No vuelvas a visitarme -aconsejó con un gemido Efrén-. Seguro que vigilará el hospital y si te ve...

- Tengo buenas piernas.

- No te arriesgues.

Hablaba tan bajo que Mac medio tenía que adivinar lo que decía por los movimientos de los labios.

- Llevas más rato de la cuenta.

La doctora.

- Ya voy.

- Cuídate -musitó Efrén.

Se abrazaron. Tuvieron la sensación de que era una despedida definitiva, que nunca más volverían a verse. Estuvieron un rato así sin decidirse a romper su unión. Por fin Mac se irguió.

- Hasta la vista -aseguró, pero ambos se dieron cuenta que las palabras no tenían consistencia. Cuando salió por la puerta tenía nuevamente ganas de llorar.

Siguió a la doctora hasta recepción. Lo presentó a una enfermera detrás de un escritorio.

- Aquí das tus datos.

- Vale.

- Aquel es el policía.

Era quien había acudido al oír los disparos. Parecía cómodo dentro de su uniforme gris; la gorra de plato en la mano. Saludó a Mac amigablemente con ella.

- ¿Estás bien?

- Las piernas aún me tiemblan.

El policía rió.

- Me tiemblan a mí -animó al chaval.

Mac sonrió cortésmente.

- ¿Me dices tu nombre?

La voz musical de la administrativa hizo que se girara. Era simpática, con nariz recta, ojos verdes y sonrisa encantadora. Le penó tener que mentirla.

- Gabriel.

- Gabriel, ¿qué más? -preguntó maquinalmente sin levantar la vista. Su cabello era cobrizo, como el suyo, y olía a sándalo.

- Lucanor.

Aquellos días habían hablado del conde Lucanor en clase de literatura.

- Segundo apellido.

- Servet.

El nombre del hospital.

- Dirección.

- Mayor, quince.

En todos los pueblos hay una calle Mayor.

- Población.

- Estercuel.

- Teléfono.

- No tenemos.

Continuó dando toda una montaña de datos falsos. No dejes que te pille, había dicho Efrén. No pensaba hacerlo, pero no era más que un niño, no tenía nada a no ser que espabilara su picardía.

Otra sonrisa. Ahora espléndida.

- Eso es todo, Gabriel.

Mac respondió con otra tímida.

Se aproximó al policía con expresión de pardillo. Salieron a la calle.

- ¿Dónde tiene el coche? -preguntó inocentemente.

- No tengo coche.

- Ah -desalentado-. Siempre he soñado con ir en un coche patrulla.

- Esperemos que nunca sea necesario.

- Sí, claro -rió alegremente adivinando por donde iban los tiros.

La risa se cortó en seco. Retrocedió para ocultarse detrás de un auto.

- ¿Qué ocurre?

- El hombre que me ha disparado está allí.

- ¿Dónde?

- Allí.

Señalaba a un joven de rostro patibulario.

El policía no había llegado a verlo, pero desde luego tenía aspecto de asesino.

- Espera aquí.

El mozo estaba apoyado descuidadamente en un árbol. A medida que se aproximaba, el policía podía verlo mejor. La cicatriz de un corte le cruzaba parte de la cara, quemada casi en su totalidad, cuyas cicatrices daban miedo. No había duda que era un asesino, incluso entornaba los ojos como un matón de feria al mirarle.

El joven no acaba de ver bien a aquel que se le acercaba, a pesar de guiñar los ojos. El accidente que tuvo con la moto dos años atrás, aparte de destrozarle la cara, le había dañado seriamente la agudeza visual. Introdujo la mano en el bolsillo interno de la cazadora.

El policía desenfundó.

- ¡Las manos en alto, hijo puta! -aulló.

El joven se sobresaltó.

- ¡En alto!

Obedeció.

- ¡Vuélvete!

- Pero, oiga...

Puñetazo.

- ¡Obedece, mamón!

El joven se giró.

- ¡Apoya las manos en el árbol! ¡Separa las piernas!

Clavó el cañón de la pistola con ganas en los riñones.

- No intentes nada -advirtió.

Le puso las esposas.

Metió la mano izquierda en la cazadora.

- Dame esa arma.

- ¿Qué arma?

Bofetón.

- ¡Que te calles!

Sacó unas gafas. Las miró estúpidamente.

Continuó cacheando. No llevaba ningún arma, pero el apellido le resultaba extrañamente familiar. Se guardó la documentación.

- ¿Sabe usted quién soy?

- Tan pronto vea tu ficha lo recordaré. Tu nombre me suena. Y mucho.

Se giró.

- Ya puedes salir, Gabriel.

...

...

...

- ¿Gabriel?

Gabriel hacía rato que había desaparecido.

 

 

 

 

 

4

 

 

El comisario tamborileaba con los dedos en la mesa. Al lado una taza de café con el asa rota humeaba aún medio vacía. La cara apoyada en los nudillos de la mano izquierda, el anillo de casado clavándose en la piel, el ceño fruncido, ojos de lobo.

Delante, el policía sudando, sin atreverse a levantar la vista del suelo, contemplando lastimeramente sus zapatos llenos de polvo callejero.

- Así que, agente López, no sólo pierde usted un chaval, que le engatusa con un nombre falso, sino que también le da de hostias y detiene al sobrino del Comisario Político.

El policía no osó ni gemir.

- ¿Cómo se puede ser tan inútil? Dígamelo.

- El chico... -tartamudeó. Carraspeó-. Le habían disparado. ¿Quién iba a pensar que mentía? De todas formas tengo su dirección...

- Falsa.

- ¿Falsa?

- Falsa. En Estercuel no ha desaparecido ningún crío, que por cierto, es más listo que usted.

A López le escocían los ojos.

- Sí, señor comisario.

Su jefe extendió la mano hacia una cajetilla manoseada y semirrota. Sacó un Reig, lo aplastó con los dientes sin encenderlo, el cigarro crujió. López deseó estar bajo tierra. Los ojos del comisario ardían.

- Mientras procuro -dijo lentamente-, que ese pobre joven, que usted ha golpeado y puesto entre rejas, no presente ninguna denuncia, e intento que el señor Comisario Político no tome represalias, usted, agente López, si quiere continuar en el cuerpo, averigüe quién es ese chico y por qué le han disparado.

- Sí, señor comisario.

- En esta lista -le tendió dos folios-, tiene usted todos los muchachos que han desaparecido en toda España.

- Es aragonés, tenía acento.

- O lo estaba disimulando, porque con usted ya, cualquier cosa.

López sintió una subida de calor al rostro.

- Sí, señor comisario.

- Encuéntrelo. Vístase de paisano si es preciso, pero encuéntrelo. Será la única forma de impedir que el señor Comisario Político le empapele.

Antonio López salió del despacho con los folios torpemente cogidos con la mano y la sensación de que el uniforme gris le iba dos tallas grande.

- ¡Que arrestos, tío, detener al sobrino del Comisario Político!

Sus compañeros.

Lo que faltaba.

- Con el genio que gasta. Tienes cojones.

- Dejadme en paz -gimió.

Salió de la comisaría y caminó hacia su casa en Torrero. Tenía carta blanca para hallar a aquel maldito rapaz. Le hubiera dado una soberana paliza de tenerlo delante. Antonio López era un joven de veintitrés años con buen humor y una paciencia que daba envidia, pero aquel muchacho... apretó el puño imaginando que tenía el cuello de Mac entre los dedos.

En casa no había nadie, Mónica debía estar comprando.

Se quitó el uniforme y se puso ropa de calle. Su fino rostro afable estaba aún enfurecido. Se sentó en la mesa y separó los chavales aragoneses de la lista. De éstos eligió los que tenían entre once y catorce años. Leyó las descripciones de los que tenían el cabello cobrizo. Había dos pelirrojos que concordaban bastante. Uno en Hecho, otro de Andorra. Esta última quedaba más cercana. Empezaría con ella.

Escribió una nota a su esposa y fue a buscar el coche.

 

 

 

 

 

5

 

 

Mac estaba con la espalda y el pie derecho apoyados en la farola de una calle poco transitada. La mortecina luz iluminaba su pelo creando sombras y claros en su rostro. No tenía sueño a pesar de lo adelantado de la madrugada. En veinticuatro horas habían querido atropellarlo, cortarle el cuello, acribillarlo... no había hecho más que correr huyendo de Gabriel y de la policía. Veinticuatro horas. Se decía pronto. Parecía increíble. Al final había acabado haciendo tres robos por el procedimiento del tirón para comprarse en el mercado negro una navaja automática con que defenderse, y en ningún momento se le ocurrió pensar que estaba delinquiendo.

Ahora estaba allí, parado, sin saber qué hacer.

Un auto apareció por la esquina deslizándose lentamente, pasó ante él, se detuvo a los pocos metros. Mac lo siguió con la mirada. Una cabeza que no era la de Gabriel asomó por la ventanilla. Le hizo señas.

Mac se acercó con el rostro fruncido. Apoyó las manos en la ventanilla.

- ¿Qué quiere?

El hombre le acarició las manos. La piel del dorso era suave, muy suave.

- ¿Qué precio tienes?

Por la mente de Mac pasó la aventura de aquella mañana con el otro... El chichón palpitó dolorosamente y recordó a Efrén, paralítico, que nunca más podría caminar, y Gabriel persiguiéndole, y de pronto sintió que o se desahogaba o explotaba, y deseó hacer daño a quien hiciera falta y que aquel hijo de puta era un buen candidato.

- Lo habitual -dijo blandamente.

- Sube.

Mac dio la vuelta al auto, un 124 nuevo de color oscuro, se sentó al lado del conductor. El hombre le acarició su rostro lampiño. Le gustaba, el chaval tenía la mirada viva e inteligente. Vestía una camiseta colorada, zapatillas de tela azul deportivas sin calcetines, vaqueros algo pequeños, deslucidos, que marcaban ligeramente sus muslos. Su piel tenía, por la misma juventud, la tersura de una chica, y ausencia de vello y melenita, tan joven, tan ambiguo, tan delicioso. Parecía tan etéreo y frágil.

- Me llamo Gabriel -mintió encandilado el hombre.

Mac sonrió.

- Qué casualidad, yo también.

Aquella sonrisa tuvo algo que preocupó al pederasta. De pronto el niño ya no pareció etéreo ni frágil. A sus cincuenta años había visto toda clase de chaperos, pero Gabrielito (descubrió que le encantaba llamarlo así) lo desconcertaba, como si su cara de ángel ocultara un diablo. Adoptó aire de dignidad, pero no pudo evitar una expresión nerviosa en sus diminutos y amarillos ojos detrás de las lentes de montura de plata, en cuya varilla brillaba la Luna. Su calva relucía de sudor. El blanco cuello de la camisa, negro; la corbata, juvenil, escandalosa, semiaflojado el nudo, reposando en su barriga prominente; traje azul marino, de calidad.

Aquel tío estaba forrado, pensó Mac sonriendo seductoramente, permitiendo que el hombre aumentara sus caricias confiado, hasta que oyó un chasquido en la mano del chico y algo punzante le oprimió el cuello.

- ¡Dame todo el dinero que tengas!

La misma rabia que llevaba encima hizo que la voz emergiese chillona pero peligrosa. El hombre consideró que era más prudente obedecer y no fiarse de que sólo era un crío. Una navaja era una navaja y la tenía pinchándole la garganta.

Mac echó mano al dinero, algunas monedas cayeron al suelo.

- No intentes seguirme -advirtió saliendo del auto.

Clavó la navaja en una rueda y huyó.

El silbido del aire saliendo por el agujero llegó a los oídos del hombre. Su color regresaba a la cara. Decidió llamar a la policía. El chaval no podía acusarle de nada, sería su palabra contra la suya ¿Y quién creería a un ladronzuelo?

Mac corrió hasta que se cansó. Sin darse cuenta había llegado al canal, siguió su curso hasta salir de Zaragoza. Se sentó en la orilla junto a un pino. Aún tenía el dinero en la mano. Lo contempló como si fuera la primera vez. De pronto sintió ganas de arrojarlo al agua, pero en vez de esto se lo guardó, repartiéndolo entre los bolsillos y las zapatillas. Ni siquiera contó cuánto había.

Escondió la cara entre sus manos en un gesto desesperado. ¿Qué le estaba ocurriendo? Había robado. Había robado con una navaja y había estado dispuesto a clavarla. En su interior sabía que lo habría hecho.

- Dios mío -lloriqueó-, ayúdame.

Se hizo un nudo en el suelo.

Al poco estaba durmiendo.

 

 

 

 

 

6

 

 

Era él.

Antonio dejó la foto de Mac en la mesa. Era una foto reciente. Estaba con otro zagal, ambos con tambores, el primero con sonrisa despreocupada, sin túnica. Mac llevaba una blanca, pero su aspecto era serio, atormentado.

- ¿Cuánto hace que falta de casa?

- Dos días -respondió la madre.

El policía se preguntó si la causa sería malos tratos, pero no podía asegurarlo. El aspecto de la madre indicaba un buen ambiente familiar y la actitud del hermano pequeño también. Además, fotos más antiguas, no mucho más antiguas, evidenciaban un crío feliz, con una alegre sonrisa, que no se parecía en nada al muchacho que había conocido en Zaragoza.

- ¿Sabe algo de él?

Era una mujer de menos de cuarenta años, con el rostro ajado por la preocupación y cabello color paja deslustrada.

- Ha sido visto en Zaragoza.

La madre se santiguó.

El hijo pequeño tenía sus oscuros ojos clavados en el policía.

- ¿Han tenido alguna discusión o...?

- No. Bueno, en realidad con el único que discutía en casa era con Juan.

- ¿Juan?

- Mi hijo mayor.

- ¿Dónde está ahora?

- Trabajando.

- ¿Cree que ellos dos...?

- No.

Rompió a llorar. El pequeño se abrazó a la madre sin apartar la vista de Antonio.

El policía esperó a que se tranquilizara. Paseó la vista por el cuarto. En una esquina había un televisor de antenas de cuernos; de los maderos del techo, un techo bajo, colgaba una lámpara con una única bombilla de 125 V. Una mesa carcomida con una puntilla y un florero encima, las flores de plástico. Dedujo que estaba en el comedor, se entraba en él por una puerta aún más baja que el techo, se había visto obligado a agachar la cabeza para poder pasar, calculando mal y dándose un golpe en la coronilla. El niño, los ojos siempre fijos, se había reído, callando ante el gesto de su madre. Un ventanuco en la pared de enfrente, por el cual apenas pasaba la luz solar. Un mueble al lado, con escasos libros, poco leídos, de tapas nuevas; junto a ellos una foto familiar. Al lado, otra de un hombre, el marido, pensó.

La mujer se secó las lágrimas.

- Perdone -murmuró-, no suele ocurrirme, pero es que estoy deshecha.

- Es natural.

Voz aséptica, profesional.

- ¿Tiene usted alguna sospecha del motivo de la huída?

La mujer asintió. Estaba convencida de ello, porque no había otra explicación. Además estaba lo de Efrén.

- ¿Efrén?

- Su mejor amigo. Huyeron juntos.

Señaló con el índice al otro adolescente de la foto.

- Son como uña y carne.

Antonio asintió pensativo con la cabeza. Fuera cual fuera el motivo, parecía que les atañía a los dos.

- ¿Han huido otras veces?

- No, nunca. No son chicos que se vayan de casa.

- Sin embargo, en Zaragoza no estaban juntos, sólo se ha visto a Macario.

Los ojos del pequeño clavados en él lo ponían nervioso.

- Es que está en el hospital, en la Casa Grande, está ingresado. Lo atropellaron, ¿sabe usted? Su madre me lo ha dicho esta mañana cuando marchaban para allí.

La Casa Grande.

Aquello explicaba por qué estaba en el hospital, pero seguía sin aclarar el tiroteo.

- Es tan inocente -se lamentaba la madre. Había hecho una pelota con el húmedo pañuelo y lo estaba estrujando nerviosamente-. No ha salido nunca de Andorra, excepto algún viaje con nosotros a Zaragoza, pero solo nunca. Si encuentra mala gente...

Lo de inocente lo habría discutido Antonio, pero prefirió callar.

- Aún no me ha dicho por qué ha huido.

- Gabriel no lo pillará -fanfarroneó con orgullo el chiquillo, sin apartar la inquisitiva mirada-. Mi tato es muy listo.

- Calla niño.

- ¿Gabriel?

Antonio cada vez entendía menos.

La mujer inspiró hondo.

Antonio se preparó a escuchar. Sacó un cuaderno de notas.

¿Por qué no desviaría el maldito crío la vista?

 

 

 

 

 

PRIMERA PARTE

MESES ANTES

 

 

 

 

 

1

 

 

El Andorra de 1972 no se parecía en nada al que sería después. No existía la térmica, ni la Casa de la Cultura, en su lugar estaba “Teléfonos”; la Residencia de la Tercera Edad continuaba siendo las Escuelas; la Casa de la Villa aún estaba en el edificio viejo y no se llamaba así sino Ayuntamiento, y muchos sitios donde habría casas seguían siendo campos.

Macario, nombre que él no pondría nunca a su hijo, porque no le gustaba, no obstante ser el patrón de Andorra y que, de haber podido, hubiera denunciado a sus padres por dárselo, era Mac entre sus amigos. Tenía doce años, larguirucho, delgado, ojos azules, expresivos, cabello rojizo y revuelto, tejanos avejentados, sonrisa habitualmente burlona y una piel morena, herencia de un bisabuelo que fácilmente hubiera pasado por moro de tan negro.

Cuando cumplió los once años pasó con todos sus compañeros de las Escuelas a los Salesianos y aunque estudiar no lo volvía loco una cosa tenía clara: A poco que pudiera no sería minero. Su padre había muerto hacía algunos años en un accidente en la mina Oportuna y recordaba que frecuentemente sufría lumbagos y reuma, a pesar de tener treinta pocos años. Ahora su hermano Juan, con dieciséis, trabajaba en la Innominada, en los talleres, pero muchas veces tenía que trabajar en el interior, con agua hasta medio cuerpo, sudando, con un calor sofocante, y al invierno el frío y las nevadas cortaban el pecho como un cuchillo cuando salían al exterior. El año de antes Juan había sufrido una pulmonía doble complicada que lo retuvo un mes en el lecho, y durante los primeros días la alta fiebre y los desvaríos habían hecho temer lo peor a la familia. D. Casimiro, el médico, había realizado numerosas visitas controlando la evolución y D. Paulino, el practicante, les animaba y quitaba importancia a la enfermedad, porque aquellas inyecciones de penicilina eran de las mejores. Pero durante semana y media la madre no durmió ante la calentura de su hijo mayor y el recuerdo del marido.

Mac no sería minero. Era lo único que tenía claro de su futuro. Se lo prometió solemnemente la noche que Juan sufrió una recaída y que, durante un momento, no pareció respirar. Se lo juró mientras corría a toda velocidad de sus delgadas piernas a casa del médico, porque aún no tenían teléfono, se lo pondrían meses más tarde. Pasara lo que pasara, aunque tuviera que mendigar, engañar o robar, nunca sería minero.

Después Juan reaccionó. Volvió a respirar, aunque nunca debió dejar de hacerlo, porque habría sido imposible que resistiera tanto rato. Tuvo una convulsión y sus pulmones se llenaron profundamente de aire en un ronquido que hizo que el benjamín apretará rabiosamente la mano de Mac y que en dos noches no pudiese dormir de miedo.

No. Nunca sería minero, renovando su juramento cada vez que recordaba los ojos en blanco de Juan.

Aquello era una complicación.

En Andorra, aparte de las minas de la Calvo Sotelo, todas las industrias eran familiares. ¿El campo? Con un bancal que habían heredado de los abuelos, poco podía hacer, teniendo en cuenta que al morir la madre, habría que hacer tres particiones.

Sólo le quedaba emigrar de Andorra. Y como única arma, los estudios.

Pero con doce años tenía más buena voluntad que voluntad, más ganas de jugar que estudiar y más afición a las travesuras que a los deberes.

Juan le regañaba. El había tenido que abandonar la escuela y ponerse a trabajar para poder mantener a la familia cuando murió el padre cinco años atrás. Y menos mal que, al ser hijo de minero, la Calvo le había admitido tan pronto cumplió los catorce. Así que Mac debía aprovechar.

- Mira lo que le pasó a papá y a mí.

- Sí, sí.

Y con la mayor decisión del mundo agarraba los libros, perdiéndose su imaginación por las nubes a las dos líneas y pensando cómo podría escarzar el nido, que había visto cerca de La Cerrada, en vez de los minutos que necesitaría para llenarse el depósito con el grifo del problema que tenía delante.

La madre perdía la paciencia, despotricaba y lo castigaba... para nada. Si se encontraba algún sopapo éste era de Juan. Entonces Mac se enfurecía. ¿Pero quién se pensaba que era? ¡Él no era su padre! Devolvía el bofetón y empezaba la pelea. Porque si Juan tenía dieciséis años, Mac con doce, y desde que tenía consciencia, era muy reñidor, hasta el punto que el día que no tenía contienda le faltaba algo. La madre levantaba los brazos al cielo los días que los pillaba y paraba la pelea con una bofetada a cada uno, mientras que Quique tan pronto animaba a un hermano como al otro pasándoselo en grande.

Terminada la riña Mac ponía a Dios por testigo que no volvería a hablar a su hermano mayor en la vida, con tanto éxito en su propósito que a los diez minutos ya iba buscándolo para hacer las paces.

También Juan lo buscaba. No le gustaban aquellos enfrentamientos que, lentamente y sin darse cuenta, se iban haciendo más frecuentes. La vida no había sido fácil para él. A los once años había muerto el padre. Sus hermanos tenían siete y un año. La madre se puso a trabajar sin que su orgullo permitiera ninguna ayuda de los parientes, a despecho de que ganaba poco. No quedó más remedio que Juan se pusiera a trabajar abandonando los estudios. Tuvo suerte. El taller que le admitió lo hizo a sabiendas de que aún no tenía la edad, pero al dueño le daba lástima aquella familia y se arriesgó, pagándole un jornal como si tuviera los catorce, aunque también es cierto que Juan trabajaba como si los tuviera. Era buen trabajador y tenía mucho amor propio.

De pronto se vio obligado a crecer de sopetón, pasando de la infancia a la adultez casi sin tener adolescencia. No comprendía pues a Mac y le ponía negro su irresponsabilidad hasta el punto que lo exasperaba.

- Tienes la mano muy larga -protestaba su hermano.

Era cierto, pero Mac es que terminaba con sus nervios, porque en vez de mejorar el muchacho se volvía más respondón y rebelde.

Mac se defendía diciendo que Juan no era su padre. Lo aceptaba como hermano mayor y le obedecía, excepto cuando Juan adquiría el rol de padre. Aquello le estomagaba. Su padre estaba muerto.

Quique son seis años no comprendía estos matices. Él no recordaba a su padre y no había conocido otro que Juan. Para él éste era una mezcla de los dos. Para Mac no. Recordaba muy bien a su padre y todavía lo lloraba cuando, después de alguna pelea, salía su figura en la discusión. Principalmente porque recordaba que había muerto en la mina y que Juan había estado a punto de morir por culpa de la mina y que aún podía pasarle. No quería otro padre. Padre estaba muerto. Que se quedará en la tumba. Juan era su hermano, nada más, no quería más. ¿No lo comprendía?

- No quiero ser papá. Pero es que te estás desmandando y alguien te tiene que sujetar.

Y Mac callaba.

Era lo mejor.

Juan no le comprendía. No podía entender el cerebro de un chico de doce años cuando, desde los once, ya había estado ganándose la vida trabajando para sacar adelante una familia. Curiosamente comprendía mejor Mac a su hermano que éste a él. Recordaba cuando llegaba cansado del taller los primeros años, aún tenía ganas de jugar, con él y el pequeño Quique, antes de quedarse dormido en el sofá. Mac le tapaba con una manta y se llevaba al caganidos para que no lo despertara. En aquel tiempo todavía se llevaban bien, aún era otro niño. Después Juan cambió. Las responsabilidades y la vida le obligaron a cambiar. Físicamente continuaba siendo niño, mentalmente no. Mac aceptó este cambio, aunque hubiera querido que no ocurriese nunca, y daba gracias a Dios porque no le había pasado a él. Admiraba a su hermano por la entereza con que llevaba aquella carga en sus juveniles hombros. Sí, todavía se llevaban bien y continuaron así hasta el día en que la mente de Mac comenzó a tener ramalazos de adolescente. Juan creyó que su deber era actuar de padre, después de todo era el mayor. Y la relación entre ambos, lentamente, paulatinamente, empezó a estropearse.

Mucha culpa la tenía aquel amigo suyo, Efrén. Juan estaba seguro que nunca pensaba en nada bueno. ¿Qué podía esperarse con aquella melena?

- ¡Vete a la mierda!

¿Pero qué mentalidad tenía su hermano? ¿Qué tenía que ver una cosa con otra? ¡Si hasta sus mismos amigos llevaban el cabello igual! No tan exagerado. Además sus amigos eran responsables. Que no se enterara él que Mac se dejaba el pelo así.

Durante los siguientes meses el muchacho no apareció ni una sola vez por la peluquería. Volvieron a discutir. Juan amenazó con cortárselo al cero y Mac replicó que lo intentara. La madre intentó mediar. El uno por una cosa, el otro por otra, los dos se le estaban yendo de las manos, discutiendo agriamente por nimiedades. Me saca de quicio, protestaba Mac. Cada vez es más crío, se sofocaba Juan. Son igual de tercos. No sé a quién se parecen, se lamentaba la madre. Yo no, mamá; el pequeño.

Al principio Mac, a solas, pensaba y entendía a su hermano, pero había dejado de hacerlo. Estaba harto. Se asombraba que, en su infancia, hubiera admirado a su hermano mayor, imitándole incluso. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido?

Necesitaban un padre. Siempre llegaba a la misma conclusión la pobre mujer. Al menos los dos mayores. Durante un tiempo pensó seriamente volver a casarse. Fue en lo único en que estuvieron de acuerdo. Quique lo tomó mejor, un papá, estaba alborozado. Pero los otros formaron una piña y egoístamente no aceptaron y supieron arreglárselas muy bien para desanimar a cualquiera. La madre terminó rindiéndose. Lástima que no estuvieran tan unidos en lo demás.