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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Christine Rimmer

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

La dulce espera, n.º 1706 - febrero 2014

Título original: Prince and Future… Dad?

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2007

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4111-6

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

Lo primero que vio la princesa Liv Thorson al abrir los ojos fue la cara de una oveja.

Kavarik, pensó Liv aturdida. A las ovejas en Gullandria se les llamaba kavarik...

Desde que había llegado al país de su padre, hacía casi una semana, Liv había asistido obedientemente a varias visitas turísticas; y como resultado había visto un buen número de kavarik, aunque siempre de lejos.

El kavarik dijo lo que habría dicho cualquier oveja americana.

—Beee...

Tenía la nariz húmeda.

—Aj —Liv se apartó bruscamente.

Su espalda desnuda chocó contra otra espalda desnuda, y con el pie rozó una pierna peluda.

La oveja, asustada, se fue trotando. Tenía la cola gorda y lanuda. Liv se quedó mirando esa cola hasta que desapareció tras la neblina de la mañana y los verdes y tupidos árboles.

La boca le sabía a rayos. Estaba tumbada del lado izquierdo sobre la hierba blanda y fresca. La mera idea de incorporarse, o de levantar la cabeza que tanto le dolía, le dio náuseas. Se estremeció. El pequeño claro donde estaba quedaba de algún modo protegido por el espeso grupo de árboles que lo rodeaba. Y aunque estaba totalmente desnuda, no sentía frío alguno. Se dijo que debería vestirse.

Pero para hacer eso tendría que incorporarse, y eso no era precisamente lo que más le apetecía hacer en ese preciso momento.

Entrecerró los ojos para mirar entre las brillantes y verdes briznas de hierba que tenía delante, y empezó a pensar en cómo se había metido en aquel lío.

Todo había comenzado la noche antes. El día anterior, además de la Víspera del Solsticio de Verano, una festividad importante en el estado isleño de Gullandria, su hermana Elli había contraído matrimonio con Hauk Wyborn.

Liv se pasó la lengua por los labios resecos mientras imploraba para que se le quitara aquel dolor de cabeza tan horrible... Pero, vuelta a la noche anterior; a Elli y a Hauk.

Liv no estaba segura de estar de acuerdo con aquel matrimonio. Sí, era cierto que ellos dos se adoraban, pero qué podían tener en común una profesora de jardín de infancia de Sacramento y un enorme y musculoso guerrero de Gullandria?

Liv retiró con impaciencia una brizna de hierba que le estaba haciendo cosquillas en la nariz. Ella no se dejaba engañar por los de Gullandria. Los guías de su visita turística habían señalado con orgullo las agujas de las iglesias y se decían luteranos, pero todo el mundo sabía que no era así. De acuerdo, habían pasado ochocientos o novecientos años desde que el último invasor de Gullandria se había despedido de su esposa y montado en su nave vikinga para llevar a cabo violaciones y pillajes por las costas de Inglaterra y Francia. Pero todos los habitantes de Gullandria conocían los mitos nórdicos y vivían fieles a ellos. Eran vikingos de corazón.

Y cada año en la Víspera del Solsticio de Verano daban una fiesta espléndida.

Liv gimió entre dientes.

La mayor parte de los sucesos de la noche anterior surgían confusos en su mente. Se habían bebido litros y litros de aquella deliciosa cerveza que se le había antojado ligeramente dulce.

Recordaba risas... Sí, muchas risas. Y un montón de bromas de mal gusto cuando habían enviado a la cama a la pareja de recién casados. Era también una tradición vikinga.

Hauk se había cansado de todos ellos, todos jóvenes solteros, y les había pedido que salieran de la suite. De modo que Liv y el resto habían bajado corriendo las escaleras y habían salido a los jardines y al parque donde, en honor de la ocasión, el padre de Liv, el rey Osrik, había ordenado que se quemara un barco vikingo.

Entonces le parecía recordar que había bailado. Sí, desde luego que había bailado. Había bailado borracha junto a todos los demás, riéndose y cantando mientras hacían cabriolas alrededor del barco en llamas.

Pero después de eso... Bueno, no recordaba bien lo que había pasado.

Liv notó que estaba tiritando de frío y se abrazó en un vano intento de darse calor.

A unos dos metros de donde estaba tumbada vio un pedazo de seda azul oscuro. Su sujetador. Más allá del sujetador, junto a los árboles, estaba la falda del vestido de dos piezas de brillante terciopelo planchado azul pavo. ¿Pero dónde estaba el resto de la ropa?

¡Por Dios! ¿Cómo había podido descontrolarse así? ¿Qué locura le habría entrado?

Aparte de mucha cerveza, la respuesta a esas preguntas estaba justo detrás de ella. Temblando de frío, Liv se dio la vuelta y lo vio. Allí, acostado a su lado, estaba el príncipe Finn Danelaw.

Ay, Dios. Sí que se acordaba.

Se habían besado entre las sombras de los árboles. Y él la había conducido hasta allí, a aquel rincón tan íntimo y mágico. Recordó el brillo dorado de la hierba a la tenue luz del ocaso infinito de la Víspera del Solsticio de Verano. Él la había desnudado, y ella a él y...

Liv se volvió hacia el otro lado y cerró los ojos mientras ahogaba un largo y sentido suspiro.

Aquello era tan poco habitual en ella. Estaba estudiando segundo de Derecho en la Universidad de Stanford, y era la primera de la clase. Era obstinada, controladora y siempre dueña de sus actos.

¿Como correspondía a una princesa? Bueno, tal vez fuera una princesa por nacimiento, pero Liv Thorson se sentía americana hasta la médula. Y tenía planes que quería llevar a cabo. Grandes planes.

A los cuarenta sería senadora, por lo menos. O tal vez terminara ocupando un sillón en la Corte Suprema. Jamás podría ser presidenta porque no había nacido en Estados Unidos. Pero nadie llegaba a ningún sitio si no tenía ambición. Sus perspectivas de futuro eran mejor que las de la mayoría.

Y por eso su situación actual le parecía tan... decepcionante.

Una mujer que soñaba con estar un día en la Corte Suprema no practicaba el sexo en mitad de un prado, con un hombre al que conocía desde hacía menos de una semana. Y por supuesto no practicaba el sexo con Finn, que era encantador y un apuesto rompecorazones cuya fama con las mujeres era legendaria.

Muy despacio, tratando de olvidarse de las náuseas y del dolor de cabeza, Liv apoyó los brazos en el suelo y se volvió otra vez a mirarlo.

Él estaba vuelto de espaldas. Tenía la preciosa y musculosa espalda estirada y las piernas largas y fuertes encogidas para protegerse del frío del amanecer. Seguía, o al menos así le pareció a ella, profundamente dormido. El cabello, de un intenso tono castaño con mechas doradas, se le rizaba suavemente en la nuca.

Y aunque le diera vueltas el estómago y se sintiera un poco sofocada, Liv tuvo que dominar las ganas de acercarse a él de nuevo. Deseaba acariciar aquel cabello sedoso, trazar los vulnerables montículos de sus vértebras. Finn Danelaw era sin duda un hombre impresionante. Y la noche anterior, o lo que recordaba de ella, había sido absolutamente espléndida.

Apoyó otra vez la cabeza sobre la hierba y ahogó un gemido mientras cerraba los ojos. ¿Pero cómo había podido hacerlo?

No estaba casada. Ni siquiera estaba prometida. Aunque ella y Simon Graves, un compañero de estudios de California, formaban más o menos una pareja estable. E incluso en el caso de no haber tenido ningún compromiso de ningún tipo, el príncipe Finn era un picaflor, por amor de Dios. No se podía negar que era un hombre sumamente encantador. Todas las mujeres de la corte de su padre lo adoraban. Se peleaban por que él les dedicara un baile, su tiempo. Él escogía a las que le placían y hacía todo lo posible para satisfacer a todas.

Nunca, jamás, habría imaginado que se despertaría una mañana para descubrir que se había convertido en una más de las marcas de entre todas las demás marcas que sin duda marcarían el cabecero de la cama de un galán como el príncipe Danelaw. Liv estaba muy, muy decepcionada consigo misma. Ese pensamiento le impulso a levantarse y marcharse de allí inmediatamente.

Con ciega determinación, Liv apoyó las manos en el suelo y se incorporó. El estómago se le revolvió de nuevo, y pensó que iba a vomitar allí mismo en la hierba cubierta de rocío, y encima del hombre que dormía desnudo sobre la hierba a sus pies.

Afortunadamente consiguió contener la náusea.

Vio que tanto su ropa como la de él estaba desperdigada a su alrededor. Tragó saliva un par de veces más para asegurarse de que no vomitaba, y acto seguido se dispuso a reunir todas sus prendas de ropa.

Recuperó todo salvo los zapatos y las braguitas. Entonces recordó que los zapatos se los había quitado antes de que Finn la llevara hasta el claro donde estaban en ese momento; que los había dejado precisamente junto al barco ardiendo. En cuanto a las braguitas, no quería ni pensar dónde podrían estar.

Se vistió como pudo. La ropa estaba húmeda y le costó trabajo vestirse bien. Para colmo, el mareo de la resaca de cerveza ralentizaba sus movimientos. Decidió no molestarse en ponerse el sujetador ni la combinación que le llegaba por la pantorrilla y que iba debajo de la falda. Sólo se puso las dos partes medio mojadas del vestido, se las alisó con la mano lo mejor que pudo e hizo un rebujo con el resto de la ropa. Cuando echó a andar hacia los árboles no quiso volverse a mirar.

A diferencia de su ropa interior, encontró enseguida el palacio de su padre. Isenhalla, una maravilla en pizarra brillante, se erguía majestuosamente ante ella, con un sinfín de torretas y gabletes, torres y miradores en las azoteas, por encima de los verdes prados y los bosques donde las festividades de la noche anterior se habían celebrado, y con la bandera roja y negra de Gullandria ondeando orgullosa en lo alto del mástil.

Liv caminó deprisa entre los árboles que rodeaban el claro y salió a una amplia pradera de hierba ondulada, donde todavía ardían los rescoldos del barco quemado. Con la cabeza agachada y sin dejar de caminar consiguió evitar el contacto, verbal o de otra naturaleza, con los pocos juerguistas que continuaban tirados en la hierba.

Más allá de la pradera estaban los altos setos recortados en formas decorativas especiales, y donde se abrían varias entradas para acceder a los jardines de palacio. Con la cabeza martilleándole y el estómago encogido, Liv cruzó los jardines, ignorando el daño que le hacían en los pies la gravilla de los caminos.

De pura casualidad acabó en la misma entrada trasera del palacio por donde había salido el cortejo nupcial la tarde anterior. Milagrosamente, la puerta no estaba cerrada con llave. Entró y recorrió un pasillo mal iluminado, al final del cual había unas escaleras estrechas.

Al llegar al tercer piso, accedió al rellano por una puerta. Liv continuó por un pasillo hasta otra puerta. Al otro lado había un pasillo principal, uno más ancho con un arco, techos bellamente cincelados y unos preciosos suelos de mármol. Una tupida alfombra persa de pasillo se dividía en dos direcciones distintas.

Liv giró hacia la izquierda. Ya no quedaban lejos, tal vez a unos treinta metros, las altas puertas de madera tallada de la suite que compartía con Brit, su hermana «pequeña» por decirlo de alguna manera, ya que Brit, Elli y ella eran trillizas. Liv era la mayor de las tres, y Brit la más pequeña.

Las puertas, como de costumbre, estaban vigiladas por dos guardias del rey.

Liv había esperado contra todo pronóstico que los dos soldados de Gullandria, con sus bellos uniformes de la guardia del palacio, se hubieran tomado por una vez la mañana libre. Pero allí estaban los dos, deslumbrantes e impasibles, como siempre. Liv trató de adoptar un aspecto digno a medida que iba acercándose a ellos, pero el esfuerzo quedó mermado por el vestido empapado, los pies sucios y mojados y el rebujo de ropa interior que llevaba en la mano.

No temía el comentario de los guardias, que nunca comentaban nada ni tampoco en ese momento. Como de costumbre, los guardias continuaron con la vista fija al frente, con aquellos apuestos y cuadrados rostros nórdicos tan impenetrables como las runas. Al unísono, se golpearon el pecho con las manos enguantadas. Como si fueran un solo hombre, los dos dieron un paso lateral hacia el centro de las puertas, que seguidamente abrieron con suavidad.

Liv cruzó las puertas con los hombros rectos y la cabeza alta. Hasta que no oyó que se cerraban, no se permitió el lujo de relajarse un poco.

La suite era enorme. La antecámara de suelos de mármol se abría a una sala enorme decorada en seda y damasco, con un sinfín de mesas de madera tallada y una chimenea de hierro forjado bellamente labrada que escondía un mecanismo para encender una chimenea de gas.

Liv siguió adelante. Cruzó el vestíbulo de entrada y la sala y pasó delante de su dormitorio para ir directamente al de Brit. La puerta estaba cerrada, pero cuando agarró el brillante pomo de latón vio que no estaba cerrada con llave.

En el preciso momento en que empujaba la puerta para entrar, Liv se percató de un movimiento a su derecha.... Era la camarera de piso. Para su estancia en Gullandria, Liv y Brit compartían una camarera de piso que se encargaba de que sus habitaciones y su ropa estuvieran siempre a punto, y un cocinero que ocupaba una pequeña cocina a la que se accedía por el salón privado. La camarera era joven, de dieciocho o diecinueve años como mucho, y demasiado delgada; tenía los ojos grandes y un poco saltones, y un rostro pálido y estrecho. Llevaba zapatos de suela de goma que no hacían ruido, de modo que no se la oía cuando se acercaba. A Liv le parecía que siempre salía de pronto, y siempre las asustaba a su hermana y a ella cuando creían que estaban solas. En ese momento, la chica vaciló a la puerta de la habitación de Liv.

—¿Qué? —le preguntó Liv en tono claramente irritado.

La cara pálida y alargada pareció de pronto más pálida y más alargada.

—Alteza, disculpadme. Sólo estaba recogiendo... ¿Se encuentra bien, Alteza?

—Nunca me he encontrado mejor —mintió Liv en tono burlón.

La sirvienta hizo una breve reverencia y salió corriendo al salón. Liv observó su marcha apresurada. En cuanto estuvo segura de que la muchacha se había ido, se tambaleó sobre el marco de la puerta. Permaneció unos instantes allí apoyada, decepcionada con todo, sobre todo consigo misma.

Necesitaba tumbarse. Tumbarse, dormirse y no despertarse hasta que la cabeza dejara de dolerle y el estómago se le asentara un poco.

Pero en lugar de darse la vuelta para ir a su dormitorio, empujó la puerta del de Brit y entró de puntillas. Después del lío en que se había metido ella la noche antes, quería asegurarse de que Brit no había corrido la misma suerte.

La habitación estaba a oscuras, pues las pesadas cortinas seguían echadas. La alfombra de varios siglos de antigüedad, de un tono rojo vino y con un dibujo en dorado que surgía del centro, proporcionó alivio a sus pies descalzos. La magnífica cama de caoba, con sus cuatro postes tan anchos como troncos de árboles y ricamente tallados con figuras de dragones, viñas y damas de largos cabellos con aspecto de hadas, dominaba el centro de la pieza.

La ropa de cama estaba un poco revuelta, y Liv vio una mano y un brazo colgando de un lado.

Se acercó sin hacer ruido. Al acercarse sonrió al ver que su hermana estaba sin duda profundamente dormida en la cama. Brit siempre había sido muy dormilona. Cuando eran niñas y por una u otra razón habían tenido que compartir cama, Liv y Elli solían lloriquear y quejarse de que con Brit nunca podían dormir. Brit siempre daba vueltas en la cama y a veces incluso hablaba en sueños.

En ese momento, Brit estaba tumbada cual larga y ancha era en el centro de la cama de modo que la ocupaba por entero. Liv observó la suave cadencia de su esbelta espalda al respirar. Tenía la cara vuelta y cubierta por una despeinada melena rubia y lisa, muy parecida a la de Liv.

Parecía tan relajada, tan despreocupada.

La tierna sonrisa de Liv se desvaneció mientras observaba a su hermana. Brit era la más «salvaje» de las tres, la más propensa a hacer cosas como la que ella había hecho la noche antes.

Pero aunque su hermana había bailado con Finn Danelaw más de una pieza, y aunque había coqueteado, bailado y se lo hubiera pasado en grande, al final no había hecho nada. En algún momento de la velada, Brit había tenido el sentido común de irse a su cama, donde en ese momento descansaba tranquilamente. Cuando se despertara no sentiría remordimiento alguno. Se tomaría sus dos o tres tazas de café negro de siempre y se mostraría dispuesta a enfrentarse a lo que le deparara aquel día.

Por primera vez en su vida, Liv deseó haber seguido el ejemplo de su hermana pequeña. Se dijo que ella debería estar en su dormitorio, metida en su cama; y no vestida con la misma ropa arrugada y húmeda de la noche anterior, con el estómago revuelto y un dolor de cabeza de mil demonios.

Y hablando del estómago...

Liv dejó caer la ropa interior sobre la gruesa alfombra y se llevó la mano a la boca mientras se volvía rápidamente hacia el cuarto de baño de Brit.

Llegó al retrete justo a tiempo.

Pasó un buen rato allí arrodillada, hasta que consiguió echar todo lo que tenía dentro y no le quedó nada... Sin embargo parecía que seguía teniendo el estómago revuelto.

En algún momento de aquellos minutos tan desagradables, los pies descalzos de su hermana aparecieron junto a ella en la suave alfombrilla del baño.

—Oh, Livvy. ¿Qué te ha pasado? —dijo Brit en tono comprensivo.

Brit abrió el grifo de la ducha y seguidamente se arrodilló junto a Liv y la sujetó con delicadeza mientras ella terminaba de arrojar.

—Vamos —le insistió suavemente cuando empezaron a ceder las arcadas—. A la ducha... Te sentirás mejor.

Después de la ducha, Brit le ofreció un vaso con agua donde se deshacía una tableta efervescente. Liv se obligó a bebérselo todo. Entonces, con la misma ternura que una mamá cariñosa, Brit acompañó a Liv a la cama.

 

 

En el claro donde estaba Finn Danelaw, la bruma de la mañana se disipaba lentamente. El día era cada vez más soleado. Un águila imperial sobrevolaba el cielo con sus alas anchas y lo suficientemente fuertes como para llevarlo lejos, al norte, a un escarpado nido de águilas entre los picachos nevados de las Black Mountains.

Finn se despertó con el largo y hueco graznido del águila. Abrió los ojos y sólo vio delante la hierba verde. También vio su camisa y un zapato. Un poco más allá, unos robles de troncos gruesos se apiñaban con sus ramas tan enredadas que era imposible saber dónde empezaba la copa de uno y dónde terminaba la otra.

A Finn le dolía la cabeza, aunque había pasado una noche por la que sin duda merecía pagar el precio de un mero dolor de cabeza. Se sonrió y rodó para abrazar a su estudiante de Derecho, la princesa Liv, la hija de su rey.

No estaba.

Finn se incorporó y se pasó la mano por la cabeza para retirarse el pelo de los ojos. Entonces paseó la mirada por el claro y vio el resto de su ropa, pero no la de ella. La única prueba de que había pasado la noche entre sus brazos era el aroma en su piel; un aroma dulce, un aroma que pronto se desvanecería...

Se tumbó de nuevo mientras suspiraba, y al momento sintió que rozaba con los dedos una tela suave. Sus braguitas... Se había quedado dormido encima de ellas sin darse cuenta. Las enganchó con un dedo y les dio vueltas mientras las contemplaba. Bueno. Una prueba más aparte de aquel provocativo perfume suyo de que ella había estado allí, de que él había besado sus partes más íntimas, de que la había tumbado en la hierba fresca y se había hundido en su cuerpo.

No le sorprendía nada que ella lo hubiera dejado allí durmiendo en la hierba y hubiera desaparecido. Finn entendía bien a las mujeres. Liv Thorson no se tenía como el tipo de mujer que pudiera acabar participando en una apasionada cita amorosa a la luz de la luna con un hombre al que apenas conocía.

Apretó las braguitas en el puño cerrado. Al despertar, seguramente ella habría estado horrorizada de lo que con tanta alegría había hecho la noche anterior. La respuesta más natural en ella había sido escapar antes de que él se despertara y tratara de hacer otra vez el amor con ella.

Una pena. Habría disfrutado muchísimo haciéndolo con ella una vez más. Incluso en ese momento se excitaba sólo de pensar en tener debajo el rostro de Liv Thorson suavemente iluminado por la luz de la aurora, mientras los dos se deleitaban con el placer de sus cuerpos.

Finn dejó caer el triángulo de seda a la hierba. Tristemente, ese momento no se daría. Sabía que la noche anterior se había tomado demasiadas libertades. De ser un hombre asustadizo, estaría aterrorizado en ese momento. Le salvaba un poco que la noche antes se había celebrado la Víspera del Solsticio de Verano, y la tradición de Gullandria sostenía que ningún hombre ni mujer serían llamados a declarar por las indiscreciones amorosas que ocurrieran esa noche.

Pero, tradiciones aparte, si el rey se enteraba no estaría muy contento. Y cuando un hombre enfadaba a su rey, era lógico que empezaran a ocurrirle cosas desagradables. Y más importante que el posible peligro inherente al hecho de enfadar a su majestad, Finn no quería irritar a Osrik Thorson. Aparte de ser su rey, era además alguien a quien Finn admiraba y respetaba.

Se puso de pie de un salto y empezó a recoger su ropa.

Mientras se vestía, se burló por haber sido tan idiota. Debería haberle robado unos cuantos besos y haberlo dejado ahí. Se quedó un momento quieto, y alzó la vista al claro cielo de verano, preguntándose por qué Liv Thorson le había parecido tan irresistible.

La respuesta no se hizo de rogar: su inteligencia. Se sentó en la hierba para ponerse los zapatos. Finn admiraba una mente rápida en una mujer. La inteligencia en una mujer mantenía alerta a un hombre y ahuyentaba el aburrimiento.

Y además de inteligencia, estaba ese exceso de ambición y ese control que iban de la mano. Naturalmente, la tentación de conseguir que se descontrolara había sido demasiado grande.

Se entremetió la camisa, se estiró el cuello de la misma y se puso los gemelos que se había guardado en un bolsillo. Había sido una indiscreción, por decirlo de alguna manera; una indiscreción que él tenía suficiente cabeza como para saber que, dada la mínima oportunidad, repetiría sin duda alguna.

Pero sabía que esa oportunidad no se presentaría. Liv se marchaba al día siguiente para América. Hasta entonces, pondría la mano en el fuego de que haría todo lo posible para evitarlo.

El pequeño pedazo de seda brilló medio escondido entre la hierba. Finn se inclinó y lo retiró. Por norma, no era un hombre que soliera coleccionar trofeos. Pero le pareció en cierta manera irreflexivo, incluso insensible, por su parte dejarlo allí para que algún jardinero se lo encontrara.

Ah... quién pudiera anticipar el delicioso momento íntimo en el que tuviera la oportunidad de devolvérselas. Pero no iba a ser así. A esa mujer no volvería a verla.

A no ser que...

Las posibilidades eran mínimas.

Si embargo el hecho seguía siendo que había sido, de otro modo muy peligroso, indiscreto. No había sido tan cuidado como siempre. Sí, lo confesaría, aunque sólo a sí mismo: era posible que se hubiera sentido como si una fuerza se lo llevara por delante.

Pero la posibilidad de que previsiblemente tuviera que pagar un precio por cometer una acción tan alocada tenía que ser bastante remota. Después de todo, sólo había sido una noche.

Sin duda no habría motivo para preocuparse, ni necesidad de volver a pensar en ello.

Chasqueó los dedos con una sonrisa en los labios. No volvería a pensar en ella.

Sin embargo, seguía teniendo en la mano las braguitas de su alteza. Sonrió un poco más al pensar en aquel pedazo de seda azul unido a algunos recuerdos dulces y ardientes.

Podría haber sido peor.

Muy pronto, lo sabía, llegaría el momento de hacer una buena boda. El patriarca de una de las familias más importantes del reino se había aproximado a él. Todos esos padres que adoraban a sus hijas mantenían a sus jóvenes hijas doncellas bien alejadas de él, por supuesto. No querrían que el conocido príncipe Finn ejerciera sus poderes de seducción sobre sus preciosas hijas hasta que hubieran intercambiado las espadas del matrimonio.

Estaba dispuesto a hacer lo que se esperaba de él. Un hombre no podía pasar de una cama a otra eternamente. En algún momento tenía que encontrar la comodidad con una mujer, plantaría su semilla, educaría a sus hijos y mimaría a sus hijas.

Eso sería lo que haría.

¿Y entonces la noche anterior?

Finn sonrió al aire claro de la mañana. Cuando estuviera viejo, encorvado y lento, cuando la muerte estuviera cerca y los gigantes del hielo lo persiguieran en sus pesadillas, podría recordar su gloriosa noche con la princesa de América. Le ayudaría a refrenar el frío invasor.

Finn se guardó las braguitas en el bolsillo y se volvió hacia el palacio de pizarra que resplandecía sobre los últimos retazos de la bruma.