Título original: Perra de Satán. ¡Es un escándalo!

© 2018 Beatriz Cepeda

Ilustraciones © Ana Belén Rivero

Diseño cubierta: Ediciones Versátil

1.ª edición: marzo 2018

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«Pienso diferente,

vivo con la gente,

y mi manera no la voy a cambiar.»

Escándalo, Willy Chirino

Pocas cosas me joden más un día, un mes y, en ocasiones, hasta un año, que recibir una invitación de boda. Estoy en una edad —treinta y dos añitos recién cumplidos— en la que ya se empieza a considerar normal que tus amigos se vayan casando, incluso hay quien considera normal también que tus amigos te inviten a sus bodas. Que digo yo que si fueran amigos de verdad no te harían la putada de invitarte a soltar quinientos pavos, como mínimo, por pasar un día achicharrada al sol de agosto, embutida en una faja y con los pies como si acabaras de llegar a Santiago de Compostela después de diez días de camino.

Los que yo considero amigos de verdad jamás me invitarían a su boda. Sería por eso que la invitación en tonos rosas y dorados que se asomaba por la ranura de mi buzón no venía de parte de ninguna persona a la que yo haya considerado alguna vez mi amiga. Venía de parte de Isabel Vela, antigua compañera de colegio y sí, amiga, pero solo por Facebook. Una tía que, así, en un momento, acababa de tomar dos decisiones completamente erróneas. La primera: casarse. Qué manía tiene la gente con casarse, si es una cosa que en pleno siglo XXI ya no tiene ningún sentido, ¡que el Antiguo Régimen ya se acabó! Pero parece que mucha gente todavía no se ha dado cuenta y se empeña en meterse en vestidos decimonónicos de lo más horteras y en ir diciendo por ahí que es el día más feliz de su vida. En serio, que la felicidad no es como Beetlejuice, que si la nombras tres veces aparece de repente... Y la segunda: invitarme a mí a una boda. A la suya, concretamente.

Esta no sabe quién soy yo. A mí no me invitas a una boda y te quedas tan ancha, bonita. Aquí, para ancha, ya estoy yo, que mis docenitas de donuts me cuesta, y que sepas que esta docena que me estoy comiendo ahora para sobrellevar el disgusto que me acabas de dar ME LA VAS A PAGAR. ¡Vamos! Como que me llamo yo… ¡Espera! ¿Qué dice aquí? ¿Que la boda es en Sevilla… y que el alojamiento está incluido? Pero esto no puede ser. Esto tiene que tener trampa. ¿Dónde está la letra pequeña? A ver, voy a leerlo todo bien, que igual he manchado alguna parte con la grasaza del donut y he cambiado el sentido de alguna frase. Aquí dice: «Blablablá, se complacen en invitarle al enlace blablablá que tendrá lugar el próximo 15 de octubre blablablá Sevilla, blablablá banquete, blablablá…». Aquí viene, aquí viene: «Hotel no sé cuántos donde todos los asistentes podrán descansar la noche de la boda a cargo de los novios. Para ello, blablablá confirme su asistencia y la de su acompañante cuanto antes blablablá». Vamos a ver. ¿Me estás diciendo, Isa Vela —como te llamábamos en el colegio, que nos partíamos de la risa con la simple casualidad de que la combinación del diminutivo de tu nombre y tu apellido sonase a «Isabella», porque los adolescentes son así y de la cosa más tonta hacen el chiste del año—, me estás diciendo que no nos vemos desde hace miles de años pero aun así me estás invitando a una boda con bien de comida, barra libre —supongo, porque en la invitación no pone nada, pero hay que ser muy cutre para, ya que te casas, no emborrachar a tus invitados— y una noche gratis de hotel en Sevilla, para mí y mi acompañante, a cambio del regalo más barato pero con pinta de caro que encuentre yo en El Corte Inglés?

Muchas preguntas sin resolver veo yo aquí, muchas cosas que no me encajan, como que estén mandándome una invitación a una boda con tan solo un mes de antelación. Pero yo solo necesitaba una respuesta para confirmar mi presencia en esa boda: ¿querrá venir conmigo Gustavo, mi mejor amigo, y nos pegamos un fin de semana a cuerpo de reyes —yo me pido Juan Carlos, que tiene pinta de comer y beber más que los de ahora— a costa de la pedorra de Isa Vela? Con lo mojigata que era, esta seguro que se ha casado con un marqués, como mínimo, y va a montar un bodorrio con bien de vino bueno, bien de jamón de Huelva y bien de cajas de puros de los más caros que aunque no me lleve ni uno a la boca —porque a mí los puros me dan un asco que solo de olerlos ya me entran náuseas— podré robar un par para venderlas por internet y así subsanar los gastos del AVE a Sevilla. Enseguida le mandé un audio a Gustavo explicándole todas las superventajas de acudir a esa boda y él, evidentemente, me dio el: «Sí, quiero».

Cuando invité a Gustavo a acompañarme ni se me pasó por la cabeza que iba a ir a una boda de pijorros de la mano de mi mejor amigo, de mi mejor amigo gay, para ser más precisos, y que si a mí me había llegado esta inoportuna invitación de boda, al resto de mis compañeros de clase también les habría llegado.

Vamos, que cuando el taxi nos paró en la puerta de aquella iglesia barroquísima, cristianísima y doradísima y Gustavo, vestido de traje verde botella —que al parecer es el color que más se lleva esta temporada— rematado con una pajarita de todo menos discreta, tuvo el detalle de abrirme la puerta para que yo tuviera más libertad de movimientos y pudiera salir sin matarme de aquel coche con los taconazos —que para un día que me arreglo, pues me arreglo de arriba abajo— y el tocado con pluma verde, que se alzaba varios centímetros hacia el campanario de aquella iglesia desafiando las leyes de la gravedad, lo que menos me esperaba era toparme de frente con todas las caras que salían en mi orla de 2.º de Bachillerato.

Porque es que todos, o eso me parecía a mí, todos y cada uno de los que compartieron conmigo los años de colegio de monjas, habían sido invitados. Y allí estaban plantados, como un campo de girasoles, con las cabezas inclinadas hacia esos dos soles que éramos Gustavo y yo, que está feo decirlo, pero es que éramos los únicos que le dábamos un toque de color a aquella reunión de personas grises que nos miraban con cara de ha llegado el circo a su ciudad, con la boca bien abierta y en un silencio sepulcral. Que no se sabía si estaban esperando a una novia o a un féretro.

Un bocinazo me sacó de mis pensamientos y me ayudó a entender que el coche de la novia —que no era fúnebre, menos mal— estaba justo detrás de nosotros y no podía terminar de hacer su entrada en la placita tan mona que daba acceso a la iglesia porque nuestro taxi no se iba. Porque yo todavía no había conseguido salir del todo de aquel maldito Mercedes. Si es que no estoy hecha para el lujo, por mucho que me empeñe. Soy más corriente que el agua del grifo. Y tan ricamente, que a mí no me hace falta montar bodorrios con noches de hoteles incluidas para llamar la atención de gente que no fue mi amiga ni cuando compartíamos pupitre. Menuda panda de estirados, la novia y los invitados… Si le estoy robando el protagonismo a la novia, ¡por algo será!

Igual es porque llegamos quince minutos tarde. Mira que había amenazado a Gustavo una y mil veces mientras estábamos en el hotel: «Te quieres dar prisa, por favor, que vamos a llegar más tarde que la novia». Que ya ves tú lo que me importará a mí perderme una misa, pero tengo yo una manía grabada a fuego en el corazón y es que soy una obsesa de la puntualidad, y me duele en el alma llegar tarde a un sitio, aunque sea a la boda más coñazo de la historia. Eso de ver cómo las manecillas del reloj —bueno, los números de la pantalla del móvil, era por darle un poquito de intensidad a mi lamento— se aproximan a la hora establecida y yo todavía no he salido de casa me pone de los nervios. Pero a Gustavo no, Gustavo se lo estaba tomando todo con una tranquilidad que ni que se fuera a casar ella.

Mientras me alejaba del taxi lo más deprisa que mis tacones me permitían, que madre mía el adoquinado de esa plaza, me giré un momento para ver el coche de la novia y lo que vi fueron los ojos de Isa Vela clavados en mí. Menuda cara de asco que me estaba poniendo… o a lo mejor a mí concretamente no, a lo mejor se le puso esa cara al ser consciente de que se iba a casar con el papanatas que la estaba esperando junto al altar. La cosa es que aquella mueca me recordó a la compañera de clase que se pasó los cuatros años de la ESO y los dos de Bachillerato en la misma aula que yo y con la que apenas llegué a hablar en todo aquel tiempo.

Una vez, en clase de Historia, nos tocó hacer un trabajo juntas sobre el cerco de Zamora, que era el típico trabajo que nos ponían a todos los alumnos zamoranos en todos los colegios e institutos de la provincia, que para una vez que salimos en los libros, llevamos ya mil años celebrándolo. Ella se empeñó en hacer de Doña Urraca a pesar de que no tenía ningún talento para la lectura dramática, ni el carisma ni los huevos cuadraos necesarios para darle voz a semejante mujer histórica, pero la tía me convenció y al final nos pusieron un seis de mierda. Un seis que a ella le sentó divinamente, porque no era muy buena estudiante —en general, no tenía muchas luces—, y un seis que a mí me repateó bien las tripas porque dentro de mí yo estaba segura de que si yo me hubiera metido en la piel de Doña Urraca, a lo mejor un diez no, pero un nueve nos habrían puesto. No me gusta tener prejuicios, pero a veces una no lo puede evitar y, al ver su cara de asco en el interior de ese coche antiguo, tan pulido que te abrasaba las retinas si lo mirabas directamente, me dio por pensar que esta iba a ser una boda de seis, una boda bastante mediocre que dejaría satisfecha a la novia pero que a mí terminaría sacándome de mis casillas.

Entramos en la iglesia y nos sentamos en los bancos de atrás. Así el cura no tendría que notar que a mí ya se me había olvidado el padrenuestro. Y lo que no es el padrenuestro, porque también se me había olvidado que ir a misa es casi tan duro como ir a pilates, que tienes que estar todo el rato: ahora me siento, ahora me levanto, ahora de rodillas, ahora me levanto otra vez. Está claro que las eucaristías no solo se dirigen al alma —de quien la tenga, claro— también procuran cuidar un poquito el cuerpo, cosa que me parece muy bien, pero no cuando llevo un vestido tan apretado.

Me sorprendió que se me hubiera olvidado algo así, porque anda que no me he chupado yo misas. Cuando era pequeña mi abuela me llevaba a la iglesia todos los domingos. A mí lo de la palabra de Dios me daba un poco igual, pero iba encantada porque enfrente de la iglesia estaba mi churrería favorita y mi abuela, que siempre fue tan golosa como yo, aprovechaba el viaje para comprar chocolate con churros. Y yo lo del misterio de la Santísima Trinidad no me lo he tragado nunca, pero el chocolate con churros… me trago todo el que me den. Vamos que si Dios fuera un churro yo sería el mejor sagrario.

Ya de bien pequeña, tendría yo siete años como mucho, aprendí que eso de las iglesias era un auténtico coñazo. Nunca presté atención a lo que decía el cura, es que una niña tan pequeña tampoco podía entender las palabras que salían de su boca. Pero ya que estaba allí, debía pensar yo, lo mejor sería encontrar la manera de pasar esos cuarenta y cinco minutos del modo más llevadero, así que solía entretenerme mirando los retablos y los cuadros que adornaban la iglesia, y me inventaba historias sobre lo que les estaría pasando a los personajes representados. Como se suele decir, la realidad siempre supera la ficción, porque en mi vida me hubiera yo imaginado que la parrilla que llevaba San Lorenzo era para cocinarle a él. Yo, que vengo de una tierra donde se hacen muchas matanzas y se come mucha carne, me imaginaba a San Lorenzo como ese señor tan bueno y paciente que se encarga de hacer las brasas para que todos podamos comer choricito asado. O cordero, porque también había una figurita de un santo que cargaba un corderillo sobre sus hombros, y yo siempre pensaba que ese animalillo iba a ser la cena de todos los que vivían en aquel retablo. Menudo Toy Story.

La iglesia en la que estábamos estaba repleta de vírgenes. Vírgenes de cabezas enanas y coronas gigantescas obligadas a soportar el terrible peso de toda la ropa que llevaban. Mis ojos recorrían con detenimiento los muros y llegué a contar hasta nueve vírgenes. Me gustaría saber de qué eran vírgenes estas señoras, porque todas las vírgenes son vírgenes de algo. La Virgen de la Anunciación, la Virgen del Tránsito, la Virgen de los Dolores, ¡la Virgen niña! Hay prácticamente una virgen por cada circunstancia de su vida, porque fue superguay, que primero nació sin pecado concebida, después se le apareció un ángel, y luego subió a los cielos. Es que ni Beyoncé ha vivido tantas emociones. También tenemos vírgenes de cosas abstractas como el desamparo, la esperanza, la soledad o los remedios. Vírgenes de sitios, la Virgen del Camino, del Prado, del Mar. Y qué decir de esas vírgenes que son ya demasiado cotidianas, como la Virgen de la leche, que era la que daba de mamar a Jesús, porque Jesús no dejaba de ser medio hombre y necesitaba alimentarse como todo hijo de vecino, pero de ahí a crear una virgen para honrar ese momento tan… humano… pues yo no sé. Que hagan también una virgen de la excreción; que si cagaba el niño, porque la virgen lavaba pañales, que eso lo sabe todo el mundo por los villancicos, también tendría que cagar la madre.

Con todo el tinglado que tenía yo montado en mi cabeza se me había olvidado que estaba donde estaba, y cuando comenzó a sonar el órgano, justo detrás de mí, anunciando a los asistentes que era el momento de tomar la comunión, yo me sobresalté y no pude reprimir un pequeño grito. Gustavo me preguntó qué me pasaba, y yo, por disimular un poco —me daba vergüenza decirle que me había asustado el órgano, ya ves tú qué bobada— le dije que acababa de ver a mi primer novio entre los invitados, y que me había puesto un poco nerviosa porque no nos veíamos desde hacía más de diez años y no esperaba encontrármelo allí. Ante tal mentira, Gustavo, que se lo cree todo, no paró de insistirme para que le dijera quién era el chico que había desflorado a su mejor amiga. Yo miré a mi alrededor, localicé al más guapo de todos, y se lo señalé. Y Gustavo, que además de inocentón es muy poco disimulado, no paró de radiografiarlo de arriba abajo, que ni que le estuviera buscando osteoporosis al muchacho, hasta que se calló el maldito órgano, que pegaba unos bocinazos que íbamos a salir todos sordos de allí.

Cuando terminó la ceremonia nos persignamos, y a mí se me vino de repente a la cabeza la cantidad de tiempo que llevaba sin follar. Pensé: «Joder, que estás en una boda, aquí pillas cacho fijo». Pero me dio un poco de bajona al comprobar que la mayoría de los hombres invitados parecían sacados de una película de Paco Martínez Soria. Así que opté por darme a la bebida desde primera hora para que el alcohol me echase una mano y le exigí a Gustavo que me acompañase a tomar unas cañas en vez de quedarnos a tirarle arroz a la novia, que total, si me daba igual su boda, lo mismo le tendría que dar a ella que yo saliera en sus fotos. Nos metimos en el primer bar que pillamos y yo me quedé muerta al comprobar que todas las paredes de aquel lugar estaban forradas con fotografías y estampitas religiosas. Reconocí algunas de las vírgenes que había visto dentro de la iglesia, y otras me resultaron muy familiares, sería de haberlas visto por la tele. Me quedé embobada perdida mirando a mi alrededor. Entre el horror vacui de las paredes y las trompetillas que sonaban por los altavoces, me entró como un recogimiento así muy dentro que si no fuera porque sé perfectamente quién soy, habría pensado que todavía quedaba algo de fervor religioso en mi interior.

Aquel lugar tenía una atmósfera especial. Una vez leí que algunas personas místicas, de estas a las que les da el trance y entran en comunicación con Dios y esas chorradas, desprendían un olor muy particular que se llamaba aroma de santidad, y yo me encontraba allí tan extasiada que casi me parecía olerlo. Al final eran croquetas, pero de verdad que aquel bar tenía algo de sobrenatural, porque hasta la Cruzcampo estaba buena.

Después de tres rondas de cañas, a Gustavo se le ocurrió la peor idea del mundo. Detrás de la barra había unos cuantos décimos colgados de las repisas de las botellas, y mi querido amigo se empeñó en comprar lotería. Él sabía de sobra que yo no estaba para tirar el dinero y sabía de sobra también que a mí no me hace ninguna gracia jugar al Gordo de la Navidad. Pero como a él le hacía ilusión llevarse un décimo de Sevilla y que lo comprásemos a medias, pues tuve que hacer lo que me pedía, porque yo no he visto muchacho más pesado cuando se le antoja algo, y con diecinueve euros menos, diez del décimo y nueve de las cañas con croqueta, pusimos rumbo hacia el restaurante para seguir celebrando el enlace de Isa Vela y… yo qué sé cómo se llamaba su marido.

El cóctel me resultó un poquito cutre, por no decir que allí no había jamón por ningún sitio, aunque el vino blanco era increíble y yo no quise perder ni una sola oportunidad de ver pasar a un camarero con la bandeja llena de copas para coger una tras otra y bebérmelas de un trago. Pero lo que me pareció una vergüenza fue el banquete, que nos pusieron cinco platos y a mí me daba la sensación de que aunque los juntara todos no llegaba a comer ni una hamburguesa de un euro. Que cuando me trajeron el postre, pasadas ya las cinco de la tarde, yo tenía tanta hambre que tuve que rogar a varios camareros para repetir tarta. Me costó sangre, sudor y lágrimas conseguir que me trajeran otra porción de un centímetro cuadrado de milhojas de hojaldre con crema de manzana y cobertura de chocolate y frutos rojos, que digo yo que un bombón de la Caja Roja sería más ordinario, pero de verdad que dejabas a tus invitados mejor comidos.

Yo llevaba un cabreo hambriento encima que no había quien me aguantase, que no hay cosa que peor me siente que dar por hecho que voy a ir a un sitio a ponerme a reventar y que luego no toquemos ni a un conguito por cabeza. Al menos sí pude seguir adelante con mi plan de mojar mis ganas de follar en alcohol y no paraba de rellenarme la copa con aquel excelente vino. También lo hacía por tener la boca ocupada con algo que no fuera hablar con mis antiguos compañeros de clase. Me habían sentado en la mesa con tres chicas que estudiaron conmigo —pero que ni siquiera eran mis amigas en Facebook— y sus correspondientes maridos, todos con una pinta de dedicar el domingo a jugar la partida… horrorosa, horrorosa.

Gustavo intentaba ser amable y dar conversación, y así descubrí que Verónica —una tía que casi nunca hacía gimnasia porque era bastante delicadita y yo pensaba: «Qué rara es esta chica», pero que en el fondo envidiaba porque ella podía librarse de saltar el potro y yo no—, estaba embarazada de diez semanas y se sentía la persona más feliz del mundo. Que otra que yo creía que se llama Silvia, pero que se llamaba Sandra, se había casado ese mismo verano y había estado de luna de miel en Argentina. Y que Marian, que era del grupo de la novia cuando estábamos en el colegio, había perdido el contacto con ella después de la universidad y se había llevado una sorpresa al recibir la invitación, pero que le había hecho mucha ilusión porque Isabel y ella habían sido muy buenas amigas y se fumaron su primer cigarro juntas, y todavía se reía recordando aquel ataque de tos y yo no le veía la gracia ni estando borracha como estaba. Cuando todos me miraron como cediéndome el turno de palabra para que yo contase qué había sido de mi vida, solo dije que me acababa de acordar de que en una excursión de fin de curso que hicimos a Barcelona vomité en la cama de Isabel y luego me fui a dormir a la mía.

Qué ganas de salir de aquel restaurante, por Dios, qué aburrida estaba. Yo ya pasaba de boda, de banquete, de barra libre y de toda la gente que me rodeaba. Menos mal que cedí a la presión de Gustavo por echarnos unos bailecitos, porque cuando entré en la sala de baile y vi a la derecha del DJ un candybar repleto de tartas, muffins, piruletas, chocolatinas, golosinas, ¡y algodón de azúcar!, la boda de mi gran amiga Isabel se convirtió inesperadamente en la fiesta del año, y yo no podía parar ni un solo minuto de bailar, pedir copas y coger Lacasitos a puñados mientras me daba cuenta de que, de repente, todo el mundo me caía bien. Y qué mejor momento que aquel para recuperar el contacto con mis antiguos compañeros de clase, a los que hacía tanto tiempo que no veía. Empezando, por supuesto, por la novia.

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