1 Cartas de J. R. R. Tolkien, H. Carpenter (ed.), Minotauro, Barcelona, 1993, p. 203.

2 Ib., p. 337.

3 J. R. R. Tolkien, «Sobre los cuentos de hadas», en Cuentos desde el Reino Peligroso, Minotauro, Barcelona, 2009, pp. 315-317.

4 Íd., p. 317.

5 Ib., p. 480.

6 R. Murray, S. J. «J. R. R. Tolkien y el arte de la parábola» en J.R.R Tolkien. Señor de la Tierra Media, Minotauro, Barcelona, 2001, p. 66.

7 P. J. Ginés, El Señor de los Teólogos, http://www.mercaba.org/FICHAS/e-cristians/tolkien_01.htm.

8 En este sentido, es importante destacar también la reacción de Tolkien ante las autoridades nazis cuando, con el fin de publicar El Hobbit en Alemania, se le preguntó por carta si tenía origen «ario». La respuesta no tiene desperdicio: «Si debo entender que quieren averiguar si soy de origen judío, sólo puedo responder que lamento no poder afirmar que no tengo antepasados que pertenezcan a ese dotado pueblo». Es decir, que le encantaría poder afirmar que tiene antepasados judíos. A su editor le contestaría así: «No considero la (probable) ausencia de toda sangre judía como necesariamente honorable; tengo numerosos amigos judíos y lamentaría dar cualquier fundamento a la idea de que suscribo esa doctrina (el nazismo) racista, perniciosa y del todo anticientífica». Ver Cartas de J. R. R. Tolkien, ed. cit., p. 49.

9 Aunque parezca increíble, en el momento de su publicación en EE UU, El Señor de los Anillos fue vetado en algunos estados por contener «demasiadas similitudes con la Biblia».

Ver: http://www.lavanguardia.com/mobi/cultura/20150605/54432643971/libros-censura.html.

10 Cartas de J. R. R. Tolkien, ed. cit., p. 206.

11 J. R. R. Tolkien, El Señor de los Anillos, Minotauro, Barcelona, 1993, p. 411. El resto de referencias a la obra se señalan entre comillas en el texto.

12 J. Ratzinger y V. Messori, Informe sobre la fe, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1986, p. 151.

13 Las citas bíblicas del texto están tomadas de La Biblia de Jerusalén, Desclée de Brouwer, Bilbao, 1990, 2009 y de la Liturgia de las Horas, vols. I-IV, Coeditores Litúrgicos, Madrid, 1998.

14 San Simeón el nuevo teólogo. En P. Argárate, Portadores del fuego. La divinización en los Padres griegos, Desclée de Brouwer, Bilbao, 1998, p. 43.

15 Pseudo Macario, Íd.

16 Benedicto XVI, Mensaje para la Cuaresma de 2013, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano, 2012.

17 Y parece que Tolkien se tomó un gran interés en hacerlo ya que, por ejemplo, con la ayuda del Espíritu Santo, John su hijo mayor, fue sacerdote católico desde su ordenación en 1946 hasta su muerte en 2003. Tolkien no tenía intención de publicar El Hobbit, su primer libro. Lo escribió exclusivamente para sus hijos. Pero el escrito fue pasando de mano en mano hasta llegar a la secretaria de la editorial que lo presentó a sus superiores. Ayudar a sus hijos fue la primera intención del profesor, pero algo le hizo entender que su obra podría ayudar a muchos más.

18 J. H. Newman, Sermones parroquiales 3, «Sermón 9», Encuentro, Madrid, 2008, pp. 131-132.

19 San Basilio Magno, Libro sobre el Espíritu Santo, cap. 15,35, en Leccionario Bienal Bíblico-Patrístico de la Liturgia de las Horas, Tomo III, Monte Casino, Zamora, 2005, p. 1240.

20 Ver John J. Parsons www.hebrew4christians.com.

21 CIgC, 405.

22 San Agustín, Sobre el Sermón de la Montaña, en F. Fernández Carvajal, Antología de textos para hacer oración y para la predicación, Palabra, Madrid, 2005, p. 281.

23 Francisco, Las homilías de la mañana. En la Capilla de la Domus Sanctae Marthae, vol. 1, «Homilía del 5-6-2013», Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano, 2013.

24 Sermón 105, P. de Luis Vizcaíno, O.S.A. (trad. esp.), http://www.augustinus.it.

25 Si estás interesado en este tema, te recomendaría ver la película Ostrov, de Pavel Lungin, conocida en los países hispanohablantes como La isla y comercializada en España con el título de Exorcismo. Una joya del cine que te ayudará personalmente, estoy seguro, y también a adentrarte en la espiritualidad ortodoxa.

26 San Juan de la Cruz, «Las cautelas», en Obras completas de san Juan de la Cruz, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1982, p. 57.

27 Pablo VI, Audiencia general del 23-02-1977, en J. M. Iraburu, Sacralidad y secularización, Gratis Date, Pamplona, 2005, p. 7.

28 CIgC, 409.

29 Sor Isabel de la Trinidad, Cartas, 123. Ver M. Ordóñez Villarroel (trad. esp.) Sor Isabel de la Trinidad. Obras completas, Monte Carmelo, Burgos, 2009.

30 Benedicto XVI, Mensaje para la Cuaresma de 2011, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano, 2010.

31 En inglés: «All that is gold does not glitter».

32 A. Spadaro, S.J., «Entrevista al Papa Francisco», L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, Año XLV, n. 39 (2.333), viernes 27 de septiembre de 2013.

33 Sermón sobre los pastores 46, 10-11, en Leccionario Bienal Bíblico-Patrístico de la Liturgia de las Horas, Tomo III, Monte Casino, Zamora, 2005, p. 1364.

34 Aprovecho la ocasión para solicitar formalmente que se corrija la traducción de este verso en su versión española. Me da escalofríos pensar en cuántos lectores se habrán encontrado con «No es oro todo lo que reluce» y han dado por hecho que es así es como quiso Tolkien que fuera. Seguro que algún escribano de Mordor ha tenido algo que ver en todo este malentendido.

35 Hypognosticon, libro 3. Ver santo Tomás de Aquino, Catena Aurea Lc 10,25-37, en http://hjg.com.ar/catena/.

36 Ex Illius ethicis. Ib.

37 Cf. Gén 32, 23-33.

38 Cf. T. Kempis, La imitación de Cristo, libro II, caps. 11-12, Gestión Editora, Barcelona, 2007, pp. 221-243.

39 Entre la extensísima bibliografía que existe sobre el tema, recomiendo por su claridad: R. de la Cierva, Los rituales secretos de la Masonería anticristiana, Fénix, Madrid, 2010.

40 Por ejemplo, ver Margaret Sanger y el origen esotérico, gnóstico, teosófico y racista de la ideología de género, en http://www.religionenlibertad.com/margaret-sanger-y-el-origen-esoterico-gnostico-teosofico-y-racista-de-43745.htm

41 Gaudium et Spes, 37b.

42 Sermón 340. Citado en Lumen gentium, 32.

43 Decreto Apostolicam actuositatem, n. 16, sobre el apostolado de los laicos, del concilio Vaticano II.

44 Exhortación apostólica postsinodal Christifideles laici, n. 62.

45 R. Cantalamessa, El concilio Vaticano II: 50 años después. Segunda prédica de Adviento, una clave de lectura, http://www.cantalamessa.org/?p=1910&lang=es.

46 Santo Tomás de Aquino, Ad Ephesios, n. 44, en Congregación para el Clero, http://www.clerus.org/bibliaclerusonline/pt/kqa.htm.

47 Cartas de J. R. R. Tolkien, ed. cit., p. 269. De nuevo un caso de traducción efectuada por un escribano de Mordor. La edición española dice: «No concibo a los enanos como judíos» donde Tolkien dice: «I do think of the Dwarves like Jews», es decir, exactamente lo contrario. Ver The Letters of J. R. R. Tolkien, Houghton Mifflin, Boston, 1.981, n. 176.

48 Última entrevista a J. R. R. Tolkien. Programa Now read on..., BBC radio 4. Enero de 1971. Para la versión original en inglés, ver http://www.uv.es/~fores/jrtoa2.html, en el sitio web de la Universidad de Valencia.

49 Sin embargo, Tolkien niega explícitamente esta relación en el borrador de una carta que, nótese, no llegó a enviar: «No existe conexión concebible entre las minas de los Enanos y la historia de Abraham. Repudio por entero semejantes significaciones y simbolismos. Mi mente no funciona de ese modo; y (según mi opinión) se deja usted extraviar por una semejanza puramente fortuita, más obvia en la escritura que en el habla, que ninguna significación intencionada de mi historia puede justificar». Cartas de J. R. R. Tolkien, ed. cit. p. 444. ¿Por qué mantengo, pues, esta interpretación? Porque, como en muchas otras ocasiones, Tolkien no quiere confesar los significados de sus símbolos ya que no quiere obligar al lector a entender lo que quiere el autor, sino lo que aplica el lector. Para él, la historia necesita tener coherencia en sí misma y no en los símbolos que utiliza, por eso siempre lleva la contraria a quien pretende interpretar sus historias (es decir, lo que estoy haciendo yo con este libro, que el profesor me perdone). Además, como ya hemos visto en la introducción, Tolkien no permitirá que nadie ponga por escrito el significado cristiano de sus historias con el fin de preservar el «secreto», de modo que ninguna censura llegue a prohibirlo y pueda llegar a cuantos más lectores (y si están bajo persecución) mejor. Sin embargo, aunque Tolkien se niegue a admitir que «Moria» es «Moria», los hechos van abrumadoramente en su contra. Por ejemplo al admitir que los enanos son los hebreos, ¿qué sentido tiene que el corazón de su reino se llame Moria sino quiere que nadie lo identifique con el monte del Templo? Al viejo inventor de lenguas que cambia el nombre de Frodo no menos de diez veces antes de otorgárselo definitivamente a nuestro hobbit, ¿no se le ocurre otro nombre? ¿Y la piedra del Arca? Sólo su nombre es ya una evidente connotación. Aquel que acuñó la preciosa palabra «Silmaril» para referirse a un tipo de joya maravillosa (ya antes de escribir El Hobbit), ¿no podría haber acuñado otra tan magnífica para denominar al corazón de la montaña de los enanos-hebreos? Sin embargo, como veremos enseguida, hay otros símbolos que Tolkien sí reconocerá como imágenes cristianas, probablemente porque nunca imaginó que sus cartas personales —y menos aún las no enviadas— fueran a ser publicadas alguna vez y devoradas por el gran público.

50 Cartas de J. R. R. Tolkien, ed. cit., p. 473.

51 Ib., p. 337.

52 Ib., p. 203.

53 Ib., p. 501.

54 Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen Gentium, n. 56.

55 T. Kempis, Imitación de María, San Pablo, Buenos Aires, 2010, pp. 20-21.

56 Palabras de la Virgen María a san Juan Diego de Guadalupe.

57 San León Magno, Sermón 25, 5 y Sermón 29, 1, en E. Jiménez Hernández, María madre del redentor, Grafite, Bilbao, 2001, p. 347.

58 Ver la interesantísima carta n. 250. Una joya que muestra, además, el modo en el cual Tolkien transmitía la fe a sus hijos y los animaba a permanecer fieles a la Iglesia.

59 Ver, por ejemplo, Cartas de J. R. R. Tolkien, ed. cit., n. 210, n. 213.

60 San León Magno, Sermón sobre la pasión, 12, en Leccionario Bienal Bíblico-Patrístico de la Liturgia de las Horas, Tomo III, Monte Casino, Zamora, 2005,
p. 1305.

61 San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, en J. Tissot, El arte de aprovechar nuestras faltas, Palabra, Madrid, 2008, p. 42.

62 M. Quesada Campos, «No me tientes», en Tolkien. Redescubriendo el lenguaje del mito y la aventura, Eas, Alicante, 2014, pp. 165-172.

63 San Juan Pablo II, Audiencia del miércoles 13 de junio de 2001, en Laudes con el Papa, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 2006, pp. 25-27.

64 Íd.

65 J. Ratzinger, Dios y el mundo. Una conversación con Peter Seewald, Random House, Barcelona, 2005, pp. 132-134.

66 San Raimundo de Peñafort, «De una carta», en Liturgia de las Horas, tomo I, Coeditores Litúrgicos, Madrid, 1998, pp. 1072-1073.

67 CIgC, n. 2115.

68 CIgC, n. 2116.

69 Cartas de J. R. R. Tolkien, ed. cit., p. 275.

70 N. de Zica, Oración por los enemigos, B. Moreno Ramos (ed. y trad. esp.), en http://infocatolica.com/blog/espadadedoblefilo.php/1212301011-oracion-por-los-enemigos-de-n.

71 Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, n. 164-165.

72 CIgC, n. 680.

73 CIgC, n. 675.

74 CIgC, n. 677.

75 Íd.

76 Todas las citas de san Gregorio de Nisa de R. Cornavaca, O. Pereraro (ed. y trad. esp.), Homilías sobre el Eclesiastés, Ciudad Nueva, Madrid, 2012, pp. 156-161.

77 CIgC, n. 675.

78 Cf. J. F. de Retana, L. Regnault, A. Feliz, J. Moreno, Las Sentencias de los Padres del desierto. Recensión de Pelagio y Juan, Desclée de Brouwer, Bilbao, 1989, pp. 276-277.

79 J. R. R. Tolkien, «Sobre los cuentos de hadas», ed. cit., p. 316.

80 Por ejemplo, ver Cartas de J. R. R. Tolkien, ed. cit., n. 89.

81 San Cirilo de Jerusalén, Catequesis XII, cf. A. Ortega (trad. esp.), San Cirilo de Jerusalén. Las catequesis, tomo II, Apostolado Mariano, Sevilla, 1990,
pp. 3-13.

82 Cartas de J. R. R. Tolkien, ed. cit., p. 260.

83 Cf., Ib., pp. 274-275.

84 Cf., Ib., pp. 296-297.

85 Ver B. Botte, Los orígenes de la Navidad y de la Epifanía, Taurus, Madrid, 1964, pp. 87-88.

86 San Cirilo de Jerusalén, «Catequesis XX», en Bautismo y Catecumenado en la tradición patrística y litúrgica, Grafite, Bilbao, 1998, p. 570.

87 San Ambrosio de Milán, «Tratado sobre los misterios VII, 34», Ib., p. 594-595.

88 Santa Teresa Benedicta de la Cruz (E. Stein), «Las bodas del cordero», en Los caminos del silencio interior, Bonum, Buenos Aires, 2007, p. 113.

89 Orígenes, «Homilía 4 sobre el libro de Josué», en Leccionario Bienal Bíblico-Patrístico de la Liturgia de las Horas, Tomo IV, Monte Casino, Zamora, 2005, p. 880.

Diego Blanco Albarova

Un camino inesperado

© El autor y Ediciones Encuentro S.A., Madrid, 2016

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Colección 100XUNO, nº 6

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Para Loli, mi Lúthien Tinúviel, porque «entre las historias de dolor y ruina que nos llegaron de la oscuridad de aquel entonces, hay sin embargo algunas en las que en medio del llanto resplandece la alegría, y a la sombra de la muerte hay una luz que resiste».

Para mis hijos, flechas de guerrero capaces de derribar a un Nazgûl, porque este libro ha sido escrito, en primer lugar, para vosotros.

Para Joserra el Azul, señor de Rivendel, por todo lo que no cabría en mil libros.

Para la segunda comunidad del Anillo de Santa Engracia, en Zaragoza, por soportar a un orco como yo entre sus filas.

Para mi grupo de posconfirmación: Brandon, Débora, Elías, Érika, Fran, Lucía, Miguel, Miriam, Pedro y Rebeca, «para poder decirles lo mucho que los quiero y lo breves que son ciento once años entre hobbits tan maravillosos y admirables».

Para Gandalf, Aragorn y Arwen, y Samsagaz, mis catequistas.

«Los cuentos de hadas no dan al niño su primera idea de los fantasmas. Lo que los cuentos de hadas dan al niño es su primera idea clara de una posible victoria sobre el fantasma. Nosotros hemos conocido íntimamente al dragón desde siempre, desde que supimos imaginar. Lo que el cuento de hadas hace es proporcionarnos un san Jorge capaz de matar al dragón. Lo que el cuento de hadas hace exactamente es esto: por una serie de claras representaciones pictóricas, nos acostumbra a la idea de que esos terrores ilimitados tienen un límite; de que esos informes enemigos tienen enemigos; de que esos infinitos enemigos del hombre tienen enemigos en los campeones de Dios; de que hay algo en el universo más místico que las tinieblas y más potente que el miedo poderoso».

G. K. Chesterton

El ángel rojo

PRÓLOGO

El salmo 78 dice: «Lo que hemos oído, lo que nuestros padres nos contaron, no se lo callaremos a sus hijos, a la futura generación lo contaremos. Las alabanzas de Yahvé y su poder, las maravillas que hizo; Él había mandado a nuestros padres que lo comunicaran a sus hijos, que la generación siguiente lo supiera, los hijos que habían de nacer; y que estos se alzaran y se lo contaran a sus hijos, para que pusieran en Dios su confianza y no olvidaran las hazañas de Dios».

Cualquiera que viva este desvelo por hacer llegar a las próximas generaciones la frescura y el gozo del Evangelio de Jesucristo, y no siempre le resulte fácil conseguirlo, no puede menos que alegrarse enormemente de que podamos contar entre nosotros con la edición de este libro, una «aplicación» católica de la parábola de El Señor de los Anillos.

Yo, que no soy experto en Tolkien ni en este tipo de lecturas y películas que han llegado a todos los rincones del mundo, provocando un montón de fans, estoy bien agradecido a Dios por contar con alguien como Diego Blanco, que siendo uno de estos fans, y habiendo experimentado en su propia vida el ser ayudado por El Señor de los Anillos, nos lo cuente a todos con esta profundidad teológica y espiritual.

Y es que poder llegar a las próximas generaciones en su terreno es como ganar un partido fuera de casa: los goles valen doble.

He constatado el bien que ha hecho, por ejemplo, en la diócesis vecina de Pamplona la lectura comentada y la visión de la obra de C. S. Lewis, Las Crónicas de Narnia. Muchos jóvenes han podido acceder al mensaje evangélico de una forma que de otro modo no hubiera sido posible. Como el autor explica en el libro, en el fondo C. S. Lewis no es más que un discípulo aventajado de Tolkien, además de su deudor en su conversión al cristianismo.

Esto nos recuerda lo que dice san Pablo de los judíos: si su rechazo de Cristo hizo tanto bien, ¿qué no será su vuelta? Si ha hecho tanto bien el que alguien nos descifre las más evidentes Crónicas de Narnia, ¿qué no será el que alguien nos descifre, como hace el autor, la obra madre, mucho más profunda El Señor de los Anillos?

Como decía un sacerdote joven: «Sí, todos sabemos que Tolkien era supercatólico, que su obra tenía la pretensión de transmitir la fe; pero eso, ¿dónde se ve y quién nos lo explica?». Aunque conozco varias respuestas a esta inquietud (en Radio María hay varios ejemplos), ninguna como esta obra tan sistemática, que comenta El Señor de los Anillos casi capítulo por capítulo; ni tan actual, ni tan profunda. Contrastada, además, no tanto por las notas a pie de página que la hubieran alejado de sus destinatarios predilectos, sino por la vivencia del autor.

Es estupendo que el autor nos invite a todos a hacer una verificación de la obra del siguiente tipo: ¿Esto me pasa a mí? ¿Se cumple en mi vida? La vida de este joven, padre de 9 hijos, con 39 años, salvado y caminante en una comunidad neocatecumenal, dice que sí. ¿Y la tuya? ¡Ahí queda el reto!

De todas formas, esto no deja de plantearnos una cuestión: ¿por qué Tolkien lo ha hecho todo tan escondido a diferencia de Narnia?

La clave que nos presenta el autor, en el sentido de que Tolkien quería entrar astutamente y hasta la cocina de tantos hogares y corazones para ir haciendo su bien y quizá un día «explotar», no deja de parecerme superinteresante. Ojalá a través de este libro pueda llegar esa explosión a tanta gente, joven y no tan joven, que no tiene acceso a la «bomba atómica de amor» que es el Evangelio de Jesucristo.

Esta «astucia de las serpientes» tolkiniana, no tan lejana de la que Jesús propone en el Evangelio, acompañada de la «sencillez de la paloma», no deja de ser también un arma pastoral que hemos explotado poco en la Iglesia. Y, sin embargo, me parece descubrirla en el mismo Evangelio.

Este libro nos ayuda a entender mejor la explicación de Jesús sobre por qué habla en parábolas: «Por eso les hablo en parábolas porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden» (Mt 13,13). La nota de la Biblia de Jerusalén sobre esta cita me resulta más luminosa a la luz de la obra de Diego:

«A estos espíritus endurecidos a los que la plena luz sobre el carácter humilde y oculto del verdadero mesianismo no haría sino cegar más, no les podrá dar Jesús más que una luz tamizada por los símbolos: luz a medias que también será una gracia, una invitación a pedir mejor y a recibir más».

De hecho, los discípulos con mejor salud visual piden en el Evangelio (como nosotros a Tolkien) que nos explique las parábolas mientras otros se quedan a media luz... Se trata de un signo de misericordia pastoral por parte de Jesús y también de Tolkien. No es casual, por tanto, que el autor haya subtitulado el libro: «Desvelando la parábola de El Señor de los Anillos».

Yo mismo animé a Diego a pasar estos contenidos a otros soportes, audiovisuales, por ejemplo. Pero me alegro mucho de que quede constancia escrita en una editorial tan seria como Encuentro, de todo lo que hay en esta visión, no sólo cristiana, sino católica, de la obra de un Tolkien, que supongo feliz de llegar a un público como el español, no menos cerrado a Jesucristo de lo que estaba en su día la Unión Soviética, en la que consiguió penetrar como quien no quiere la cosa.

No me alargo más. Te invito a esta aventura lectora y vital.

+ José Ignacio Munilla Aguirre

Obispo de San Sebastián

BASADO EN UN HECHO REAL

«Hasta el final de sus días Bilbo no alcanzó a recordar cómo se encontró fuera, sin sombrero, bastón o dinero, o cualquiera de las cosas que acostumbraba a llevar cuando salía, dejando el segundo desayuno a medio terminar (...), corriendo callejón abajo tanto como se lo permitían los pies peludos».

El Hobbit, cap. 2 «Carnero asado».

Hace mucho tiempo, en una pequeña ciudad de una pequeña isla, un agnóstico invitó a cenar a un católico y a un anglicano. El agnóstico, al que todos llamaban Jack, aunque este no era su verdadero nombre, era un erudito de reconocido prestigio que había sufrido una aterradora infancia en un internado. El católico era huérfano; su padre había muerto cuando tenía cuatro años, y su madre cuando tenía doce. Trabajaba como profesor y había sido educado y tutelado por un sacerdote desde la muerte de su padre. El anglicano había resultado gravemente herido en las trincheras de la Primera Guerra Mundial.

Los tres eran intelectuales, y a los tres les unía una enorme pasión por la mitología. No es de extrañar que al sentarse a la mesa la conversación derivase enseguida hacia ese tema. Hablaron mucho y cenaron más, pues a los tres les encantaba la buena mesa y, como lo único que superaba su pasión por la comida y por la conversación era su caluroso entusiasmo por rodearse de un espeso humo gris procedente del tabaco de sus pipas, pronto se vieron obligados a abrir las ventanas de las habitaciones de Jack. Todavía no hacía demasiado frío. Era septiembre. Al acercarse a las ventanas y contemplar el paisaje, Jack propuso dar un paseo por el sendero que corría bajo sus habitaciones, y que circundaba varios afluentes de un pequeño río. Paseando, podrían continuar con su conversación, y caminar les ayudaría a refrescar la mente, ya que no es saludable irse a dormir inmediatamente después de comer. Además, era un paseo agradable, que discurría entre árboles centenarios, alrededor de una pradera donde correteaban los ciervos.

Así que, una vez encargado el católico de aprovisionarse, antes de bajar de la habitación, de suficientes libras de tabaco como para que los tres pudieran pasar una o dos horas, comenzaron a pasear por el sendero, con andar despreocupado, contemplando el reflejo de la luna en las curiosas florecillas que alfombraban la pradera, exhalando humo como locomotoras y conversando acerca del significado profundo de los mitos.

Al rato, quizá porque comenzaba a cansarse de la conversación, o quizá porque quería cambiar de tema y proponer una excursión por la campiña para la semana siguiente con el fin de poder continuar con su viejo proyecto de elaborar un «mapa de la cerveza» de la isla, Jack quiso dar por zanjada la cuestión.

—Al fin y al cabo —dijo—, aunque parezcan muy hermosos y vivos en esas historias, los mitos son mentiras, y por tanto, no merecen la pena.

—No —contestó el católico—. No son mentiras.

Justo entonces, sopló un repentino viento en medio de aquella noche tranquila y cálida que hizo agitar las hojas y presagiar lluvia. Los tres se quedaron sin aliento.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Jack.

—Quiero decir —contestó el católico— que, cuando tú ves una estrella, sabes que es una bola de materia inanimada moviéndose mediante un curso matemático; pero que aquellos que la llamaron por primera vez «estrella» la veían como un ser viviente de color plata, ardiendo en llamas en respuesta a una música celeste que nadie más podía oír. Para ellos toda la creación había sido engendrada por medio de seres fantásticos y terribles, magníficos y poderosos. Y el único género eficaz del que podían valerse para transmitir esto a sus hijos eran los cuentos, los mitos.

—Eso es irrelevante, y además no responde a lo que acabo de decir de que los mitos son mentiras.

—Sí, pero en última instancia, ¿quién es el mentiroso? Es verdad que el hombre puede pervertir su pensamiento con mentiras, pero es otro el que genera sus ideas.

—¿Y quién es ese otro? —inquirió Jack divertido, previendo la respuesta.

—Es Dios. Dios es quien genera sus ideas.

—Ya apareció en escena. No conozco dos personas más distintas que tú y yo. Desde que nos conocimos en el claustro, cuando sales con esas, no dejo de sentirme un enclenque en presencia de un importante clérigo de buena familia tomando el agua bendita a la puerta de una iglesia. Estas cosas desbaratan tu argumentación y le restan credibilidad. No sabes hablar de otra cosa, Tollers.

—Pero si lo piensas —continuó el otro, sonriendo ante la pulla—, sabrás que digo la verdad si afirmo que los pensamientos del hombre y las invenciones que crea su imaginación deben originarse con la ayuda de otro. Del Otro, con mayúsculas. Vamos, Jack, eres inteligente, abandonaste el ateísmo hace meses, convencido de que era imposible vivir coherentemente creyendo que el destino de tu vida no es más que una tumba vacía.

—Sí, y en gran parte por tu culpa. Me molestó especialmente aquello que dijiste de que para no creer en Dios hace falta tanta fe como para creer en Dios. Y acepté el agnosticismo sólo para llevarte la contraria y afirmar que no tengo fe en nada. Ni siquiera en el ateísmo.

—¿Qué significa eso? —intervino el anglicano—. ¿Cómo es que para no creer en Dios hace falta tanta fe como para creer en Él?

—Es una frase gloriosa de tu amigo Tollers —respondió Jack—. Afirma que, si es fácil para un hombre acabar con Dios, lo difícil entonces es esconder el cadáver.

—¿El cadáver?

—Sí —repuso Tollers—. ¿Dónde puedes esconder la presencia, «el cadáver», de ese Dios que ha eliminado el hombre, cuando es precisa una respuesta ante el sufrimiento, la enfermedad, la muerte, el «quién soy yo» en definitiva, que cada uno tenemos dentro? La única respuesta para un ateo, si quiere ser coherente, es que nada tiene sentido. Nada importa puesto que somos fruto del azar y nadie nos va a pedir cuentas. Entonces, qué más da si soy honrado o no, para qué sirve vivir o casarse o tener hijos. Qué sentido tiene sufrir...

—Ya ves. Tollers ha estado diciendo cosas así de divertidas últimamente —dijo Jack, cargando de nuevo su pipa con una generosa ración de tabaco negro.

Jack observó a su amigo católico mientras continuaba acomodando cuidadosamente el tabaco en la cazoleta de la pipa. «No te fíes nunca de un católico ni de un filólogo», le habían recomendado antes de tomar posesión de su plaza de profesor en la universidad de esa pequeña ciudad, y Tollers (que tampoco era su verdadero nombre) era ambas cosas. Un católico devoto, que recorría varios kilómetros todas las mañanas con su bicicleta para asistir a misa en una pequeña parroquia antes de desayunar; y un filólogo, profesor de universidad como él, apasionado por las lenguas y mitologías nórdicas.

—No. No, mi querido amigo —dijo al fin Jack mientras encendía su pipa—. Me parece que yo no creo en ninguna religión. Ninguna tiene pruebas de nada y, desde un punto de vista filosófico, el cristianismo no es precisamente la mejor de ellas. Todas las religiones, es decir, todas las mitologías con un nombre propio, son meras invenciones del hombre. Para mí, Cristo es igual que Loki.

—No puedes seguir defendiendo esa postura —le interrumpió el anglicano—, si tú mismo llevas meses estudiando la historicidad de los Evangelios, y el otro día en el pub admitiste que era «casi cierto» que hubiera ocurrido lo que relatan. Un «casi cierto» en ti es como un dogma del Papa para Tollers —añadió sonriendo.

—Bien, ¿y qué? Sigue siendo irrelevante que haya ocurrido o no. Mirad, mis piadosos amigos, lo que a vuestro buen viejo Jack no le entra en la cabeza es cómo la vida y muerte de alguien, fuese quien fuese, hace dos mil años me puede ayudar a mí ahora excepto por el ejemplo que me pueda dar. Pero, si como Tollers no se cansa de decir, el ejemplo de Cristo como hombre y como maestro no es el centro del cristianismo, entonces, ¿qué nos queda? ¿Aquello que dicen las cartas de san Pablo cuando hablan de «propiciación», «sacrificio» o «sangre del cordero»? ¿Para qué sirve todo eso? ¿Cómo puede el sacrificio y vuelta a la vida del «cordero» salvar al mundo? Ya sabéis que yo no subestimo el poder del mito, al contrario, pero esa historia de Cristo ya la he leído antes en el dios muerto Balder, hijo de Odín, y por cierto que me he divertido más leyendo su historia que con la del hijo del carpintero de Nazaret.

Tollers se detuvo. Comenzaba a refrescar. El viento que hacía un rato habían sentido de improviso parecía querer rondar de nuevo por allí, más suavemente ahora, como si no quisiera molestar, igual que un niño que asiste a una conversación de adultos y lucha contra el sueño, expectante y casi clandestino, para poder escuchar lo máximo posible antes de que alguien repare en su presencia y lo mande a dormir.

—Ya te lo he dicho antes, Jack —dijo Tollers—. Al crear un mito, el hombre no hace sino reflejar de la única manera que está a su alcance un fragmento de la realidad que necesita de una respuesta. La muerte, el sentido de la vida y del sufrimiento, el amor, los celos, la traición, la tristeza; son realidades que acorralan al hombre desde que es hombre. Dios ha querido inspirarle ciertas verdades, o la verdad, podríamos decir, sobre estas preguntas y el poeta las ha expresado en imágenes, como ha podido. De modo que cada uno de estos cuentos, de estos mitos, contiene un reflejo de la verdad, aunque no la verdad completa. El cristianismo es justo lo mismo. Salvo por la enorme diferencia de que el poeta que lo creó es Dios mismo, y que las imágenes que utilizó para construir su historia son hombres reales, como tú y como yo.

—¿Quieres decir que la muerte y resurrección de Cristo es el viejo mito del «dios muerto que vuelve a la vida» contado de nuevo?

—Sí, eso es exactamente lo que quiero decir —respondió—, salvo por una cosa, y aquí está la clave. Que existe un verdadero Dios muerto y resucitado, localizado de forma precisa en la historia y cuya actuación ha tenido consecuencias históricas definitivas. Este mito es verdad, Jack. Ocurrió, y podemos saber que es real por un hecho determinante.

—¿Cuál es ese hecho?

—Que cambió la vida de las personas. Los apóstoles, por ejemplo, que en la hora de las tinieblas no pudieron demostrar nada más que su cobardía volviendo la espalda a su Maestro, de repente, fueron capaces de dar su vida, pasando por la prueba del fuego para anunciar todo lo que habían visto y oído aceptando con alegría el ser ellos sacrificados de la misma manera. El miedo había sido vencido en ellos de una manera real y profunda.

Jack se sentó en un banco cercano y se arrebujó en su abrigo. Comenzaba a sentir una poderosa sensación de certeza en su interior. No quería escucharlo, pero algo le estaba diciendo que lo que su amigo estaba explicando era verdad y todavía no estaba resuelto a aceptarlo. El anglicano sonreía con un brillo en los ojos mientras miraba la pradera que se extendía más allá de los árboles.

—¿Y hoy? —dijo Jack al fin—. ¿A mí en qué me afecta? Los apóstoles forman parte del mito pero yo no.

—Tú formas parte del mito al igual que ellos —dijo Tollers—, al igual que yo, al igual que todos. Porque lo que cuenta esta historia, este mito que ha ocurrido en realidad, es que el Enemigo del hombre forjó un arma poderosa con la cual podía esclavizarlo y someterlo a su voluntad perversa. Forjó el miedo, que Dios no había creado. Y por eso, viendo que toda la humanidad sucumbía en la batalla contra un arma tan poderosa, el mismo Dios tuvo que hacerse hombre, venir a la tierra, para arrebatársela y destruirla, destruir el miedo, y ofrecer el fruto de su hazaña a todos los hombres para que pudieran ser liberados de esta forma de esclavitud. Es el miedo lo que dirige los pasos del hombre, el miedo a sufrir, a no ser querido, a no encontrar sentido a nada. Y como en última instancia el mayor miedo del hombre es el miedo a la muerte, Dios tuvo que destruir la muerte para aniquilar el arma del enemigo. Esta arma cruel que forjó en secreto en un tiempo inmemorial.

—Creo que entiendo lo que quieres decir, y debo admitir que lo entiendo de una forma que no había alcanzado a comprender antes.

—Eso es porque, quizá, las personas estamos más capacitadas para comprender las verdades profundas si toman la forma de un cuento o una canción, que si se limitan a exponerse en una serie de realidades abstractas. Esto es lo que quiero decir con que el mito es real. Este mito es profundamente real, tanto que ocurrió de veras y desde que ocurrió ha liberado del miedo a millones de personas.

Hubo un silencio incómodo. Era evidente que a Jack no le había dejado indiferente esta conversación. El viento parecía contento ahora, jugueteando con las hojas secas de los árboles que habían caído en el sendero, levantándolas, haciéndolas girar en pequeños remolinos y dejándolas caer de nuevo.

—Bien —dijo Tollers, sacando el reloj del bolsillo de su chaleco—. Santo cielo —carraspeó—, ya son las tres de la mañana. Sigue habiendo un poderoso conjuro en esta pradera capaz de detener el tiempo. Debo marcharme ya.

—Sí, todos debemos —contestó Jack.

Se encaminaron en silencio hacia las habitaciones de Jack. Se despidieron con un apretón de manos.

—Gracias por la cena y la conversación, Jack —dijo Tollers—. Hasta el jueves en el Eagle, como siempre.

—No faltaré, hasta el jueves. Y por cierto, Tollers —exclamó cuando este ya se encaminaba fuera del edificio—, me gustaría oírte contar este cuento otra vez. Confieso que me gustaría saber qué forma tiene esa arma del Enemigo.

—Si quieres —contestó el otro con una sonrisa—, lo pondré por escrito, lo encuadernaré con tapas rojas y vendré a contártelo por las noches para que puedas dormir bien tranquilo y arropado. ¡Adiós!

—No estaría mal —murmuró viéndolo alejarse—, no estaría mal que lo pusieras por escrito. Y quizá llegue un día en el que también lo haga yo. Bien, amigo —dijo volviéndose hacia el anglicano—, tú y yo aún tenemos que dirimir algunas cuestiones así que no nos iremos a la cama hasta las cuatro.

—Así sea, subamos. Además sería una imperdonable descortesía por tu parte conservar algo de ese magnífico whisky que escondes en tu habitación y dejar que se eche a perder en la botella.

Al cruzar el arco que conducía a sus habitaciones, Jack vio tallado sobre el contrafuerte el escudo de la pequeña ciudad de la pequeña isla. Bajo las figuras de un elefante y una nutria podía leerse un lema escrito en latín: «Fortis est veritas», la verdad es fuerte.

Aquella noche, la noche del 19 de septiembre de 1931, Jack no podía estar más de acuerdo con eso.

Doce días después, en aquella pequeña ciudad llamada Oxford, Jack, cuyo verdadero nombre era C. S. Lewis, escribió en una carta dirigida a un viejo amigo llamado Greeves:

«He pasado a creer definitivamente en Cristo, en el cristianismo. Te lo explicaré en otra ocasión, pero mi larga charla con Tollers (que en realidad se llamaba J. R. R. Tolkien) y con Hugo Dyson ha tenido mucho que ver con eso».