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Društvo slovenskih pisateljev, Slovenski center PEN, Društvo slovenskih književnih prevajalcev

Slovene Writers’ Association, Slovenian PEN Centre, Slovenian Literary Translators' Association

Esta colección se publica sin interrupción desde mayo de 1963 (entre 1963 y 1990 bajo el nombre de Le Livre Slovène y desde 1991 bajo el nombre de Litteræ Slovenicæ).

Zorko Simčič

El hombre a ambos lados de la pared

Traducción del esloveno Marjeta Drobnič

Presentación de Matevž Kos

Asociación de escritores eslovenos
Slovene Writers’ Association

Ljubljana, 2013

El hombre a ambos lados de la pared

I

Es sábado. Sofocante, como todos los sábados de verano en Buenos Aires. Por la tarde regresaba del trabajo completamente aturdido por el calor y el camino de vuelta le parecía muy diferente al de siempre: más bello y, sobre todo, más triste. Le ocurría lo mismo en todas partes, sin falta, cuando volvía del trabajo por última vez antes de marcharse para siempre a otro lugar.

Desde el umbral echa con cansancio un vistazo a sus maletas, hechas desde hace una semana.

“¿O sea, que se va mañana?”, pregunta la patrona desde la puerta del otro lado del estrecho pasillo, secándose las gotas de sudor con un delantal.

“Mañana, sí.” Le sonríe y sigue como para sus adentros: “Antes de que puedan darme a entender que soy demasiado viejo para este trabajo...”

“La verdad es que ustedes, los emigrantes, son gente feliz. Abandonan un lugar como si no les importara nada.” Él sólo asiente con la cabeza. “Qué pena, me gustaría conocer a su esposa”, continúa la patrona. “María... ¿Recuerda que una vez me dijo que su nombre no le gustaba porque, en Europa, María es el nombre de pila de la mitad de las mujeres?”

Atajando su vergüenza, la patrona se apresura:

“¡Pobrecita! Dios sabe lo que le habrá tocado sufrir sin usted. Ahora se lo cobrará, de todas formas”, bromea con picardía, “es usted bastante fuerte aún...”

“A lo mejor la traigo aquí alguna vez, así la conoce.”

“¡Con mucho gusto!” La patrona subraya la penúltima palabra y se nota en su cara que piensa en la mujer extranjera. “Por la mañana le prepararé aún el desayuno...”

Asiente y se retira de la puerta sin mediar palabra para que ella no pueda verlo y se le haga más fácil cortar la conversación. Por la mañana le prepararé aún el desayuno… Por la mañana aún... Aún... Una sola palabra es suficiente para arrastrarlo con rudeza al mundo real. Todo está en este mundo real: la despedida, la espera a despedirse y, lo más duro, la espera sola.

Siempre había deseado abandonar Buenos Aires y ahora es el momento. No pasaré ni un solo día más en esta ciudad, se dice, y se acuerda, al rato, de su esposa. Volverá a verla después de casi cinco años.

Su mirada flota por la habitación ordenada y, cuando ve las almohadas altas en la cama, le parece como si hubiese pasado una o dos noches en algún hotel abandonado y no que lleva un año y medio viviendo en este cuarto. Se dirige a la ventana. Sus ojos se deslizan por las paredes vacías y, entonces, levanta las cejas. Un calendario cuelga de la puerta.

“Y esto”, dice con él en una mano. “Casi se me olvida.” Saca la hoja de enero que, hace unos días, metió por la hendidura al otro lado del cartón, y al dejar el calendario sobre la maleta, sonríe. Mil novecientos cincuenta. Estamos ya a mediados de febrero y es la primera vez que nadie menciona que este año sí, que este año seguro que volveremos a casa. A continuación eleva las cejas como preguntándose meditabundo. A casa...

Pasando por delante de la puerta, la patrona arrastra otra vez sus zapatillas por el pavimento basto del pasillo. Le gustaría hablar con él, pero él está tan lejos. Se queda quieto para que ella no pueda oír ningún movimiento suyo. Ni siquiera levanta la mano para detener el sudor que se desliza por sus cejas. Lo que hace no es correcto, pero le molesta malgastar palabras.

La patrona siempre quería saber todo acerca de su esposa, pero es una mujer sencilla y para él no resultaba complicado desviar la conversación. Aún no había perdido el miedo a hablar del pasado, aún le invadía la desagradable sensación que se había apoderado de él en los días de la guerra en Yugoslavia y que no le abandonó ni siquiera luego, cuando deambulaba libre por Europa. No quería hablar ni de sí mismo ni de sus seres cercanos y, cuando conocía a extranjeros, siempre tenía preparados un nombre ficticio y una dirección falsa.

¡Y aunque quisiera contarle! ¿Podría ella entender algo? Si le contara que su mujer no podía obtener el permiso para irse a Argentina, pero que logró escaparse al final, que atravesó una cuarta parte del mundo para llegar a un lugar cercano al río, a una zona de la frontera norte de Argentina, para esperarlo allí; que le está esperando en este mismo momento para que se la lleve y para que, juntos, en un rincón apartado de este país, continúen la vida desde el punto en que tuvieron que interrumpirla un año después de casarse... Excepto los hechos, los movimientos y las grandes distancias, ¿qué más podría entender?

De todas formas, nunca le ha gustado conversar con ella, salvo durante las primeras semanas después de volver de Misiones, cuando, al regreso, estaba feliz por haber traído algo de dinero y por encontrar, en esta ciudad alargada de varios millones de habitantes, un trabajo más tranquilo y una habitación cerca. Entonces estaba más animado y le apetecía con frecuencia quedarse charlando durante un rato en el pasillo. Sobre todo cuando se dio cuenta de que ella se ocupaba de él más de lo que uno podía esperar. Y, también, porque se le ocurrió que, antes o después, tendría que producirse un acercamiento entre ellos.

Cuando la ve ahora, a medio asear, y piensa en todas las palabras vanas que han intercambiado durante el último año, no puede creer que alguna vez fuese capaz de pensar en cosas ajenas a este viaje de ahora, un viaje urgente si de verdad deseaba emprender una nueva vida.

Dobla el calendario varias veces examinando las maletas y las cajas a ver dónde podría meterlo. Entonces hace dos meses que pasó su última Nochebuena en esta calurosa ciudad. ¡Dios mío! En la iglesia subterránea de Belgrano se había apretado, todo sudoroso, contra gente desconocida, como en las dos ocasiones anteriores que había pasado la Nochebuena aquí, entre sus paisanos. Quería acercarse a uno de los pilares para sentir el frescor en las manos, pero no podía mover los pies. Desde la parte delantera llegaban flotando, por encima de las cabezas sudadas, los cantos de los villancicos antiguos; apretaba los ojos y pensaba en la nieve. El sudor se deslizaba por los cuellos y, al secarse la frente, los hombres también se secaban los ojos. ¡Pero no importaba! Después de la misa del gallo, uno compensaba todo el líquido evaporado del cuerpo con varias jarras de cerveza. Pero que no le servían, sin embargo, para compensar las lágrimas...

“Hace calor. En el camino hará un calor infernal, pero, después, allí arriba, en el norte de Argentina, todo será diferente. Allí, el calor es seco”, se dice acordándose del viejo Grondona.

II

De aquello apenas han pasado dos años. Era una mañana fría y soleada cuando bajó al muelle desde un pequeño barco de vapor. Durante la noche había una niebla tan densa sobre el río Paraná que el capitán mandó anclar el barco en un lugar junto a la orilla. Se enfadó con el capitán porque tenía prisa: hacía nueve días desde que el barco había salido de Buenos Aires y hacía dos días que deberían haber arribado a Puerto Iguazú. Pero pasaron las tres últimas noches anclados en medio de la selva, esperando el amanecer para seguir navegando.

Miró hacia el ancho río. Sus ojos se hundieron en la selva tupida y densa, respiró hondo y se dijo: “Ya estoy aquí. Si al menos supiera que hago lo correcto.”

La niebla se levantaba aún desde las aguas cuando le dio la espalda al río y se dirigió cuesta arriba. No había nadie; dos o tres rostros quemados, rodeados de pelo rubio, que se mezclaban con los rostros de los negros y criollos a lo largo de la carretera, sólo arriba, donde la carretera grasienta y roja se desviaba hacia las primeras casas, se agolpaba un grupo de personas. Antes, cuando arribaban y el barco de vapor pitaba, los niños echaron un vistazo fugaz hacia el puerto y le pareció que no tenían ningún interés en los pasajeros junto a la baranda.

Caminaba lento cuesta arriba. Le faltaban unos pasos para llegar al grupo cuando se detuvo para sacar la hoja con una dirección de su bolsillo. Después agarró otra vez las maletas, pero antes de levantarlas del todo, las volvió a dejar en el suelo. En medio del grupo casi inmóvil vio un cuerpo muerto descomunal, tendido en la tierra.

“Por la mañana apareció en la orilla”, le dijo alguien que se había apartado del racimo de personas cuando vio su ropa de extranjero. Apenas pudo entender su habla.

El gran volumen del muerto le dejó horrorizado. “Aquella mole jamás podría haber andado”, se dijo. “No es posible que anduviese a dos patas...” Por un momento parecía que lo que yacía en el suelo delante de él era un pez gato; el agua lo había expulsado a la orilla. “Ni siquiera el agua lo soportaba... Dudo que haya sido sensato haberle dado la razón a mi mujer y haber llegado hasta aquí...”

Un hombre espaldudo se apartó el grupo. Él se le acercó mostrándole la hoja con la dirección.

“San Antonio.”

El hombre lo examinó sin contestar. Sólo después, cuando volvió a dirigirse a él preguntando, esta vez en italiano, de dónde salía el autobús desde el puerto, el hombre rió y negó con la cabeza. Le devolvió la hoja y se dio la vuelta. Después de dar varios pasos, se volvió señalando con la cabeza una casa rojiza entre los árboles, desde donde llegaba el brillo de una botella de chapa enorme.

“¡No hay autobuses! El mundo termina aquí... ¡Pregunte allí! Allí comen los chóferes. A lo mejor alguno de ellos sale a cargar los troncos...”

El camión traqueteaba por la tierra roja. El conductor manejaba con pereza el volante y miraba de tanto en tanto al extranjero que, asombrado, observaba el entorno por las ventanillas medio bajadas. La carretera se estrechaba cada vez más, las ruedas chocaban contra los helechos gigantes cada vez con más frecuencia, y los bambúes apretaban el camino con más fuerza.

“Tuvo suerte. Esta semana nadie más viajará hasta arriba. Ni siquiera esos endemoniados brasileños conducen ya. Lloverá y todos temen desperdiciar una semana en medio de la maleza.”

“¿Y las serpientes?”, preguntó para decir algo.

“¡No, señor!” Este ‘señor’ no era una muestra de respeto sino un nombre que se pone a la persona que no entiende nada. “Ahora duermen.” Desvió intrigado su mirada de la carretera. “No le gustan, ¿eh?”

Sólo negó con la cabeza.

El conductor se echó a reír, mostrando una boca casi desdentada. “Así son casi todos ustedes de allí”, señaló hacia el sur. “A nadie le gusta ir de viaje en estos días porque tiene miedo de quedarse estancado en el barro. ¡Ya verá cómo es esta tierra cuando se pone a llover! Hasta una semana después de despejarse el cielo, las ruedas siguen sin moverse. El que sabe leer puede apañárselas en esos días, pero si no… ¡eh, eh...!”

“Llevo años entrando y saliendo de un país a otro. Si la casa de los familiares de mi mujer es tal como me la describieron en sus cartas, a lo mejor un día de estos terminan estas andanzas”, reflexiona mientras el conductor descarga el camión.

“Mi situación es diferente. Tengo que hacer el viaje porque estoy sin blanca. Llevo tres meses sin conducir.” Quedó a la espera, a ver si el extranjero preguntaba algo, pero como la pregunta no llegaba, volvió a dirigirse a él sin más. Levantó las manos del volante y las cruzó a la altura de las muñecas. “¡Tres meses!” Con una sonrisa extraña se volvió hacia su compañero de viaje, aclarando: “¡Mujeres!”

Dejaron de lado las cataratas estrepitosas del Iguazú. No las veía, pero podía oír la más cercana rugiendo justo detrás de la primera fila de árboles a lo largo del camino. Había neblinas dispersas en el cielo y el conductor le explicó que se acumulaban precisamente por encima de las fauces de cada catarata. Después, el estrépito fue quedando atrás.

El camión atravesaba el bosque con un ruido monótono. A veces pasaban por debajo de los árboles y era como si una oscuridad súbita hubiera cubierto la tierra y las lianas oscilaban por delante de las ventanillas. Parecía que querían envolver el vehículo para pararlo. Las clemátides anchas que había en ambos lados del camino rojo golpeaban los faros.

Estaba cansado, pero temía quedarse dormido. Al principio intercambiaron algunas palabras: le contó al conductor que hacía apenas dos semanas que había llegado en barco desde Europa, que en seguida tomó el camino al norte porque tenía que llegar a casa de su cuñado, hermano de su mujer, quien había cruzado el océano hacía ya veinte años y vivía ahora con su hija en San Antonio.

“¿Sabe en qué zona viven?” preguntó el conductor.

“No. Sólo sé que tengo que llegar hasta San Antonio y encontrar la taberna de un tal Grondona. Desde allí me mandarán, después, a la hacienda de mi cuñado...”

“¿Cómo se llama la familia?”

“Marinič.”

El conductor negó con la cabeza de modo desdeñoso como diciendo que el nombre no le sonaba. Después quedó callado durante más de media hora, lo cual había hecho ya en varias ocasiones, pero reanudaba siempre la conversación con lo mismo: “Anoche me acosté tarde.” Sólo cuando el extranjero se inclinaba de manera evidente por la ventanilla, asombrado por las salvajes orquídeas gigantescas, extrañas flores amarillas y de color de sangre, o cuando tenía que defenderse con ambas manos ante las nubes de mariposas de color azul claro brillante, se dirigía a él con desdén:

“Allí abajo, en Buenos Aires, no hay nada… Estuve una vez, pero me robaron en el lugar donde pasé la noche. Sinceramente: allí no hay nada interesante... Dentro de tres horas llegamos a San Antonio.”

Se terminaron las curvas y el vehículo tomó velocidad en la recta de la carretera que se perdía entre los árboles.

Le entraron ganas de dormitar. El chófer le ofreció unos plátanos pequeños, dulces, y se los comió medio dormido. Después sintió que el hombre al volante le explicaba algo y que, a continuación, le preguntaba:

“¿Tiene la intención de quedarse a vivir en esta tierra?”

“No lo sé. Ni siquiera sé adónde voy...”

“Conviene comprar. Hay que trabajar duro si se quiere ganar, pero merece la pena. Aunque usted ya tiene sus años como para empezar a labrar la tierra.”

¿Ya tiene sus años? Se sentía fuerte aún y el comentario le molestó; pero no respondió nada. Volvió a fijarse en las copas frondosas de los árboles, deteniendo su mirada en los troncos entrecruzados, cubiertos a medias por las yedras y las trepadoras de color claro con espinas. ¿Quién se habría imaginado, estando aún en Trieste, justo antes de salir para América del Sur, que recorrería alguna vez estas carreteras sanguíneas, trazadas a través de la densidad de los brezos y de la oscura selva? Ni siquiera después de la última carta de su mujer, en la que le enviaba la dirección de su hermano, se le ocurrió que podía haber un fin del mundo perdido en un lugar tan dejado de Dios. “Mi hermano es viudo, hace años se murió su mujer, así que él y su hija siempre esperan con alegría a que aparezca algún paisano, no digamos tú mismo...”

“Queda un poco fuera del camino”, le había dicho el conductor, “pero, a pesar de todo, le dejaré donde el viejo Grondona. Creo que conozco a Grondona, no estoy seguro. Si tuviera un vehículo de cargo, como los que tienen los brasileños que transportan la madera, llegaríamos hacia las diez… Si se queda aquí, conocerá a algún brasileño, sin duda. ¡Tenga cuidado! Tienen una astucia... Ni a misa con un brasileño, ¿entiende? ¡Ni a misa!”

Hizo una mueca de orgullo: “¿Un brasileño?” Flexionó la muñeca y se puso a barrer con el dorso de la mano en el aire como si empujara a una persona invisible hacia una distancia adecuada, repitiendo: “¡Aire! ¡Aire!”

Se oyó otra vez sólo el ruido del motor.

Observaba al resentido conductor, diciendo para sus adentros: “Ya estamos cerca de la frontera... Ya se odian...”

“Pero así...”, prosiguió el conductor sin que el leve orgullo desapareciera de los rasgos alrededor de su boca, “pero así se hará tarde, y esta noche no le conviene obstinarse en seguir el camino. Grondona u otra persona lo llevará a la chacra mañana mismo...”

Sobre la medianoche, las primeras luces tenues aparecieron entre los árboles. San Antonio. El viejo, peliblanco Grondona, propietario de una taberna medio caduca, situada en un camino solitario algo alejado ya del pueblo, les recibió amodorrado. Sólo cuando el conductor le contó que traía a un extranjero, se espabiló.

“Busca a su cuñado que vive con su hija en alguna parte aquí cerca”, empezó el conductor para señalar después al hombre que se acercaba desde donde habían dejado el vehículo, como diciendo que lo explicaría él por su cuenta.

El viejo Grondona intercambió miradas confusas con la muchacha que había salido apresurada de la cocina al umbral, y, después, entró en el cuarto y sacó unas tambaleantes sillas de mimbre.

“Siéntense.”

“¿Viven lejos?”, preguntó el conductor observando de reojo a la muchacha.

El tabernero sólo dijo algo entre dientes y se dirigió al extranjero. “¿Cuándo fue la última vez que recibió la carta de su cuñado?”

“Yo nunca. Pero mi mujer hace unos cuatro, cinco meses... Seis, a lo mejor...”

La muchacha junto al tabernero lo miraba a los ojos y se mordía los labios, como en apuro.

Sintió vergüenza. De repente le dieron miedo toda aquella gente y la terrible oscuridad que empezaba en medio de la carretera allí junto a la casa. “¿Qué pasa?”, preguntó al conductor. Este sólo se encogió de hombros y, a continuación, hizo un movimiento con la cabeza dirigiéndose a la muchacha y arrugando su frente de modo inquisitorio.

“No, tú no lo conocías,” le respondió ella. Pero después, cuando se volvió hacia el extranjero, que seguía parado en medio de la habitación de techo bajo, le temblaron los labios y se echó a llorar quedamente.

El conductor miró al extranjero que desvió con brusquedad su mirada hacia el suelo como si quisiera cerciorarse de que sus dos maletas seguían a su lado. Levantó sus brazos y se agarró de una gruesa viga transversal. No pronunció ni una palabra. Al rato dejó caer sus brazos como muertos a los costados del cuerpo para, después, levantar sus manos y limpiarse la cal seca que se había desprendido de la madera... El viejo Grondona sólo pudo asirlo por los hombros y apretárselos. “Todos estamos siempre a punto de tomar el mismo camino. No somos nada...” Después respiró hondo. “¡Anda, trae agua para el señor!”, exclamó con una voz que atravesó la pared de madera pintada hacia un lugar del fondo de la desmedrada cabaña.

“¡Fue terrible!” La muchacha, sobrina de Grondona, ajustó la lumbre de una lámpara de petróleo, y así los platos azulados volvieron a aparecer en la mesa. “Ella no quería ir siquiera al funeral de su padre. Estaba montada en el vehículo de carga, allí mismo, en la carretera de detrás del cementerio, justo detrás del seto vivo, y en cuanto a Marinič lo metieron en la fosa, ella y su brasileño desaparecieron. Él es chófer...”

“¡Los brasileños llevan el diablo en la sangre!”, dijo el conductor entre dientes.

“¡Y ella, ella!”, asentía el viejo Grondona. “¡Anda, quita los platos!” Cuando la muchacha desapareció detrás de las blancas tablas de madera, se quedó observando al extranjero durante un largo rato. “Cuando le vi, pensaba que había venido a vender algo...”, y guiñó un ojo. Cuando vio que el hombre no se movía, se dirigió al conductor. “Ella, ella llevaba el diablo en la sangre. Rubia, pero más salvaje que todas las negras de allí abajo, de debajo del puente...”

“¡Demonios!”, se extrañaba el chófer desperezándose. “Yo tengo que seguir. Si cargo por la noche, volveré. ¿Se queda aquí o vuelve mañana conmigo?”, se dirigió al extranjero.

“No lo sé.” No sabía qué hacer. Tenía miedo de los dos hombres, pero eran sus únicos conocidos. ¿Qué le escribiría a María?

“¿Alguien avisó a la gente...?” No terminó la frase; de repente, la pregunta le pareció estúpida. Después agregó con cansancio: “No lo sé, de verdad que no. Si pudiese pasar la noche aquí...” Miró al tabernero.

“Mañana no puede irse todavía, de ninguna manera”, respondió Grondona al chófer. “Se queda aquí al menos un día o dos. La comida y la cama la tiene en mi casa, no será caro y, después, ya verá.”

Estaba cansado. Tenía la espalda lastimada a causa del viaje y del día que había pasado por esa carretera y prefería no moverse si quiera de la mesa. Pero Grondona lo invitó a seguirle, y al pasar del vestíbulo a la oscuridad, notó que la noche era muy oscura a pesar de las estrellas bajas y grandes. Atravesaron el patio. Grondona abrió un cobertizo y agitó la mano con la linterna por encima de cuatro maletas de mimbre amarillentas.

“Es lo que quedó. Un polaco de San Pedro compró la chacra, pero dijo que pasaba de estos cachivaches, aunque la hija del difunto no quería llevárselos. Yo sabía que alguien preguntaría por ellos algún día. Siempre hay alguien que viene a preguntar. ¡Tome!” Tomó una lisa bolsa de lino que estaba encima de una silla. “Le interesará, seguro.”

A la luz de una lámpara grande de petróleo que había en la sala de la taberna esparció los fajos de papeles y todas las cosas menudas. Documentos viejos y extraños y, también, varias cartas de su cuñado sin terminar y sin enviar. En medio de ellas vio, de repente, la escritura redondeada de su mujer. Al desplegar las hojas, una foto de tamaño grande se le escurrió encima de la mesa.

“Ajá... Éste es usted”, murmuró Grondona. “¡Che! ¿No esperaba encontrarla aquí?”

Sólo asintió con la cabeza. Era su foto de boda.

Apenas habían pasado cuatro años y, sin embargo, ¡qué lejos parecía todo! Miró su propia imagen en la foto. Un hombre de cuarenta años, fuerte, con una sonrisa insegura.

Se pasó las puntas de los dedos por la barba crecida como si quisiera restregar los últimos cuatro años. Sintió ganas de levantar los ojos hacia el espejo tachonado de excrementos de moscas, pero no movió una pestaña. Sólo bajó aún más la mirada para fijarla en el ramo de flores en las manos de su mujer.

Su día de boda.

Aquel día, alguien le regaló un libro en el que el escritor constataba que la vida empezaba a los cuarenta años. Nunca supo quién se lo había mandado. O había sido uno de los que siempre estaban de broma o uno de esos que, para cada persona, conocen un libro que les resuelve todos sus problemas con la vida. Nunca lo abrió. Parecía un libro ridículo y sólo de paso se preguntó que para qué intentar convencerse de algo que había tenido claro desde siempre. La vida se iniciaba en cada momento y no había empezado en la fecha anotada con los números desgastados del carné y tampoco terminaría en el momento que quedase inscrito en los gruesos libros de defunciones.

El día de su boda estaba incomprensiblemente tranquilo. Mucho más que otros días. Esperaba que el futuro solo aclarase todo y en aquel tiempo, precisamente, vivía una de sus épocas más tranquilas, cuando nada le hacía perder el equilibrio. Fue durante la guerra, la ciudad estaba ocupada y las purgas en la administración regional figuraban en la agenda diaria. Todos vivían en la zozobra, hasta los que no tenían nada que temer. Pero él estaba tranquilo, sí, feliz, y cuando le subieron el salario, le parecía que todo era natural. Y la subida del salario no le forzó a cambiar su forma de trabajo ni a tener más contacto con los clientes que el normal de siempre. Hasta sus compañeros de trabajo, que, en el hijo de un militar –su padre había sido militar profesional– que no era militar, veían a alguien que había perdido justo la única cualidad positiva del padre, el sentido innato del orden y la voluntad para mandar y avanzar, llevaban varias semanas sin burlarse de él.

¿Cómo podría haber sospechado, en aquel entonces, que a los pocos meses tendría que abandonar a María y su casa, y huir al extranjero? Y, sin embargo –ahora lo sabía–, en aquel entonces, durante los últimos meses casi deseaba en silencio que ocurriese algo que le hiciera salirse de su rutina. Como por sí mismo no tenía fuerzas para cambiar su vida desconcertada, esperaba a que algo le forzase a tomar una decisión.

Aún ahora, al recordar las noches de inquietud entrelazada con el deseo de llevar una vida tranquila y con el ansia de algo desconocido que difuminara toda la falsedad de la felicidad que veían los ojos de los demás, sintió por dentro aquel temblor repugnante que lo visitaba de vez en cuando como un huésped ocasional, pero que en aquellos días no lo había abandonado ni un momento. ¿Le era difícil dejarlo todo por tener una esposa? ¿Porque a su lado se sentía, por primera vez en su vida, tranquilo al tratar a la gente a la que siempre había evitado, o porque a su lado se encontraba, por primera vez en su vida, en posesión de una conciencia tranquila y, a veces, incluso de ideas concretas del futuro?

Y, sin embargo, ya durante aquellos primeros días de casado, empezó a sentir en su interior un desconsuelo que hasta entonces no había conocido. Tal vez no porque temiera que Marija descubriese su amistad repentina con aquella muchacha ni porque sintiera que, con ello, fuese injusto con su mujer. Nunca le había prometido nada, no le había jurado nada, ni le había dado a entender antes de la boda que la quería. A pesar de ello, la salida repentina justo antes del fin de la revolución significaba para él la inmersión en una paz maravillosa – sobre todo ante sí mismo.

“¡Qué raro! No me sentía culpable ante mi mujer”, se decía entonces, al encontrarse las primeras piedras miliares dentro de la frontera austríaca y al sorber, con los ojos sorprendidos, la belleza desconocida del paisaje carintiano, “¿de dónde, pues, esta repentina tranquilidad dentro de mí?”

Como si fuera ayer: estaba sentado en una piedra miliar, apretaba la mano contra su pecho, donde tenía guardada una bolsita con las sortijas de su madre, dos monedas de oro y el gran medallón de plata de su padre, condecoración del mérito civil, pensando que tendría que apañárselas hasta el final de su vida con lo que ahora llevaba consigo y dentro de sí mismo. A su lado estaba el niño desconocido al que había encontrado acurrucado y pegado al suelo durante el estridente rugido de las metralletas. Nadie sabía quién disparaba a quién y todos quedaron quietos, con los ojos de terror fijos en el suelo, por debajo de las balas silbando. Sólo el chico, a su lado, le tiraba de la manga, señalando hacia un pequeño cúmulo de tierra entre los talones de alguien que se había tirado al suelo justo delante de ellos, y susurrando con desesperación: “¡Hormigas! ¡Las va a pisar!” Después, todo quedó callado y, entre el llanto, se oyó otra vez el ruido de los carros del campo, abarrotados de gente con los ojos llenos de miedo. Grupos de gente humilde y pobre chocaban contra él como olas repentinas.

Como si fuera ayer...

Los ojos le escocían. Dirigió su mirada turbia hacia el viejo Grondona, sus dos manos se hundían como muertas en el montón de papeles sobre la mesa y el hombre al que antaño habían pertenecido se le figuraba, de pronto, como totalmente ajeno. Más ajeno que el viejo peliblanco que ahora estaba sentado a su lado y del que hacía tan sólo una hora no sabía nada. Y, cuando retomó las cartas de su mujer, también su suave escritura le parecía extraña, repulsiva. Apretó los puños y sintió, en cada uno de ellos, una bola de papel arrugado.

“Es tan triste”, susurró al rato y continuó como con apuro, sin respirar siquiera, “allí abajo, en la capital, dejé esta dirección para que me manden el correo. Pensaba que me quedaría aquí”.

“Lo de las cartas se lo arreglo yo en la administración forestal...” La voz seca de Grondona estaba tranquila, tan tranquila como su mirada, que seguía quieta, apoyada en las manos del extranjero en medio de los papeles. Cuando preguntó: “¿Cómo es que está usted solo? ¿Y la señora?”, su voz sonaba tan monótona como antes.

“¿Qué hago aquí? ¿Aquí también me sentiré obligado a hablar de ella siempre?”, se pregunta a sí mismo y, después, dice en voz alta: “Viene más tarde...” Ahora tendría que decir: “No la dejan salir del país”, pero con ello sólo lograría entablar una conversación larga, llena de explicaciones que no interesan a nadie. Apoyó la frente en la mesa, pero le dio miedo de que Grondona empezase a hacer más preguntas. ¿Por qué, mejor, no desaparecer de aquí ahora mismo, para que nadie lo encontrase? Para que nadie lo encontrase... De repente sintió vergüenza: acababa de decir que abajo, en la ciudad, había dejado su dirección para recibir las cartas – ¿pero había sentido realmente el deseo de que su mujer le escribiese? ... Al pensarlo, se dio cuenta de que ni mañana ni pasado mañana saldría de San Antonio para volver.

“¿Podría acostarme?”, se dirigió a Grondona con signos de cansancio. Después de que el viejo se pusiera en pie, descolgara la lámpara de petróleo de su gancho, subiese delante de él por una escalera corroída y tambaleante hacia el fondo de la casa, añadió aún: “¿Quién sabe si en el cuartel forestal no necesitan empleados de oficina?”

Grondona levantó un poco la lámpara. “Hay que preguntar, pero no lo creo. ¿Usted sabe hacer ese tipo de trabajo?”

Se encogió de hombros y, levantando las cejas, dijo como si le hablara a un viejo conocido: “Durante casi diez años trabajé en una oficina. En el juzgado”.

“¡Diablos!”, dijo tan solo Grondona y, después, al rato, al dejar la lámpara en la mesa para irse, agregó: “¡Qué vida, Dios me libre!”

No le contestó. Quitó la áspera manta de la cama hecha de tablas de madera y se dijo: “No hay remedio. No será posible huir de la gente. Tendré que arreglarlo todo yo solo...”

Por la mañana lo despertaron los pájaros. Entreabrió los ojos y la luz irrumpió adentro por las hendiduras en las paredes de madera. Al abrir la puerta chirriante, vio al fondo del pasillo una piña de niños y dos criollas que la noche anterior no estaban. Lo vieron, dirigieron sus miradas hacia un lugar de detrás de la puerta de la cocina y, después, apareció Grondona.

“¿Vamos a estirar un poco las piernas?”, le saludo el viejo. “¿Ha dormido bien?”

Asintió con la cabeza y le siguió hacia fuera. Anduvieron en silencio y, al rato, Grondona alargó un brazo diciendo: “El cementerio”.

Unos árboles rodeaban el seto vivo. “¡Manzanos!”, se dijo para sus adentros y lo repitió en voz alta.

“¿Manzanos? A lo mejor se parecen, pero sólo desde lejos...” Grondona se interrumpió y sólo cuando estaban junto a la cerca de madera del cementerio, volvió a hablar. “Es tung. El fruto sirve para hacer aceite. Aquella tumba, la de la cruz ladeada, es la suya”, movió la barba en dirección hacia el otro lado de la valla, rompiendo con dificultad el fruto que había levantado del suelo de debajo de un árbol. Lo acercó a su nariz para que lo oliese. “¿Lo huele? ¡Es el veneno del diablo!” Después dejó caer el fruto marrón desmenuzado al suelo y, con un gemido, pasó por encima del bajo vallado.

Así empezó el día siguiente y así se sucedieron los días, cómo si no fuera en serio, como si el mundo del norte fuera diferente y el paso del tiempo no le afectara. Transcurrió la primera semana, a mediados de la segunda le dijeron en el cuartel forestal que deberían consultar su petición de trabajo con las autoridades de la capital, pero que no era probable que aquello se resolviera con éxito. Después, una mañana apareció el vecino de Grondona, transportista de la madera para una fábrica de enchapados que quedaba por debajo del puerto, pidiéndole si podía echarle una mano por un día o dos. Que el día anterior habían desaparecido dos cargadores porque les andaban buscando como sospechosos de contrabando. No titubeó, y cuando se sentó en el camión y miró hacia atrás por la pequeña ventanilla de la cabina, y vio a cuatro hombres peludos en cuclillas, le pareció que tenía que ser así.

¡Era como si no tuviera tiempo para reflexionar sobre sí mismo! Le sentó bien y, al anochecer, estuvo demasiado cansado para tomar una decisión con respecto al día siguiente, y la primera vez que se sorprendió a sí mismo preguntándose por qué no se quedaba aquí, para qué insistía en volver a la gran ciudad extranjera allí abajo, no pegó el ojo en toda la noche.

Una tarde estaban sentados él y Grondona junto al fuego delante de la casa, tomando mate. Habían pasado bastantes días desde que había aprendido a colocar, con sus propias manos y casi en un momento, cuatro tacos de leña en cruz y preparar el fuego para la infusión, y desde que el manejo del machete no le levantara nuevas ampollas.

Echaba con lentitud el agua caliente por encima de la yerba y, después, sorbía con cuidado el líquido por la bombilla. Mientras lo hacía, observaba por debajo de sus cejas a Grondona y vio que el viejo sonreía.

“Ya te volviste uno de los nuestros. ¡Juraría que ni siquiera los músculos te duelen ya! Y nunca más querrás cambiar la mandioca por la papa.”

Callaba y miraba con fijeza el fuego. Cuatro meses. Era verdad, al anochecer a veces aún sentía cansancio, pero su cuerpo se había endurecido, y pensó que, al final, llegaría a una edad avanzada siendo un fortachón. Los bichos menudos pululaban alrededor, pero no le molestaban demasiado. Era uno más aquí arriba, en los bosques. Iba al mismo paso que ellos y ellos tampoco se preocupaban ya por él. Cuando oyó por segunda vez en su vida el retumbo que se aproximaba por la espesura del bosque, ya no le avisaron de que había que trepar a un árbol debido a las manadas de jabalíes. Y si alguna vez tenía que pasar la noche arriba, donde talaban los árboles, en una cama de palos de bambú, cubierta de hojas de palmera, ya no creía que podría tener otro tipo de lecho. Cuatro meses. Si salía del poblado era sólo para adentrarse aún más en la selva. Y aunque en dos ocasiones, tuvo que ir al puerto no le asaltó el deseo de marcharse.

“Francisco me dijo que en la maleza siempre bebes mate con los demás.” Grondona le ofreció la calabaza. “Te dije que no lo hicieras. Entre ellos hay más enfermos que sanos.”

Pensó en los hombres delgados y nervudos, sus rostros cubiertos de vello, con los que a veces pasaba la madrugada agachados alrededor de un fuego lánguido, cuando no se veía ninguna cara y sólo, de vez en cuando, alguna mano ofreciendo mate con la bombilla que pasaba en círculo de uno a otro, y las demás manos que, en el frío de la noche se frotaban los dedos junto a las llamas. Después, de repente recordó al conductor que hacía cuatro meses le había dejado aquí.

“No viene más”, le dijo Grondona negando con la cabeza. “Me parece que lo había visto antes dos o tres veces.” Rió. “Cuando te trajo aquí, me dijo que eras un buen hombre, pero solitario como el diablo, a veces como si te tragaras tu propia lengua. Es cierto, no serías un buen corredor de feria.”

Sorbía el líquido amargo sonriéndole a Grondona. Recordó las arañas, que aún le daban asco, y al conductor desdentado que se pasaba todo el trayecto aplastándolas con las botas. “Paraba el carro sólo para aplastarlas.”

“Ése no se les escapará. Un día cualquiera...”, juntó las puntas del pulgar y del índice de una mano y, con ella, dio un picotazo a la otra. Después escupió por encima del hombro. “Se atascó”, explicó y se puso a destornillar el tubo plateado. “Todos los chóferes son iguales. En cuanto ven a un extranjero, quieren hacerse los importantes. Pero que fuera a tocar una serpiente, que hiciera eso, sí...” Cebó el mate con el agua de la tetera. “Un día querrá ponerse las botas por la mañana, meterá la mano dentro y – ¡zas! ... ¡ja, ja, ja...!”

“¿Cuántos días tardará una carta desde Buenos Aires hasta aquí?” Sintió que acababa de interrumpir la conversación, pero no pudo remediarlo.

“Depende...” Grondona estaba sereno como si durante toda la noche no hubiera estado esperando otra cosa que esa pregunta. “El correo normal tarda hasta el Puerto catorce días y desde allí hasta aquí, bueno, depende aún más de varios factores... ¿Esperas correo?”

Asintió con la cabeza y alargó la mano para tomar el mate. Grondona avivó el fuego de modo que una ceniza ligera y blanca voló al aire y empezó a caer lentamente.

“Así cae la nieve”, le dijo a Grondona. “¿Vio alguna vez cómo nieva?”

El viejo negó con la cabeza. “Tiene que ser bonito...”

“Bonito... ¿Y dónde dejan el correo, por cierto? ¿En el cuartel forestal?”

Esta vez, Grondona sólo asintió con la cabeza. Aún alargó la mano para tomar el mate cantando vacío, echó un chorrito de agua caliente y, después, permaneció pensativo. Callaron hasta que el fuego empezó a menguar y una brisa fresca rozó sus cuerpos. Grondona se puso de pie con lentitud, desenganchó una jarra y pasó un rato largo echando agua sobre las brasas. Ni siquiera se dio la vuelta para decir: “Allí abajo, no sé si en la ciudad, o más allá, al otro lado del mar, tienes cuentas pendientes... No sé lo que es ni me interesa. Querría ayudarte, esto es todo.” Se interrumpió para ponderar sus propias palabras y, al rato, asintió. “Así es. Y ahora entiendo muchas cosas de las que no me hablaste.”

III

Esa gente del norte de Argentina es extraña de verdad”, se dice a sí mismo escuchando el ruido del tranvía que gira desde la avenida de abajo hacia el centro de la ciudad. Se da la vuelta en la cama para orientarse hacia la pared donde hace más fresco, y hunde su frente en la parte fresca de la almohada. Al fondo del pasillo alguien golpea contra la puerta del vestíbulo. Al poco, la abre y la vuelve a cerrar con rapidez –acción que se repite casi todas las noches–, así que uno siempre se queda con la duda de si es posible que alguien sea capaz de pasar de la calle al vestíbulo en un espacio de tiempo tan corto. Es el hermano de la patrona. Un hombre redondo, rasurado y peinado, “el hombre con cartera”, como lo bautizó en los primeros días después de volver del norte. Vende tierra en las cercanías de la ciudad o en las zonas al norte o al sur donde el hombre no ha puesto un pie todavía. En realidad no es vendedor, sino tratante, al menos siempre se lo ha parecido, y él mismo le dijo una vez que no vendía lo que tenía, sino que compraba lo que los demás buscaban.

No era extraño, pues, que visitase al nuevo inquilino apenas unos días después de enterarse de que a este le entusiasmaba el paisaje del norte. Una vez en el umbral, había esperado con paciencia a que le contase su vida “allí arriba”. Y no había pasado ni un mes, cuando volvió con un plan de cómo podía uno, sin tener mucho dinero en la mano, llegar a ser dueño de un bosque precioso y de un campo maravillosamente fértil. Y tan sólo a unas horas de viaje del lugar que había abandonado precisamente el nuevo inquilino para venirse a la ciudad.

Apenas podía seguirle, tan rápido hablaba el hombre aquella noche. Encima de la estrecha mesa desplegó un mapa demasiado grande e incomprensible, como veteado de varices azules, de modo que quedó colgando por las cuatro esquinas como un trapo, y expuso sus ideas sobre el aceite de tung, sobre el mate que habría que plantar porque el gobierno había prohibido las importaciones de Paraguay, sobre lo barato del transporte fluvial...

“No le regalo nada. Y no sólo no le regalo nada, sino que en este negocio ganaré. Ganaré mucho, para qué mentir. Pero ni una décima parte de lo que ganará usted con esta tierra en cinco años. ¡Créame!”

Le cansaba su forma precipitada de hacer, pero le desarmaba su sinceridad.

La patrona entró de modo inadvertido detrás de su hermano; la miraba mientras ella, con cara de fingido enfado, ahora negaba con la cabeza desde el umbral, ahora sonreía con orgullo.