Cubierta

CECILIA ARIZAGA

SOCIOLOGÍA DE LA FELICIDAD

Autenticidad, bienestar y management del yo

Editorial Biblos

SOCIOLOGÍA DE LA FELICIDAD

En estas páginas, donde se entrecruzan biografías personales y contextos sociohistóricos, lo social y lo subjetivo, Cecilia Arizaga explora los valores, las prácticas y los imaginarios de hombres y mujeres de sectores medios urbanos que en las últimas décadas se han posicionado como competitivos y ascendentes. Pero, al mismo tiempo, se trata de sectores altamente vulnerables en dos niveles: vulnerabilidad social, en referencia a perder el estatus alcanzado, y vulnerabilidad psicológica, en cuanto son demandados por un “management del yo” y la permanente búsqueda de la autenticidad y el bienestar en medio de un panorama cargado de incertidumbre.

Desde esta perspectiva, la autora indaga en tres fenómenos como “ventanas” para explorar el tema: la idea de comunidad y construcción de un nosotros homogéneo en los lugares donde estos hombres y mujeres eligen vivir –urbanizaciones cerradas suburbanas, torres exclusivas, barrios “distinguidos”–, el cultivo de la sensibilidad en el ámbito doméstico y el consumo de psicotrópicos como modo para sostener un estilo de vida. Estos tres aspectos representan recursos mediante los cuales las clases medias intentan gestionar la incertidumbre, exorcizar temores, conquistar una felicidad que pueda ser exhibida ante propios y extraños y, en definitiva, forjar nichos de certeza y de bienestar emocional que ayuden a hacer su mundo cotidiano más vivible.

CECILIA ARIZAGA
Doctora en Ciencias Sociales (UBA), magíster en Ciencias Sociales (Flacso) y socióloga (UBA). Directora de la Carrera de Sociología en UCES y profesora universitaria en grado y posgrado. Es autora de El mito de comunidad en la ciudad mundializada (2005), entre otros textos publicados en libros y revistas científicas del país y del extranjero.

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INTRODUCCIÓN
Las clases medias y la gestión de la incertidumbre

¿En qué época se han visto tantos hombres expuestos a pasos tan rápidos a las sacudidas de tantos cambios?

Charles Wright Mills,
La imaginación sociológica

Toda época tiene lo suyo, suele decirse. ¿Qué es lo que nos define como parte de esta generación? Entre otros aspectos que pueden marcarnos como seres que compartimos una época dentro de la historia humana, el cambio como modo de vida y la sensación de incertidumbre que trae consigo son ejes que nos atraviesan en nuestras acciones, formas de pensar y de sentir.

A medida que voy acercándome a las edades de mis padres y abuelos, aquellas edades que compartí con las generaciones anteriores, voy imaginando y recordando escenas que me den pistas sobre sus vidas: ¿cómo transitaban sus días?, ¿cómo eran sus vínculos familiares al llegar a sus casas después de una jornada de trabajo?, ¿qué preocupaciones los acechaban?, ¿qué sentían sobre sus vidas y sobre las vidas de sus hijos? Trato de hacerme un panorama de sus modos de vida, sus modos de experimentarlas, sentirlas y pensarlas, y las imagino muy distintas a las de mi generación. En esos recorridos mentales por el mundo de ellos, la idea de una vida regida por una cierta rutina que va trazando un camino que se vislumbra en el largo plazo es lo que más curiosidad me genera. Quienes hemos sido niños y adolescentes durante las primeras décadas de la segunda mitad del siglo pasado, las de los años 60 y 70, algo más o algo menos, en gran medida hemos sido criados por nuestros padres de acuerdo con el mundo de nuestros abuelos para transitar una vida adulta en el mundo de nuestros hijos.

El punto de vista que quiero desarrollar en este libro se ubica, por un lado, en ese espacio de transición entre aquello que hemos visto morir y lo que aún está como emergente, y, por otro, en la articulación entre el mundo de lo social y el mundo más subjetivo y emocional. Desde esa doble perspectiva me pregunto por los modos en que ciertas prácticas, consumos y discursos de la sociedad del capitalismo tardío que van conformando nuestros estilos de vida, nuestras cotidianeidades, emergen como recursos reparadores de la incertidumbre, en tanto emoción propia de esta época, a partir de la idea de bienestar. En esta construcción social de un nuevo “buen vivir” se articulan dimensiones de lo social (formas de sociabilidad, distinciones y pertenencias sociales) con aquellas de un nivel más subjetivo como las competencias personales, las emociones, los ánimos, “la actitud”, que juntas van a promover el desarrollo de una forma específica de dirigir, gestionar, administrar el yo –a la que llamaremos management del yo, recurriendo al léxico del mundo gerencial y de los negocios–.

Desde allí intento rastrear los modos en que los sujetos, a través de los sentidos que otorgan a sus prácticas, encuentran recursos estratégicos para compensar los costos del proceso de individualización del capitalismo tardío en lo referente a los estilos de vida y las emociones. Esto implica plantear la idea de una búsqueda de nichos de certeza que provean ciertas dosis de seguridad en el plano más subjetivo; una seguridad ontológica frente a la vulnerabilidad de un mundo que se ha vuelto incierto y hostil ante el avance de nuevas reglas de flexibilidad, cambio y riesgo planteadas por el capitalismo y que desde el mundo del trabajo se expanden a todas las áreas de vida de las personas. En este sentido, busco distanciarme de aquellas líneas de análisis que ven los procesos urbanos de homogeneización social desde una única perspectiva ligada a la construcción de la diferencia social, para intentar un abordaje que se extienda al entramado de procesos subjetivos que orientan estas prácticas. Enfocarse en esta articulación entre la dimensión social y la subjetiva lleva a complejizar la mirada de un sector de las clases medias profesionales urbanas, precisamente en este caso residentes en la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores, más allá de los procesos de distinción social que asumen y nos muestran a partir de sus prácticas de consumo, sociabilidad y estilos de vida.

¿Cómo lo social construye subjetividad y cómo las emociones dan forma a lo social? ¿Cuál es el clima de época de nuestra época, aquel que nos habla de emociones, sensibilidades, tensiones y temores que enfrentamos como varones y mujeres de un tiempo y lugar específico? Raymond Williams habla de una “estructura del sentimiento” que atraviesa diversas áreas y que va conformando una trama cultural específica a una generación o período. Cercana a esta idea, en este libro propongo ver tres fenómenos como ventanas por donde explorar valores, prácticas e imaginarios de sectores medios que en las últimas décadas se posicionan en el entramado intraclase como competitivos, ascendentes y al mismo tiempo altamente vulnerables en dos niveles interrelacionados: vulnerabilidad social, en referencia a la movilidad social y al espacio social alcanzado, y vulnerabilidad subjetiva, psicológica e incluso ontológica en cuanto atañe a la pregunta por el ser desde la demanda de un management del yo y la búsqueda de la autenticidad. Se trata de una “corrosión del carácter”, en términos de Richard Sennett, que debemos afrontar como parte de este “capitalismo de corto plazo” que deja atrás la idea de relativa estabilidad que, con las garantías del Estado de bienestar, dominó el clima del sistema durante casi treinta años después de la Segunda Guerra Mundial.

Desde esta perspectiva, los tres fenómenos que estudio aquí –la idea de comunidad y construcción de un nosotros homogéneo en las urbanizaciones cerradas suburbanas, el cultivo de la sensibilidad en el ámbito doméstico y el consumo de psicotrópicos como medicina para el estilo de vida– cumplen esta función de ventanas por donde explorar este proceso. Buscando abrirlas como partes de una “estructura” social, cultural y emocional propia de esta época, en los capítulos que siguen presento una tipología que me ha permitido organizar conceptos desde la mirada antes comentada. Un tipo ideal, según Max Weber, es una representación a la que se llega por la exageración mental de elementos específicos de la realidad a partir de un punto de vista particular y, en este sentido, los tipos ideales que acá desarrollaré funcionan para comprender los fenómenos en los que he detenido mi análisis. En tanto tipos ideales, no se encuentran empíricamente en su forma pura: en sus vidas cotidianas, y por fuera de las formas ideales y puras de la tipología, los sujetos entremezclan prácticas, imaginarios y valores respecto de cómo gestionar su incertidumbre y la búsqueda de bienestar.

La idea de bienestar y “calidad de vida”, como concepto que surgió y se repitió a lo largo de un prolongado trabajo de campo, en entrevistas, observaciones y también del relevamiento de material gráfico en el marco de una tesis doctoral que precedió a este libro, atraviesa los tres fenómenos y resulta muy inspiradora para indagar sobre la gestión de la incertidumbre, las ideas de autenticidad y el management del yo como parte de un proceso en el cual se van desarrollando nuevas sensibilidades y nuevas formas culturales.

A finales de la década del 50 el sociólogo Charles Wright Mills formulaba la pregunta que presenta esta introducción. La época a la que se refería era la de una sociedad en la que la relativa certidumbre y la linealidad que había caracterizado los años de la segunda posguerra estaban próximas a desaparecer: “Los hombres advierten con frecuencia que los viejos modos de sentir y de pensar se han ido abajo”, dice Wright Mills (2003: 24). Frente a este incipiente panorama, cambiante e impreciso, señala la necesidad de desarrollar una cualidad mental, que llamó imaginación sociológica, que ayude a comprender “lo que ocurre en el mundo y de lo que quizá está ocurriendo dentro de ellos […] como puntos diminutos de las intersecciones de la biografía y de la historia dentro de la sociedad” (25).

Desde este punto de vista, donde se entrecruzan las biografías personales y los contextos sociohistóricos, lo social y lo subjetivo, este libro se propone analizar los tres tipos ideales mencionados como recursos –soluciones prácticas, en términos de Richard Sennett, o bien estrategias del proyecto reflexivo del yo, siguiendo a Anthony Giddens– de individuos inmersos en una sociedad individualizada que hace del riesgo y la inestabilidad la regla.

La naturaleza del nosotros

Un día de la primera mitad de la década del 90 estábamos en una reunión entre amigos y gente conocida. Todos nos encontrábamos iniciando la propia familia, recorriendo los primeros años de pareja y la llegada de los hijos. Esto a algunos los empujaba a pensar la idea de mudarse a un espacio algo más grande que el que tenían y por ahí iba la conversación. Uno de ellos comentó que un conocido le había propuesto comprar un lote en unos terrenos que se estaban dividiendo a la altura de San Fernando, cerca del ramal Tigre de la autopista Panamericana, en la zona norte del Gran Buenos Aires. La idea, decía, era comprar el terreno entre conocidos para hacer un barrio “de amigos”. Todos éramos porteños, muy urbanos en nuestras costumbres, y aunque algunos estábamos experimentando por primera vez el hecho de vivir algo alejados del centro esto se debía en general a un tema de costos, que nos había llevado a buscar alguna solución que veíamos como temporaria en las zonas más próximas a la Capital, pero con vistas a volver cuando se juntara la plata suficiente. Dos parejas aceptaron la invitación a conocer los terrenos y si bien no estaba en mis planes ni el de mi marido mudarnos y mucho menos a las afueras de la ciudad, la curiosidad de un arquitecto y de una avanzada estudiante de sociología interesada en temas relacionados con lo urbano nos llevó a acompañarlos en lo que se convirtió en una visita exploratoria al campo en el que luego pasaría varios años investigando. Recuerdo que todos terminamos haciendo chistes sobre cómo serían nuestras vidas allí, en ese momento una zona descampada y aislada de toda señal que nos remitiera a nuestra urbana cotidianeidad. Al poco tiempo, escuché un comentario sobre una mudanza a un barrio de características similares mientras viajaba en tren rumbo al centro, leí una nota periodística en un diario del domingo que hablaba sobre el tema y empecé a mirar con detenimiento cómo iban trazándose algunos cerramientos y loteos por la zona norte del corredor de la Panamericana cuando íbamos a visitar a la abuela de mi marido a una antigua quinta en Pilar. De modo que lo que en esa charla apareció como un hecho aislado, casi privado, fue tomando un carácter social. Pude experimentar, por primera vez en mi trayecto como socióloga, esa sensación de estar olfateando lo emergente, lo que aún no está plenamente constituido ni nombrado pero que desde una agudización de lo sensible, una sensibilización de la mirada, permite captar lo social emergente.

Ninguno de los que fuimos a esa visita compramos un terreno pero sí lo hicieron muchas otras parejas en los meses y años siguientes, allí y en otros muchos lugares como ese.1 A partir de la segunda mitad de los años 90, los barrios cerrados, también llamados barrios privados, se extendieron a lo largo de los corredores de las zonas norte, oeste y sur del Gran Buenos Aires, al tiempo que urbanizaciones como los country clubs, que históricamente tenían destino de casas de fin de semana, pasaban a convertirse en muchos casos en viviendas permanentes de familias que abandonaban el departamento céntrico por una vida “en contacto con la naturaleza”, aunque también la decisión final y sotto voce obedecía a una reducción de costos.

Ya en la segunda mitad de la década fueron apareciendo otras modalidades de urbanizaciones cerradas, como los llamados megaemprendimientos y condominios. Estos últimos en muchos casos juegan el papel de primer escalafón en el trayecto del “cambio de vida” por representar una modalidad más accesible, aunque también hay condominios que cuentan con servicios pensados para un público de mayor poder adquisitivo y son presentados como “un Club Med […] Sólo encontrará un condominio igual en las costas de Miami”, según anuncia una publicidad. Urbanísticamente, se conforman por una serie de departamentos de dos, tres o cuatro ambientes, rodeando un jardín central con un cobertizo para comer al aire libre, tipo “quincho”, juegos infantiles y garaje, todos espacios de uso común. Esta propuesta, cuando no suman servicios como spa, cavas para vinos y otros que se han ido anexando en los casos de “condominios de lujo”, resulta más económica que la casa en el barrio cerrado o country y los coloca dentro del proceso en un imaginario de movilidad social “a medio camino” para las familias que aún no cuentan con los recursos necesarios para acceder a la casa del country o del barrio cerrado. Asimismo, los condominios se han ido adaptando a diversos y definidos perfiles de residentes. Así, algunos se conocen como viviendas o barrios (ya que en algunos casos toman prestada esta denominación) “para divorciados” o “para los abuelos”, cumpliendo una suerte de urbanización satélite de los barrios cerrados y countries, pensada para aquellos grupos sociales (padres divorciados, abuelos) que optan por vivir cerca de la familia en un espacio más pequeño, económico y accesible en cuanto a los servicios al estar ubicados en zonas muy cercanas a autopistas o calles conectoras de centros comerciales.

Los megaemprendimientos, como Estancias del Pilar, Pilar del Este y el más conocido, Nordelta, se desarrollan desde una concepción que se acerca a las master planned communities norteamericanas y fueron los tipos urbanísticos más publicitados y los que mayor impacto produjeron en los medios por sus proporciones y por el alcance urbano que significaban al publicitarse como “nuevas ciudades”, “ciudad verde”, “ciudad-pueblo” y “pueblos privados”. Así, si el country club y el barrio cerrado, aun en sus particularidades, focalizaban en la idea de abandonar el caos de la ciudad para una mejora en la calidad de vida como lo marcaban las publicidades en los suplementos de countries y barrios cerrados que fueron apareciendo en los principales diarios a medida que el boom inmobiliario crecía, en el caso de estas “nuevas ciudades” se buscaba revalorizar lo urbano a partir de la idea de ser espacios autosustentables con la mayor cantidad posible de servicios que ofrece una ciudad (centros comerciales, recreativos, de salud, financieros, colegios, universidades, oficinas) y con una heterogeneidad social bajo control lograda a partir de dos mecanismos. Por un lado, una configuración urbanística que divide el predio en un conjunto de “barrios” que se distinguen entre sí por el perfil del residente al que apuntan a partir de estilos de vida afines según edades, posibilidades económicas o aspectos más subjetivos como gustos deportivos, por ejemplo. Por otro lado, el llamado master plan de la urbanización contempla la apertura de ciertos espacios comunes (en los centros comerciales, recreativos y de oficinas) para la población en general, algo que en la práctica las barreras simbólicas y materiales de estos mismos emprendimientos se encargan de limitar a los propios residentes o a un perfil social similar.

Si bien estas urbanizaciones en sus diversos tipos se extendieron por muchas zonas de la Región Metropolitana de Buenos Aires –y en otros lugares del país–, hay significativas variaciones en el número de estos emprendimientos inmobiliarios según se trate de municipios amigables o más restrictivos respecto de las urbanizaciones cerradas. Los municipios de Tigre y Pilar, en el norte de la Región Metropolitana, son emblemáticos en cuanto a lo favorables que han resultado para el desarrollo de nuevas urbanizaciones cerradas en sus territorios, dando paso así a una lógica de ciudad dual, en términos de Manuel Castells (1995), que se va desarrollando por condiciones y oportunidades de vida altamente polarizadas a partir de diferenciados accesos de servicios que repercuten en la reproducción y agudización de desigualdades al impactar en otros ámbitos de la vida, como el acceso a la salud, la educación y el trabajo.2

La nueva configuración espacial se sostiene en una morfología reticular a través del desarrollo de las autopistas y nuevas centralidades destinadas a los servicios de estas urbanizaciones cerradas. El resultado es un espacio segregado, fragmentado, donde conviven espacios y grupos sociales altamente polarizados en términos de condiciones de existencia y oportunidades, así como un cambio en las formas de vida y en las prácticas urbanas cotidianas (por ejemplo, en lo referido al empleo intensivo del automóvil, el uso de nuevas centralidades reticulares y la desarticulación con las centralidades tradicionales). Las publicidades y los folletos de las urbanizaciones cerradas muchas veces muestran una figura reticular respecto de la urbanización y los nuevos centros de consumo, recreativos, educativos y residenciales.

Durante el trabajo de campo que realicé en urbanizaciones cerradas entre 1998 y 2003, entrevisté a chicas y chicos de diferentes niveles de escolaridad (primaria, secundaria y universitaria). Cuando les pedía que dibujaran un recorrido habitual en día de semana y otro en fin de semana resultaba interesante advertir la percepción de la morfología en red de sus circuitos cotidianos y el uso intensivo del automóvil, que no dejaba espacio para la figura del peatón (Arizaga, 2004a, 2005). La construcción de comunidad que se plasmaba en el barrio cerrado terminaba de constituirse en la morfología reticular que se desarrollaba en el espacio suburbano del nosotros.

¿De qué modo se conforma la identidad del “nosotros”?, ¿qué función cumple la identidad comunitaria en la construcción de la identidad personal?, ¿cómo la idea de comunidad resulta un recurso eficaz para gestionar la incertidumbre y una justificación en la búsqueda de bienestar?

Pensar la identidad social en términos de un todo coherente implica la ardua tarea de construirla voluntariamente. Demanda esfuerzos constantes de atención y esmero a fin de invisibilizar las diferencias, los conflictos y las tensiones propios de todo grupo social. Como refiere Richard Sennett (2000: 57), en su análisis del fenómeno de suburbanización de las clases medias de Estados Unidos en la segunda posguerra, de eso se trata el proceso de construcción del nosotros para crear el mito de comunidad purificada:

 

La gente habla acerca de comprensión mutua y de los vínculos comunes que la unen, pero las imágenes no corresponden certeramente a sus verdaderas relaciones. Pero la mentira que han formado como su imagen común es una falsedad utilizable –un mito– para el grupo. Su utilidad es que compone una imagen coherente de la comunidad como un todo: las personas trazan un retrato de quiénes son, qué las aglutina como si fueran una sola, con una colección definida de deseos, antipatías y metas. La imagen de comunidad se purifica de todo lo que podría transmitir un sentimiento de diferenciación, sin hablar de conflicto, sobre quiénes somos “nosotros”. De esta manera el mito de solidaridad comunitaria es una purificación ritual.

 

¿De quiénes estamos hablando cuando hablamos de “nosotros” en este fenómeno de suburbanización privada dentro de un período de análisis que toma los últimos años del siglo XX y los primeros del nuevo siglo?, ¿quiénes son los que abandonan la ciudad-centro3 para vivir en una urbanización cerrada en los suburbios de Buenos Aires?

De acuerdo con el relato que hicieron diversos consultores inmobiliarios dedicados a la comercialización de countries y barrios cerrados al entrevistarlos en el marco de la exposición “Vida country”,4 en su mayoría se trata de familias con hijos pequeños, en edad escolar, con un nivel socioocupacional gerencial o ejecutivo, que “está empezando” pero se vislumbra en un proceso de ascenso social.

Junto con la conformación de un perfil objetivado en ingresos y montos a sacar del bolsillo, se vislumbra una constante alusión al discurso de calidad de vida en el relato de dos consultores inmobiliarios. La recurrencia a este discurso se extiende al resto de los comentarios sobre la “vida country” tanto del lado del mercado como de los consumidores-residentes. Así se despliegan toda una serie de estrategias de venta como exposiciones, publicidades, suplementos especiales en los principales diarios nacionales, folletos de venta y programas en televisión que hacen del discurso del cambio de vida-calidad de vida el leitmotiv de la “vida country”. En el texto del master plan de Nordelta aparece como objetivo principal “generar un cambio real en la calidad de vida”.

Si bien es parte de las estrategias propias del discurso publicitario señalar que la adquisición del bien que se ofrece entraña la promesa de una vida mejor, el mecanismo de naturalizar la vida country con la calidad de vida adquiere en este caso la particularidad de transformarse en un conocimiento práctico que se asume como una opinión naturalizada que, en tanto se ejerce a partir de aquello que está internalizado en nuestras conciencias, resulta complejo identificarlo como imposición social. Al experimentarse como natural y dado, los mecanismos de conciencia se aquietan y hay un acomodamiento al statu quo que dificulta seriamente cualquier posibilidad de rebelarse. Es allí donde radica su fortaleza. ¿Para qué cuestionar lo que es así, lo que viene dado? A partir de este mecanismo de violencia simbólica, como lo considera Pierre Bourdieu, se instituye el sentido común y con él todos los engranajes de polaridades (bueno/malo, lindo/feo, más/menos), dando paso a las clasificaciones, los clasificadores y los clasificados.

En la construcción del sentido común de la calidad de la vida country participan una serie de imágenes que articulan la idea del nosotros con la idea de la naturaleza en contraste con la vida en la ciudad o en el mismo territorio suburbano pero degradado, pauperizado o marginal, que suele encontrarse a escasos metros del entorno imbuido de calidad de vida. El cerramiento, la muralla perimetral y los controles de acceso vienen a materializar este contraste entre ellos y nosotros. Las justificaciones en torno al delito no alcanzan para analizar el proceso. Si bien el miedo al otro encarnado en la figura del “joven pobre y delincuente” es uno de los argumentos esgrimidos y también una de las formas en que se clasifica en primera instancia al otro, la construcción de la distancia social –material, pero sobre todo simbólica– va un paso más allá de la consabida respuesta frente al delito.