Cubierta

PAULA SEIGUER

“JAMÁS HE ESTADO EN CASA

La Iglesia Anglicana y los ingleses en la Argentina

Editorial Biblos

“JAMÁS HE ESTADO EN CASA
La Iglesia Anglicana y los ingleses en la Argentina

En 1929 el obispo anglicano en la Argentina informaba entusiasmado que cuando preguntaba a niños de las escuelas sostenidas por la Iglesia cuándo habían venido de Inglaterra, a menudo recibía la respuesta “Jamás he estado en casa”. Este libro explora el rol de la Iglesia Anglicana en la construcción de una identificación nacional para los inmigrantes de origen inglés durante el período de la inmigración masiva, pero se pregunta también por todas las otras actividades e identificaciones que los anglicanos desplegaron en nuestro país, desde las misiones entre los pueblos indígenas del sur y el norte hasta la actividad social y de conversión desarrollada entre los barrios más humildes de Buenos Aires o Rosario. Busca así mostrar la pugna compleja de sentidos y de identificaciones nacionales y religiosas que conformaron la experiencia anglicana en la Argentina. La pregunta por dónde está y cuál es ese hogar de referencia, y cómo las diferentes respuestas dieron forma a la Iglesia atraviesa este libro.

Paula Seiguer. Profesora y doctora en Historia por la Universidad de Buenos Aires, donde se desempeña como profesora adjunta de la cátedra Historia Social General, e investigadora adjunta del Conicet. Profesora de Religiones Comparadas en la Universidad de San Andrés y fundadora del Grupo Interdisciplinario de Estudio del Pluralismo Religioso en la Argentina (GIEPRA). Ha editado junto con Fabián Flores Experiencias plurales de lo sagrado (2014) y es autora de artículos en revistas especializadas.

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

AGRADECIMIENTOS

Nadie puede escribir esta cantidad de páginas sin la ayuda de numerosas personas, más de las que se puede agradecer en un espacio reducido. En primer lugar, debo agradecer a Lilia Ana Bertoni, directora de mi tesis doctoral, su aliento y su guía. Espero no preocuparla demasiado al decir que la reconozco a menudo en las preguntas o planteos que se me ocurren frente a cada tema nuevo. A Luis Alberto Romero le debo también una deuda impagable, contraída a lo largo de muchos años de brillante y paciente formación.

Para Germán C. Friedmann, quien compartió cada etapa de este proyecto, discutió conmigo cada idea y leyó cada página de los borradores de este libro, no me alcanzan los agradecimientos y solo puedo agradecer a mi suerte.

Debo una mención especial a Alina Silveira, quien fue mi asistente en la última etapa de la recolección del material y que tan generosamente compartió conmigo sus conocimientos bibliográficos.

Mis gracias van también para Cora y Oswaldo, de la Oficina Diocesana de la Iglesia Anglicana de la Argentina, que retribuyeron con tanto afecto y generosidad (y tanto té con galletitas) la invasión de su lugar de trabajo; para el reverendo David George, entonces arcediano del Río de la Plata, que me autorizó a consultar los materiales del archivo e incluso me prestó sus libros; para Miguel Mansilla, cuyo entusiasmo prestó alas a las primeras etapas de esta investigación y a quien tristemente ya no podré regalar un ejemplar de este libro en señal de agradecimiento; para Jeremy Howat y Natalie Goodall, quienes compartieron su material conmigo y se interesaron en orientarme en mi búsqueda; para el personal de la biblioteca del Instituto Superior Evangélico de Estudios Teológicos (Isedet) y el de la Hemeroteca de la Biblioteca Nacional, que me facilitaron las cosas con su buena disposición; para Terry Brown, obispo retirado de Malaita, islas Salomón, por su entusiasmo, su ayuda y guía a través de los recursos electrónicos; para Michael Blain, de Nueva Zelanda, y todos los participantes de la comunidad virtual del Project Canterbury por el esfuerzo colectivo que facilita la tarea de aquellos que buscamos construir una historia de ramas internacionales desde un rincón del sur del mundo; y para los trabajadores del archivo de la SAMS en Inglaterra, por su asistencia y el generoso envío de materiales.

Este libro está basado en mi investigación doctoral, que contó con el apoyo del Conicet a lo largo de cinco años de beca. Agradezco al Dr. José Emilio Burucúa y la Dra. Noemí Girbal, quienes colaboraron para que pudiera obtenerla y mantenerla; y también a los jurados de mi tesis, la Dra. Lila Caimari, el Dr. Roberto Di Stefano y la Dra. Hilda Sabato, quienes tanto contribuyeron con sus comentarios y su lectura cuidadosa a este resultado final.

En los años que mediaron entre la defensa de la tesis y la publicación de este libro mis mayores interlocutores sobre estos temas han sido mis amigos y compañeros del Grupo Interdisciplinario de Estudio sobre el Pluralismo Religioso en la Argentina (GIEPRA). Las conclusiones de este libro deben mucho a ese intercambio y a su generosa escucha.

Un texto es, por supuesto, también hijo de otros textos y no solo de su autor. Quiero aquí hacer una mención especial al obispo Edward Francis Every, cuya lectura amena, culta y peligrosamente convincente volvió un placer lo que podría haber sido una tarea pesada.

En cuanto a mis hijos Theo y Marco, a quienes agradezco infinitamente el haber venido a interrumpir y demorar este trabajo, no espero que este libro les parezca excusa suficiente para mis ausencias, pero igual se los dedico con la esperanza de que al mismo tiempo puedan enorgullecerse de ellas. Y agradezco a sus abuelos por el afecto y la dedicación que me permitieron seguir adelante.

Last but not least, me gustaría dejar constancia de mi deuda de inspiración para con mi abuelo, Henry O. Roberts, de quien he descubierto algo tras muchos dedicados años de investigación: no era anglicano sino presbiteriano.

Y, por supuesto, libero a todos ellos de cualquier responsabilidad por los errores que involuntariamente debo haber cometido en las páginas que siguen.

Paula Seiguer

Buenos Aires, octubre de 2015

SIGLAS

ABS

American Bible Society

ACA

Anglican Church Association

BFBS

British and Foreign Bible Society

BFSS

British and Foreign School Society

CCLA

Committee on Cooperation in Latin America

CMS

Church Missionary Society

EUSA

Evangelical Union of South America

MSS

Missions to the Seamen Society

PMS

Patagonian Missionary Society

SAMM

South American Missionary Magazine

SAMS

South American Missionary Society

SPCK

Society for Promoting Christian Knowledge

SPG

Society for the Promotion of the Gospel

YMCA

Young Men’s Christian Association

YWCA

Young Women’s Christian Association

INTRODUCCIÓN

Hace ya muchos años una mujer de la colectividad judía, madre de una compañera, me preguntó por mi apellido y quiso saber si yo era judía también. Le expliqué que la familia de mi padre era judía, pero no la de mi madre, por lo cual desde su perspectiva, desde luego, la respuesta era que no. “Ah”, me dijo, “un matrimonio mixto. ¿Y qué se siente no tener identidad?”

Este es un dilema falso, por supuesto. Las identidades son una construcción activa y no consisten solo en el encasillamiento en una serie de estereotipos prefabricados. Sin embargo, en algún sentido la pregunta no deja de ser relevante, no solo para mí sino para los sujetos de este estudio, y para la mayoría de los argentinos. La cuestión de la identidad étnica o religiosa, el sentido de pertenencia a un colectivo o a otro, o a ambos o a ninguno, las formas en que se crea una conciencia nacional, la confrontación de la identificación personal con aquellas construcciones sociales estandarizadas que actúan como espejos y nos obligan a pronunciarnos o al menos a reflexionar sobre ellas son todas cuestiones centrales en un país conformado a partir de sucesivas oleadas migratorias.

Este libro estudia las actividades y la organización de la Iglesia Anglicana en la Argentina, y analiza su peculiar relación con la colectividad británica. Busca entonces proporcionar una perspectiva sobre un universo largamente ignorado por la bibliografía académica: el de las Iglesias del llamado protestantismo histórico, aquellas originadas en la Reforma europea de los siglos XVI y XVII, que fueron aquí pioneras en la creación de un campo religioso plural.

Se suele pensar que la Argentina fue un país homogéneamente católico, cuando en la práctica esto no ocurrió nunca. Las Iglesias protestantes aparecieron desde muy temprano en el siglo XIX y sus fieles estaban presentes incluso antes de 1810. La Iglesia Anglicana fue la primera denominación religiosa no católica en ser reconocida oficialmente, a causa del Tratado de Amistad, Comercio y Navegación firmado en 1825 entre las Provincias Unidas del Río de la Plata y Gran Bretaña. Su posición privilegiada fue luego tomada como modelo por otras Iglesias, que pidieron para sí el mismo trato que se les daba a los anglicanos. En el momento en que la Constitución Nacional de 1853 proclamó la libertad de culto, eran varias las Iglesias protestantes que llevaban décadas funcionando en la Argentina.

A pesar de esto, son escasísimos los trabajos consagrados a ellas. Incluso quienes se han dedicado específicamente a la identidad religiosa de los inmigrantes durante el siglo XIX se han centrado casi exclusivamente en el ámbito católico, ignorando los credos minoritarios que venían a matizar su supremacía o relegándolos al rol de mero trasplante cultural sin mayor arraigo en nuestro país y de importancia solo por razones afectivas para los miembros de cierta comunidad nacional.

Según el censo de 1895, los fieles protestantes eran 26.750 en todo el territorio argentino, sobre una población de 3.954.911 personas (0,7%), y llegaban a 361.567 sobre 15.893.837 (2%) en 1947. Sin embargo, los investigadores coinciden en la idea de que estas cifras están muy por debajo de la realidad, y espero que este libro contribuya a mostrar que su presencia no debe ser desestimada como irrelevante.

La relación entre el protestantismo y la inmigración resulta bastante más compleja de lo que podría suponerse a simple vista. Muchos de los protestantes del período que recorre este libro habían nacido en la Argentina y eran hijos o nietos de inmigrantes protestantes. Pero otros eran inmigrantes que provenían de países que no se identificaban en principio con esta tradición, italianos o españoles, y se habían convertido al protestantismo en nuestro país.

Ante este fenómeno, la bibliografía especializada suele clasificar las Iglesias protestantes en Iglesias inmigratorias o “de trasplante” (directamente relacionadas con comunidades que las “trajeron consigo”) y en Iglesias conversionistas o “de injerto” (pequeños grupos de misioneros financiados desde el exterior que pretendían realizar conversos para arraigar su Iglesia en la Argentina). Esta distinción se volvió un lugar común a partir del reconocido trabajo pionero de Waldo Luis Villalpando (ed.), Christian Lalive d’Epinay y Dwain C. Epps (1970), Las Iglesias del trasplante. Protestantismo de inmigración en la Argentina. Dentro de este esquema, la Iglesia Anglicana ha aparecido como el modelo arquetípico de la Iglesia de trasplante.

Creo sin embargo que la distinción entre Iglesias de trasplante y de injerto emerge de una naturalización de la identidad religiosa de la Argentina como católica, que relega rápidamente al protestantismo a la categoría de lo ajeno, o lo externo, y que ese esquema argentino = católico y protestante = extranjero (en este caso de estudio específico inglés = anglicano), además de ser promovido por la Iglesia Católica, resultó funcional a una peculiar forma de integración al país receptor de ciertas comunidades, que optaron por considerarse esencial e irreductiblemente extranjeras, e hicieron de la religión uno de los pilares de esta frontera cultural que aspiraban a trazar entre el “nosotros” colectivo y el “ellos” argentino. La bibliografía ha retomado un discurso originado en las propias Iglesias de forma poco crítica y, al hacerlo, ha ignorado la complejidad del universo protestante.

El caso anglicano nos muestra claramente que esa homogeneidad postulada en el “nosotros” idealizado resulta tan ficticia como la posibilidad de permanecer en absoluto aislamiento cultural preservando ad eternum la nacionalidad “de origen”. Ciertos sectores de la Iglesia Anglicana se dedicaron afanosamente a hacer conversos, tanto entre los indígenas del extremo sur, en Tierra del Fuego y la Patagonia, como entre los del extremo norte, en Jujuy, Formosa y el Chaco, como entre los inmigrantes y los barrios más pobres de las grandes ciudades de Buenos Aires y Rosario, y también entre las clases medias y los trabajadores de cuello blanco. Lejos de tratarse de una institución monolítica cuya misión estuviera claramente definida, la Iglesia fue el campo de debates y tensiones de diversos grupos, que procuraron darle usos distintos, que iban desde la reproducción de la pequeña colectividad inglesa de alguna ciudad o pueblo, a la vinculación con los ideales del Imperio británico y el deber de “la carga del hombre blanco”, o a la misión universal de salvar las almas de quienes no eran “verdaderos” creyentes. La definición hacia el exterior como una Iglesia “de trasplante” (de forma similar al modo como sucedió también en el caso de muchas Iglesias “de injerto”) responde de hecho al resultado de una lucha por el poder al interior de la institución, en la que se construyó la capacidad de algunos de hablar en nombre de ella, por sobre las otras posturas.

Por otra parte, es necesario desnaturalizar la identidad religiosa de los inmigrantes, y cuestionarse los motivos y las formas que adquirió la adhesión de algunos de ellos al protestantismo. El problema de las configuraciones múltiples de la identidad nacional-religiosa, es decir, la cuestión clave de dónde está y cuál es ese hogar al que hace referencia el título de este libro, recorre estas páginas de manera transversal. El caso anglicano viene a mostrar que era posible ser anglicano e inglés, pero que también se podía ser anglicano y argentino, anglicano e italiano o incluso anglicano y yámana, qom, o wichí. Más aún, intento mostrar también que era posible haber nacido inglés y encontrar en la identidad protestante tanto una vía para seguir siéndolo como una forma de afirmarse como argentino. Resulta particularmente fructífero pensar las identidades nacionales y religiosas disponibles como un repertorio construido y no naturalmente dado de contenidos, del cual puede y debe hacerse una historia. El deseo de entablar una relación continua con el pasado ha llevado a la construcción de mitos nacionales que postulan una línea directa y sin solución de continuidad entre un momento pretérito que se reivindica y un presente propio que se presenta como el resultado natural de aquel. También la religión suele organizarse en torno a la construcción de una línea mítica que une creyentes pasados, presentes y futuros en una identidad tan única e invariable como la verdad de la que suponen ser portadores, un verdadero “linaje creyente” (Hervieu-Léger, 2005). Pero las identidades colectivas, y particularmente las identidades nacionales y religiosas, no pueden ser adecuadamente estudiadas sino como algo provisorio y en constante proceso de cambio, identificaciones fluidas y circunstanciales, cuyas fronteras se encuentran en permanente construcción a partir de la relación dialéctica que entablan con otras identidades que las enmarcan.

Por todo esto, para explicar el porqué y el cómo de las diversas opciones que fueron tomando los distintos sectores al interior de la Iglesia, es necesario rastrear en los discursos y las prácticas de los actores las variables configuraciones de las identificaciones nacional y religiosa. Por tratarse de un proceso en el que la mayoría de los protagonistas eran o inmigrantes recientes o hijos de estos, en un momento de muchísima circulación de personas desde y hacia el país de origen, este libro presta atención tanto al contexto nacional como a la situación y a los discursos corrientes en Inglaterra, recordando que el horizonte de los actores era más amplio que el de nuestro país.

El período del que se ocupa este libro es el de una particular expansión del protestantismo histórico, y más específicamente del anglicanismo, que fue luego seguida por una etapa de contracción. ¿Por qué en determinado momento fue posible que aparecieran numerosas iglesias y se extendieran por las grandes ciudades y el interior del país? ¿Por qué luego de unos sesenta años de expansión, en algunos casos extremadamente combativa, se resignaron en la década de 1930 a jugar un papel de minoría religiosa de bajo perfil?

Para responder estas preguntas, el libro considera el contexto político-económico mundial y su peculiar vínculo con los ritmos propios de la historia argentina, y revisa además la importancia de los lazos políticos de los protestantes más combativos y conversionistas tanto dentro como fuera de la Iglesia Anglicana con algunos miembros de la elite política de las últimas décadas del siglo XIX y la primera del siglo XX. En la Argentina la construcción de un Estado laico y el respeto a una Constitución que garantizaba la libertad de culto fueron elementos clave en la agenda de los líderes protestantes, y los llevaron a entablar relaciones con importantes nombres de la política local. Estos intereses en común aseguraron a los protestantes simpatía y protección frente a los ataques de la Iglesia Católica, e incluso subsidios para algunas iniciativas misioneras. Los marcos legales construidos en las últimas décadas del siglo XIX permitieron su inclusión dentro de un ideal de nación basado en la ciudadanía política como criterio de definición del argentino, con garantías de libertad de conciencia.

Sin embargo, no creo que sea adecuado reducir las instituciones protestantes a meras sociedades de ideas liberales, o caracterizar esta etapa como una alianza protestantismo-liberalismo. Por una parte, la situación en la Argentina es bastante más compleja y sutil, y los supuestos liberales no terminan de ser tales. Pero, por otra, me parece que esto implica subestimar la dimensión específicamente religiosa de la organización protestante y el origen del impulso de sus actores. La motivación religiosa ha demostrado en los últimos años, incluso a los ojos del espectador menos prevenido, que es necesario que se la tome en serio y que no puede ser reducida sin más a lo político o económico. Si, según la frase de Benedetto Croce, toda historia es historia contemporánea, no cabe duda de que la historia de la religión está llamada a ocupar nuevos espacios y replantear nuestras miradas.

Este libro consta de seis capítulos y una sección en la que se reúnen las conclusiones. La división en capítulos ha tenido en cuenta tanto el eje cronológico como el temático. Los dos primeros están centrados en el siglo XIX, durante el episcopado del primer obispo anglicano para América del Sur. El capítulo 1 se refiere a la etapa inicial de la Iglesia Anglicana en la Argentina, tomando como punto de partida el nombramiento del primer obispo en 1869 (si bien se hacen referencias a la situación previa de la Iglesia) y termina en los últimos años del siglo, en coincidencia con el fin de ese obispado en 1900. El capítulo 2 se ocupa de llevar el relato hasta el Centenario, superponiéndose en parte con el siguiente. Sin embargo, desde el punto de vista temático, estos dos primeros capítulos constituyen también una unidad, por cuanto reflejan las tendencias más misioneras en el interior de la Iglesia Anglicana en dos ámbitos distintos: entre los indígenas de Tierra del Fuego en el capítulo 1, y entre los inmigrantes y sectores populares de Buenos Aires, en la “Tierra del Fuego” porteña, en el capítulo 2.

El tercer capítulo da inicio al análisis de un nuevo período, el que corresponde al segundo obispado anglicano para la Argentina, que se extendió entre 1902 y 1937, aunque este libro se concentra en la etapa que se cierra en los inicios de la década de 1920. Por otra parte, en este y los siguientes capítulos el eje ha sido el análisis de la Iglesia de colectividad, por lo cual deben ser vistos como una unidad temática. Dentro de este bloque, sin embargo, debe hacerse una distinción: los capítulos 3 y 4 se ocupan de la reorganización implantada por el nuevo obispo y de las resistencias frente a ella, a la vez que intentan reflejar un proceso de construcción de poder al interior de la Iglesia y describir su vida institucional. El capítulo 3 refleja los pormenores de este proceso particularmente en la relación entre la estructura diocesana y las parroquias, mientras que el 4 muestra la expansión alcanzada por la Iglesia, los problemas derivados de ella y los conflictos con las sociedades misioneras. Mientras tanto, los capítulos 5 y 6 se centran en la problemática de la relación entre Iglesia y colectividad inglesa, y en su impacto en relación con la incorporación de los inmigrantes a la sociedad receptora. El capítulo 5 analiza las prácticas y los discursos de la Iglesia referidos a la continuidad de la identidad nacional a través de los matrimonios y las escuelas, mientras que el capítulo 6 ofrece un replanteo de la manera en que el vínculo entre la Iglesia y la colectividad ha sido visto por la bibliografía, y se ocupa de los motivos del cierre del período trabajado en la década de 1920.

Por último, toda traducción implica cierta traición al original. Dado que la mayoría de las fuentes y la bibliografía empleadas para la elaboración de este libro están originalmente en inglés, y se presentan aquí en una traducción propia, inevitablemente me he enfrentado con algunos desafíos. El término home, por ejemplo, aparece a menudo en las fuentes de los inmigrantes ingleses para referirse a su país de origen. De acuerdo con el contexto, he optado por traducirlo como hogar o más simplemente como casa, en el sentido que habitualmente se da a la frase “estar en casa” o “irse a casa”, puesto que creo transmite en forma adecuada la atmósfera de familiaridad y confianza con que se usa la palabra en la lengua original. He elegido también ocasionalmente preservar la autodefinición que estos inmigrantes hacían de sí mismos como expatriates, expatriados. Este uso se basaba en la traducción literal de la palabra latina como alguien que simplemente está fuera de su patria, lo que connotaba que la ausencia del “hogar” inglés era pasajera y no permanente, por lo cual no era correcto hablar de “inmigrantes”. El respeto por estos vocablos tiene la virtud, creo, de introducirnos en los marcos mentales de los actores, de recordarnos en qué términos concebían su presencia en América del Sur, aun si obligan a estar alertas ante el riesgo de dar por sentada una cierta ajenidad a las realidades locales que estaba lejos de existir.

Por otra parte, existen palabras que se prestan a equívocos, como “iglesia”, que puede significar tanto un edificio como una institución, el conjunto del clero o una comunidad de fieles. Más allá de aclaraciones contextuales (a veces resulta interesante preguntarse por el uso que de este término hacen los actores) he optado por hablar de Iglesia, con mayúscula, para referirme a la institución (como en “la Iglesia Anglicana en la Argentina”), dejando iglesia, con minúscula, para hablar de las parroquias locales o de los edificios que las albergan. Además, en inglés a menudo se usa churchman/men para referirse a los fieles de la Iglesia Anglicana en tanto Iglesia oficial, buscando distinguirlos de los fieles de otras iglesias o non-conformists. En estos casos, he decidido dejar hombre/s de la Iglesia, haciendo las aclaraciones necesarias cuando el uso permite otras lecturas. De manera semejante, el término Establishment remite en inglés a la cualidad de oficial de la Iglesia Anglicana de Inglaterra, al marco legal que la ata al Estado, y a menudo se habla de la Iglesia Católica como la established Church de la Argentina. En estos casos he dejado Establishment en el original, y he traducido expresiones semejantes como la Iglesia establecida de la Argentina.

He elegido también traducir el nombre Falklands como Malvinas, de la misma manera en que he traducido Britain como Gran Bretaña, en el sentido de volver los nombres más inmediatamente reconocibles y de no distraer la atención del lector del sentido de la cita. No había en esa época una intencionalidad política en la nominación de las islas, como podría haberla hoy en día. Esta era simplemente la forma en que eran conocidas por los actores.

Finalmente, unas breves palabras acerca de las versiones de los versículos bíblicos que encabezan los capítulos de este libro. He usado la versión del rey Jacobo (King James version) para las citas en inglés, puesto que era la versión oficial que leían los anglicanos de ese período. Las traducciones en castellano (a excepción del capítulo 1, donde he empleado la que la SAMS hacía para sus publicaciones) son las de la versión Reina-Valera, porque esta era la leída por los protestantes de habla castellana.

CAPÍTULO 1
MISIONEROS Y EXPATRIADOS

Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura.

Marcos 16,15 (lema de la South American Missionary Society)

MISIONEROS EN EL LEJANO SUR

La historia de la expansión de la Iglesia Anglicana, una de las creaciones de la Reforma protestante del siglo XVI, fuera de Inglaterra fue en sus inicios paralela a la de la expansión comercial y colonial británica. Los primeros ensayos de una organización anglicana extrainsular ocurrieron en las colonias norteamericanas durante el siglo XVIII. En un intento por retener dentro de la Iglesia oficial a parte de la masa de migrantes, el Parlamento otorgó fondos para el mantenimiento de clérigos anglicanos y se destinó una parte de la tierra de la Corona en cada condado al sostén del culto. La Society for the Propagation of the Gospel (SPG) y los fieles, actuando a través de las asambleas locales, recaudaron el resto.

Lentamente, otras colonias fueron incorporándose a este proceso. La primera diócesis anglicana en el hemisferio sur fue la de Calcuta, en 1814. Se esperaba que el nuevo obispo otorgara sus cuidados religiosos y educativos a los británicos residentes, y que pusiera bajo su control a los misioneros que ya por entonces operaban en la zona y que a menudo entraban en conflicto con las autoridades coloniales. Como regla general, hacia fines del siglo XVIII y principios del XIX, la preocupación oficial por la provisión de servicios religiosos solía ser baja cuando el control político era fuerte y la población y los recursos, bajos. Pero a mayor población, y a mayor nivel de conflictividad, se esperaba que la instalación de la Iglesia oficial, con el mismo estatus privilegiado que poseía en Inglaterra, resultara un apoyo para el sistema colonial (Porter, 2001).

El fin de las guerras napoleónicas, en 1815, aportó un nuevo clima a la política y a la economía británicas. La primera potencia industrial del mundo extendió a lo largo del siglo XIX su poderío en diversas zonas del globo. Otros países europeos siguieron por este camino, en lo que en las últimas décadas del siglo XIX se transformó en una carrera imperialista. Una de las caras de este proceso consistió en la globalización del protestantismo, que tuvo en el XIX su gran siglo misionero. África, la India, China y también América Latina se convirtieron en los destinos soñados de una multitud de predicadores militantes y aventureros, decididos a hacer oír su verdad religiosa a aquellos pueblos que hasta entonces habían estado “privados” de ella y que ahora habían sido puestos a su alcance “por la gracia divina”. En esta empresa, parte esencial de la “carga del hombre blanco”, civilización y religión se vieron inextricablemente ligadas en la mente de casi todos los involucrados.

Sin embargo, entre la expansión religiosa a través de misioneros y el Imperio británico como poder político no hubo una conexión directa. De hecho, la Iglesia Anglicana no se dedicó institucionalmente al esfuerzo misionero hacia los “infieles” hasta las décadas de 1820-1830. La exploración de nuevos territorios y el establecimiento de nuevas congregaciones entre los pueblos colonizados solía correr por cuenta de sociedades misioneras creadas y mantenidas por particulares, en las que se asociaban laicos y eclesiásticos, apoyados en una variedad de Iglesias de corte evangélico.1 Cuando a ellas se sumaron sociedades anglicanas, estas a menudo se alinearon con el partido evangélico dentro de la Iglesia (Low Church), por lo que no necesariamente respondieron con gusto al mandato de los obispos. De hecho, a menudo las sociedades, anglicanas o no, creaban una estructura paralela a la de la Iglesia oficial, y tendían a responder solo a la autoridad de sus centrales metropolitanas, desafiando la organización en diócesis y la jerarquía de los obispos, que eran nominados por el gobierno y solían responder a la tendencia de la High Church.2 Estas tensiones se extendieron al incluir las demandas de los conversos, en su doble rol de cristianos iguales y súbditos conquistados, quienes reclamaron desde obispos locales e iglesias propias a igualdad de acceso a posiciones de liderazgo eclesiástico dentro de las iglesias a las que asistían los conquistadores europeos (Jacob, 1997).

Por regla general, las sociedades hacían profesión de no involucrarse con la política, el gobierno colonial o los intereses comerciales, ya que su ambición consistía en la creación de parroquias con un pastorado y una feligresía locales, y fondos independientes de la Iglesia de Inglaterra, aunque nada de esto resultaba tan fácil de lograr en la práctica cotidiana.3 Los misioneros a menudo se encontraban en la necesidad de comerciar para sobrevivir y precisaban cultivar sus relaciones con los gobernadores, que eran quienes licenciaban a los clérigos en ausencia de los obispos.

Por lo tanto, la Iglesia Anglicana, en tanto que Iglesia oficial del país con mayor desarrollo colonial, se expandió junto con el Imperio por medio de una lógica compleja, que involucraba los intereses estatales, eclesiásticos y privados, siendo estos últimos tanto industriales como comerciales y religiosos. En este avance pueden distinguirse dos tipos de áreas, definidos tanto por el estatus religioso que se les acordaba como por la consiguiente estrategia de expansión que se solía emplear. En zonas que eran consideradas aún no cristianizadas de África, la India o China, se utilizaban las misiones directas y la prédica en el idioma local. En las zonas urbanas que ya se consideraban cristianas o donde por lo menos había acceso fácil a la enseñanza religiosa, al igual que entre los marineros y los barrios bajos de Londres, se recurría fundamentalmente al reparto de Biblias y a las escuelas dominicales, como forma de promover una mayor conciencia y preparar el camino a la conversión personal. En este tipo de menesteres descollaban las sociedades bíblicas, como la British and Foreign Bible Society (BFBS, fundada en 1804) y las educativas, como la British and Foreign School Society (nacida en 1808 como Society for Promoting the Royal British or Lancasterian System for the Education of the Poor).

Cuando los misioneros anglicanos comenzaron a interesarse por América Latina, adoptaron en primera instancia esta última estrategia como un paso previo a la prédica en el idioma local, que en un primer momento no fue considerada factible por las condiciones políticas imperantes.4 Los repartidores o “colportores” comenzaron a recorrer la región en las primeras décadas del siglo XIX, a medida que se propagaban las revoluciones independentistas, y que los puertos y caminos se abrían a los ciudadanos británicos.

La Sociedad Bíblica Británica y Extranjera y la Sociedad de Escuelas Británicas y Extranjeras enviaron en 1818 a Buenos Aires a James Thomson, quien celebró el primer culto protestante de que se tenga noticia en el Río de la Plata, el 19 de noviembre de 1820. Este pastor bautista escocés recorrió Latinoamérica repartiendo Biblias, organizando escuelas según el sistema lancasteriano y formando maestros (Thomson, 1827).5 Su viaje fue considerado un éxito y la sociedad envió nuevos colportores a proseguir con su tarea, el más notable de los cuales fue el influyente misionero anglicano Allen F. Gardiner, quien llegó a Buenos Aires en 1838.6

Fue justamente Allen Gardiner quien finalmente insatisfecho con esta aproximación, que juzgaba insuficiente, intentaría introducir en América del Sur la otra estrategia misionera, la de la prédica directa hacia los “paganos”. Luego de varios intentos fallidos en el Chaco, la Patagonia, Bolivia y Chile, tomó la decisión de organizar una misión dedicada a evangelizar a los indígenas de Tierra del Fuego. Tres grupos indígenas habitaban la isla: los yámana o yaganes estaban en la zona sur, sobre los estrechos; los aush, o alakaluf, se encontraban en el este, y los selk’nam u onas en el centro y norte.

El capitán Allen Gardiner, fundador de la Patagonian Missionary Society (Marsh y Stirling, 1878).

Gardiner no era el primero en intentar un acercamiento a los indígenas de la región. En 1826 el Beagle, capitaneado por el capitán Robert Fitz Roy, visitó Tierra del Fuego y se llevó a cuatro indígenas yámana, bautizados como Boat Memory, Jemmy Button, York Minster y Fuegia Basket, de regreso a Inglaterra. El primero murió de viruela, pero los otros tres fueron enviados a la escuela y presentados ante Guillermo IV en el palacio de St. James. Aproximadamente un año después el Beagle volvió a zarpar, llevando a Fitz Roy, Charles Darwin y los tres indígenas, junto con un catequista enviado por la CMS, Richard Matthews. Depositados en Wulaia, isla Navarino, Matthews tuvo que ser rescatado muy pronto de las agresiones de los yámana, que codiciaban sus posesiones y provisiones. Este fue el fin del primer intento de instalar una misión en la zona.7

En 1844 Gardiner fundó la Patagonian Missionary Society (PMS), desde 1864 rebautizada como South American Missionary Society (SAMS). Actuando en nombre de esta sociedad, desembarcó en 1850 con otros seis hombres en Banner Cove, isla Picton. Los indígenas les fueron hostiles, y después de varios meses huyendo de ellos, Gardiner y sus acompañantes murieron de inanición en diciembre de 1851, en las cuevas de bahía Aguirre, en la costa sudeste de Tierra del Fuego.

El reverendo George Pakenham Despard, pastor de Lenton, Nottinghamshire, secretario honorario de la PMS, decidió continuar con el acercamiento misionero empleando otros métodos. La PMS obtuvo la tenencia de la isla Keppel, en la zona norte del archipiélago de las Malvinas, compró un barco y estableció allí un asentamiento permanente, con el fin de acercarse a los indígenas de manera gradual y ganarse su confianza. En 1856 Despard y toda su familia (que incluía a su hijo adoptivo Thomas Bridges, de trece años) fueron a establecerse a la isla Keppel junto con un reducido grupo de voluntarios. En octubre de 1859, cuando suponían haber entablado relaciones amistosas con los yámana, algunos de ellos partieron hacia Tierra del Fuego en el barco de la PMS, el Allen Gardiner. Pasados varios meses, la embarcación fue encontrada en la bahía de Wulaia, totalmente desmantelada, junto al único sobreviviente de la partida, el cocinero de la nave. Los demás habían sido muertos por los indígenas, liderados por Jemmy Button, durante un servicio religioso en tierra. Luego de esta tragedia, Despard decidió abandonar el intento de establecer una misión en Tierra del Fuego, y volvió a Inglaterra.

La PMS, sin embargo, envió en 1862 un nuevo superintendente de misión a la isla Keppel: el reverendo Waite Hockin Stirling, secretario honorario de la sociedad durante la estadía de Despard en el sur. El nuevo misionero provenía de una familia acomodada de la gentry terrateniente escocesa, una rama del tradicional clan Stirling que recibió una baronetcy con la Restauración en 1666 (su hermano mayor, Charles, era el tercer baronet de Strowan y séptimo baronet de Ardoch), y había nacido en Dartmouth, en el sudoeste de Inglaterra. Luego de recibir una educación clásica en Oxford, había sido ordenado en Nottingham, donde entró en contacto con algunas de las familias fundadoras de la PMS: los Marsh y los Macdonald, quienes luego lo recomendaron para el puesto (Macdonald, 1929).

El reverendo Waite Stirling fotografiado en 1865 junto con los cuatro indígenas yámana que llevó a Inglaterra: de pie, Uroopa y “Threeboys”; sentado a la izquierda Sesoienges, y a la derecha Mamastugadagenges o “Jack”, conocido como el hijo adoptivo del futuro obispo. Las ropas de los conversos en esta fotografía enfatizan el efecto civilizatorio y el éxito de la misión fueguina frente al público (Macdonald, 1929).

En su tarea contó con la asistencia de Thomas Bridges, quien a los dieciocho años había decidido permanecer en la isla cuando su familia volvió a Europa. Con seis años de permanencia en la zona, había llegado a hablar el yámana con cierta fluidez y comenzado a compilar un diccionario de esta lengua, tarea que le llevaría buena parte de su vida. Durante los años siguientes, los contactos con los indígenas se hicieron frecuentes. Varios yámana pasaron temporadas en la isla Keppel, e incluso en Inglaterra, mientras que los misioneros pudieron explorar a fondo el canal Beagle y las zonas adyacentes, con vistas a iniciar un asentamiento permanente. Se acordó que debía ser un puerto natural ubicado en el corazón de la tierra de los yámana, y contar con un amplio terreno cultivable en el que pudiesen establecerse cierto número de pequeñas granjas. La elección recayó sobre Ushuaia y el 14 de enero de 1869 Stirling se instaló allí en una pequeña cabaña. Vivió solo entre los indígenas durante seis meses, con visitas periódicas del Allen Gardiner. Ese mismo año, la Iglesia Anglicana decidió otorgar su reconocimiento a la misión fueguina convirtiendo a Waite H. Stirling en el primer obispo anglicano para la diócesis de las islas Malvinas, transformando la pequeña iglesia de las islas en catedral y dándole jurisdicción sobre toda América del Sur, a excepción de la Guayana británica (hoy Guyana).

A partir de ese momento Thomas Bridges asumió el rol de nuevo superintendente de la misión en Ushuaia. La SAMS lo había enviado a Inglaterra en 1868, para que fuera ordenado por el obispo de Londres. Durante su estancia, conoció y contrajo matrimonio con Mary Varder.8 La pareja volvió a la isla Keppel en octubre de 1869, y Bridges se dedicó entonces a organizar la misión de Ushuaia, en donde ya se había asentado un cierto número de indígenas. De la precaria cabaña de Stirling, se pasó a un pequeño poblado, al cual se mudaron inicialmente tres familias de misioneros (los Bridges, los Lewis y los Lawrence), que quedaron allí instalados en 1871.

A lo largo de los años siguientes, el asentamiento siguió sumando pobladores a medida que los yámana se establecían en torno a la misión y que algunos voluntarios más llegaban desde Inglaterra. Thomas Bridges siguió al frente de la misión durante quince años, supervisando la prédica religiosa en la lengua yámana, la instrucción dada a los indígenas “en el conocimiento, y las artes y los buenos modales de la vida civilizada” (Bridges, 1948) y el trabajo de construcción de la aldea; actuando también como juez ante las disputas que surgían entre los habitantes, y entre estos y otros grupos de indígenas nómades con los que solían entrar en contacto. Lentamente el puerto se hizo conocido por los marinos de distintas nacionalidades que atravesaban el canal Beagle camino al océano Pacífico, e incluso llegaron hasta él expediciones científicas, como la italiana de 1882 o la francesa de 1883.

La SAMS se enorgullecía enormemente de este éxito, y sus publicaciones solían citar las cartas del Almirantazgo británico, que llevaban hacia 1880 notas que decían: “Se ha efectuado un gran cambio en el carácter general de los nativos, y los nativos yaganes desde el cabo San Diego al cabo de Hornos, y desde allí hasta la península Brecknock, son de confianza”. La otra cita repetida con frecuencia para congratularse de la hazaña del establecimiento exitoso de una misión en una zona tan inhóspita era la de Charles Darwin, quien el 30 de enero de 1870 decía en una carta dirigida a la SAMS: “El éxito de la misión de Tierra del Fuego es maravilloso, y me encanta, porque siempre profeticé el fracaso más absoluto. Es un gran éxito. Me sentiré orgulloso si vuestro Comité piensa que es adecuado elegirme como miembro honorario de vuestra Sociedad”, y el 20 de marzo de 1881 agregaba: “Ciertamente hubiera predicho que ni siquiera todos los misioneros del mundo podrían hacer lo que se ha hecho” (Darwin era un amigo cercano del almirante B.J. Sulivan, miembro del Comité de la SAMS, y comenzó a donar dinero a la Sociedad en 1867) (Macdonald, 1929: 68-71; Every, 1929: 87).

La idea de civilización de estos misioneros consistía en primer lugar en el sedentarismo, por lo que proveyeron a los indígenas interesados en participar de herramientas, semillas y papas, y les enseñaron a plantar huertas. El abandono del nomadismo tenía, para Bridges, ventajas morales evidentes:

El vivir en un lugar establecido, entre un número fijo de personas, dedicándose en forma regular a algún tipo de empleo, donde cada uno está interesado en la seguridad de todos, estas circunstancias producen independencia de espíritu, honestidad y amplitud de simpatías. (Mission Life, vol. VIII, nueva serie, 1877, p. 110)

Esta no era una empresa fácil, porque para que los indígenas permanecieran en la estación era necesario alimentarlos al menos parcialmente, y su introducción en la “civilización” requería tierra arable, edificaciones para vivienda y acopio, una escuela y una iglesia. Pero “esta asistencia debe ser, por lo menos en parte, ganada, y de ahí la necesidad de emplearlos; y este empleo de los nativos lleva mucho tiempo, y deja poco espacio para el trabajo realmente más importante, como continuar en la adquisición del idioma nativo (yagán), la visita a los nativos en su hogar, su instrucción general y particular, la traducción de la Palabra de Dios, etc., etc. […] Los indios pronto se cansan del trabajo diario regular, y he encontrado que es necesario trabajar con ellos, y no solamente supervisar. Cuando trabajo con ellos sé que hacen tanto como yo. De hecho, cada tanto encuentro necesario hacer recriminaciones tan severas y generales por holgazanear en el trabajo, llegar tarde a trabajar, y por las largas y frecuentes ausencias del trabajo, que los dejo muy resentidos por el momento; pero el efecto siempre ha sido bueno por un tiempo, y luego hace falta un repetición” (Mission Life, vol. VIII, nueva serie, 1877, p. 111).

Debe destacarse que, aunque la tarea nominal de la misión consistía en difundir el Evangelio para salvar las almas de los indígenas, la metodología elegida tendía a privilegiar el volverlos conscientes de las ventajas de la civilización occidental: ante todo, se les ofrecía alimento y herramientas a cambio de trabajo. Este último era visto como un aprendizaje, no solo porque se enseñaba a los indígenas técnicas nuevas (como la agricultura o el uso de implementos varios) sino porque, como puede verse en la carta de Bridges, de ese modo se los introducía en la noción de una vida regular en la que el esfuerzo tenía consecuencias en el largo plazo. Esto era así, particularmente, cuando el trabajo en el que se empleaba a los indígenas tendía a proveer a la colonia de cierta infraestructura vital (como una herrería, un camino o un salón de clases) que luego era a su vez aprovechada para mejorar sus medios de vida. Pero además el trabajo tenía una dimensión moralizadora, como lo planteaba muy tempranamente Stirling en una sus cartas escritas durante su estancia solitaria en Ushuaia:

 

Lo que esta gente necesita es empleo […] Su situación actual provee pocas oportunidades para el ejercicio de las virtudes cristianas. Una raza condenada al ocio debe perecer. (Madonald, 1929: 98)

 

La lejanía de los mercados encarecía los productos y los navíos de aprovisionamiento eran muy espaciados, por lo que los misioneros dependían ante todo de su propia capacidad para hacerse sus muebles, vestimenta, herramientas, edificaciones e incluso embarcaciones, y para cultivar, cazar y criar una parte importante de su alimento. Por ello, buena parte del personal de la misión consistió siempre en personas capacitadas manualmente: carpinteros, herreros y otros hombres hábiles con las herramientas eran muy bienvenidos. De manera que la falta de mano de obra volvía al adiestramiento de los indígenas en el trabajo regular una necesidad para la supervivencia de los propios misioneros.

Con el tiempo, sin embargo, se les enseñó a los indígenas a producir con vistas al comercio con los barcos que circulaban por el canal Beagle y se detenían en Ushuaia para aprovisionarse de alimentos frescos. De hecho, cuando en 1886 Thomas Bridges comenzó a reunir el ganado necesario para dotar su estancia, adquirió en primer lugar varias cabezas a los indígenas de la misión, quienes se dedicaban a la cría para su propio consumo y para el aprovisionamiento de los marinos.

Los misioneros proveían, además, de una educación básica en inglés a los hijos de los yámana de la aldea, a los que daban clase junto a sus propios hijos, nacidos en Tierra del Fuego. Sus esposas se dedicaban también a formar a las mujeres indígenas en las tareas consideradas netamente femeninas, como la cocina y la costura. Finalmente, por supuesto, estaba la prédica religiosa en la lengua local, ejercida desde el púlpito de la pequeña iglesia improvisada en la casa prefabricada que originalmente usara Stirling y a través de las clases dadas a los niños, en la tradición de la escuela dominical. Sin embargo, no se exigía la conversión de los indígenas para darles trabajo, ni eran obligados a participar de los servicios religiosos; antes bien, se esperaba que la prosperidad de la aldea y la ejemplaridad de la vida familiar de los misioneros surtieran el efecto de interesarlos y luego convencerlos de las bondades de la nueva religión.9 Por otra parte, la incomprensión de muchas de las normas sociales de los yámana se hace patente, por ejemplo, en descripciones horrorizadas sobre las formas en que se llevaban a cabo los intercambios (incluidos los matrimonios):

 

No se las puede llamar transacciones, no hay arreglos, no hay acuerdos entre las diversas partes. Esta horrible laxitud prevalece a través de todo. No hay disciplina, no hay orden, no hay acuerdos ni arreglos; azar, confusión, despreocupación, estas son las costumbres de la vida de Tierra del Fuego. La ausencia general de confianza, fidelidad y amor es evidente en todas partes. (Mission Life, vol. VIII, nueva serie, 1877, p. 114)