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Jesús Roche (Barcelona 1958) es dramaturgo, director de teatro y actor, principalmente, para la compañía Teatre Arca. Ha escrito, en los últimos treinta y cinco años, numerosas obras que se han representado en todas las comunidades autónomas y diversos países, en más de 4.500 de representaciones.

Ha editado La guerra dels fràgils (Fundación Autor SGAE - Col·lecció Teatre-Entreacte), el libro de relatos Balcones (Ediciones Oblicuas) y la versión para cómic Asesinos anónimos (Editorial Planeta).

Algunas mafias ucranianas operan con impunidad en Barcelona. Todo va bien hasta que un día dos individuos son víctimas de un fortuito accidente de tráfico y ya nada es lo que parecía.

Esos dos personajes son detenidos y una vez en la cárcel logran escapar. Todo el mundo va detrás de ellos: la policía y los mafiosos. Tienen en su poder un misterioso libro de contabilidad que puede desvelar el secreto del modus operandi de las organizaciones criminales en cuestión y de las implicaciones de ciertos cargos policiales.

Sin embargo, existe un detalle con el que nadie contaba: los dos prófugos son amnésicos y no recuerdan quiénes son ni dónde demonios se encuentra el susodicho libro.

Dar con ellos y recuperar su memoria es la clave.

PERSECUCIÓN A CIEGAS

 

 

 

 

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Primera edición: noviembre de 2013

 

© de la presente edición: Editorial Alrevés, 2013

Diseño e ilustración de portada: Mauro Bianco

info@alreveseditorial.com

Producción del ebook: booqlab

Código IBIC: FF

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

PERSECUCIÓN A CIEGAS

JESÚS ROCHE

 

 

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Хто шукає небезпеки, у ній і згине
(Quien busca el peligro, en él fallecerá)

PROVERBIO DE UCRANIA

1

La celda posee todo lo imprescindible para considerarse una celda. Tres paredes de piedra vista con sus pintadas pertinentes, una ventana con barrotes, un retrete con su tapa y su cisterna junto a un lavamanos sin espejo.

Dos catres a cada lado y la omnipresente verja que cierra todo ese continente.

Y como ejemplo de su utilidad incluye a dos hombres sentados sobre sus colchones mirándose cara a cara.

El que está sentado a la derecha es alto, fornido y algo desfondado, su gran humanidad impresiona, y si añadimos el traje arrugado y la barba de varios días, le daría desconfianza y cierto temor incluso a sí mismo, si pudiera verse en un espejo.

El otro, más bien bajo, viste ropa informal pero de marca y su reloj ostentoso desentona enormemente con el habitáculo que lo rodea, pero su desenvoltura innata para llevar ese reloj hace que sea lo más natural del mundo que ese, y no otro, sea el reloj que debe lucir en su muñeca. Cincuentón también, pero más en forma que el primero, mantiene una media sonrisa perenne que gustaría de verse en un espejo.

El alto, rascándose la barba, le comenta en voz pausada y grave:

—Es un problema no saber quién es uno. Al menos le daría algo de sentido al por qué estamos aquí.

—Sí. ¿Tú crees que nos han puesto juntos por esa razón? ¿Para ayudarnos a recordar quiénes somos?

—Tal vez; a lo mejor descubrimos que somos amigos y que hemos hecho algo conjuntamente, pero por el lugar en que estamos, algo bueno seguro que no.

Un nerviosismo silencioso se apodera de ambos y al unísono se encienden cada uno un cigarrillo, aspiran el humo y lo exhalan a la cara del otro.

—No me gusta que me tires el humo a la cara —dice el alto.

Mirando el reloj de una forma rutinaria, observa al hombre-muro.

—Es curioso, a mí tampoco. Tómalo por el lado bueno. Ya sabemos algo, no nos gusta que nos echen humo a la cara.

Ajeno a su optimismo, el bregado de mala cara lo mira con calma y, sacándose el cigarrillo de la boca, le vuelve a soltar una bocanada de humo en el rostro.

—Puedo ser un asesino y estar aquí por haber descuartizado a alguien con mis propias manos, no creo que sea buena idea que me digas qué debo hacer y qué no. ¿No crees?

—Si te digo la verdad, no me preocupa. Tal vez yo estoy loco y soy impredecible. De pronto me puedo transformar y ser incapaz de controlar mis reacciones, quién sabe... incluso puedo matarte.

Con su seguridad habitual, el trajeado le vuelve a lanzar el humo y lo mira fijamente sin ninguna preocupación.

Al cabo de unos instantes repite la operación y vuelve a esperar.

El ahumado, repentinamente nervioso, mira el reloj, mitad ofendido y mitad preocupado por la reacción de su compañero de celda. Mira sus manos como esperando algo, algún tipo de respuesta luego, en una autorevisión, se toca las sienes y la vena carótida sopesando su flujo y volumen.

Desconcertado, mira a su provocador como pidiéndole disculpas.

—Olvídate… —El alto se concentra en su cigarrillo—. No estás loco, relojero. ¿Acaso te gustaría estarlo?

Excitado, ahora, con la voz entrecortada y el sempiterno tic de mirar el reloj, se dirige al psicólogo aficionado que tiene delante. Su balbuceo es difícilmente entendible. Las venas de su cuello están infladas a punto de estallar.

—¿Yo no estoy loco? ¡Mejor para mí! ¡Pero tú no eres un descuartizador! ¡Tú, como mucho, eres un fracasado! ¿Sabes qué habrás hecho? ¿Lo sabes?... ¡Habrás robado a una anciana o le habrás metido mano a un niño!

Una nueva ráfaga de tabaco le envuelve la cara y, con el sofoco y la hiperventilación de sus palabras, se traga buena parte del regalo tóxico de su imperturbable partenaire. Una tos profunda lo convulsiona haciéndole caer de rodillas mientras su cara, totalmente morada por el esfuerzo y la rabia contenida, mira con ojos desorbitados al impasible fumigador.

Este se levanta pausadamente y los ojos de su trastornada víctima lo observan como si un submarino estuviera emergiendo ante él y no tuviera fin. Entonces la enorme zarpa del cetáceo humano se aferra a su cuello y, como argolla de carne, se cierra implacable.

Enajenado, zarandeado a un palmo del suelo, fuera de sí, el reloj se convierte en un arma que una y otra vez abre las cejas, los labios y la frente del cíclope, que ahora, roja por la sangre, está a juego con su presa.

Los gritos ahogados de ambos se unen en una sinfonía de dolor interrumpida bruscamente por el sonido sordo y contundente de unas porras macizas. Unos golpes precisos y sobrios hacen caer al suelo a ambos, inconscientes.

2

La celda ha variado a un color blanco de azulejos y techos altos. La única similitud con la anterior está en los barrotes de los amplios ventanales a sus espaldas y en que los catres ahora son dos camas hospitalarias.

Los dos hombres, uno junto al otro, están atados con gruesas correas a la cama, y se espían de reojo.

El mastodonte tiene la cara cosida por todas partes como si fuera el calcetín usado de un cómico de la legua. El loco lleva un collarín en el cuello para sujetarle la cabeza al tronco y un aparatoso vendaje en ella, fruto del remiendo realizado por el porrazo recibido.

Está claro que, a igual porrazo, las dos cabezas, superficialmente, han resistido de diferente manera. En el interior de estas, una mezcla de imágenes, vahídos y vapores; fruto de esos porrazos y de la química en pastillas suministrada, están los dos en igualdad de condiciones. O sea, sin condiciones.

El habla, en ambos, está en reparación.

Uno por los cortes en los labios realizados por el reloj, el otro porque la laringe, oprimida y zarandeada y los gritos desesperados, está hecha una piltrafa como instrumento.

La puerta de hierro con mirilla exterior se abre de pronto con un ruido nada discreto y aparecen tres médicos, dos enfermeras y tres hombres, que, en medialuna, se detienen frente a ellos.

Los miran, unos con compasión y los otros entre repugnancia y mala leche.

Los dos yacentes, como conectados, se miran de reojo a la vez, con la imposibilidad de reflejar ningún sentimiento. Ambos saben, con esa pequeña neurona aún activa, que la cosa se complica.

La primera en hablar es la doctora, que, imbuida en el portafolios rígido con pinza de los informes, ni mira a los pacientes.

—Las lesiones que se han infligido entre ellos no presentan complicaciones. Respecto a los golpes en la cabeza realizados por sus funcionarios ya es más difícil de diagnosticar.

Los dos médicos que la acompañan se dedican ahora con la ayuda de las enfermeras a una revisión superficial de ambos bajo la atenta mirada de los tres hombres enojados.

La doctora continúa:

—A pesar de que sus ojos reaccionan a los estímulos, desconocemos su grado de consciencia, pudiéndose revertir en un coma propio de los traumas craneoencefálicos.

El más mayor de los tres, fiel a su imagen agria, comenta:

—Teniente Ramos, no sé cómo acabará esto, pero de entrada quiero que empuren a esos dos bestias que los han reducido de esta manera. Hágaselo saber a Servicios Penitenciarios.

—Sí, inspector jefe. Pero tenga en cuenta que ya estaban, digámoslo así, averiados, antes de que ellos actuaran. Si se acuerda, fue bajo nuestra responsabilidad que los pusieron juntos para saber si así podíamos sacar alguna información del caso.

Sin alzar la voz pero con el tono de expediente disciplinario:

—¡Ramos! Le aconsejo que se calle y que haga lo que se le ordena.

—Sí, señor.

—Es suficientemente importante lo que tenemos entre manos como para correr los riesgos que sean necesarios. En uno de estos dos está la clave. Y pienso sacarla. —Y dirigiéndose a la doctora y menospreciando con sus gestos y su semblante a los dos postrados—: Me tendrá informado constantemente de la evolución de estos dos.

La doctora, que ha levantado la vista de los informes, mira con detenimiento a sus pacientes y a sus compañeros, que con gestos le indican que no hay novedades. Se acerca al alto y delicadamente lo cubre con la sábana. Con un retintín controlado, se gira al inspector jefe haciendo hincapié en cada palabra.

—A este lo llamamos Equis a falta de que ustedes averigüen quién es. Al otro lo llamamos Zeta, también a la espera de sus logros. —El gigante mira a su compañero de heridas como satisfecho por su bautizo, a lo que el otro, con un parpadeo convulso, no deja claro si le gusta o si está sorprendido por un nombre que le recuerda al Zorro—. En cualquier caso, tanto Equis como Zeta estarían más colaboradores si hubieran sido tratados más… ¿profesionalmente?

El inspector jefe absorbe aire dispuesto a lanzar un grito de esos que hacen temblar las lámparas y caer los goteros de las perchas. Ramos lo sujeta del brazo mirando a la doctora con piedad y solidaridad. Colocándose delante de su superior mira fijamente a la facultativa con la intención de que, por su propio bien, entienda la doble intención de sus palabras.

—Doctora. Ocúpese de sus asuntos y no nos haga investigar su profesionalidad. ¿Está claro? Como le ha dicho el inspector jefe, en cuanto tenga novedades de Equis y Zeta nos lo comunica.

El inspector gira sobre sus talones y, de espaldas, hace señas para que lo sigan; el hombre silencioso que los acompaña y el propio teniente Ramos lo siguen. Antes de salir, Ramos saluda afable con la mano a la doctora y cierra la puerta.

La médico comparte ahora una sonrisa congelada con sus colaboradores, que, negando con la cabeza, desaparecen por la puerta blindada. Ella mira en silencio a Equis y Zeta, mientras estos la observan fijamente.

—Bueno, ¿no me vais a decir nada?

Sus ojos se dilatan extrañados y Zeta, con la mano apoyada en la cama, levanta el dedo con extrema dificultad.

—Vaya —sonríe—, no hay encefalograma plano… ¿Sí?

Zeta abre la boca como un bacalao ahogándose, pero tan solo le sale algo parecido a un tímido eructo. Cargándose de nuevo de valor cierra los ojos y por fin expulsa una palabra.

—Reloj.

Equis, como impelido por un resorte, mira a Zeta, mitad con odio mitad atemorizado, mientras niega con la cabeza vehementemente.

—¿Tu reloj? Lo tienes en el cajón de la mesita con tus pocos objetos personales que llevabas en los bolsillos. Tal vez cuando te recuperes deberías lavarlo un poco.

Equis, a pesar de su postración, se convulsiona como un poseso.

—Equis, deberías tranquilizarte o varios de tus trescientos puntos se podrían abrir.

»Bien. Sé que oís perfectamente y que, salvo la conmoción lógica por los golpes que os han dado, razonáis, al menos como antes del suceso, que no sé cuándo fue eso.

»Voy a ser clara. Os dejaré recuperaros. Ignoro qué habéis hecho y qué quieren de vosotros. Prefiero no saberlo, porque si lo supiera, tal vez llamaría a esa úlcera sangrante con patas de inspector. Mientras tanto os soltaré las correas, pero si hay el más mínimo incidente, pelea o problema con el personal médico, os garantizo que esa puerta se abrirá y entrarán o estos que se han ido o vuestros amigos de las porras. ¿Entendido?

Acordes, afirman disciplinados con la cabeza. Equis esboza una sonrisa dolorosa que le obliga a exhalar un gemido sordo provocado por el zurcido de sus labios de Frankenstein.

Con suavidad, ella suelta las correas y mira maternalmente a ambos antes de cerrar la puerta tras de sí.

El silencio se apodera de la habitación. Zeta aún tiene el dedo levantado como si se hubiera momificado y Equis se lo mira obsesivamente mientras un hilillo de sangre le sale de uno de los puntos de la boca.

Con un gran esfuerzo, esputa dolorosamente palabras.

—¡Baja ese futo dedo, majara del feloj!

Zeta, con un tembleque nervioso, silba agudamente vocales sin sentido, como quien busca una combinación desconocida. Al fin, con un esfuerzo infrahumano y un montón de suerte, articula:

—¡Quebrantahuesos, matarife!

Equis y Zeta consiguen levantar sus respectivas cabezas un dedo de sus almohadas e incluso, fruto de la excitación, logran un leve escorzo. Tras semejante dispendio corporal, caen inconscientes.

El día, para ellos, ha acabado.

3

Cuando Zeta abre los ojos, ve a Equis agarrado a los barrotes y mirando al exterior. Se ha arrancado el gotero y lleva sus pantalones, aunque conserva la bata hospitalaria. Al girarse descubre a Zeta que lo observa con temor y cómo torpemente acerca su mano al cajón de su mesilla.

Equis, renqueante, se dirige hacia ella y consigue llegar antes que pueda tan siquiera tocar el pomo. Abre la mesilla, saca el reloj y se lo tira al pecho de Zeta sin decir palabra. Seguidamente, de la taquilla saca su camisa y observa que se ha convertido en una camisa roja con algunas manchas blancas pese a que está lavada. Maldice para sí y se pone la bata por dentro de los pantalones, luego se coloca la corbata sobre esta, reconfortado al ver que en el azul marino no se distingue con claridad la sangre. Finalmente se pone la chaqueta y se mira en el reflejo de la ventana sin poder darse el beneplácito por la pinta que tiene.

Cuando acaba todo este lento proceso, mira a Zeta, que, ilusionado, luce su reloj-arma y está limpiando las costras de sangre de la esfera con saliva y la sábana. Está tan feliz que, ingenuamente y sonriente, comenta:

—¿Sabes?, es sumergible, antichoque, y lleva luz incorporada como para poder iluminar en la noche.

Equis lo mira con rencor de estómago. Se da cuenta de pronto que lleva zapatillas y se sienta para colocarse sus zapatos.

—Feta, me foy.

Mirando el reloj:

—¿A las ocho y tres minutos? ¿Adónde? —Se levanta—. ¡Espera, que voy contigo!

Dubitativamente se coloca frente a la puerta esperando a que se la abran. Al ver que no sucede nada mira a Equis extrañado.

La puerta se abre.

Zeta, como si se tratara de magia, se hace a un lado de la puerta, contento, a pesar de la frustración que demuestra su compañero.

La doctora tan solo da dos pasos y se detiene estupefacta. A su lado se coloca el teniente Ramos, que con una sonrisa sarcástica cierra la puerta.

—¡Vaya, doctora! Qué eficacia en el tratamiento… de un día para otro levanta a pacientes en coma. Para no tener ayer respuestas cerebrales ha realizado grandes progresos. ¿No cree?

—No me lo explico, teniente.

—Ya… ¿Podrían sentarse, señor Equis y señor Zeta? —Ambos obedecen—. Veo que quieren marcharse, y miren por dónde, si llegamos a un acuerdo, tal vez eso sea posible. No me miren con esa cara, les estoy hablando en serio.

—Un momento, teniente, a pesar de todo lo que ha pasado, están bajo mi responsabilidad, y además, no descarto que esta súbita recuperación no pueda producir una recaída fulminante.

—Doctora Mir, ya oyó a mi jefe. En este caso, si hace falta, se corren riesgos. —Observa ahora a los aporreados—. Veamos, señores, ni aquí ni en la prisión me sirven de nada, por lo tanto mi trato es el siguiente: los saco de aquí y los llevo a un lugar donde nadie los buscará; a cambio, cuando estén en libertad, entre comillas, colaborarán en el caso en el que estoy metido.

Equis se fija en Zeta, que de nuevo se ha puesto nervioso y mira su reloj. Con calma, mira a la doctora y al teniente.

—Ferdone, ¿qué cafo ef efte?

—Mir, ¿esto es una secuela cerebral?

—No, Ramos, son los puntos de la boca —enérgica—, pero ha de saber que no voy a permitir que se marchen.

—¿Y si le digo que la vida de varias personas está en juego?

—Tampoco.

—¿Y si le digo que la vida de ellos está en juego?

Extrañada, mira a los tres alternativamente.

—Si salen de aquí sin seguimiento también podrían morir.

Los dos reclusos están juntos en la cama hombro con hombro, esperando obedientes la resolución de su futuro.

—Veamos, Mir, no hace falta ser un gran detective para saber que usted es de las comprometidas con su trabajo, como yo con el mío. Tenemos la suficiente empatía para fiarnos el uno del otro, y usted sabe perfectamente que si he tomado esta decisión, es porque es de vital importancia.

»Por lo tanto, yo los saco de aquí, los escondo, los protejo, y usted, si quiere, compartiendo el secreto, puede hacer el seguimiento donde estén.

—Necesitaría medios que usted no me puede dar ni con toda su empatía.

—Si su salud se complica, le doy mi palabra que los ingresamos de nuevo.

—¿Y cómo los piensa sacar? Esto ya sabe que es una celda, hospitalaria, pero celda.

—Déjelo de mi parte. Yo llevo la placa y usted la bata blanca. Juntos somos imparables.

»Primero: ¿Ustedes piensan colaborar y obedecer mis órdenes? —Como niños asustados, asienten perplejos—. Tengo una ambulancia en la puerta y cuatro sanitarios de los míos que vendrán a buscarlos y se los llevarán. Yo abriré camino y daré respuestas. Usted solo nos ha de acompañar con su portafolios y su papel de traslado. Luego, cuando estén a salvo, me pondré en contacto con usted.

—¿Sabe, Ramos? Estoy perdiendo empatía con cada palabra que dice. ¿Piensa que tan solo por su savoir-faire, su simpatía y su placa va a conseguir que lo haga? Me juego el puesto.

—Le traigo una orden. Ahora será mi responsabilidad. Usted cumplirá órdenes.

—¿Y para qué me necesita, entonces?

—Digamos que la salida será más creíble. Además, usted ahora ya sabe qué estoy cocinando…

—¿Y su amable jefe?

—De él me encargo yo, yo le pasaré el parte diario.

Zeta levanta el dedo en silencio y pide permiso a Equis para hablar. Este se lo concede, entregado en la conversación.

—¿Y qué vamos a cocinar?

—Lo sabrán en el momento oportuno, no se preocupen.

El silencio de los tres implicados en la receta catapulta a Ramos a coger el teléfono móvil.

—Adelante, empieza la función, les espero en la puerta de la habitación.

Sonríe a Mir y cuelga.

4

El apartamento es sencillo, con los muebles justos y sin ningún lujo. Una televisión encendida que nadie mira, una cocina americana, dos habitaciones y un aseo completo. Desde la ventana de ese tercer piso solo se puede ver una pared interior blanca. No hay barrotes, razón por la cual a Equis y a Zeta les parece un gran avance en su calidad de suerte.

Equis ya no lleva vendajes, pero sí algunos puntos que no se los han sacado en diferentes heridas de color violeta por el desinfectante. Cuando se mira al espejo, cosa que hace a menudo, lo relaciona con el color de las heridas de las vacas. ¿Será un recuerdo de su pueblo natal?

Para completar la sensación que tiene ante el espejo, como lleva una camisa a cuadros holgada, que acrecienta aún más sus dimensiones, cree que parece un pastor o una especie de vaca-hombre.

Zeta ya no tiene la cabeza vendada y el collarín del cuello se lo pone y se lo quita según su estado de ánimo. Según él, todavía le duele, y es curioso que siempre sea cuando discute con Equis.

Pero en estos diez días que llevan aquí, dicha sea la verdad, es en contadas ocasiones, y siempre por asuntos domésticos. Él lleva un chándal, demasiado largo, lo que remarca aún más su pequeña estatura, y la manga izquierda la lleva arremangada hasta el codo para poder ver su imponente reloj.

Están inquietos porque hoy los visitará Nuria, que es como llaman ahora, después de estos días, a la doctora Mir; la confianza, ya se sabe. De igual manera, Ramos ya es Rafael, aunque con él es más un imperativo por su parte que porque la relación sea fluida. De entrada, todavía no les ha dicho nada de la razón de todo lo que está pasando y sus encuentros siempre son fugaces. Dice que por seguridad es mejor así, dejar pasar el tiempo necesario para que se recuperen, y sobre todo relajarse, por si consiguen, en primer lugar, acordarse de quiénes son.

Están de acuerdo en que es simpático, desde luego, mucho menos que Nuria, claro, pero que no les falte comida y que cada día les vengan a limpiar el apartamento no compensa su silencio.

Equis, que está leyendo un periódico, lo cierra y mira al techo.

—¿Sabes, Zeta? Estoy pensando que… —Zeta se coloca rápidamente el collarín—… que tienen mucho interés en que estemos juntos. No les interesamos por separado, sino juntos. ¿Lo ves así?

Zeta medita y se ase con las manos la cabeza.

—Ya te lo dije, a lo mejor éramos amigos y sabemos algo importante que hicimos o vimos. Y por eso piensan que uno pueda ayudar al otro en salir de esta amnesia.

Equis clava la mirada en Zeta pero sin mirarlo realmente a él, sino como si mirara su propio interior, reacción que acobarda a Zeta y hace que haga intermitencias con la luz del reloj.

—No, Zeta, esa no es la cuestión. Uno de los dos, o los dos, sabe algo que ellos necesitan, debe de ser importante por toda esta operación del hospital. Han visto que bajo presión no han conseguido nada y esperan que de este modo, a pan y cuchillo, y fuera de los barrotes, se lo consigamos decir. —Se levanta y sigue razonando mirando al suelo—. Si hubiéramos simplemente cometido un delito, uno, o los dos, nos hubieran encerrado y punto, al margen de quienes seamos.

—Ya… pero a lo mejor sí que lo hemos hecho.

—A lo mejor, pero les preocupa más lo que sabemos. —Y cayendo en la cuenta de pronto—: O a lo mejor solo uno de los dos lo ha realizado, el crimen, por ejemplo, y necesitan saber cuál de los dos ha sido. —Zeta protesta levemente—. Pero hay otra variante, podría ser yo el criminal y tú trabajar con ellos para sonsacarme eso que sé.

—¡Un momento! ¿Y por qué no al revés? Tú eres el infiltrado y yo, como estoy loco, no recuerdo nada.

Equis, plantado en el centro de la habitación, abre los brazos como un director de orquesta y estos, a modo de aspas de molino, se agitan rítmicamente hasta que los baja de golpe, haciéndolo callar.

—¡No! —Zeta parece encogerse todavía más en el chándal—. La clave está en lo que le dijo Rafael a Nuria el día que nos sacaron del hospital.

»De nosotros depende la vida de otras personas y las nuestras. O sea que al margen de que ya hayamos liquidado a alguien, uno, o los dos, ahora sí que pueden ocurrir más muertes, las nuestras, y eso sí que nos concierne a ambos.

—Yo creo que les preocupa más las muertes que puedan ocurrir a los demás. No soy rencoroso, pero los porrazos que nos dieron no eran para protegernos, precisamente.

—Pero fíjate que ahora nos protegen, nos cuidan…

Equis calla de repente y fija la atención en la puerta del apartamento.

—¡Vienen! Ahora calla y prométeme que antes de decirles ni una sola palabra a ellos, nos lo explicaremos antes entre nosotros.

—Sí, pero yo creo que…

Equis, en una explosión de impaciencia, se le acerca con todo su potencial y lo amenaza con un dedazo que le golpea el ceño.

—Si te vas de la lengua te cogeré del collarín y acabaré el trabajo que no hice.

Zeta, mudo y espantado, le enseña el reloj y se lo acerca repetidas veces, como si fuera un torero con muleta ante un toro.

Nuria y Rafael ya están en la sala de estar, ella está tensa y él todo lo contrario.

Rafael trae refrescos que deposita en una mesita y se sienta en un sofá.

—Creo que ha llegado el momento de que hablemos los cuatro. ¿Os sentáis? —Con diferentes motivaciones, se sientan, pero todos desean escucharlo—. Deduzco que no hay novedades en vuestros recuerdos y hemos de comenzar a actuar, mis largas al inspector jefe han llegado a su final, y mi crédito en esta operación está a punto de acabar. —Y dirigiéndose a Nuria—: ¿Es normal, desde un punto de vista clínico, esta situación?

—Si como suponemos ambos padecen amnesia traumática, propia de un golpe, yo diría que los segundos golpes pueden haber causado catastróficas consecuencias; lo que llamamos doble impacto.

—Nuria, tengo entendido que un segundo golpe a veces hace recuperar los recuerdos.

—Eso lo has visto en las películas, Rafael. Según esa teoría, podemos coger un bate y golpearlos hasta que recuerden. Pero yo te garantizo que lo más seguro es que los perdamos definitivamente.

Zeta, que está sentado junto a ella, le pone una mano en la rodilla, solidario con sus palabras.

—Gracias, Nuria. Si te sirve de algo para tu diagnóstico, yo tengo la sensación de que antes de perder la memoria ya estaba loco o trastocado.