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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Ann Major

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La fantasía de un hombre, n.º 1112 - febrero 2018

Título original: Cowboy Fantasy

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-754-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

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Prólogo

 

 

Sur de Texas. Zona fronteriza.

 

Alas negras sobrevolaban lentamente el cielo azul y despejado. Teo, tirado en el duro suelo, miró los pájaros. Le dolía la cabeza y sentía punzadas en el estómago.

Solo sabía que estaba al norte de la frontera, en Texas. En alguna parte de un enorme rancho denominado El Dorado. Teófilo Pérez tenía diez años y se estaba muriendo.

–¡Mamacita! –gimió, arañando la arena. Entonces recordó que lo había enviado a buscar comida a otra zona del dompe, con Chaco y su grupo. Después, ella y papacito habían escapado.

Teo había estado despierto toda la noche, esperándolos, y Chaco se había reído de él.

–No van a volver. Ocurre todo el tiempo –Chaco había mirado con indiferencia hacia el norte–. Hay muchos huérfanos en el dompe. Abandonados por las familias que consiguen cruzar al otro lado. Mi padre… también.

Chaco tampoco estaba ya. Unas gotas de sudor le quemaron los ojos, como si fueran lágrimas ardientes. Tenía zarzas y espinas clavadas en la espalda. Entre las altas hierbas había serpientes, arañas y también animales salvajes. Si Teo no se levantaba y seguía, moriría.

Y nada habría servido para nada.

Ardía de fiebre y estaba muerto de hambre. Se sentía como una esponja reseca. Los coyotes volvieron a aullar y sintió el sabor acerado de su propio pánico. Tenía que levantarse y alcanzar a Chaco. Avanzar hacia el norte, cruzando los interminables y arenosos pastos salpicados de mezquite. Ir a Houston, con tía Irma.

Chaco le había advertido que se pusiera a cubierto, para que La Migra no lo viera desde sus helicopteros. Teo, demasiado débil para ponerse en pie, siguió tumbado, con los párpados hinchados y quemados por el sol. A través de sus espesas pestañas veía brillantes rombos de luz entre las retorcidas ramas de los robles.

Su última comida había sido el desayuno de hacía dos días: dos huevos cocidos y tres tortillas de maíz duras y arenosas. Cerró los puños e intentó tragar saliva, pero tenía la lengua demasiado hinchada. Oyó el zumbido de las moscas y el gruñido de alguna misteriosa criatura entre los matorrales. Teo tiritó al imaginarse las garras de un puma o los dientes de un coyote.

–Ayúdame, Dios.

Quería volver a casa, no a Cartolandia, como llamaban al barrio de Nuevo Laredo cercano al dompe. Quería volver a Tepóztlan, su pueblo de las montañas; pero allí no había trabajo para papacito, ni futuro para ellos. Nada.

«Nada, nada, mi hijo», había dicho su padre, una semana después de que los bulldozers del gobierno aplastaran su barraca y su jardín, como el de cientos de familias, dejándolos sin hogar. Al día siguiente, papacito se marchó, seguramente a buscar trabajo en el norte.

Teo no recordaba la última vez que había asistido al colegio o se había bañado. Papacito le había prometido una casa en el norte, con cuarto de baño, juguetes y un jardín donde jugar.

Las plumas negras descendieron del cielo y se aposentaron en las ramas de un espinoso matorral. Eran buitres. Teo contempló cómo un enorme pájaro recogía las alas.

Tenía que seguir, pero se mareó al intentar arrodillarse. Un dulce recuerdo invadió su mente: estaba en su hamaca, a la sombra del porche, y su madre y su abuela cantaban una nana. Comenzó a rezar avemarías.

Cuando volvió a abrir los ojos, estaba en el suelo y los buitres volaban en círculo. Entre remolinos de polvo, un alto jinete solitario llegaba a lomos de un enorme caballo negro. El hombre llevaba un sombrero de color arenoso y un extraño y gastado traje de piel vuelta. Estaba tan sucio como Teo, pero la suficiencia con que manejaba el caballo indicaba que era alguien; no un desesperado que intentaba cruzar la frontera.

Su rostro cobrizo era duro y seco, con un bigote dorado, pero tenía los dientes tan blancos como los chicles que Teo vendía a los turistas.

Teo agarró con una mano la bolsa de tortillas que llevaba atada al cinturón y con la otra sujetó la botella que contenía los restos del refresco de Chaco. Tambaleándose, se puso en pie.

–Cuidado, manito –tranquilizó el hombre.

La amabilidad del extraño y su acento suave y cantarín lo aterraron. Teo se preguntó si sería un fantasma o simplemente alguien que quería engañarlo, como cuando los habían dejado a Chaco, a él y a los demás allí, en mitad de la nada, jurándoles que un camión los recogería poco después del control fronterizo.

Todo empezó a dar vueltas y Teo cayó al suelo. El refresco se derramó sobre su camisa. Había desperdiciado la última gota del preciado líquido y Chaco le pegaría. Sollozando, rogó a Dios que perdonara sus pecados. El polvoriento jinete se bajó del caballo y Teo empezó a gritar.

Entonces vio a una chica con el pelo liso, color rojizo dorado, que destellaba al sol. Era un ángel. Su ángel. Teo cerró los ojos y lo inundó una gran paz. Ya no tenía miedo de morir.

–¡Angelita! –susurró. Abrió los ojos. La chica no era un ángel. Era su madre y su voz era tan dulce como cuando le cantaba nanas.

–No tengas miedo. Estás a salvo, pequeño.

Teo usó la poca fuerza que le quedaba para alzar la mano, pero ella desapareció. Solo quedó el misterioso jinete.

Solo el terror y la muerte en una tierra salvaje y desconocida.

Capítulo Uno

 

 

Sur de Texas. Rancho El Dorado.

 

Dicen que una mala mujer puede arruinar al mejor hombre del mundo, igual que un mal hombre puede destruir a una buena mujer.

El rancho El Dorado, en el árido territorio de la frontera del estado más grande de la unión, parecía un lugar inapropiado para el cotilleo. Pero no hay cosa más fascinante que los amores despechados; sobre todo si son los del jefe.

Su padre era una leyenda y North Black había heredado su arrogancia y presencia; tenía un caballo campeón de más de medio millón de dólares, una silla de montar repujada en plata, y era el soltero más cotizado de Texas. Pero, a pesar de eso, el rey de los vaqueros estaba casi acabado.

En El Dorado, conocido en la región como el reino privado de North Black, todos sabían que el rey estaba a punto de derrumbarse. Y no por la terrible sequía que asolaba el rancho, sino porque una fierecilla imposible le había robado el corazón y luego lo había rechazado.

North se estaba matando a trabajar. Se levantaba antes del amanecer y estaba con el ganado hasta mucho después del ocaso. No descansaba. Almorzaba sobre la silla de montar, y si no había problemas de cuatreros o cazadores furtivos, pasaba las tardes encerrado en su despacho haciendo la contabilidad o hablando por teléfono.

Cuando había algún problema con ilegales, ganado perdido, tuberías o vallas rotas, un caballo que domar o una nueva incursión del Bandido Nocturno, North lo resolvía él mismo. Además, tenía que enfrentarse a su abuela que, en cuanto se descuidaba, le robaba a sus mejores vaqueros para que trabajaran en su huerto.

Nadie culpaba a North por matarse a trabajar después de lo que le había hecho la bruja de Melody Woods. Como si fuera un don nadie, lo había dejado plantado ante el altar, Dios, sus trabajadores, su familia y toda la aristocracia ranchera de Texas. Había puesto en ridículo al rey, un hombre conocido por su arrogancia y orgullo.

–Hizo más que herir su orgullo –decía Sissy, su hermana–. Le rompió el corazón –y Sissy sabía bastante de ese tema.

–A su padre nunca le habría ocurrido eso –afirmaba Libby Black, su abuela, siempre que tenía ocasión–. El rancho era lo primero.

–Haces que El Dorado parezca una religión, abuela –replicaba Sissy.

–Lo fue, hasta que decidí dedicarme al jardín.

–No es una religión –negaba Sissy–. Al menos para mí.

–Por eso puse a North al frente.

Lo cierto era que North nunca mencionaba a la imposible señorita Woods. Ni siquiera lo hizo cuando, de rebote, se enamoró de Claire, su hermana. Afortunadamente, Claire y él habían comprendido que les iría mejor como amigos que como amantes, pero las malas lenguas decían que Melody había tenido mucho que ver con esa ruptura.

En cuanto tuvo oportunidad, volvió a ponerlo en ridículo en un barucho de Rockport, Texas. Él nunca habría puesto un pie dentro del sucio bar marinero, Shorty’s, si ella no lo hubiera obligado. Melody se había puesto a bailar y había enloquecido a los rudos y peligrosos pescadores; la situación podría haberse complicado si el rey no la hubiera sacado de allí sobre el hombro, como si fuera un cavernícola y ella su mujer.

Al día siguiente, un par de recién llegados a El Dorado fueron lo suficientemente estúpidos como para apostar sobre cómo la habría castigado aquella noche. Cuando uno de ellos se emborrachó y se atrevió a preguntárselo al rey, Jeff Gentry, su fornido capataz y mejor amigo, y W. T., el vaquero más vago de El Dorado, tuvieron que hacer un gran esfuerzo para contener a North mientras el novato escapaba. North les agradeció que le impidieran estrangularlo pero después, con ese tono que todos, hasta su abuela, temían, había dejado las cosas claras.

–Lo que ocurrió esa noche solo es asunto mío. ¡No volváis a pensar sobre lo que hace Melody Woods en mi cama o fuera de ella, ni a decir su nombre en El Dorado! Por lo que a mí respecta, ha dejado de existir. ¿Entendido?

Nadie había vuelto a mencionarla, al menos cerca de él. Pero el tema era muy atractivo para un montón de vaqueros sin compañía femenina; además, la innombrable era esbelta, sexy y tan llena de sorpresas como un gatito.

Era obvio para todos, por la rigidez de la mandíbula de North, por sus silencios y su incapacidad de sonreír que él no había olvidado esa noche ni tampoco a la jovencita.

No, señor. El rey no había acabado con Melody Woods, ni ella con él. Antes o después volverían a enredarse. Todos se preguntaban que idearía la atractiva jovencita para conseguirlo.

 

 

Los gritos de los hombres, unidos a las coces y bramidos de la vaca que había al fondo del establo, habrían desquiciado a cualquier persona cuerda. Pero North no había recuperado la cordura desde la noche en que Melody Woods bailó para el mundo y se negó a hacerlo para él en privado. Para empeorar las cosas, Dee Dee Woods, la ambiciosa madre de Melody, estaba al teléfono volviéndolo loco con sus exigencias.

–¡He dicho a cenar!

–¿Esta noche? –North alejó el auricular de su oído, preguntándose cómo una mujer tan bonita podía tener una voz tan irritante–. ¿En tu casa? No creo que sea buena…

–Melody está en Austin y Sam y yo te echamos de menos. Por eso, cuando tu contable dijo que venías a la ciudad, decidí llamarte.

–Un segundo, Dee Dee. Tenemos una vaca de parto, Jeff está gritando y… –North apretó el teléfono inalámbrico contra el oído y se encerró en el compartimento donde estaban sus llamas. Cuando se sentía cariñoso o preocupado por ellas las llamaba camellos, y eso ocurría casi todo el tiempo, desde que nació el enclenque Camellito.

–¿Qué decías, Dee Dee? –exclamó North. Dee Dee Woods le caía bien, a pesar de que lo quería como futuro yerno por las razones erróneas.

–Oí que venías a la ciudad. Llamo para invitarte a cenar –chirrió ella. El bramido de la vaca resonó en el establo–. Solo estaremos Sam y yo… ¡Lo prometo!

–De acuerdo.

–A las siete y media.

North se despidió y colgó.

–Chicos –gritó–. Estaba al teléfono. Metéis tanto ruido que no me oía pensar. Acabo de hacer algo muy estúpido.

–¡W.T. la soltó y me ha coceado en el pecho! –gritó Jeff–. ¡Ven aquí, Rey!

North estaba tan enfadado que no se movió. Por culpa de Jeff, había accedido. Empezó a sudar cuando se imaginó cenando en casa de los Woods. Había dicho que sí. No debía preocuparse, tenía una cita con María el sábado y lo de Melody se había terminado. Pero hablar con su madre le había hecho recordar aquella noche.

De pie en el compartimento que ocupaba la pareja de llamas, North se preguntó si debía llamar a Dee Dee y excusarse. Acarició pensativamente a la mamá llama y miró con preocupación al recién nacido. A la madre no le bajaba la leche, y el bebé, un alfeñique esmirriado, todo costillas y cuello, no podía mamar. Sin saber por qué, incluso después de pasar la noche persiguiendo al Bandido Nocturno, North iba al establo a las cuatro de la mañana a calentar biberones para darle de comer. Pero Camellito no ganaba peso.

–Hora de hacer de veterinario –gritó Jeff.

–Hasta luego, Camellito –susurró North con más afecto del que deseaba admitir.

El animal, tímido y asustado le recordaba a… Vio la imagen de una niña tirada en el suelo con la falda levantada, las rodillas ensangrentadas y los ojos azul humo oscuros de miedo. Borró ese recuerdo abruptamente y cruzó el establo con largas zancadas.

Estaban a finales de agosto y la temperatura superaba los cuarenta grados a la sombra. El interior del establo era como una sauna. North tenía la sensación de que el polvo que cubría su su piel se convertía en barro y se deslizaba por su cuerpo. Estaba agotado y tenso, pero se obligó a concentrarse en su trabajo en vez de… en Melody.

Se preguntó por qué diablos lo habría llamado Dee Dee. No quería pensar en Melody, llevaba meses negándose a hacerlo. Ya no la deseaba, ni soñaba con ella. No podía, después de lo que había hecho y de lo que no había querido hacer. Si le quedaba algún resquicio de deseo oculto, lo ahogaría trabajando. Amar a una mujer equivocada había puesto en peligro su orgullo, su corazón, e incluso su familia y su rancho.

Tenía responsabilidades. Cuando se casara, si lo hacía, sería con una mujer madura y sensata que pudiera aportar algo de valor a El Dorado; alguien que cumpliera sus compromisos y llenara su vida de paz, en vez de caos. Quería un matrimonio armonioso con una mujer cálida que supiera demostrarle su amor; alguien como María Langley que, al igual que él, había nacido y crecido en un rancho. North no podía perder el tiempo con una mujer de cuyo amor nunca estaría seguro, que no le daría más que problemas.

Sin poder evitarlo, vio la imagen de una chica alta y delgada, con vaqueros ajustados y una camiseta de tirantes. Melody tenía una preciosa y traviesa sonrisa, y el cabello suave y liso, rubio rojizo. Y olía muy bien. Además, cuando la pequeña exhibicionista no se dedicaba a irritarlo o a seducirlo, lo hacía reír. Nadie más había conseguido hacerle olvidar, al menos un rato, el rancho y las responsabilidades que había tenido que asumir cuando aún era demasiado joven.

Era encantadora y lo malo era que lo sabía. Disfrutaba haciéndole olvidar que debía ser severo y duro, que siendo el mayor terrateniente del sur de Texas debía dar ejemplo a sus hombres y a toda la comunidad de rancheros de la zona.

Su abuelo lo había subido a su primera silla de montar cuando tenía cinco años y siempre había sabido que el ganado y el territorio sería su responsabilidad cuando creciera. Su padre, Rand Black, había sido una leyenda y North tenía la determinación de continuar sustentando a las familias que llevaban generaciones viviendo allí y que dependían de él.

Melody no se doblegaba ante él ni lo adoraba como todo el resto de la gente y no se explicaba por qué quería a esa chiquilla maleducada desde que era una niña. Ni siquiera era buena en la cama, al menos con él. Prefería las exhibiciones públicas que volvían locos a todos los hombres que la veían y a él lo dejaban excitado, frustrado y celoso. Cuando estaban solos y daba un paso, ella se volvía asustadiza y tímida como su camellito. Odiaba que todos la creyeran ardiente y fácil cuando distaba mucho de serlo.

Excepto aquella última noche. North se recriminó internamente. Sabía que no debía pensar en ella ni en lo que ocurrió, nunca más. Intentó convencerse de que había aceptado la invitación porque Melody estaba en Austin y no la vería, pero era mentira. North quería ver sus últimas fotos, quería escuchar las indirectas de Dee Dee…

Estaba intentando olvidarla. Se había aislado en su enorme rancho, rodeado de miles de cabezas de ganado para protegerse de ese diablillo.

North oyó las quejas de los animales que sus hombres apartaban del rebaño, para darles de comer o para marcarlos y vacunarlos. Eran tiempos difíciles. Por mucho dinero que se tuviera, un ranchero no podía luchar contra el clima o los precios del mercado. Debido a la sequía, no había hierba, el mercado de carne de vacuno estaba saturado y el coste del pienso era demasiado alto. Además, la noche anterior el Bandido Nocturno había vuelto a cortar su valla para robarle un camión de vacas. El rancho había pertenecido a los Black más de cien años, y North tenía que conseguir que siguiera siendo así.

Ya en el compartimento en el que estaba la irritada vaca, a punto de dar a luz, North sacó un bisturí de una bolsita de cuero.

–Creo que la anestesia ha hecho efecto, Rey –dijo a su espalda Jeff, un hombre fuerte como un roble y casi tan alto como North. Era pelirrojo, patizambo y testarudo, pero las mujeres lo adoraban. Su padre y su abuelo habían sido capataces del rancho, y había nacido y crecido allí. North y él eran como hermanos.

North inspeccionó la zona afeitada y las rayas negras que Jeff había dibujado en la piel. Después inyectó más anestesia y cortó limpiamente con el bisturí. Un minuto después, Jeff lo ayudaba a sacar el ternero del vientre de la vaca. Trabajaban juntos y en armonía, como siempre. Sonrieron al comprobar que habían salvado una vida, pero North se preguntó de qué serviría si no llovía. Quizá el ternero acabaría en el matadero, o en México, robado por cuatreros. North frunció el ceño, puso antibióticos en el útero y comenzó a cerrar la incisión.

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–Hola, Melody –dijo, arrastrando las palabras.