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HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2005 Julianna Morris

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Bajo el muérdago, n.º 2074 - octubre 2017

Título original: Meet Me under the Mistletoe

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-475-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

SHANNON O’Rourke estacionó el coche frente a la oficina de correos y sacó del bolso unas tarjetas de Navidad. Lo normal sería que las hubiera envidado desde la oficina pero, a regañadientes, se había tomado unos días de vacaciones en su trabajo como Relaciones Públicas.

A su lado en el aparcamiento vio a su nuevo vecino saliendo de un jeep Cherokee.

Sólo había visto a Alex McKenzie una vez, pero según los rumores que había lanzado la cotilla oficial del bloque de adosados en el que vivían, era un viudo de treinta y cuatro años, profesor de universidad, con un doctorado en ingeniería.

Y también era uno de los hombres más atractivos que Shannon había visto en su vida.

–Jeremy, deja al señor Tibbles en el jeep –estaba diciendo, mientras desabrochaba el cinturón de seguridad de su hijo.

El niño bajó del jeep con un conejo de peluche en la mano. Parecía una versión en miniatura de su padre y Shannon tuvo que sonreír al ver a aquel crío tan serio, sus ojos azules más maduros que los de muchos adultos.

–No pasa nada, hijo, al señor Tibbles no le importará quedarse en el jeep un rato –insistió McKenzie.

Jeremy negó con la cabeza, apretando al conejo contra su pecho.

Su padre dejó escapar un suspiro mientras acariciaba el cabello castaño del niño.

–Muy bien. Quédate ahí mientras yo saco los paquetes.

Un minuto después se dirigía a la oficina de correos con los paquetes en una mano y su hijo en la otra.

Y fue entonces cuando Shannon salió del coche.

–Deje que lo ayude, señor McKenzie.

Alex se volvió y se encontró con una pelirroja guapísima. Su rostro le resultaba familiar, pero no sabía de qué.

–Perdone, ¿nos conocemos?

–Soy Shannon O’Rourke, su vecina.

–Ah, sí, es verdad –Alex recordó un día del mes anterior, cuando se mudaron. Estaba hablando con los de la mudanza cuando una mujer aparcó a su lado. Iba envuelta en un grueso abrigo y sólo podía ver su cabello rojo, pero lo había saludado con la mano antes de escapar hacia su casa corriendo para resguardarse de la lluvia.

Pero ahora no llevaba un grueso abrigo. No, llevaba unos vaqueros de diseño y un jersey de cachemir que destacaba su delgada cintura y sus femeninas curvas. Destilaba seguridad y tenía una sonrisa contagiosa.

Uno de los paquetes se le cayó de la mano y Shannon lo recogió.

–Espere, deje que le eche una mano –se ofreció, tomando un par de paquetes sin esperar que él dijera nada–. ¿Vamos?

Alex levantó una ceja. «Tímida» no parecía ser una palabra que entrase en el vocabulario de aquella chica.

Todo el mundo decía que las navidades eran especialmente duras para un hombre que ha perdido a su esposa, pero lo más duro para él era disimular por el bien de su hijo de cuatro años. Aquéllas serían las primeras sin su mujer. La muerte de Kim el pasado enero había dejado un enorme hueco en sus vidas. Y, por muy buena que fuera, una guardería nunca podría darle a un niño lo que le daba una madre.

Pensar en su difunta esposa hacía que se le encogiera el corazón. Sus amigos solían llamarlo «el hombre más casado del mundo», aunque pasaba mucho tiempo trabajando fuera del país. Pero tenían razón. Había tenido una mujer maravillosa, dulce, tierna, que jamás protestaba por nada ni se peleaba por nada, como solían hacer sus padres. Esa clase de amor no se encuentra dos veces en la vida.

Shannon abrió la puerta con la cadera y esperó al padre y al hijo.

–Se supone que soy yo quien debería abrirle la puerta a una señorita –dijo Alex–. Pero supongo que es usted una mujer moderna que no cree en ese tipo de cosas.

Shannon abrió la boca para replicar con una ironía, pero decidió no hacerlo. Siempre había creído en ser ella misma y si a un hombre no le gustaba, peor para él.

Aunque últimamente no estaba muy segura de qué era «ser ella misma».

Ella quería algo más de la vida. Quería enamorarse, casarse, pero últimamente su vida amorosa era inexistente. Y ahora que cuatro de sus cinco hermanos estaban felizmente casados, el deseo de encontrar el amor era más fuerte que nunca. Pero su vida parecía estancada en ese aspecto.

–No me importa –dijo por fin. Era cierto. No le importaba que un hombre se portara de forma caballerosa, pero le daba cierta vergüenza quedarse esperando que le abrieran una puerta o le apartaran una silla.

–Muy bien –Alex apoyó el hombro en la puerta para sujetarla–. Pase, señorita O’Rourke.

Estaba tan cerca que podía oler el aroma de su after shave y se le doblaron las rodillas. Y eso no podía ser. Según sus tres hermanas, Kelly, Miranda y Kathleen, los hombres con hijos eran demasiado complicados.

Entonces miró a Jeremy, tan seriecito.

–Pase –dijo el niño. Y Shannon se derritió.

–Gracias.

Luego se acercaron a la larga fila de gente que esperaba frente a la ventanilla.

Su casa estaba en una pequeña zona residencial a las afueras de Seattle, pero la oficina de correos estaba llena de gente. De modo que tenían por delante una larga espera… algo que, sorprendentemente, la alegró.

Debía estar perdiendo la cabeza.

Por favor, la llamaba señorita O’Rourke y, según él, era su obligación abrirle la puerta. Alex McKenzie era tan anticuado como los hombres de la familia O’Rourke. Y ella solía correr en dirección contraria cuando se encontraba con alguien así. Había salido con uno en la universidad y le rompió el corazón dejándola porque, según él, quería una mujer como su madre, un ama de casa… algo que definitivamente, ella no era. Su único talento en la cocina era convertir un plato delicioso en una masa nauseabunda.

Un tironcito del jersey la hizo mirar hacia abajo.

–Yo también puedo ayudar –dijo Jeremy, señalando los paquetes que llevaba en la mano.

–Ah, muy bien. Yo te doy un paquete y tú me das al señor Tibbles. Puedo sentarlo en mi bolso mientras esperamos.

Jeremy la miró durante largo rato, pensativo.

El señor Tibbles era, evidentemente, un conejo de peluche muy importante y no iba a dejarlo con extraños. Shannon se agachó para mirarlo a los ojos. Había algo en el niño que le recordaba a sí misma cuando perdió a su padre siendo pequeña.

–Prometo cuidar muy bien de él.

Después de lo que le pareció una eternidad, Jeremy asintió y le cambió el conejo por los paquetes. Shannon colocó al señor Tibbles con las patitas dentro de su bolso para que no se cayera y sólo después del intercambio se fijó en la expresión atónita de Alex.

–¿Ocurre algo?

–No sé cómo lo ha hecho.

–¿A qué se refiere?

–No he sido capaz de apartar a Jeremy de ese conejo desde que su madre murió –le confesó Alex en voz baja–. Sólo lo suelta para bañarse y eso porque dice que el señor Tibbles tiene miedo al agua. Debe tener un don especial con los niños.

Shannon tragó saliva. Lo que ella sabía sobre niños podría escribirse en la cabeza de un alfiler.

–Sí, bueno, es que me gustan mucho.

No era mentira.

Los niños eran encantadores y le gustaría tener uno algún día. Sus sobrinos, tres niñas y un niño, eran lo más bonito del mundo para ella.

Alex no dejaba de mirar a su hijo, que se había acercado al árbol de Navidad de la oficina de correos.

Había tanto dolor en sus ojos que a Shannon se le encogió el corazón. Aquel hombre había perdido a su mujer y estaba intentando criar solo a su hijo. Y estaban en Navidad, la época del año en la que las ausencias eran más sentidas que nunca. Ella recordaba perfectamente la muerte de su padre. A partir de entonces nada parecía ir bien e incluso ahora, tantos años después, había momentos en los que una sensación de vacío reemplazaba la alegría de las navidades.

–Esta época del año debe ser muy dura para usted.

–Su madre hacía muchas cosas especiales en Navidad –asintió Alex, sin dejar de mirar al niño–. Hacía galletas con Jeremy, ponían juntos el árbol de Navidad, fabricaban los adornos… Es muy difícil compensarlo por todo lo que ha perdido.

Shannon se movió, un poco incómoda.

No podía involucrarse con un hombre que seguía llorando la muerte de su esposa porque sería un riesgo demasiado grande para su corazón. Además, sus relaciones nunca duraban. Anticuados o no, los hombres con los que salía siempre acababan queriendo que dejase de ser tan moderna y se convirtiera en un ama de casa.

Pero ella no era un ama de casa y no lo sería nunca.

Sin embargo, Jeremy le había confiado a su conejito de peluche. Eso tenía que significar algo.

–¿Por qué es tan importante el muñeco para su hijo?

–No estoy seguro –contestó él–. A lo mejor lo descubre usted.

Shannon pensó que debería confesarle su ignorancia sobre los niños. Por otro lado, ella sabía bien lo que era sufrir por la muerte de un ser querido.

Jeremy parecía estar sufriendo y eso no estaba bien; un niño no debería sufrir nunca.

–Siento mucho que lo esté pasando mal. Si puedo hacer algo, por favor, dígamelo.

No se ofreció a hacer de niñera durante las vacaciones, pero estuvo a punto de hacerlo.

–Gracias, señorita O’Rourke. Es muy amable por su parte –respondió Alex. Pero, por su tono, estaba segura de que no tenía intención de pedirle ayuda.

–Por favor, llámeme Shannon. Nadie me llama señorita O’Rourke… a menos que quieran enfadarme. Ni siquiera los periodistas son tan formales durante las ruedas de prensa.

–¿Suele hablar con periodistas?

Shannon se encogió de hombros.

–Es mi trabajo. Soy relaciones públicas de las empresas O’Rourke.

–Ah, claro, es usted una de los O’Rourke.

Ella arrugó la nariz.

Genial, «era una de los O’Rourke».

–Pues sí.

Su hermano mayor era un empresario multimillonario. Y, siendo uno de los hombres más ricos del país, se escribía sobre Kane más que sobre cualquier estrella de cine, así que la gente reconocía el apellido. Especialmente en Seattle.

–Lo siento –murmuró Alex, con una sonrisa de disculpa. Una sonrisa que le aceleró el pulso. Lo cual no tenía sentido porque no solían gustarle los hombres como él–. Debe estar cansada de que le digan cosas así.

–Bueno, sólo me las dicen de vez en cuando.

Él se aclaró la garganta y señaló la fila, que estaba avanzando. Jeremy volvió a su lado y Shannon comprobó que el conejito no se había movido de su sitio. El niño era tan pequeño. Se preguntó entonces si pensaría a menudo en su madre o era la sensación de abandono lo que entristecía sus ojos. Era difícil para un niño entender que su madre o su padre no habían querido morir. La muerte era un concepto que los niños no entendían bien.

Tampoco los adultos, claro.

Había veces que le parecía oír la voz de su padre y se volvía, esperando verlo de nuevo…

–Me han dicho que es usted profesor de ingeniería. Mi hermano Kane quería ser ingeniero, pero tuvo que dejar la universidad.

–Y en lugar de eso se convirtió en millonario –sonrió Alex, irónico–. Seguro que lo ha pasado fatal.

Shannon volvió a arrugar la nariz. Ella podía quejarse de su hermano, pero nadie hablaba mal de un O’Rourke delante de otro O’Rourke. Además, Kane había hecho mucho por la familia, dejando a un lado sus propios planes de futuro. El hecho de que hubiera ganado una fortuna en el proceso demostraba su inteligencia y su determinación.

–Kane es un hombre muy inteligente. Hasta que se casó trabajaba catorce horas diarias, así que no ha estado de juerga precisamente. Se dedicó a ganar dinero para cuidar de la familia porque mi padre murió cuando éramos pequeños. Habría sido un ingeniero maravilloso, pero no tuvo oportunidad de serlo.

Alex levantó las cejas, sorprendido. No se le había ocurrido que la vibrante pelirroja fuese capaz de ponerse tan seria. Era tan guapa como una modelo, pero cuando se refería a su hermano, parecía un pit bull.

–No era una crítica.

–No, claro que no.

Shannon le dio la espalda y Alex dejó escapar un suspiro. Las mujeres como Shannon O’Rourke eran demasiado complicadas para un hombre como él. Y demasiado impredecibles. Él estaba acostumbrado a la semántica de la ingeniería, a las fórmulas, a las cosas con las que se podía contar. La vida era suficientemente incierta como para invitar al caos.

La fila de gente avanzaba y por fin llegaron a la ventanilla.

–Nos toca –dijo Jeremy.

–Vamos a poner los paquetes sobre el mostrador para que tu padre pueda enviarlos –sonrió Shannon–. Y yo enviaré mis tarjetas de Navidad.

–Muy bien.

Jeremy le dio los paquetes y ella los colocó en el mostrador, junto con sus tarjetas, que ya llevaban sello. No tendría por qué haber esperado en la cola con ellos, pensó Alex.

–Bueno, Jeremy, será mejor que te devuelva al señor Tibbles y me marche. Hasta otro día.

Shannon sacó el conejito del bolso y se lo dio al niño, que no parecía agarrarlo con tanto fuerza como antes.

Alex se pasó una mano por la barbilla, pensativo, mientras la veía alejarse. Su hijo nunca había aceptado tan rápidamente a nadie. Shannon había conseguido que le diera al señor Tibbles en un segundo… cuando él no lo había conseguido y era su padre.

–Vuelvo enseguida –le dijo al funcionario, que estaba poniendo los sellos oportunos–. Señorita O’Rourke… Quiero decir Shannon.

–Es usted un caballero, señor McKenzie –murmuró ella–. Pero puedo abrir la puerta yo solita, gracias.

–No la llamaba por eso.

–¿No quiere sujetarme la puerta?

–No… bueno, quiero decir, sí, pero…

Entonces vio un brillo burlón en los ojos verdes.

Le estaba tomando el pelo, pensó. No había muchas mujeres que pudieran olvidar un insulto tan fácilmente. Sobre todo cuando se refería a su familia. Tuviera los defectos que tuviera, ser rencorosa no parecía ser uno de los defectos de Shannon O’Rourke.

–Entonces, ¿qué quería?

Alex vaciló. No quería nada, pero por Jeremy pretendía que siguieran manteniendo una relación cordial.

–Sólo… perdone, sé que le ha molestado lo que he dicho antes. Y quiero que sepa que le agradezco mucho cómo ha tratado a Jeremy. Nada más.

–Ah.

Una mujer tan guapa como Shannon O’Rourke seguramente esperaba que le pidiera una cita, pero él no tenía intención de salir con nadie y mucho menos con ella. Sus amigos y colegas, todos, decían que sólo era una cuestión de tiempo, que después de un matrimonio tan feliz como el suyo lo más seguro era que probase otra vez.

Pero Alex no lo creía.

Con Kim había tenido suerte. Mucha suerte. Porque él, con el ejemplo que había vivido en casa, no sabía nada de matrimonios felices. Él odiaba las peleas, las broncas. Y Kim no se enfadaba nunca.

–¡Oiga! –lo llamó el funcionario–. Que hay mucha gente esperando.

–Será mejor que se vaya –dijo Shannon, empujando la puerta.

Alex dejó escapar un suspiro al fijarse en el movimiento de sus caderas. Kim había muerto casi un año antes. No había ninguna razón para sentirse culpable por admirar el bonito cuerpo de una chica.

Pero se sentía culpable.

Unas tosecillas llamaron su atención entonces y se volvió hacia la ventanilla para pagar el franqueo… recibiendo una ovación por parte de los que seguían esperando. Luego, cuando salió con Jeremy de la oficina de correos, su hijo se quedó mirando el deportivo de Shannon, que desaparecía al final de la calle.

–Venga, cariño.

–Me gusta mucho, papá.

–¿Qué?

–Shannon.

Alex tragó saliva.

–Seguro que volverás a verla. Es nuestra vecina.

Jeremy dejó escapar un suspiro muy adulto.

–Pero se ha enfadado contigo.

De modo que el niño se había dado cuenta… y era cierto, se había enfadado. Aunque había parecido perdonarlo. Sí, Shannon O’Rourke era una chica temperamental, pero también parecía una persona leal.

Nada que ver con su propia familia.

Tras el divorcio de sus padres, Alex y sus dos hermanos se habían convertido en meros peones en sus constantes peleas. Y ahora ya no se veían siquiera. Su hermano estaba en el Ártico estudiando el calentamiento global y su hermana trabajaba en Japón. En cuanto a sus padres, los dos habían vuelto a casarse y divorciarse varias veces y seguían odiándose a muerte.

–Shannon no está enfada contigo. Así que no pasa nada.

–Pero está enfada contigo, papá –insistió el niño.

Alex se pasó una mano por el cuello. Después de una infancia como la suya había tenido miedo de no saber criar a su hijo. Pero desde el día que lo vio nacer, todo arrugado y rojo, cuando abrió los ojos y lo miró directamente… en fin, desde entonces hacía lo que quería con él.

–Lo sé, pero no te preocupes por eso.

Le habría dicho que no pasaba nada, pero eso lo había dicho demasiadas veces cuando Kim estaba enferma y se sentía como un hipócrita cada vez que Jeremy se echaba en sus brazos, cada vez que lo creía. Porque sí pasaba.

Su hijo lo miró con una exasperación que habría sido cómica si no estuviera tan serio.

–¿Podemos comprarle un regalo de Navidad?

¿Un regalo de Navidad?

¿Qué se le compraba a una mujer que debía de tenerlo todo?

–Le compraremos una flor de Pascua –le prometió Alex. Las plantas siempre eran un buen regalo. Además, podría servir como disculpa después del inadecuado comentario sobre su hermano.

Jeremy parecía aliviado mientras subían al jeep. Por primera vez en casi un año no apretaba al conejito contra su pecho; en lugar de eso, lo llevaba colgando de una mano.

Alex dejó escapar un suspiro. Debía tener cuidado. Ver demasiado a la vecina podría hacer que Jeremy empezase a pensar en una nueva mamá…

Pero mientras le ponía el cinturón de seguridad, él mismo no podía dejar de pensar en Shannon. Desde luego era una mujer moderna que hacía las cosas a su manera; tan diferente a Kim como el día a la noche.

Había pensado alguna vez salir con chicas tras la muerte de su esposa, pero ninguna de las mujeres que conocía le parecía interesante.

Y ninguna de ellas era como Shannon O’Rourke.