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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Kim Lawrence

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

El príncipe heredero, n.º 2339 - octubre 2014

Título original: The Heartbreaker Prince

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4851-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

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Capítulo 1

 

Hannah estaba despierta cuando oyó la llave en la cerradura. Aparte de algunos ratos aislados, no había dormido desde hacía cuarenta y ocho horas, pero estaba tumbada con un tubo fluorescente encima de la cabeza. Dio un respingo y se sentó en el borde de la cama metálica. Se apartó el pelo de la cara, se entrelazó las manos sobre el regazo y consiguió poner una expresión de serenidad porque quería conservar cierta apariencia de dignidad. Parpadeó para contener las lágrimas, se mordió el labio inferior y estiró la espalda. Por el momento, esos malnacidos no tendrían el placer de verla llorar.

Eso era lo que pasaba cuando querías demostrar… ¿Qué? ¿A quién? ¿A la prensa sensacionalista? ¿A su padre? ¿A ella misma? Tomó aliento. La verdad era que el embrollo era monumental. Debería haber aceptado lo que pensaba todo el mundo. No estaba preparada para los pensamientos serios o el trabajo sobre el terreno. Tenía que conformarse con el trabajo de despacho y las uñas perfectas… Se miró las uñas mordidas y contuvo un arrebato de histeria.

«Tienes que tragar sapos y culebras, Hannah». Siempre le había parecido una frase absurda, casi tan absurda como creer que trabajar en el despacho de una organización benéfica la habilitaba para trabajar sobre el terreno.

Bajó los párpados como un escudo y se puso en tensión justo antes de que la puerta se abriera.

–No tengo hambre, pero quiero pasta de dientes y un cepillo. ¿Cuándo podré ver al cónsul británico? –preguntó por enésima vez.

No esperaba una respuesta. No le habían respondido ni a eso ni a nada de lo que había preguntado desde que la detuvieron en el lado equivocado de la frontera. La geografía nunca había sido su fuerte. No le habían dado una respuesta, pero sí le habían repetido la mismas preguntas una y otra vez. Preguntas y silencios incrédulos. La ayuda humanitaria no se entendía en el lenguaje militar de Quagani. Les había dicho que no era una espía y que no pertenecía a ningún partido político. Además, se rio cuando le enseñaron un foto suya con una pancarta contra el cierre de un colegio infantil, lo cual, pudo ser una mala idea. Cuando no la acusaban de ser una espía, la acusaban de ser traficante de drogas y lo justificaban con las cajas de valiosas vacunas que ya eran inservibles porque no las habían mantenido refrigeradas.

El primer día se aferró a la idea de que no tenía nada que temer si decía la verdad, pero, en ese momento, le parecía increíble que hubiese sido tan ingenua.

 

 

Habían pasado treinta y seis horas, la noticia no había llegado a los titulares y el engranaje diplomático no se había puesto en marcha cuando el rey de Surana llamó por teléfono a su homólogo de un país vecino, el jeque Malek Sa’idi.

Dos hombres esperaban el resultado de esa conversación y los dos tenían un interés personal. El mayor tenía sesenta y pocos años, una barba desaliñada y el pelo entrecano y rizado le llegaba hasta el cuello de la camisa. Era de estatura mediana y parecía un sabio distraído con la chaqueta de tweed y los calcetines de colores distintos. Sin embargo, las gafas de montura de concha ocultaban unos ojos duros y perspicaces y el pelo descuidado, un cerebro que, mezclado con su tendencia al riesgo y su carácter implacable, había conseguido que perdiera dos fortunas antes de cumplir los cincuenta años. En ese momento, volvía a estar al borde del éxito o de la ruina económica, pero no estaba pensando en eso. Solo había una cosa que le importara más a Charles Latimer: su única hija. Su cara de póquer había desaparecido y era un padre aterrado.

El otro hombre tenía el pelo moreno y muy corto, medía casi dos metros y sus amplias espaldas le habían permitido entrar en el equipo de remo del colegio y la universidad. El remo no podía ser una profesión, según su tío, y, por eso, sus primeros Juegos Olímpicos fueron los últimos. Tenía una medalla de oro, pero estaba olvidada en algún cajón. Le gustaba esforzarse y ganar, pero no le importaban los premios. Las idas y venidas de Charles Latimer contrastaban con la inmovilidad de ese joven, quien, aun así, tenía algo que parecía a punto de estallar. Era de una generación distinta que la del padre angustiado. En realidad, ese día cumplía treinta años. No había pensado celebrarlo así, pero su actitud no dejaba entrever su fastidio. Había aceptado que el deber estaba por encima de sus sentimientos.

Se levantó repentinamente y con una tensión que su expresión disimulaba. Alto y elegante, se dirigió en silencio hasta el ventanal y lo abrió por la claustrofobia. El sonido del agua del patio amortiguó la voz de su tío y el aire era húmedo y olía a jazmín, pero no quedaba ni rastro de la tormenta de arena que los recibió cuando habían aterrizado. Habría unos veinte grados más que en Antibes. Entrecerró los ojos y vio a Charlotte Denning, a su cuerpo esbelto y bronceado en una tumbona junto a la piscina que, con una botella de champán en hielo, estaba dispuesta a cumplir la promesa de ofrecerle un cumpleaños especial. Recién divorciada, estaba recuperando el año que había perdido casada con un hombre que no tenía el mismo apetito sexual que ella. En resumen, era su mujer ideal. Sin embargo, se enfadaría cuando él no se presentará y se enfadaría más todavía cuando se enterara del motivo; aunque el matrimonio no lo descartaba. Conociendo a Charlotte, lo más probable era que le diese una emoción especial e ilícita.

Ya no habría emociones. El matrimonio sí descartaría a todas las Charlottes del mundo para él. Tenía los recuerdos para mantenerlo vivo. La sonrisa irónica dejó pasó a un gesto de firmeza. Se casaría porque era su deber. Para algunos afortunados, el deber y el deseo eran lo mismo y él había llegado a considerarse uno de esos afortunados.

Tomó una bocanada de aire y cerró el ventanal. No quería que el resentimiento y la compasión de sí mismo se adueñaran de él. Si alguna vez pensaba que había salido malparado, se recordaba que estaba vivo, al contrario que Leila, su pequeña sobrina. Ella murió cuando el avión que la llevaba con sus padres se estrelló contra la ladera de una montaña y provocó un alud de conjeturas que cambió su porvenir para siempre. Él tenía un porvenir que había heredado del padre de Leila. Desde que se convirtió en el heredero, había pensado en el matrimonio como algo que sucedería antes o después. Puesto que el tiempo era limitado, se había propuesto disfrutarlo y había conseguido labrarse una reputación. Alguien lo llamó «el príncipe rompecorazones» y el título se le quedó para siempre.

En ese momento, una serie de circunstancias inusitadas se habían aliado para proporcionarle una novia prefabricada y con una reputación a la altura de la de él. No sería un matrimonio de doce meses, sería una cadena perpetua con «Hannah la Inhumana».

 

 

–Resuelto –Kamel se dio la vuelta y asintió con la cabeza–. Todo se pondrá en marcha.

El rey colgó el teléfono y Charles Latimer lloró para sorpresa de todos, y de él mismo.

 

 

Kamel tardó menos de una hora en organizar las cosas y volvió para informar a los dos hombres mayores. Como cortesía, su tío respaldó el plan y se dirigió a su amigo de universidad y socio empresarial.

–Esta noche la tendrás contigo, Charlie.

Kamel podría haber matizado que la tendría con él, pero se contuvo. Era una cuestión de prioridades. Primero liberaría a la chica y después lidiaría con las consecuencias. Aunque sí se había sentido obligado a comentar una posibilidad que no había podido tener en cuenta.

–Naturalmente, si está histérica o…

–No te preocupes. Hannah es dura e inteligente. Saldrá por sus medios.

En esos momentos, tenía que comprobar si esa confianza paternal estaba justificada. Lo dudaba. Le parecía que lo más probable era que su padre no hubiera querido creer otra cosa, que había mimado a su hija toda su vida, que había muy pocas posibilidades de que una chica inglesa y malcriada hubiese soportado medio día en un calabozo sin desmoronarse.

Por eso, habiéndose preparado para lo peor, debería sentirse aliviado al comprobar que el objeto de su misión de rescate no era la histérica que había previsto. Sin embargo, por algún motivo, esa mujer asombrosamente hermosa que estaba sentada en un camastro con las manos entrelazadas sobre el regazo y que tenía la cabeza levantada con arrogancia no lo llenó de alivio ni admiración, sino que le produjo un arrebato de furia. ¡Era increíble! La gente estaba removiendo Roma con Santiago por su culpa y ella estaba allí sentada como si hubiese entrado el mayordomo, un mayordomo al que ni siquiera se dignaba a dirigirse. ¿Era demasiado estúpida como para no entender lo peligrosa que era su situación o estaba tan acostumbrada a que su padre la sacara de las situaciones comprometidas que se creía que era invulnerable?

Entonces, ella giró la cabeza, levantó las pestañas y Kamel se dio cuenta de que estaba aterrada. Se acercó un poco y casi pudo oler la tensión de sus músculos y el tenue sudor sobre su piel blanca. Frunció el ceño. Había conservado la compasión para quienes se la merecían. Hannah Latimer, aterrada o no, no se la merecía. Ese embrollo lo había organizado ella sola.

Sin embargo, era fácil ver que los hombres iban tras ella aunque fuese venenosa. Incluso él había sentido un mazazo de atracción, hasta que, afortunadamente, abrió la boca. Tenía una voz tan cortante como su perfil y una actitud desdeñosa que no podía haberle granjeado muchos amigos por allí.

–Exijo ver inmediatamente a…

Se quedó callada, abrió los ojos color violeta y contuvo el aliento cuando vio que el hombre que había entrado no llevaba una bandeja con un brebaje incomible.

Había habido distintos interrogadores, pero solo dos centinelas, que no habían abierto la boca. Uno era bajo y gordo y el otro alto y maloliente. Ese hombre también era alto, muy alto, pero, aparte de la estatura, no se parecía en nada al carcelero hediondo. No llevaba el uniforme andrajoso de los centinelas ni el uniforme aparatoso del hombre que había estado sentado durante los interrogatorios. Ese hombre estaba perfectamente afeitado y llevaba los protocolarios ropajes blancos como la nieve de la gente del desierto. La tela llevó un olor a aire puro y a hombre limpio dentro de la celda. Aunque era estrambótico, llevaba un rollo de seda azul debajo de un brazo. Su mirada fue de ese objeto incongruente a su rostro.

De no haber sido por la pequeña cicatriz que tenía en la piel dorada y la nariz levemente desviada, habría sido magnífico, por eso, solo era hermoso. Miró sus sensuales labios y desvió la mirada justo antes de que hablara sin acento ni calidez.

–Tiene que ponerse esto, señorita Latimer.

El miedo le atenazó las entrañas por la delicada e implacable orden.

–No… –susurró ella entre los labios temblorosos.

Ese hombre representaba la pesadilla que había conseguido mantener a raya y hasta ese momento la habían tratado civilizadamente, aunque sin amabilidad. No había visto a ninguna mujer desde que la detuvieron y estaba a merced de unos hombres que a veces la miraban… Se acordó de la mirada del hombre que presenciaba sentado los interrogatorios y se estremeció de espanto. La gente en su situación desaparecía sin más.

Miró fijamente la tela azul y la mano que se la entregaba y se levantó demasiado deprisa. El cuarto empezó a dar vueltas mientras intentaba concentrarse en la seda azul contra las paredes blancas. Azul, blanco… Azul, blanco… Se le doblaron las piernas, se sentó en el camastro y bajó la cabeza sobre las rodillas. Se refugió tras un aire de desdén gélido, como había hecho siempre.

–No necesito cambiarme de ropa. Estoy bien con esta.

Se tocó la camisola que le llegaba hasta la mitad de las pantorrillas y le miró el pecho. Él puso las manos en sus hombros y detuvo el leve balanceo, pero no los espasmos de miedo que sentía por todo el cuerpo.

Kamel estaba dominando la furia y el rencor. No quería estar allí, no quería estar haciendo eso y no quería sentir empatía por esa niña mimada. ¿Había sentido algún remordimiento por toda la destrucción emocional que había dejado a su paso? ¿Había sentido algo? Sin embargo, no había salido impune. Un periodista había relacionado el accidente de coche de su primera víctima con la boda cancelada. Llevado al límite, dijo el titular y los medios de comunicación crucificaron a Hannah la Inhumana. Quizá, si hubiese mostrado algún sentimiento, los medios se hubiesen ablandado cuando se comprobó que ese hombre conducía bebido cuando se cayó por el puente, pero ella se había limitado a levantar su aristocrática nariz y a no hacer caso de las cámaras.

Él estaba en Londres en aquella época y había seguido la historia porque conocía a su padre y porque, como el hombre que había destrozado el coche, sabía lo que se sentía cuando se perdía el amor con el que habías pensado pasar la vida. Aunque Amira no lo había dejado tirado; si él no la hubiese soltado, ella se habría casado con él en vez de hacerle sufrir. Ella había sido todo lo que no era esa mujer.

Sin embargo, al mirar ese rostro perfecto, era fácil sentir algo que se parecía peligrosamente a la lástima. Sofocó sin reparos ese sentimiento. Se merecía todo lo que iba a pasarle. Si había alguna víctima, era él. Afortunadamente, no tenía ilusiones románticas sobre el matrimonio, al menos, sobre el suyo. No sería un matrimonio por amor. Había amado y había perdido y no se creía, como todo el mundo, que eso fuese preferible a no haber amado. Aun así, era un error que no iba a repetir en el futuro. Solo un imbécil estaría dispuesto a exponerse a ese sufrimiento otra vez. Quería un matrimonio de conveniencia, pero, aun así, había esperado que pudiera respetar a la esposa.

¿Por qué ese bombón sin cerebro no había encontrado sentido a la vida comprándose unos zapatos? Estaba seguro de que su querido padre, aunque estuviese al borde del cataclismo económico, le habría comprado la tienda entera. Sin embargo, había decidido convertirse en un ángel misericordioso. Aunque podía entender el delirio egoísta que la había llevado a hacer eso, no podía entender que ninguna organización médica sin ánimo de lucro la hubiese aceptado.

–Le he pedido que se ponga esto, no que se quite nada.

Kamel dejó escapar un resoplido de fastidio mientras ella se quedaba sentada y lo miraba como una virgen en el altar de sacrificios, aunque la señorita Hannah Latimer no tenía nada ni remotamente virginal, algo que era lo que menos le importaba de su futura esposa.

Hannah rebuscó en las reservas que no sabía que tenía y se levantó.

–Si me toca, lo denunciaré, y cuando salga de aquí… –más bien, si salía de ahí–. Voy a marearme.

–No –replicó Kamel–. Si quiere salir de aquí, haga lo que le digo y póngase esto.

Ella retrocedió con la respiración entrecortada, los ojos muy abiertos y los brazos extendidos.

–Si me toca…

¿Qué? ¿Iba a gritar? ¿Quién acudirá?

–Le aseguro que el sexo es lo último que se me pasa por la cabeza, y si no lo fuese… –la miró con desdén de los pies a la cabeza–. No le pido que se desnude. Le pido que se tape.

Ella casi ni lo oyó. La pesadilla estaba adueñándose de ella.

Kamel había vivido casi de todo, pero era la primera vez que una mujer lo miraba como si fuese una pesadilla hecha realidad. Dominó el impulso de zarandearla y consiguió darle un tono tranquilizador a su voz mientras se acercaba.

–Su padre me pidió que le dijera que… –¿cómo se llamaba ese maldito perro?–. Que Olive tuvo cinco cachorros.

Se le había ocurrido en el último momento. Necesitaba algún detalle que no supiese un desconocido, algo que lo identificara como a uno de los buenos.

Hannah se quedó petrificada y sus ojos desorbitados volvieron a mirarlo cuando oyó hablar del perro que había rescatado y adoptado.

–Sí, soy el séptimo de caballería –la miró mientras ella suspiraba y cerraba los ojos–. Tápese, por favor –se fijó en su pelo rubio, lacio y enmarañado–. Además, dé gracias por tener mal el pelo.

Ella no había oído nada después de «caballería» y le daba vueltas a la cabeza.

–¿Le ha mandado mi padre?

Ella sonrió. ¡Su padre había acudido! Respiró y dio gracias en silencio a su padre ausente. Tomó la tela y la miró. ¿Qué esperaba que hiciera con eso?

–¿Quién es usted?

¿Era un actor, un mercenario, un funcionario corrupto? ¿Era alguien dispuesto a hacer cualquier cosa por dinero o por descargar adrenalina?

–Su billete para salir de aquí –contestó él.

Ella asintió con la cabeza. Lo importante era que, fuera como fuese, había llegado hasta allí y representaba un atisbo de libertad. Apretó las mandíbulas y sintió un optimismo que no había sentido durante todo el encarcelamiento.

–¿Papá está…?

–Olvídese de su padre –le interrumpió él con firmeza–. Concéntrese y no se distraiga.

El tono hizo que recuperara el poco dominio de sí misma que tenía. Él no iba a ofrecerle un hombro para que llorara, y le parecía bien. Si después de dos compromisos fallidos una chica no había aprendido que solo podía confiar en sí misma, se merecía todo lo que le pasaba.

–Sí, claro.

Hannah agarró la tela azul con los dedos temblorosos y se desenrolló hasta que llegó al suelo. Tomó aliento, lo soltó, levantó la barbilla y lo miró con algo parecido a la serenidad.

–¿Qué quiere que haga?

Él, involuntariamente, sintió una punzada de admiración.

–Quiero que mantenga la boca cerrada, que se tape la cabeza y que me siga.

Él se inclinó, tomó la tela de su mano, terminó de extenderla y la envolvió tapándole la cabeza y casi toda la espantosa camisola. Luego, retrocedió, la miró, asintió con la cabeza y le pasó la tela que quedaba por encima de un hombro. Dejó una mano en el hombro y su contacto la tranquilizó más que su mirada inflexible.

–¿Podrá hacerlo?

–Sí –contestó ella esperando que fuese verdad.

–Muy bien. Saldrá de aquí con la cabeza alta. Canalice todo su… Limítese a ser usted misma.