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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Elizabeth Power

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

El recuerdo de sus caricias, n.º 2347 - noviembre 2014

Título original: Visconti’s Forgotten Heir

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4857-3

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Publicidad

Capítulo 1

 

En cuanto se fijó en aquel hombre de espaldas anchas que acababa de entrar por la puerta del concurrido bar, Magenta supo que era el padre de su hijo.

No lo sospechaba, ni tampoco albergaba la esperanza de equivocarse. Simplemente lo sabía.

El borde del vaso que estaba secando se quebró.

–¿Te encuentras bien? –le preguntó Thomas, su compañero de trabajo, al verla llevarse una mano a la frente.

Al igual que ella, Thomas, titulado universitario, trabajaba detrás de la barra media jornada hasta encontrar algo mejor.

El joven dejó su puesto frente a la caja un instante y se le acercó. Magenta sacudió la cabeza. Intentaba poner un poco de orden ante el caos de recuerdos lejanos que se estaba gestando en su mente. Rabia, hostilidad, pasión… Sobre todo era pasión, una pasión hambrienta, que lo consumía todo.

Alguien le habló. Era un cliente que pedía algo. Magenta levantó la vista. Sus ojos marrones estaban turbios, aturdidos. Tenía el rostro pálido y su tez contrastaba más que nunca con el color castaño oscuro de su cabello.

–¿Te importaría atenderle tú un momento? –le habló a su compañero en un tono de confusión.

Soltó los dos pedazos de cristal y el trapo que tenía en la mano y se dirigió hacia el aseo con paso ágil. Aferrándose al desvencijado urinario, trató de recuperar la compostura. Sus pulmones se tragaban el aire con avidez.

Era Andreas Visconti. ¿Quién si no?

Nadie hubiera podido convencerla jamás de que el padre de su hijo fuera otro hombre. En el fondo de su corazón siempre había sabido que no era de las que se acostaban con cualquiera, ni siquiera durante aquella terrible etapa de su vida en la que había perdido el rumbo.

De repente sintió náuseas y se quedó donde estaba, inclinada sobre el retrete, esperando a que remitiera el ataque de arcadas, tratando de organizar esos pensamientos erráticos e imágenes que la bombardeaban por dentro.

Según los médicos no debía forzar las cosas y, con el paso de los años, habían llegado a decirle que los recuerdos que había perdido tal vez no volverían jamás. Pero sí iban a volver, aunque reaparecieran como las piezas de un puzle distorsionado.

La puerta exterior se abrió en ese momento. Oyó la voz de una compañera camarera que la llamaba. Tenía que salir y hacerle frente al presente.

 

 

Mientras servían a la gente que tenía delante, Andreas Visconti tuvo tiempo de mirar a su alrededor y de reparar en la joven que estaba poniendo bebidas al final de la barra. Al principio pensó que estaba alucinando.

Era esbelta, hermosa e impecablemente fotogénica. El pelo recogido realzaba sus pómulos altos y sus llamativos ojos oscuros. Andreas se quedó mirándola durante unos segundos, embelesado. Era como si estuviera viendo un fantasma.

De repente alguien la llamó por su nombre y entonces supo que no era producto de su imaginación. Realmente era ella, Magenta James, la chica por la que un día había estado a punto de sacrificar su corazón, su vida entera.

Ella miraba por encima del hombro. Escuchaba algo que le decía un hombre mayor que sin duda debía de ser el dueño. Andreas sintió una dolorosa punzada al oír su risa, nerviosa y tímida.

La última vez que había oído esa voz había sido un día triste. Se había burlado de él. Le había dicho que no tenía futuro y que no quería verle prosperar en su carrera.

¿Cómo podían cambiar tanto las cosas? Jamás hubiera esperado encontrársela en un sitio como ese, sirviendo bebidas detrás de una barra… Definitivamente iba a disfrutar mucho de su visita a ese restaurante.

Saliéndose de la cola en la que tanto tiempo llevaba esperando, se abrió paso entre los clientes de una noche de viernes cualquiera y fue hacia ella.

–Hola, Magenta.

 

 

Magenta sintió que su cuerpo se tensaba por debajo del sencillo vestido negro que se había puesto ese día. La gargantilla roja y negra era el único detalle de color que se había permitido ese día.

Era inevitable que la viera, que quisiera hablarle. Tenía el corazón fuera de control. No estaba preparada para lo que esa voz profunda podía hacerle.

Se volvió tras haber colocado una botella en la estantería con espejos situada detrás de la barra.

–Andreas… –apenas era capaz de hablar mientras le miraba a los ojos.

Esos ojos color zafiro los había heredado de su madre inglesa. ¿Cómo era capaz de recordar algo así con tanta facilidad si no podía recordar nada más?

Por más que lo intentaba no lograba recuperar ningún detalle, pero sí sabía que habían terminado muy mal.

–Vaya sorpresa, para los dos, imagino –comentó él en un tono seco.

De repente Magenta se dio cuenta de que tenía un ligero acento americano que no estaba ahí seis años antes. Además, ese impecable bronceado que exhibía no se debía solo a sus raíces anglo-italianas. Era evidente que había pasado tiempo viviendo en los Estados Unidos.

Llevaba un peinado perfecto, pero parecía más grande y corpulento que nunca. No tenía nada que ver con aquel joven de sus recuerdos escasos. El hombre que tenía delante era duro, implacable. La madurez se reflejaba en sus espaldas anchas y en ese aire prepotente que le acompañaba. Su porte sofisticado indicaba que había vivido mucho y la fina barba de unas horas que tenía en la mandíbula era todo un derroche de masculinidad.

–Tengo que admitir que jamás hubiera esperado encontrarte en un sitio como este.

Magenta hubiera querido decirle que solo trabajaba allí dos tardes por semana y que tenía otro empleo de mañana como mecanógrafa. También hubiera deseado decirle que estaba esperando a que la llamaran de un trabajo muy bueno tras haber pasado el proceso de selección. Sin embargo, ese cinismo velado la hizo pensárselo dos veces antes de hablar.

La necesidad de recuperar esos meses perdidos de su vida era más importante que el deseo de preservar la autoestima.

–¿Dón… dónde esperabas encontrarme exactamente?

Andreas hizo una mueca sutil con los labios. El gesto era puro desprecio.

–¿Se supone que es una broma?

Imágenes que no quería recordar la asediaban de repente; instantáneas en las que él la besaba, la desnudaba, le susurraba cosas al oído…

–No te recuerdo –le dijo.

–Querrás decir que no quieres recordarme.

Magenta se llevó una mano a la frente y trató de poner orden entre las piezas del puzle.

–Eras más joven –bajó la mano lentamente–. Más delgado.

–Probablemente. Solo tenía veintitrés años.

«Y trabajabas como un esclavo en el restaurante de tu padre.»

¿De dónde había salido ese pensamiento?

Magenta volvió a llevarse la mano a la frente.

–¿Te encuentras bien?

A través del extraño murmullo en el que se había convertido la conversación, Magenta detectó cierta preocupación en su voz grave y masculina.

–¿Verme de nuevo ha sido demasiado para ti? Estás un poco pálida.

–Bueno, cualquier persona parece pálida comparada contigo. Te ves asquerosamente saludable.

–Sí, bueno… –dijo Andreas, haciendo un gesto sensual y perezoso con los labios que le resultaba muy familiar–. La vida me ha ido bien.

Justo en ese momento, Magenta reparó en las dos jarras que Thomas le había dejado sobre la barra.

Era un whisky con soda para Andreas y una botella de zumo de naranja para…

Magenta miró detrás de él con disimulo. Él la miró con una expresión burlona.

–¿Sueles venir a menudo? –le preguntó ella rápidamente.

–Es la primera vez que vengo –metió la mano en uno de los bolsillos de sus pantalones grises de corte impecable.

Thomas quitó la tapa de la botella de zumo.

–Entonces, ¿qué te trae por aquí? –Magenta tragó con dificultad.

Solo quería agarrarle de las solapas y exigirle que le dijera qué había pasado entre ellos, pero no podía hacer las cosas de esa manera. Además, tenía miedo de saber la verdad.

Levantó la vista y le miró a los ojos. Él la estaba mirando de arriba abajo, recorriendo cada centímetro de su silueta. De repente esbozó una sonrisa calculada.

–¿Quién sabe? A lo mejor ha sido el destino.

De pronto, tal vez por la forma en que la miraba, o por el tono grave que había infundido a sus palabras, Magenta se sintió como si volviera a tener diecinueve años. Por aquel entonces era una chiquilla llena de vida y esperanza. Alguien le había dicho algo así por aquella época.

–¿Qué es esto entonces? ¿Un dinerillo extra entre trabajo y trabajo? ¿O es que tu carrera en el mundo de la moda no cumplió todas tus expectativas? –puso un billete sobre la mesa.

Su carrera en el mundo de la moda… En realidad ni siquiera había llegado a despegar.

–A veces no todo sale como esperamos –le contestó Magenta en un tono tranquilo.

Su compañero acababa de recoger el billete del mostrador. Thomas estaba acostumbrado a que la gente le diera conversación.

–¿En serio? ¿Qué pasó con Rushford, el hacedor de milagros?

Sus palabras albergaban un tono corrosivo.

–¿Él tampoco cumplió todas tus expectativas? Y yo que pensaba que sí ibas bien encaminada con ese chico.

Marcus Rushford.

Magenta bien podría haberse echado a reír en ese momento. ¿Cómo era posible que su mente lo hubiera borrado casi todo respecto a Andreas y no la dejara olvidar al avispado manager que había llevado su carrera durante una breve temporada?

La confusión se apoderó de ella. Tuvo que respirar profundamente.

–Bueno, como te he dicho… –se encogió de hombros y entonces se dio cuenta de que había olvidado por completo lo que estaba a punto de decir.

Todavía le pasaba algunas veces, en momentos como ese, cuando estaba estresada y nerviosa.

–No… –afortunadamente las palabras volvieron, aunque de manera atropellada–. No todo sale según el plan.

–Evidentemente no –miró hacia donde estaba Thomas.

Su compañero estaba justo detrás del hombre mayor que debía de ser el jefe, tratando de resolver algún problema con la caja registradora.

Magenta quería que se diera prisa. Quería zanjar la conversación lo antes posible.

–Entonces, ¿qué pasó con tu carrera? ¿Rushford no cumplió sus promesas? ¿O es solo un rumor? ¿Se escapó porque no era capaz de afrontar la responsabilidad de ser padre?

Magenta sintió que la cabeza le daba vueltas de repente. Él sabía que había estado embarazada. Se llevó la mano a la frente.

–Lo siento. ¿Todavía es un punto delicado?

Su sarcasmo era afilado, pero Magenta estaba demasiado preocupada por no perder el equilibrio como para preguntarle por qué creía que Marcus Rushford era el padre de Theo.

Se agarró del borde de la barra con ambas manos para buscar un punto de apoyo y respiró profundamente.

–Preferiría no hablar de mi hijo si no te importa. Aquí no, no en un bar.

–No puedo evitar decir que me sorprende que aquella chica a la que conocí dejara que una cosa tan insignificante como la maternidad le arruinara los planes.

Magenta apoyó el brazo sobre el mostrador y se sujetó la barbilla con la mano antes de hablar.

–Bueno, háblame de la chica a la que conociste.

Él se rio suavemente y se inclinó hacia delante. Magenta sintió su aliento en el pelo.

–No te gustaría oírlo.

Magenta se echó hacia atrás rápidamente.

–A lo mejor me estás confundiendo con otra persona. O a lo mejor es que no me conocías tan bien.

–Oh, yo creo que sí.

–Bueno, como te he dicho, no me acuerdo.

–¿Sigues tratando de negar que nos conocimos?

–¿Qué hice? ¿Te dejé por otra persona? ¿O fue por mi carrera? Sea lo que sea, por lo menos te puedes ir con la satisfacción de saber que seguramente tuve lo que me merecía y que no conseguí todos esos estúpidos sueños por los que te dejé.

Andreas esbozó una sonrisa pensativa que no le llegaba a los ojos.

–Bueno, ahí te equivocas –murmuró en un tono suave–. Nuestra pequeña aventura no fue lo bastante significativa para mí como para albergar un deseo de venganza, así que no te tienes que castigar tanto, Magenta. Todos nos equivocamos en algún momento, sobre todo cuando somos jóvenes, y miramos más allá de lo que podemos conseguir de manera realista.

–Te sorprendería saber todo lo que he conseguido durante los últimos cinco años.

–Oh, ¿en serio? –Andreas arqueó una ceja–. ¿Como qué?

«Como aprender a caminar de nuevo, a sujetar un cuchillo y un tenedor, a cuidar de mi bebé, a seguir con vida…».

Tocó la gargantilla negra y roja con la que tapaba una de las cicatrices que tenía en el cuello. Él no tenía por qué saber nada de eso, ni tampoco tenía por qué contarle lo del curso de administración y empresariales que había hecho, lo cual le había permitido solicitar el empleo que tanto deseaba.

–No importa –le dijo. Se fijó en sus manos masculinas, que en ese momento tomaban los vasos del mostrador. Esas manos la habían hecho conocer el paraíso.

No llevaba ningún anillo.

Su interés, poco disimulado, no pasó desapercibido para Andreas, que se movió ligeramente para permitirle ver a una atractiva pelirroja que le esperaba en una de las mesas. La joven le miraba con una sonrisa.

–Como te he dicho… La vida me ha ido bien –le dijo, y entonces dio media vuelta.

Magenta se quedó allí de pie durante unos segundos, sintiéndose como si acabara de salir de una batalla invisible. Tenía náuseas y la cabeza le palpitaba furiosamente. Lo único que quería era salir corriendo y esconderse, pero alguien le estaba haciendo un pedido.

–¿Es tu novio? –le preguntó Thomas por encima del hombro cuando terminó de servir a la clienta.

El grupo de música en directo estaba preparando los instrumentos para la actuación de esa noche y el nivel de ruido comenzaba a incrementarse. Magenta no pudo hacer más que sacudir la cabeza y mascullar algo ininteligible.

–¿No? Entonces, ¿por qué te miraba como si quisiera arrancarte ese vestido?

–No seas tonto. Está con alguien.

–Estaba.

–¿Qué? –no veía nada más allá del muro de clientes. El ruido de la prueba de sonido y el murmullo de la gente tampoco ayudaban.

–Te juro que se tomó ese whisky de un trago y sacó a la novia del bar antes de que pudiera decir nada.

Magenta sintió que el estómago le daba un vuelco.

–¿Hizo eso? –miró hacia la mesa en cuestión aprovechando un hueco entre la multitud. El vaso de whisky estaba vacío y el zumo de naranja apenas había sido tocado.

–¿Y qué? Seguramente tenían prisa por irse a otro sitio.

–¡Oye! ¿Te encuentras bien? –exclamó Thomas de repente al verla tambalearse.

Magenta se llevó las manos a la cabeza y trató de contener las náuseas.

–No. Lo siento. ¿Podrías pedirme un taxi? –le dijo y volvió a dirigirse al aseo. Una vez allí, vomitó violentamente.

 

 

Andreas pensó que se había comportado muy mal. Iba solo en su coche, de camino a casa. Verla de nuevo después de tantos años había sido extraño.

Por aquel entonces, ella tenía diecinueve años y él veintitrés. No era más que un peón en el maltrecho negocio de su padre, pero desde un principio debería haber sabido la clase de chica que era. Vivía en una vieja casa adosada con su madre alcohólica, una mujer que ni siquiera sabía quién era el padre de Magenta.

Le había dado mucha pena. ¿Por qué si no se había embarcado con ella en esa aventura absurda?

Andreas pensó en ello un instante. Conocía muy bien la respuesta a esa pregunta.

Era dulce, cálida, vivaz. Era la chica más bonita que había conocido jamás, y por aquella época ya conocía a unas cuantas, pero no eran suficientes como para saber que las chicas como Magenta James solo servían para una cosa.

Andreas apretó la mandíbula y giró el volante para cruzar una intersección.

Ella sabía que era preciosa. Ese era el problema. Trabajaba de recepcionista a media jornada y todas las agencias de modelos tenían su book. Hacía todo lo posible para abrirse camino en el mundo de la moda y sacarle rentabilidad a su belleza.

Se habían convertido en amantes poco tiempo después de empezar a salir, tan solo unos días después de haberla conocido. La había visto por primera vez en el restaurante de su padre, acompañada de un grupo de chicas que celebraban una despedida de soltera. Sorprendentemente era virgen, pero aquellos primeros encuentros habían encendido un fuego en ella que no solo ardía para él.

Habían hecho el amor en todos los sitios posibles, en la camioneta, en el apartamento que estaba encima del restaurante, en su habitación, siempre limpia y organizada… Aquel dormitorio era como un oasis en medio del caos de la destartalada casa eduardiana de su madre.

No le había importado en absoluto que su familia no la quisiera, aunque sí se había preguntado en alguna ocasión qué le hubiera parecido a su madre, de haber estado viva. Su abuela había puesto el grito en el cielo y su padre…

Andreas trató de ahuyentar los pensamientos al ver que el dolor estaba cada vez más cerca. La desaprobación de su familia no había hecho más que reforzar su deseo de estar con ella.

Pero ellos sí habían sabido desde el primer momento cómo era ella. Habían sido capaces de ver a través de ese fino velo de hechizante belleza. Él, en cambio, se había dejado cegar por la pasión y por esas declaraciones de amor vacías.

En aquella época era un chico trabajador, fiel a su padre, pero también era ambicioso. Y había sido capaz de ver los fallos en el negocio del restaurante. Giuseppe Visconti era mejor chef que empresario, pero jamás se había dignado a escuchar sus planes innovadores para salvar el negocio. Era demasiado orgulloso y dictatorial. Lo llevaba en la sangre italiana.

–Por encima de mi cadáver –le había dicho–. Nunca tendrás el control de este negocio. Dio mio! ¡Jamás! No mientras sigas con esa chica.

Estaba ciego, loco de amor, y era lo bastante ingenuo como para creer que el amor podía con todo, que con Magenta James a su lado podía superar los prejuicios de su familia y la testarudez de su padre.

Pero Magenta solo se estaba divirtiendo. Mientras estaba con él también ocupaba la cama de otro hombre.

Al principio no había querido creer a su padre, pero finalmente se había decidido a ir a su casa… y se había encontrado con el coche de Rushford aparcado fuera. Era un coche negro muy lujoso que llamaba la atención en aquel barrio humilde.

Había pasado de largo, incapaz de creer lo que veían sus ojos.

–¿De verdad crees que alguna vez fui en serio contigo? ¿Con esto? –la última vez que la había visto ella se había echado a reír y había mirado a su alrededor con desprecio.

Estaban en el restaurante de su padre, ya desierto. El negocio ya empezaba a ir mal.

Le había contado todo lo que su adorado Svengali estaba haciendo por ella y todo lo que tenía pensado conseguir.

Esa noche su padre y él habían discutido, una vez más. Pero en esa ocasión las cosas habían sido distintas. Casi habían llegado a las manos. Su padre le había dicho cosas horribles de ella, cosas que jamás podría repetir, y él le había acusado de tener celos de su propio hijo y de su juventud.

Giuseppe Visconti había muerto en sus brazos esa noche. Su corazón no había aguantado semejante batalla verbal.

Dos meses más tarde su abuela puso el restaurante en venta para pagar los préstamos pendientes del negocio y se marchó a Italia.

Un día, mientras estaba en Estados Unidos, alguien le contó que Magenta estaba viviendo a todo lujo con un magnate llamado Marcus Rushford, y que estaba esperando un bebé.

Era cierto. Se había comportado muy mal ese día. Andreas giró el volante y cruzó las puertas automáticas de su mansión de Surrey. Se había comportado mal, pero no lo bastante.