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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Cathy Williams

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Deseo en el Caribe, n.º 2348 - noviembre 2014

Título original: The Argentinian’s Demand

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4858-0

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

EMILY Edison miró fijamente al frente mientras el ascensor subía hasta el vigésimo piso e iba dejando a otros empleados por el camino. Era hora punta en Piccadilly Circus y en el edificio de cristal en el que trabajaba, situado en el corazón de Londres. Ella no solía llegar a esa hora, no solía llegar nunca después de las ocho, pero esa mañana...

Agarró con sus dedos delgados el bolso de piel. En él llevaba una carta de dimisión, pero tenía la sensación de llevar una bomba que explotaría en cuanto la sacase de su frágil envoltorio. Sintió náuseas al intentar imaginar cómo iba a reaccionar su jefe.

Leandro Pérez no iba a ponerse nada contento. Cuando ella había empezado a trabajar para él, año y medio antes, ya habían pasado por allí muchas secretarias, y ninguna había durado más de quince días seguidos.

Emily había aceptado el trabajo y se había sentido como pez en el agua. En teoría, con veintisiete años, todavía era lo suficientemente joven para dejarse impresionar por un hombre que hacía que todas las mujeres girasen la cabeza al verlo pasar, pero con ella no había sido así.

A Emily no le impresionaba su belleza. Su sensual acento argentino no la volvía loca. Cuando se acercaba y se ponía detrás de ella para mirar la pantalla del ordenador, su sistema nervioso seguía funcionando con normalidad.

Pero en esos momentos, después de quedarse sola en el ascensor, empezó a ponerse nerviosa. Aunque, en realidad, ¿qué iba a hacerle su jefe? ¿Condenarla al exilio? ¿Tirarla por la ventana? ¿Amenazarla con encerrarla en alguna parte y arrojar la llave?

No. Lo máximo que podría hacer sería enfadarse mucho. Estaba segura de que se iba a enfadar, sobre todo, porque quince días antes había alabado su trabajo y le había subido el sueldo, gesto que ella había agradecido mucho.

Emily respiró hondo mientras las puertas del ascensor se abrían y ella salía a la lujosa planta en la que estaban los despachos de los directores de la empresa de electrónica de su jefe.

Era solo una de sus múltiples empresas. Poseía desde editoriales a empresas de telecomunicaciones y recientemente había comenzado con un programa de inversión en hoteles de lujo. Era un hombre inmensamente rico.

Emily miró a su alrededor y pensó que iba a echar de menos aquello. Varias secretarias la saludaron y se dijo que echaría de menos comer con ellas, y también estar en un edificio que, en sí mismo, era una atracción turística. Echaría de menos la adrenalina del trabajo y todas sus responsabilidades, que habían ido aumentando desde que había llegado.

¿También echaría de menos a Leandro?

Se detuvo unos instantes y frunció el ceño, con la mirada clavada en el pasillo enmoquetado que llevaba a su despacho.

El corazón se le aceleró. Tal vez nunca se le hubiese caído la baba por él, como les ocurría a otras, pero no era del todo inmune a sus encantos. Habría tenido que estar ciega para no darse cuenta de lo atractivo que era. Aunque representase todo lo que ella despreciaba, lo cierto era que Leandro era un hombre impresionante.

Y, sí, se confesó a sí misma que echaría de menos trabajar con él. Era un jefe exigente, pero también el más brillante y dinámico que había tenido.

Antes de dejarse llevar por aquellos derroteros, volvió a centrarse, apretó los labios y se alisó la falda con manos temblorosas. Como de costumbre, iba vestida de manera muy profesional, con una falda lápiz gris, medias color carne, zapatos negros, blusa blanca y chaqueta gris a juego con la falda. Todo ello a pesar de que era junio y cada día hacía más calor. Además, llevaba el pelo rubio recogido en un moño.

Avanzó con paso firme hacia el despacho de Leandro, deteniéndose antes de llegar a dejar el bolso y el maletín encima de su escritorio, que estaba en el despacho que había justo delante del de su jefe. Luego llamó a la puerta.

Leandro levantó la vista de la pantalla del ordenador y se apartó del escritorio. Aquello sí que era novedad. Su secretaria llegaba tarde y él estaba desconcertado porque había desperdiciado demasiado tiempo preguntándose el motivo. Aunque, en realidad, todavía faltaban diez minutos para las nueve y su jornada de trabajo empezaba a esa hora.

–Llegas tarde –fue lo primero que le dijo en cuanto entró en su despacho.

Después la recorrió de arriba abajo con la mirada. Siempre iba impecable, nunca se alteraba y lo miraba sin ningún interés. De hecho, en ocasiones, Leandro tenía la sensación de que ni siquiera le caía bien.

Gustaba a las mujeres y lo admitía sin rastro alguno de vanidad. Suponía que se debía a su aspecto y a su cuenta bancaria, una mezcla casi irresistible para el sexo contrario.

–En teoría, se supone que no entro a trabajar hasta dentro de ocho minutos –le respondió ella con toda tranquilidad.

Miró a su jefe y lo vio de manera distinta, sabiendo que pronto dejaría de trabajar para él. Le daría la carta de dimisión antes de marcharse a casa esa tarde, para evitar tenerlo enfadado durante todo el día.

Pensó que era muy guapo. Llevaba el pelo moreno apartado del rostro perfecto. Y tenía unas pestañas que cualquier mujer habría envidiado. Su mirada era oscura y profunda y, en alguna ocasión, lo había sorprendido mirándola con una mezcla de curiosidad y de apreciación masculina.

Era muy alto y, a pesar de que iba vestido con traje, no hacía falta mucha imaginación para saber que debajo se escondía un cuerpo atlético.

Sí, lo tenía todo y volvía locas a las mujeres. Emily lo sabía porque tenía pleno acceso a su vida privada. Escogía los regalos para las mujeres con las que salía, cinco en el último año y medio. Filtraba las llamadas de teléfono y, en una memorable ocasión, hasta había tenido que encargarse de una de ellas que se había presentado en la empresa.

Leandro salía siempre con mujeres muy sensuales, bellezas morenas y curvilíneas, con los pechos generosos y miradas seductoras. El tipo de mujeres que siempre llamaba la atención de los hombres mucho más que cualquier modelo delgada.

El hecho de estar implicada en su vida personal era algo que no iba a echar de menos y eso le recordó el motivo por el que, a pesar de su físico y de su inteligencia, no le gustaba aquel hombre.

Leandro frunció el ceño, pero decidió dejarlo pasar a pesar de no haberle gustado la respuesta de Emily.

–¿Y debo esperar que esto se convierta en un hábito? –preguntó, arqueando las cejas, echándose hacia atrás en su sillón y apoyando ambas manos en su nuca–. Si es así, te agradecería que me avisases de antemano. Aunque... teniendo en cuenta lo que cobras, no pienses que voy a tolerar que mires tanto el reloj.

–No voy a mirar el reloj. Nunca lo he hecho. ¿Quieres que te traiga más café? Y, si me dices qué hay que hacer acerca del procedimiento del acuerdo Reynolds, me pondré con ello inmediatamente...

 

 

No obstante, Emily se pasó el día mirando el reloj, cosa que no había hecho nunca en el pasado, y según fueron pasando los minutos, se fue poniendo más nerviosa.

¿Estaba haciendo lo correcto? Era un paso importante. Iba a renunciar a un sueldo muy generoso, pero ¿acaso tenía elección?

Poco antes de las cinco y media, consideró sus opciones. Porque las tenía. ¿Quién no? Pero todas menos una la llevaban al mismo callejón sin salida.

Recogió su escritorio con la sensación de que iba a ser la última vez que estuviese allí. Leandro le pediría que se marchase inmediatamente. Tal vez le pediría que firmase alguna declaración de confidencialidad.

Lo vio levantar la vista cuando entró en su despacho y supo que se había dado cuenta de que estaba lista para marcharse.

–Son las cinco y veinticinco... –anunció Emily sin rastro de sarcasmo en la voz– y me temo que... tengo cosas que hacer esta tarde...

Solía trabajar hasta después de las seis, en ocasiones, hasta mucho más tarde.

–He terminado los correos electrónicos que hay que enviar a los abogados de Hong Kong y te los he mandado para que los revises –le contó antes de meter la mano en el bolso y sacar la carta de dimisión–. Y hay otra cosa...

Leandro se dio cuenta de que le había temblado la voz y se puso tenso. La miró fijamente y señaló la silla que había al otro lado de su escritorio.

–Siéntate.

–No, gracias. Como he dicho, tengo un poco de prisa...

–¿Qué ocurre? –le preguntó.

Llevaba año y medio trabajando estrechamente con aquella mujer, pasando con ella mucho más tiempo del que había pasado con cualquiera de sus amantes, así que estaba seguro de que ocurría algo.

Leandro estaba intrigado, pero lo que más lo sorprendió fue darse cuenta de que Emily llevaba mucho tiempo intrigándolo. Le intrigaba que fuese tan distante, que tuviese un deseo casi patológico de privacidad. Le intrigaba porque era prácticamente la única mujer que no había reaccionado ante su presencia.

Hacía su trabajo con la mayor eficiencia e, incluso cuando se habían quedado a trabajar hasta tarde y habían pedido comida para cenar allí mismo, Emily se había negado de manera educada a hablar de nada que fuese personal y había preferido mantener con él una relación estrictamente profesional.

–¿Qué quieres decir?

–Quiero decir, Emily, que llevas todo el día actuando de manera extraña...

–¿De verdad? He hecho todo lo que me has pedido.

Emily se sentó porque Leandro seguía mirándola y se sentía incómoda de pie. Había planeado darle la carta y marcharse incluso antes de que la abriese, pero, al parecer, no iba a ser posible.

En esos momentos, en los que sabía que no volvería a verlo nunca, fue consciente de su potente masculinidad. Era casi como si se hubiese dado permiso a sí misma a mirarlo de verdad.

Notó que se le erizaba el pelo de la nuca. Los ojos de Leandro eran tan oscuros e intensos...

Ella bajó la vista rápidamente, enfadada consigo misma, preguntándose de dónde había salido aquel repentino interés. Sacó el sobre de su bolso y se humedeció los labios.

–No eres una foca amaestrada, tu trabajo consiste en mucho más que en hacer lo que te pido –comentó Leandro sin dejar de mirarla–. Es cierto que no eres precisamente un libro abierto, pero es evidente que hoy te pasa algo y quiero saber qué es. No se puede trabajar si el ambiente no es bueno en el trabajo.

Leandro tomó un caro bolígrafo que le había regalado su madre y lo hizo girar entre los dedos, que Emily observó fascinada.

–Tal vez esto pueda explicar mi comportamiento, aunque yo pienso que he realizado mi trabajo con tanta eficiencia como cualquier otro día.

¿Una foca amaestrada? ¿La vería así su jefe? ¿Como alguien que llegaba, hacía lo que tenía que hacer, pero carecía de personalidad? ¿Aburrida? ¿Un autómata? Había mantenido las distancias y no había compartido sus opiniones con nadie, pero ¿desde cuándo era eso un crimen? Apretó los labios y se tragó las ganas de decirle lo que pensaba de él.

Leandro miró el sobre blanco que tenía en la mano y después volvió a mirarla a ella.

–¿Y esto...?

–Léelo. Ya hablaremos de ello mañana.

Hizo ademán de levantarse y él le dijo que se sentase.

–Si vamos a tener que hablar de ello, prefiero que lo hagamos ahora mismo.

Tomó el sobre, lo abrió y leyó la carta varias veces.

Emily intentó poner gesto distante y educado, pero tenía el corazón acelerado.

–¿Qué demonios es esto?

Leandro tiró la carta encima de la mesa, hacia donde estaba ella, que la agarró para que no se cayese al suelo y la dejó en su regazo. Era una breve carta de dimisión en la que decía que le había gustado mucho trabajar con él, pero que había llegado el momento de tomar otro camino. No podría haber sido más seca y fría.

–Ya sabes lo que es. Una carta de dimisión.

–Así que te ha gustado mucho trabajar conmigo, pero ahora quieres hacer otra cosa, ¿no?

–Eso es.

–No me lo creo.

Leandro estaba muy sorprendido. No lo había visto venir y estaba furioso. Normalmente era él quien decidía cuándo uno de sus empleados debía marcharse.

–Si recuerdo bien, te subí sustancialmente el sueldo hace poco tiempo y tú me dijiste que estabas muy satisfecha con las condiciones que tenías aquí.

–Sí. Entonces... todavía no había tomado la decisión de dimitir.

–¿Y la has tomado en menos de un mes? ¿Has tenido una repentina revelación? Tengo curiosidad. ¿O es que llevabas un tiempo buscando otro trabajo y lo has encontrado?

A Leandro no le apetecía tener que volver a trabajar con otra sarta de cabezas de chorlito. Emily Edison había sido la secretaria perfecta. Inteligente, imperturbable, siempre dispuesta a ir más allá de sus responsabilidades. Se había acostumbrado a ella. Y la idea de tener que trabajar sin ella le resultaba inconcebible.

¿Se habría aprovechado demasiado de ella, de su eficiencia y de su deseo de esforzarse lo máximo posible? Leandro se negó a barajar aquella opción. Le estaba pagando por ello y estaba seguro de que no encontraría otro trabajo de secretaria en el centro de Londres donde le pagasen tanto como allí.

–¿Entonces? –le preguntó–. ¿Te han hecho una oferta que no has podido rechazar? Porque, si es eso, la doblaré.

–¿Harías eso?

Emily se quedó boquiabierta. Era evidente que su jefe la valoraba y le gustó oírlo.

–Trabajamos bien juntos –le dijo Leandro–. Y yo sé que no es precisamente fácil trabajar conmigo...

Esperó a que ella lo contradijese, y se sintió desconcertado al ver que no lo hacía.

–¿Es eso? –añadió entonces, frunciendo el ceño–. ¿Estás molesta conmigo...?

No pudo evitar hacerle la pregunta con incredulidad y Emily se dijo que era evidente que Leandro Pérez pensaba que era imposible que una mujer no estuviese completamente feliz en su presencia.

–No, no estoy molesta contigo –le respondió.

Estaba nerviosa porque sabía que era el momento de decir lo que pensaba. Al día siguiente por la tarde habría recogido su escritorio y se marcharía de allí para siempre.

Leandro inclinó la cabeza y la miró fijamente. Emily tenía el rostro sonrojado. ¿Se estaba ruborizando? No la había creído capaz, era una mujer tan serena... y no obstante...

Bajó la vista a sus labios, carnosos y suaves, y tuvo la sensación de que era la primera vez que los veía. La fachada de Emily era fría, pero en esos momentos se estaba rompiendo y él quería ver qué había debajo.

Emily se dio cuenta de que, de repente, su jefe la estaba mirando de manera diferente, con interés. Y se estremeció.

–¿No? –dijo él–. Pues tu expresión dice todo lo contrario.

Emily se puso tensa.

–En realidad, nunca me ha gustado tener que hacerte todo el trabajo sucio.

–¿Qué has dicho?

Ella se ruborizó, incapaz de creer que hubiese dicho aquello.

Lo miró de manera desafiante y respiró hondo.