cover.jpg

portadilla.jpg

 

 

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Annie West

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Una deuda tentadora, n.º 2352 - diciembre 2014

Título original: An Enticing Debt to Pay

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4862-7

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

ME TEMO que en la última auditoría ha aparecido una... irregularidad.

Jonas miró a través de la lustrosa superficie del escritorio y frunció el ceño al ver al director financiero moviéndose incómodo en su asiento.

¿Qué clase de irregularidad podía poner tan palpablemente nervioso a Charles Barker? Él era el mejor. Jonas siempre contrataba a los mejores. No tenía paciencia para los mediocres.

–¿Una irregularidad importante?

–No en términos financieros.

Jonas supuso que debería sentirse aliviado, pero al ver que Barker se aflojaba el nudo de la corbata, tuvo un mal presentimiento.

–Suéltalo ya, Charles.

Charles sonrió, pero su sonrisa se transformó en una mueca mientras le tendía el ordenador por encima del escritorio.

–Mira. Es la segunda línea.

Jonas leyó la primera entrada, una transferencia de varios miles de libras. Debajo, figuraba una entrada mucho más cuantiosa. Pero ninguna de ellas suministraba más información.

–¿Qué se supone que estoy viendo?

–Retiradas de dinero de tu cuenta de inversiones.

Jonas frunció el ceño.

–¿Alguien ha tenido acceso a mi cuenta?

La respuesta era obvia. Él no había sacado ese dinero. Los gastos del día a día los cargaba a otra cuenta y no eran tan significativos como para igualar a sus habituales inversiones.

–Hemos seguido el rastro –por supuesto, Barker había encontrado la respuesta antes de plantearle el problema.

–¿Y? –preguntó Jonas con creciente curiosidad.

–Supongo que te acuerdas de que originariamente esa cuenta se abrió como parte de una empresa familiar.

¿Cómo iba a olvidarlo? Su padre le había explicado con pelos y señales cómo se dirigía un negocio fingiendo que él, como cabeza de familia, era el socio más experimentado. Pero los dos sabían que había sido el talento de Jonas para las inversiones lo que había conseguido levantar aquella empresa. Piers se había limitado a estar a su lado durante el proceso, regodeándose en la novedad del éxito. Hasta que padre e hijo se habían separado.

–Sí, claro que me acuerdo –de hecho, era un recuerdo que le dejaba un sabor amargo en la boca.

–El dinero se retiró utilizando una chequera antigua que, supuestamente, había sido destruida. Los extractos muestran que fueron hechos a nombre de tu padre y...

–Sí, me hago una idea –Jonas dejó que su mirada vagara por aquella vista inigualable de Londres.

Su padre. Jonas no había vuelto a llamarle desde que había descubierto la clase de hombre que era Piers Deveson. A pesar de sus discursos sobre el honor y la familia, Piers no había sido ningún modelo de virtud. A Jonas no le habría sorprendido enterarse de que había encontrado la manera de acceder de manera ilegal a sus cuentas. Lo extraño era que no lo hubiera hecho antes.

–Entonces, Piers...

–¡No! –Barker se irguió en la silla cuando Jonas se volvió hacia él–. Lo siento, pero tengo motivos para creer que no fue tu padre. Toma –le tendió una hoja fotocopiada.

Jonas la estudió con atención. Eran dos cheques con la firma de su padre. Pero, en realidad, no era la auténtica firma de su padre. Se parecía lo bastante como para confundir a una persona que no la conociera, pero Jonas estaba lo suficientemente familiarizado con ella como para distinguir las diferencias.

–Mira las fechas.

Así lo hizo Jonas. Y se sintió como si acabaran de darle un puñetazo en las entrañas. Ya habría sido suficientemente malo que su padre le hubiera robado, pero aquello era... Sacudió la cabeza, presa de una inesperada emoción.

–El segundo cheque fue firmado un día después de la muerte de tu padre.

Jonas asintió en silencio. Conocía la fecha, y no solo porque fuera reciente. Durante cuatro años, su padre había sido una continua fuente de problemas, una vergüenza para la familia, viviendo envuelto en un lujo chabacano con su amante. Cuando Piers había muerto, Jonas no había sentido nada, ni arrepentimiento, ni un alivio de la tensión que se había apoderado de él desde que la deslealtad de Piers se había cobrado el último peaje. Durante semanas, no había sido capaz de sentir nada más que un vacío emocional allí donde debería haber albergado la tristeza.

–Entonces no fue mi padre.

–No. Pero hemos seguido el rastro de la persona que lo hizo. Y no puede decirse que haya sido muy inteligente, teniendo en cuenta la anomalía de la fecha. Fue la señora Ruggiero, desde su dirección de París.

Barker le tendió otra hoja en la que figuraba la dirección del exclusivo apartamento que Piers Deveson había compartido durante sus últimos años de vida con su amante, Silvia Ruggiero.

Jonas vaciló un instante antes de agarrarla. Le temblaron los dedos como si la hoja quemara.

–Así que la amante de mi padre cree que puede seguir exprimiendo a la familia incluso después de que mi padre haya muerto.

¿Cómo podía pensar aquella mujer que podría salirse de rositas después de todo lo que les había hecho a los Deveson? Se le aceleró el pulso al pensar en aquella mujer que tanto daño le había hecho. La recordaba tan claramente como si la hubiera visto el día anterior. Recordaba su voluptuosa figura, sus ojos resplandecientes y su pelo oscuro. Era la encarnación del sexo, había dicho uno de sus amigos la primera vez que había visto a Silvia, que por aquel entonces era el ama de llaves de los Deveson. Y tenía razón. Ni siquiera el uniforme había conseguido sofocar la vibrante sexualidad que emanaba de aquella mujer.

Eso había sido semanas antes de que su padre abandonara a la familia para fugarse con el ama de llaves al lujoso apartamento que poseía en París.

Cuatro meses después, la madre de Jonas había aparecido muerta. «Muerte por sobredosis accidental», había dicho el forense. Pero Jonas sabía la verdad. Desdeñada durante años por el hombre del que estaba enamorada, había sido incapaz de soportar la humillación y se había suicidado.

Jonas respiró hondo. La mujer responsable de la muerte de su madre había vuelto a golpear a la familia. ¡Había tenido el valor de pensar que podía continuar robándoles!

El papel que tenía en la mano crujió cuando apretó el puño. Surgió la furia, tensando hasta el último de sus músculos. Le dolía la mandíbula por la fuerza con la que apretaba los dientes, intentando contener una invectiva que sabía inútil.

Durante seis años había vivido despreciando la idea de venganza. Había conseguido vencer la tentación enterrándose en el trabajo y negándose a mantener contacto con Piers y con su amante.

Pero aquella había sido la gota que había colmado el vaso. Sentía correrle la sangre por las venas y, por primera vez, se permitió a sí mismo contemplar el placer de la venganza.

–Déjame esto a mí, Charles –Jonas sonrió lentamente–. No hace falta denunciar el robo. Yo me ocuparé personalmente de esto.

 

 

Ravenna revisó el apartamento desesperada. La mayor parte de los muebles eran falsos, desde las sillas Luis XV hasta las porcelanas que pretendían ser de Limoges y Sèvres.

Su madre siempre había sabido hacer economías, sobre todo en los momentos más duros.

A los labios de Ravenna asomó una pesarosa sonrisa. Vivir en un apartamento de la Place des Vosges, uno de los lugares más exclusivos de París, no podía considerarse una situación dura. Y menos todavía comparada con la época en la que Ravenna era pequeña, cuando escaseaba la comida y apenas tenían suficiente ropa de abrigo para protegerse del frío en invierno. Pero aquellas experiencias le habían sido muy útiles a su madre. Cuando el dinero había empezado a escasear, se había dedicado a reemplazar metódicamente todas aquellas valiosas antigüedades por copias.

Silvia Ruggiero siempre había sabido ingeniárselas, aunque últimamente, lo había hecho para vivir rodeada de un lujo que resultaba ridículo. Pero eso era lo que quería Piers y para Silvia, nada más importaba.

Ravenna soltó un trémulo suspiro. Su madre estaba mucho mejor en Italia, acompañada de una amiga, que allí, enfrentándose con las secuelas de la muere de Piers. Si le hubiera contado directamente que Piers había sufrido un infarto, podía haber ido a verla ese mismo día. Incluso en aquel momento le resultaba difícil comprender que su madre hubiera preferido quedarse sola a molestarla con otro de sus problemas.

¡Madres! ¿No se daban cuenta de que sus hijos crecían?

Cuando Ravenna había aterrizado en París, procedente de Suiza, apenas había reconocido a Silvia. Por primera vez en su vida, su madre aparentaba más años de los que tenía, estaba devorada por la tristeza. Ravenna estaba preocupada por ella. Piers podía no haber sido el hombre favorito de Ravenna, pero Silvia le había amado profundamente.

Sí, era preferible que su madre estuviera fuera. Cerrar aquella casa era lo menos que podía hacer Ravenna, sobre todo con lo generoso que había sido Piers cuando lo había necesitado. De modo que, ¿qué importancia podía tener el verse obligada a tratar con sus acreedores y vender lo poco que su madre había dejado?

Se volvió hacia el inventario, alegrándose de que su madre se hubiera encargado de que lo organizara un experto, que había separado los objetos de valor de los falsos. A los ojos de Ravenna, todo resultaba obscenamente caro y ostentoso. Pero teniendo en cuenta que vivía en un apartamento de una sola habitación en un anodino barrio de las afueras de Londres, no era quién para juzgar.

 

 

Jonas llamó al telefonillo por segunda vez, preguntándose si Silvia se habría ido y aquel repentino viaje a París no iba a terminar siendo una pérdida de tiempo.

Él nunca actuaba por impulso. Era una persona metódica y racional. Pero también tenía un agudo instinto para detectar la debilidad, para encontrar el momento óptimo para atacar. Y seguramente, en aquel momento, cuando apenas habían pasado unas semanas de la muerte de Piers, la amante de su padre estaría comenzando a sentir la presión de los acreedores.

Una voz femenina contestó por fin.

–¿Quién es?

¡Sí! El instinto no le había fallado.

–Vengo a ver a la señora Ruggiero.

–¿Monsieur Giscard? Le estaba esperando. Suba, por favor.

Jonas abrió la puerta y entró en el vestíbulo de mármol. Ignoró el ascensor y subió a pie hasta el segundo piso, en el que se encontraba el que había sido el nido de amor de su padre. Reprimiendo un escalofrío de repugnancia, llamó con los nudillos a la puerta.

La puerta se abrió inmediatamente y Jonas accedió al lujoso vestíbulo pasando por delante de una mujer joven.

–Usted no es monsieur Giscard –aquella acusación le sobresaltó.

Se volvió y descubrió unos ojos de color miel fijos en él.

–No, no soy monsieur Giscard.

Se detuvo por primera vez a mirar a aquella mujer y algo parecido a la sorpresa lo atravesó.

Delgada hasta el extremo de parecer frágil, contaba, sin embargo, con las curvas adecuadas, aunque las ocultara parcialmente una ropa oscura ligeramente grande. Pero fue su rostro el que le llamó la atención. Una boca ancha y sensual, una nariz recta, los pómulos marcados dándole un aire de duende, las pestañas oscuras y espesas y unas cejas finas enmarcando unos ojos tan luminosos que parecían tener luz propia. Cada una de las facciones de aquel rostro con forma de corazón estaba tan definida que el conjunto podría haber resultado excesivo. Sin embargo, se fundían de una forma perfecta.

Era una mujer muy atractiva. No al modo de una belleza clásica, sino de una forma mucho más peculiar. Jonas sintió que se le aceleraba el pulso y se tensó. ¿Cuándo le había afectado por última vez la visión de una mujer?

–¿Y usted es? –la mujer inclinó la cabeza, haciendo que la mirada de Jonas se trasladara de la boca hasta el pelo, que llevaba muy corto. Unas cuantas semanas y comenzaría a rizársele.

Jonas frunció el ceño. ¿Por qué se estaba fijando en una cosa así cuando tenía otras cuestiones mucho más importantes en mente?

–Estoy buscando a la señora Silvia Ruggiero.

–Pero no tiene una cita con ella

Había algo nuevo en su voz. Algo duro y asertivo.

–No –curvó los labios en una sonrisa de sombría anticipación–, pero sé que querrá verme.

La joven se colocó entonces en su línea de visión, bloqueándole la vista del salón. Jonas reparó en la ágil elegancia de sus movimientos, aunque se dijo que no tenía tiempo para distracciones.

–Eres la última persona a la que Silvia querría ver –replicó ella, tuteándole de pronto.

–¿Sabe quién soy? –Jonas endureció la mirada ante su actitud desafiante.

–He tardado un poco en darme cuenta, pero claro que lo sé.

Algo cambió de pronto en su expresión. Fue algo tan repentino que Jonas apenas pudo interpretarlo. Pero comprendió que no estaba tan segura y confiada como aparentaba.

–¿Y tú eres? –también él la tuteó.

Jonas estaba acostumbrado a que le reconocieran por los reportajes que aparecían en la prensa, pero su instinto le decía que no era la primera vez que coincidía con aquella mujer.

–Evidentemente, alguien fácil de olvidar.

Curvó los labios en una sonrisa que, por ridículo que pudiera parecer, provocó una nueva oleada de calor en el vientre de Jonas.

Jonas parpadeó, enfadado por su reacción.

–Silvia no está aquí, así que no puedes verla –la joven pronunció aquellas palabras con un precipitado susurro que desmentía su postura defensiva.

–En ese caso, esperaré.

Jonas dio un paso adelante, pero lo único que consiguió fue topar contra aquella delicada envergadura, vibrante en aquel momento por la tensión. Esperaba que se apartara, pero ella le sorprendió manteniéndose en su lugar. Pero Jonas se negó a retirarse, sin importarle el efecto que tenía la cercanía de su cuerpo.

Bajó la vista hacia aquellos ojos de color dorado que le miraban abiertos como platos con expresión de sorpresa.

–No pienso marcharme –musitó, reprimiendo un inexplicable deseo de alzar la mano para comprobar si aquel cutis era tan suave como parecía–. Este asunto no puede esperar.

La mujer volvió a tragar saliva. Jonas siguió el movimiento de su delicada garganta con una fascinación que le sorprendió a él mismo. Llegaba hasta él su fragancia, cálidamente femenina, con el toque inconfundible de la canela. La joven retrocedió de pronto bruscamente, haciéndole mirarla a los ojos.

–En ese caso, tendrás que hablar conmigo –se volvió y le condujo hacia el salón.

Jonas apartó la mirada del balanceo de las caderas enfundadas en unos pantalones, enfadado consigo mismo por estar desviando la atención del asunto que le había llevado hasta allí.

Su anfitriona se sentó en una butaca situada junto a una ventana enmarcada por unas cortinas doradas.

–¿Por qué voy a querer hablar con una desconocida? –preguntó Jonas, desviando la mirada hacia un reloj de bronce de exagerado adorno.

Pero ¿había algo en aquel salón que no resultara excesivo? Todo en él apestaba a la fijación de los nuevos ricos por la cantidad en detrimento de la calidad. No había tardado en darse cuenta de que muchos de los objetos del salón eran falsos. Pero así era su padre, todo apariencia.

–No soy una desconocida. A lo mejor, si dejaras de hacer el inventario, te darías cuenta.

Para sorpresa de Jonas, sintió un intenso calor en la piel. Era cierto, su conducta resultaba groseramente calculadora, pero no necesitaba congraciarse ni con la amante de su padre ni con su compinche.

–En ese caso, quizá podrías hacerme el favor de contestar a una pregunta. ¿Quién eres?

–Pensaba que era evidente. Soy Ravenna, la hija de Silvia.

 

 

Ravenna vio la sorpresa dibujada en las facciones de Jonas. Cualquiera diría que, después de tantos años, debería estar acostumbrada, pero lo cierto era que continuaba afectándola.

Ravenna había sido una niña desgarbada, de piernas y brazos largos, pies grandes y una nariz que había tardado años en crecer. Con el pelo oscuro, el aspecto italiano, su nombre exótico y su voz ligeramente ronca, siempre había sido la rara en los colegios ingleses a los que había asistido. Cuando la gente la veía con su madre, una mujer pequeña e impresionantemente bella, el comentario más amable que surgía de sus labios era sobre lo diferentes que eran. Los menos amables en el internado eran... En fin, hacía años que había preferido olvidarlo.

Pero ella pensaba que Jonas se acordaría de ella, aunque la última vez que le había visto llevaba trenzas y aparato en los dientes.

Era cierto que también a ella le había costado reconocerle. No había sido fácil conciliar la imagen de aquel sombrío intruso con la del joven que tan considerado había sido con ella el día que la había encontrado acurrucada y triste en el establo. Entonces había sido más amable con ella, mucho más comprensivo. Ante sus ojos adolescentes, había brillado como un dios poderoso, inalcanzable y sexy como las estrellas de cine. ¿Quién habría pensado que alguien con tanto encanto podría convertirse en un hombre tan malvado? Pero no había perdido su atractivo.

Ravenna volvió a fijar la mirada en aquellos ojos grises que la examinaban con tanta atención.

No, también eso había cambiado. La suavidad de la juventud había abandonado las facciones de Jonas, dejándolas austeramente esculpidas y atractivamente desnudas, mostrando el resultado de generaciones y generaciones de aristocrática cuna.

Desde la arrogante nariz hasta la fuerte barbilla, desde el denso pelo oscuro hasta los hombros anchos y el musculoso pecho, Jonas era el típico hombre por el que las mujeres perdían la cabeza.

Pero por atractivo que fuera o por muy acostumbrado que estuviera a dar órdenes, ella no iba a plegarse a su autoridad.

–¿Qué problema tienes con mi madre? –preguntó Ravenna, cruzando las piernas y posando los brazos en el sillón como si estuviera completamente relajada.

–¿Cuándo vuelve tu madre?

La furia de sus ojos era inconfundible. A pesar de su aparente calma, estaba empezando a perder la paciencia.

–Si no eres capaz de contestar educadamente, puedes marcharte.

Ravenna se levantó, harta de soportar al privilegiado hijo de Piers. Y estaba ya de camino hacia la puerta cuando las palabras de Jonas la hicieron detenerse.

–Es un asunto privado entre tu madre y yo.

Ravenna se volvió lentamente, consciente de que eso solo podía significar que su madre tenía problemas.

–Mi madre no está en París, puedes tratar ese asunto conmigo.

–¿Dónde está? Quiero saberlo inmediatamente.

Ravenna apretó los puños. Aquella actitud arrogante la enfurecía.

–Yo no soy tu sirvienta –respondió manteniendo la voz milagrosamente serena–. Es posible que mi madre trabajara para tu familia en otra época, pero eso no te da ningún poder sobre mí.

–Sin embargo, sí que tengo poder sobre tu madre –respondió Jonas con una peligrosa suavidad.

–¿Qué quieres decir? –el miedo la hizo elevar ligeramente el tono de voz.

–Quiero decir que tu madre tiene un serio problema.

–Y tú no estás aquí para ayudarla, ¿verdad?

La despiadada carcajada de Jonas confirmó el frío presentimiento de Ravenna.

–¡En absoluto! He venido aquí porque quiero ver cómo la encarcelan por sus delitos.

Capítulo 2

 

RAVENNA dobló las rodillas mientras la habitación giraba a su alrededor. Tuvo que alargar la mano para aferrarse a algo mientras luchaba contra el pánico.

Los últimos meses habían sido mucho más duros de lo que nunca podía haberse imaginado. Pero nada la había preparado para enfrentarse al odio que veía en las facciones de Jonas Deveson. Había en ellas una férrea determinación que la aterraba. Sabía que estaba hablando en serio, que pretendía enviar a su madre a prisión.

Sintió una mano alrededor de la muñeca, unos dedos largos descargando un intenso calor sobre su piel helada.

Perpleja, Ravenna bajó la mirada y descubrió que se había agarrado a lo que tenía más cerca, la solapa de la chaqueta de Deveson. Y era él el que la había sostenido para evitar que se cayera.

–¿Te encuentras bien?

La preocupación confería a su voz cierta suavidad. La habitación dejó de dar vueltas y Ravenna apartó la mano. Giró sobre sus talones y se acercó a la ventana. Se aferró allí a las cortinas. La tela era suave, pero no tan tranquilizadora como la fina lana caldeada por el cuerpo de Jonas Deveson.

Sacudió la cabeza, intentando apartar de su mente aquel absurdo pensamiento.

–¿Ravenna?

Ravenna alzó bruscamente la cabeza. Recordaba a Jonas llamándola así la única vez que habían hablado. En aquel entonces, había pensado que no había nadie en el mundo capaz de hacer que su nombre sonara tan bonito. Durante años, su nombre había sido fuente de incontables pullas. En el colegio la llamaban «cuervo desgarbado» y cosas mucho peores. Era inquietante descubrir que Jonas continuaba siendo capaz de convertir su nombre en algo especial.

–¿Estás bien?

Le oía más cerca y tensó la espalda.

–Todo lo bien que se puede esperar cuando apareces de pronto amenazando a mi madre –se volvió con desgana hacia él–. ¿Qué se supone que ha hecho mi madre?

–No es ninguna suposición. ¿Crees que hubiera venido hasta aquí si no hubiera sido un hecho? –su voz rezumaba desprecio mientras señalaba el salón.

A Ravenna dejó de latirle el corazón. No se podía creer que su madre hubiera hecho algo terrible, pero, al mismo tiempo, sabía que solo las circunstancias más extremas podían haber acercado a Jonas Deveson a menos de un kilómetro de Silvia Ruggiero.