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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 46 - julio 2015

© 2006 Harlequin Books S.A.

Muy en secreto

Título original: Under Deepest Cover

 

© 2006 Harlequin Books S.A.

Divorcio roto

Título original: Marriage Terms

Publicadas originalmente por Silhouette® Books

Publicados en español en 2007

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6833-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Muy en secreto

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Divorcio roto

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Muy en secreto

Capítulo Uno

 

–¡Tienes que ayudarme a salir de aquí! –siseó Lucy Miller, apretando el teléfono móvil en su mano.

No era un teléfono móvil cualquiera, sino uno encriptado que le habían llevado por mensajería a casa hacía unas semanas. Había sonado justo cuando estaba saliendo de una reunión y había ido al aseo de señoras a contestar la llamada, asegurándose antes de que no hubiese nadie.

–Relájate, Lucy –le dijo aquella voz aterciopelada que tan bien conocía ya.

A menudo había fantaseado con aquella voz, preguntándose qué aspecto tendría el hombre al que pertenecía, pero en ese momento estaba demasiado asustada para tratar de imaginar nada que no fuese cómo salir de aquella situación de una pieza.

–No me digas que me relaje. No eres tú quien está en este banco intentando actuar con normalidad sabiendo que alguien quiere matarte.

–Nadie va a matarte.

–Eso lo dices porque no has visto al hombre que estaba siguiéndome esta mañana. Reconozco a un asesino a sueldo cuando lo veo. Llevaba gabardina.

–¿Y qué?; está lloviendo.

–¡«Casanova», no estás escuchándome! Me han descubierto; alguien ha estado en mi apartamento. O me sacas de aquí, o tomaré el primer avión que salga para Sudamérica y me llevaré todos los datos conmigo.

–¡No! Espera, Lucy, sé razonable; no…

–Estoy siendo razonable. He hecho todo lo que me has pedido sin cuestionar nada; he confiado en ti aunque nunca nos hemos visto ni sé tu nombre. Ahora eres tú quien tiene que confiar en mí. No soy idiota, y si no me sacas de aquí este teléfono tan caro acabará en la primera alcantarilla que encuentre y nunca volverás a saber de mí.

–Está bien, está bien. Supongo que podría reunirme contigo sobre las cinco y media o las seis. ¿Crees que podrás mantener la calma hasta entonces, irte a casa y esperarme allí?

Lucy inspiró profundamente, en un intento por tranquilizarse.

–De acuerdo, pero si me ocurre algo tienes que prometerme que te pondrás en contacto con mis padres y les dirás que los quiero, que siempre los he querido aunque no se lo haya dicho muy a menudo.

–No te pasará nada, exagerada –le contestó él–. Recuerda, no pierdas los nervios –le reiteró antes de colgar.

Lucy le lanzó una mirada furibunda al teléfono antes de colgar también. ¿Exagerada? ¿Acaso creía que estaba paranoica o algo así?

Guardó el aparato en el bolso, salió del cuarto de baño, y se dirigió a su despacho con la esperanza de no encontrarse con nadie. Sin embargo, justo cuando estaba doblando una esquina se topó con el director del banco, el señor Vargov.

–Ah, hola, Lucy. Precisamente estaba buscándote.

–Perdone; estaba en el aseo. El almuerzo no me ha sentado muy bien –mintió.

El señor Vargov escrutó su rostro con su ojo sano. Le habían dicho que había perdido el otro en algún tipo de accidente, pero desconocía los detalles.

Lucy rogó por que no notara lo nerviosa que estaba.

–Desde luego no tienes buen aspecto –le dijo el director–; estás muy pálida.

–Oh, no se preocupe, estoy bien –replicó ella, forzando una sonrisa.

El señor Vargov siempre la trataba con amabilidad, de un modo casi paternal incluso. Era amigo de su tío Dennis, y había sido quien le había dado aquel empleo en un momento de su vida en que había estado desesperada por encontrar un trabajo estable.

A pesar de ser licenciada en Ciencias Económicas no se había visto lo suficientemente preparada para el puesto que le habían dado porque no tenía experiencia, pero parecía que estaban contentos con ella.

De hecho, en opinión del señor Vargov hacía demasiado bien su trabajo; decía que era demasiado concienzuda. Sin embargo, no se había tomado en serio sus sospechas de malversación de fondos. Ése era el motivo por el que había acudido al Departamento de Seguridad Nacional, y así había sido como había entrado en contacto con «Casanova».

–¿Por qué no te tomas libre el resto de la tarde? –le sugirió el señor Vargov.

–Oh, no, no puedo hacer eso; me dijo usted que necesitaba esos informes para…

–Los informes pueden esperar; vete a casa y descansa, Lucy.

–Gracias, señor Vargov, pero de verdad que estoy bien. Quizá salga un poco antes si veo que sigue molestándome el estómago.

Y quizá debería hacerlo, se dijo cuando el director se hubo alejado por el pasillo. Tal vez así lograría despistar al hombre que había estado siguiéndola.

No le importaría nada dejar aquel trabajo. Había necesitado un lugar para recobrarse, para curar sus heridas y reencontrar el norte, y Alliance Trust, un banco de Washington, se lo había permitido, pero sentía que había llegado el momento de que continuara su camino.

Se quedaría otra hora para descargar más información a la memoria USB de alta capacidad que le habían enviado con el móvil encriptado, y luego se iría de allí para no volver.

Casanova le había prometido que la llevaría a un piso franco, y cuando hubiesen arrestado y encarcelado a todos los implicados en aquel turbio asunto, comenzaría una nueva vida en otra ciudad.

A las tres y diez ya estaba lista para marcharse. Escondió la memoria USB en el sujetador, y tras tomar el bolso y el paraguas fue a decirle a Peggy Holmes, la secretaria del señor Vargov, que se iba a casa porque le molestaba el estómago.

–Vete tranquila, Lucy –le dijo la mujer–. En todo el tiempo que llevas aquí sólo has faltado una vez al trabajo, y fue porque te tuvieron que hacer una endodoncia, si no recuerdo mal.

Peggy, que llevaba casi veinte años en el banco, pasaba ya de los sesenta, pero tenía una memoria portentosa para los detalles, y era muy eficiente en su trabajo.

La idea de bajar sola al aparcamiento no se le antojaba muy apetecible, y además se dijo que quizá sería mejor variar su rutina diaria para despistar a quien estaba vigilándola. Tomaría el autobús en vez de volver en coche.

Cuando abandonó el edificio seguía lloviendo. Era una lluvia fina pero incesante, así que abrió el paraguas y aprovechó para, oculta debajo de él, comprobar que no hubiera nadie a la vista. No vio a nadie sospechoso, así que echó a andar con calma, y se detuvo a unos metros de la parada de autobús y fingió que miraba un escaparate.

Sólo cuando vio que se acercaba el autobús echó a correr y subió a él, justo antes de que se cerraran las puertas. Las únicas personas a bordo además de ella eran una madre y sus dos hijos pequeños; gracias a Dios.

Cuando se bajó en su parada volvió a mirar en todas direcciones. Parecía que no la habían seguido. O eso, o quienes la estuvieran vigilando habían decidido que no tenían por qué preocuparse. Habían entrado en la casa, pero era imposible que hubieran hallado nada que pudiera delatarla. Siempre llevaba consigo la memoria USB.

La casa donde vivía sólo tenía una puerta, así que la había trucado esa mañana al salir para poder saber si alguien había intentado forzarla.

Sin embargo, para su alivio el trozo de hilo que había pillado entre la puerta y el marco seguía en el mismo sitio. Sacó la llave del bolso y entró, deteniéndose un instante para sacudir el paraguas y asegurarse otra vez de que no la habían seguido.

Llevaba dos años viviendo allí de alquiler, y había sido su tío quien le había encontrado aquel sitio. No estaba mal, pero era una casa impersonal en un barrio aburrido, como aburrida había sido su vida hasta hacía unas semanas. De hecho, no se había tomado molestia alguna por hacer la casa más acogedora, así que tampoco le costaría nada decirle adiós.

Apenas había cerrado y echado el cerrojo cuando una mano le tapó la boca, al tiempo que el asaltante la agarraba por la cintura, atrapándola de modo que no pudiera huir.

A pesar del pánico que la invadió, Lucy reaccionó con rapidez. Le clavó el paraguas en el muslo y el hombre emitió un gruñido.

Lucy aprovechó para soltarse. Se puso en cuclillas, le agarró una pierna y tiró. El hombre cayó al suelo, y Lucy se apresuró a incorporarse, se giró sobre los talones, y le apuntó a la garganta con la punta del paraguas, como si fuese una espada.

–¡Lucy, para! ¡Soy yo, «Casanova»! –exclamó el extraño, arrancándole el paraguas y arrojándolo a un lado.

Al hacerlo, sin embargo, no sólo logró «desarmarla», sino también hacerle perder el equilibrio, con lo que Lucy cayó sobre él, y se encontró mirándose en los ojos más azules que había visto jamás.

–¿«Casanova»? –repitió anonadada.

Sin embargo era una pregunta retórica; sabía que era él. Lo había sabido nada más oír su voz.

–Por Dios, ¿estás loca o qué? Casi me matas.

–Entras en mi casa, me atacas, me defiendo… ¿y me dices que estoy loca?

–Se suponía que no debías llegar hasta más tarde y no sabía quién eras –replicó él–. Por cierto, ¿dónde has aprendido a defenderte así?

–Asistí a unas clases de defensa personal hace un tiempo –contestó Lucy–. Aún no me has dicho qué estás haciendo aquí. ¿Por qué no has esperado a que llegara?

–Quería averiguar si estaban vigilándote de verdad, como me dijiste.

–Pero… ¿cómo has entrado? La puerta no está forzada.

–He entrado por la casa de tu vecina –respondió él con una sonrisa socarrona, antes de señalarle un enorme boquete en la pared del salón.

Lucy lo miró con los ojos muy abiertos.

–¿Has entrado por ahí? Por Dios, le habrás dado un susto de muerte a mi vecina. Y no quiero ni pensar qué dirá mi casero cuando vea la pared.

–No estarás aquí para averiguarlo porque nos vamos.

Lucy se sintió inmensamente aliviada al oír esas palabras.

–Entonces… ¿quieres decir que me crees?

Casanova se puso serio.

–En esta casa hay más micrófonos ocultos que en la embajada de los Estados Unidos en Rusia. No hay duda de que alguien ha estado aquí.

–¿Significa eso que están escuchándonos en este momento? –le preguntó Lucy bajando la voz.

–Supongo que será un sistema de grabación que se active al captar ruido de voces, pero no creo que estén a la escucha ahora mismo. Se supone que a esta hora no deberías haber llegado aún a casa –le explicó él–. Pero no disponemos de mucho tiempo; tenemos que salir de aquí lo antes posible. Así que, si no te importa, ¿podrías…?

Lucy se puso roja como un tomate al caer en la cuenta de que todavía seguía encima de él. Podía sentir cada ángulo de su cuerpo musculoso debajo de ella, y la verdad era que no resultaba desagradable en absoluto. «Por Dios, Lucy, ¿en qué estás pensando?», se reprendió.

Se incorporó con tal torpeza por el azoramiento que al hacerlo le dio sin querer con la rodilla en la entrepierna.

Casanova emitió un gemido ahogado de dolor.

–Eres un peligro público, Lucy Miller –masculló incorporándose.

Cuando se hubo puesto de pie, Lucy pudo mirarlo bien, y tuvo que admitir que ni en sus fantasías lo había imaginado tan guapo: alto, complexión atlética, pelo castaño… y, Dios, ¡esos ojos!

–Tienes tres minutos para recoger lo que te vaya a hacer falta –le dijo–. Sólo lo estrictamente necesario –recalcó–: unas cuantas mudas de ropa interior, medicinas, tu cepillo de dientes… Por la ropa no te preocupes.

Lucy asintió y corrió al dormitorio. Sacó unas cuantas braguitas, sujetadores, y calcetines de la cómoda, su cepillo de dientes, y el medicamento que tomaba para la alergia, y lo metió todo en la mochila.

Todavía le quedaban un par de minutos, así que se quitó la falda, la blusa, y las medias, y se puso una camiseta, unos vaqueros, calcetines de algodón, y unas zapatillas de deporte.

No sabía dónde iban, cuánto tardarían en llegar, o si harían alguna parada, así que al menos quería estar cómoda.

Cuando salió del dormitorio, Casanova estaba esperándola impaciente.

–Ya era hora.

–Dijiste tres minutos, y eso es lo que he tardado –contestó ella sin poder reprimir una sonrisilla traviesa.

–Estás disfrutando con esto –apuntó él, mirándola con los ojos entornados.

–En cierto modo –admitió Lucy.

Hacía mucho tiempo de la última vez que había sentido la adrenalina corriéndole por las venas, como en ese momento, y sí, la verdad era que resultaba excitante.

–Pero estoy segura de que tú también; si no no serías un espía.

Él asintió.

–En fin, vámonos –le dijo antes de conducirla al agujero en la pared.

–Menos mal que la señora Pfluger no está en casa –murmuró Lucy–; le habría dado un ataque.

–¿Cómo estás tan segura de que no está?

Y dicho y hecho, la señora Pfluger, su vecina de ochenta y dos años, estaba sentada en la sala de estar viendo la televisión.

–Ah, ya está usted de vuelta –saludó a Casanova con una sonrisa.

Aunque casi no podía moverse por la artritis, la cabeza seguía funcionándole tan bien como si tuviera veinte años.

–Hola, Lucy.

La joven se quedó mirándola patidifusa.

–¿Se conocen?

–Bueno, hasta ahora no nos conocíamos, pero este caballero tan simpático me ha explicado que corrías peligro porque te persiguen unos terroristas y que necesitabas de mi ayuda para poder escapar, así que… –contestó la anciana encogiéndose de hombros, como si aquello fuese algo de lo más normal.

–Pero la pared… le ha destrozado la pared… –murmuró Lucy azorada.

–Oh, no te preocupes por eso; me ha dado un fajo de billetes para que pueda arreglarla –le respondió su vecina antes de girar de nuevo la cabeza hacia Casanova–. He metido en esa bolsa las cosas que me pidió –le dijo señalando una vieja bolsa de la compra a su lado–. Es ropa vieja que ya no me pongo porque se me ha quedado pequeña.

Casanova le echó un vistazo a los contenidos de la bolsa y sonrió.

–Excelente; está siendo usted de gran ayuda, señora Pfluger –le dijo. Luego se volvió y le tendió la bolsa a Lucy–. Cámbiate. Estás a punto de convertirte en Bessy Pfluger.

 

 

Desde que Lucy se pusiera en contacto con ellos, Bryan Elliott, cuyo nombre en clave era «Casanova», había estado investigándola para asegurarse de que era de confianza. Había averiguado muchas cosas sobre ella, como dónde se había criado, dónde había estudiado, y qué empleos había tenido, y hasta el momento les había sido de mucha ayuda. Era lista, discreta, y concienzuda, pero había sido al conocerla en persona cuando más lo había sorprendido. También era valiente, y con el entrenamiento adecuado quizá… No, no debía pensar aquello siquiera.

No podía arrastrarla a la clase de existencia plagada de mentiras que él llevaba. Lucy Miller desconocía la cara fea de la vida y… Y aquélla era probablemente la ropa más fea que había visto jamás, se dijo reprimiendo una sonrisilla mientras la veía enfundarse unos pantalones de chándal de su vecina.

Encima de la camiseta se había puesto un chubasquero horroroso de color verde que parecía una tienda de campaña, y se había colocado en la cabeza una peluca de rizos canosos.

La señora Pfluger le había ofrecido sus gafas para completar el disfraz, pero Bryan le había dicho que no hacía falta, aunque se había cuidado de no añadir que no era necesario porque las gafas de pasta de Lucy eran casi tan feas como las suyas.

¿Cómo podía una chica tan joven llevar unas gafas tan poco estéticas?

–Mi bastón está allí –le dijo la anciana a Lucy, señalándole un bastón de madera apoyado en un rincón.

–Es imposible que esto funcione –gimió Lucy desesperada–. Nadie se creería al verme que tengo ochenta años.

–Ochenta y dos –la corrigió la señora Pfluger.

–Estoy seguro de que aunque haya alguien vigilando ahí fuera, ni se fijarán en ti –dijo Bryan tomando el bastón y tendiéndoselo–. Vamos, prueba a imitar la forma de caminar de una mujer mayor.

Lucy se encorvó y lo intentó.

–Cielos –murmuró la señora Pfluger–. Por favor, dime que no es ése el aspecto que tengo yo cuando voy andando por la calle.

–No, claro que no; estaba exagerando –se apresuró a contestar Lucy. Se acercó a la anciana y le dio un abrazo–. No sabe cómo le agradezco que esté ayudándome, señora Pfluger. Quiero decir que… ni siquiera conoce a este hombre.

–Me ha enseñado su placa –replicó la anciana. Obviamente ni se le había pasado por la cabeza que pudiera ser falsa–. Y además parece un buen chico; estoy segura de que cuidará de ti.

–Eso espero –murmuró Lucy lanzándole una mirada significativa a Bryan–. ¿Nos vamos?

Bryan le dio las gracias a su vecina y salieron de la casa.

–Mantén la cabeza gacha –le dijo en un susurro a Lucy, mientras caminaban calle abajo–. Así. Lo estás haciendo estupendamente. Si no supiera la verdad creería que eres una abuelita.

Cuando llegaron al lugar donde había dejado aparcado el coche en el que había ido hasta allí, le abrió la puerta a Lucy, fingió ayudarla a subir en él, y lo rodeó para sentarse al volante.

Puso el vehículo en marcha y se alejaron. Miró por el retrovisor, pero no parecía que nadie los estuviese siguiendo, y por fin se relajó un poco.

Minutos después entraban en el aparcamiento del centro comercial de donde se había llevado el coche, y lo dejó aparcado cerca de donde lo había encontrado.

–¿Por qué hemos parado aquí? –le preguntó Lucy.

–Porque vamos a cambiar de coche –respondió él apagando el motor y sacando su llave multiusos del contacto.

–¿Qué es eso? –inquirió Lucy señalándola–. Oh, Dios mío, ¿no me digas que has robado este coche?

–Robado no; sólo lo he tomado prestado. La dueña está ahí dentro comprando y nunca se enterará.

–Da un poco de miedo… que existan chismes como ése, quiero decir, y que los agentes secretos del gobierno vayan por ahí robando coches.

–Los agentes secretos del gobierno hacen cosas mucho peores, me temo –murmuró él cuando se hubieron bajado del vehículo.

No quería decírselo aún a Lucy, pero tenía un mal presentimiento.

La condujo al coche en el que había llegado allí, un Jaguar plateado, su vehículo particular. No había querido arriesgarse a que lo identificaran, y por ello había hecho el cambio.

–Vaya, éste es mejor que el Mercedes de antes –comentó Lucy cuando estuvieron dentro del vehículo–. ¿También lo estás tomando prestado?

–No, este coche es mío.

Lucy dejó escapar un largo silbido.

–No imaginaba que ser espía estuviese tan bien pagado como para poder tener un Jaguar.

–Y no lo estamos. Este trabajo no es mi única fuente de ingresos –contestó Bryan.

Él mismo nunca habría imaginado que su tapadera, el negocio que había establecido para ocultar su verdadera profesión a familia y amigos, fuese a resultar tan lucrativo.

–Ya puedes deshacerte del disfraz; estamos a salvo.

–Gracias a Dios –murmuró Lucy quitándose la peluca, y su verdadero cabello, una espesa mata de color castaño, se desparramó sobre sus hombros.

A Bryan el pelo de una mujer nunca le había parecido especialmente excitante, pero había algo muy sensual en aquella melena.

Lucy se quitó el chubasquero, lo arrojó al asiento trasero, y maldijo entre dientes.

–Me he dejado los vaqueros en casa de mi vecina.

–No, los guardé yo en… –comenzó Bryan antes de quedarse callado.

No, no los había guardado en ningún sitio; se había quedado tan embobado mirando a Lucy bajarse los vaqueros para ponerse el pantalón de chándal de la anciana, que se había olvidado de guardarlos en la mochila de la joven. Claro que ningún hombre con sangre en las venas habría podido apartar la vista. Tenía unas piernas increíbles y…

–No te preocupes; te conseguiremos ropa.

No era momento de pensar en las piernas de Lucy. Tenían un problema, y muy serio. Había creído que aquello de que la estaban vigilando eran sólo exageraciones de la joven, pero los micrófonos ocultos en la casa no eran desde luego producto de su imaginación.

De hecho, después de examinarlos, se había reducido considerablemente la lista de posibles sospechosos. Aquellos micrófonos eran tecnología punta; comprados en Rusia. Eran tan modernos que únicamente su agencia tenía acceso a ellos… aparte de los rusos, por supuesto, pero dudaba que los rusos estuvieran implicados en aquello.

No, alguien de su propia organización lo había traicionado, y eso significaba que su vida y la de Lucy corrían peligro, a menos que identificase a aquel traidor y lo neutralizase lo antes posible.

Capítulo Dos

 

En vez de tomar el camino más corto para salir de la ciudad, Bryan zigzagueó por varias calles para asegurarse de que no los estaban siguiendo, hasta que finalmente salieron a la autopista.

–¿Estás bien? –le preguntó a Lucy.

Había esperado que lo acribillara a preguntas acerca de dónde iban y qué iban a hacer; preguntas para las que no tenía aún respuesta, pero la joven iba muy callada.

Lucy asintió.

–Siento haberte puesto en peligro.

Ella se encogió de hombros.

–Sabía a lo que me exponía cuando acepté colaborar con vosotros; tú me advertiste que habría riesgos.

Era verdad que le había advertido que aquello podría ser peligroso, pero Bryan nunca habría imaginado que alguien de la agencia pudiera estar implicado.

–Y nos has ayudado muchísimo; lástima que no hayas podido terminar el trabajo.

–Sí lo he hecho.

–¿Perdón?

–Después de hablar contigo por el móvil supe que no podría volver a poner un pie en Alliance Trust, así que mandé todas las precauciones a paseo. Hasta ese momento siempre había tenido mucho cuidado de cubrir mis huellas cuando descargaba información, pero dado que no iba a volver, pensé que ya daba igual. Así que descargué prácticamente todo. Parece mentira la capacidad que tiene esa memoria USB que me disteis.

–¿Has dicho prácticamente todo? –repitió él sin poder dar crédito a lo que estaba oyendo.

–Bueno, todo lo que podría sernos útil. Me llevará tiempo revisarlo todo, porque quien estaba malversando dinero de los fondos de pensiones es bastante escurridizo, pero descargué calendarios, listas de contactos, las horas de conexión y desconexión, contraseñas, las actas de reuniones… Como digo será lento, pero creo que por un proceso de eliminación puedo llegar a descubrir quién estaba apropiándose indebidamente de esos fondos.

–No será necesario que te ocupes tú –replicó Bryan–; nuestra agencia cuenta con algunas de las mentes más brillantes del país y… –se quedó callado al recordar que hasta que no supiera quién lo había traicionado no sería prudente compartir esa información con nadie. Con sólo apretar una tecla podrían borrar las pruebas por las que Lucy había arriesgado su vida.

–Pero estoy segura de que podría hacerlo –insistió la joven–. Puede que tu organización tenga expertos y equipos de alta tecnología, pero yo conozco a las personas que trabajan en el banco y sé cuál es el cometido de cada una de ellas. Sé que sería capaz de dar con las piezas de este rompecabezas y encajarlas.

Quizá tuviese razón.

–Está bien; ¿qué necesitarías?

–Sólo un ordenador lo bastante potente como para poder manejar toda esa información, y un lugar tranquilo donde trabajar.

Un plan estaba empezando a tomar cuerpo en la mente de Bryan. Era algo descabellado, pero no sabía de qué otro modo podría poner a Lucy a salvo. La agencia contaba con un buen número de pisos francos, pero ya no podía fiarse de su propia gente. Todos los que estaban tomando parte en aquella misión conocían también esos pisos: Tarántula, Stungun, Orquídea, y su supervisor más inmediato, Siberia.

Todavía no podía creerse que aquellas cuatro personas, a las que hasta hacía una hora les habría confiado su propia vida, se hubiesen convertido de pronto en sospechosos.

–De acuerdo; creo que podré proporcionarte las dos cosas –respondió finalmente.

–Bueno, ¿y adónde vamos?

–A Nueva York.

–Eres de allí, ¿no?

Bryan dio un ligero respingo. ¿Cómo podía saber eso?

–Es por tu acento –dijo ella como si le hubiera leído el pensamiento–. En mi instituto había un chico de Nueva York, de Long Island, y hablaba igual que tú.

Vaya, vaya, vaya… pues sí que era observadora. La mayoría de la gente no lo habría notado. Durante su adiestramiento en la agencia le habían enseñado a enmascarar su acento. Claro que eso también significaba que había bajado la guardia sin darse cuenta. Debía ser la presión; muchos agentes no la aguantaban y acababan dejándolo.

–¿Trabajas para la CIA? –le preguntó Lucy.

Ya no, pero había trabajado con ellos. Lo habían reclutado en su época de universitario, cuando estudiaba Gestión de Empresas. Por aquel entonces sus planes habían sido entrar a trabajar en la empresa familiar, el grupo editorial Elliott Publication Holdings, pero aquella oferta había hecho que su vida diese un vuelco. Había estado al servicio de la CIA durante varios años, tomando parte sobre todo en operaciones encubiertas, hasta que un día le habían propuesto entrar a formar parte de una nueva agencia del Departamento de Seguridad Nacional. Las investigaciones que llevaban a cabo eran tan secretas que la agencia no tenía nombre, no tenía unas oficinas centrales, no se mencionaba en los presupuestos generales del Estado… básicamente no existía.

Debido a su trabajo se había acostumbrado a mentir y no le costaba nada hacerlo de un modo convincente, pero no quería mentir a Lucy, así que decidió que una verdad a medias no sería tan mala como una mentira.

–No, trabajo directamente para el Departamento de Seguridad Nacional.

–¿En serio? No sabía que el Departamento de Seguridad Nacional tuviese sus propios espías.

–Es algo relativamente reciente.

–¿Y cómo se convierte uno en espía?

–¿Por qué?, ¿te interesa unirte a nosotros?

–Tal vez; cualquier cosa es mejor que el trabajo tan aburrido que hacía en el banco.

–¿Y por qué estabas trabajando allí si no te gustaba?

Lucy se encogió de hombros.

–Necesitaba un empleo estable, y pagaban bastante bien. Pero ya llevaba un tiempo pensando en buscar otra cosa.

Por lo que había averiguado de ella, Bryan sabía que Lucy pertenecía a una familia de granjeros de Kansas, había ido a la universidad, se había licenciado con buenas notas y que, aunque no tenía la preparación necesaria ni la experiencia, había conseguido aquel puesto en el banco gracias a un tío suyo.

El único misterio en la vida de la joven era un periodo de dos años después de su paso por la universidad sobre el cuál no había conseguido información alguna. Su pasaporte indicaba que había viajado al extranjero, y Bryan había averiguado que tenía un hermano en Holanda, así que quizá hubiese pasado una temporada con él.

–¿Vais a darme protección? –le preguntó Lucy de pronto.

–Ya lo estamos haciendo.

–No, me refiero a una nueva identidad –matizó ella–. La verdad es que nunca me ha gustado mi nombre, así que no me importaría nada cambiarlo por otro, aunque sólo sea algo temporal.

–¿Qué nombre te pondrías?

–Desde luego no uno tan tonto como «Casanova» –lo picó Lucy–, aunque viendo cómo engatusaste a mi vecina para que te ayudara, la verdad es que te va como anillo al dedo.

–No me lo puse yo. Y por cierto, puedes llamarme Bryan; ése es mi verdadero nombre.

De todos modos lo habría averiguado muy pronto.

–De acuerdo; pues entonces tú llámame… Lindsay; Lindsay Morgan.

–Suena muy sofisticado. ¿Tiene algún significado especial? ¿Conoces a alguien que se llame Lindsay? ¿O que se apellide Morgan?

–No, pero Lindsay Wagner es una de mis actrices preferidas. Y Morgan… pues no sé, se me acaba de ocurrir.

–Pues no se hable más; desde este momento te llamas Lindsay Morgan, así que vete acostumbrándote.

 

 

Oh, Dios, pensó Lucy. Aquello iba en serio. Le había dicho lo del cambio de nombre medio en broma, pero iba a conseguir una nueva identidad de verdad. Un nuevo trabajo, una vida nueva en una nueva ciudad…

Unos criminales vinculados con el terrorismo internacional habían entrado en su casa, instalado micrófonos ocultos, y era posible que estuviesen buscándola para matarla, pero no estaba aterrada, como cabría esperar en una situación así. Todo aquello era tan emocionante…

Claro que se sentía un poco mal por sus padres; se preocuparían cuando pasasen varios días sin que tuviesen noticias de ella. Habría querido preguntarle a Bryan si podría volver a verlos, pero probablemente no podría responderle a eso.

Viajaron durante casi cinco horas, pero estaban en el mes de julio, así que todavía era de día cuando llegaron a Nueva York.

–¿Dónde voy a quedarme?, ¿en un hotel? –le preguntó a Bryan.

–No, no puedo llevarte a ningún sitio donde tengas que identificarte; no hasta que no tenga listos los documentos falsos que te acrediten como Lindsay Morgan.

–Pero vas a llevarme a un lugar seguro, ¿no?

–Al más seguro de todos –le contestó él con una breve sonrisa.

Era la primera vez que Lucy lo veía sonreír, y aquella sonrisa hizo que el corazón le palpitase con fuerza. No le extrañaba que la señora Pfluger, que por lo general era algo cascarrabias, se hubiese mostrado tan dispuesta a cooperar. Si Bryan se lo hubiese pedido, la anciana habría sido capaz de desnudarse. Y hablando de desnudarse… todavía no podía creerse que se hubiese quitado los vaqueros delante de él, delante de un perfecto extraño. Entonces había estado demasiado nerviosa como para andarse con remilgos, pero en ese momento, sólo de recordarlo, las mejillas se le tiñeron de rubor, y giró el rostro hacia la ventanilla antes de que Bryan pudiera darse cuenta.

Había olvidado lo mucho que le gustaba Nueva York, aun cuando no le traía recuerdos muy agradables. No le gustaba ahondar en aquello, y cada vez que se descubría reviviendo esa época de su vida se apresuraba a apartar esos pensamientos de su mente, pero esa vez no lo hizo. Para su sorpresa descubrió que recordar aquello ya no le resultaba tan doloroso; más que otra cosa sentía tristeza por lo estúpida que había sido.

Bajó un poco la ventanilla, y el olor a perrito caliente de un puesto le hizo recordar que aparte del medio sándwich que se había tomado a mediodía no había comido nada. Había estado demasiado nerviosa como para hacer un almuerzo en condiciones.

–Me muero de hambre –le dijo a Bryan–. ¿Habrá comida en el sitio al que me llevas?, ¿o podremos pedir al menos algo por teléfono?

–No te preocupes; eso no es problema.

Se estaban adentrando en el Upper West Side, donde se encontraban las tiendas de moda, los restaurantes más selectos, y donde estaban también las zonas residenciales de la gente rica de Nueva York.

–Oh, mira. Me suena haber leído hace poco sobre ese sitio en alguna revista –le comentó a Bryan cuando pasaron por delante de un restaurante llamado Une Nuit–. Quizá fuera en People, o en The Buzz. Creo que lo mencionaban porque algún famoso había celebrado aquí su cumpleaños.

–Sí, una de las hermanas Hilton.

–Vaya… ¿Así que estás al tanto de los cotilleos? ¿De dónde saca tiempo un espía para leer esa clase de prensa?

–En realidad no lo leí; estuve allí.

–¿Lo dices en serio? ¿Conoces a las hermanas Hilton? –inquirió Lucy.

Siempre le había fascinado el mundo del espectáculo y los famosos, y desde el instituto había soñado con conocer a alguno de sus cantantes o actores favoritos.

Por desgracia había descubierto que en ese mundo no todo eran fiestas y glamur; lo había vivido bastante de cerca.

Bryan no contestó y, para su sorpresa, vio que se dirigían a un garaje a la vuelta de la esquina.

–Mmm… ¿no iremos a comer aquí, verdad? –le preguntó cuando Bryan bajó la ventanilla para introducir una tarjeta en la máquina que había a la entrada–. Me encantaría venir algún día, pero me parece que hoy no voy vestida de un modo muy adecuado –añadió bajando la vista a los pantalones de chándal de su vecina.

Bryan sonrió divertido.

–No, ahora mismo no vamos a entrar al restaurante, pero éste es el sitio al que venimos.

–Creía que sería un lugar más… aislado.

–Lo importante no es que esté o no aislado, sino que sea un sitio donde no se les ocurriría buscarte a quienes andan detrás de ti.

Tras dejar el vehículo aparcado, entraron por una puerta que tenía un letrero con el nombre del restaurante, pero al cruzarla accedieron a un pequeño vestíbulo donde había un ascensor y subieron en él.

Bryan apretó un botón, y una voz computerizada le pidió una contraseña.

–Enchilada –dijo Bryan, y nada más pronunciar aquella palabra el ascensor se puso en marcha.

–Un ascensor protegido por clave… Esto parece sacado de una película de James Bond –comentó Lucy anonadada.

–Además está programado para reconocer mi voz –le dijo él–. Nadie puede subir al piso de arriba a excepción de mí… y de mis huéspedes, por supuesto.

–¿Quieres decir que vives aquí, en este sitio?

–Sí; soy el propietario del restaurante.

–¿El restaurante es tuyo? –repitió Lucy anonadada–. ¿Y es normal que los espías lleven a su casa a testigos protegidos?

–No, pero éste es un caso especial.

–¿Lo es?

Bryan no estaba seguro de qué debía contestarle, de cuánto podía contarle, pero finalmente optó por decirle la verdad.

–Tengo razones para creer que he sido traicionado por mi propia gente; por eso no puedo llevarte a uno de los pisos francos de la agencia. Éste es el único lugar donde estoy seguro de que nadie te buscaría.

–Entonces… la gente con la que trabajas… los otros espías… ¿no saben dónde vives?

–Ni siquiera saben cómo me llamo. Para los otros, e incluso para mi jefe, soy simplemente Casanova.

–Vaya.

Las puertas del ascensor se abrieron en ese momento, y Bryan le hizo un ademán a Lucy para que fuera delante.

Hacía un par de años había comprado el edificio entero. Había hecho algunos cambios en la planta baja para ampliar el comedor y modernizar las cocinas, había convertido la segunda planta en oficinas y cuartos de almacenamiento, y había hecho de las dos plantas superiores su vivienda particular.

No había reparado en gastos; sencillamente no había tenido necesidad de hacerlo. Su familia era rica, y él percibía un buen sueldo por su trabajo para el gobierno, pero aquellas reformas las había hecho gracias a los beneficios que había conseguido hasta entonces con el restaurante.

Nunca habría imaginado que aquel negocio que había abierto como una tapadera de su verdadero trabajo de cara a su familia y amigos habría acabado siendo tan lucrativo.

–¿Cuánto tiempo tendré que estar aquí? –le pregunto Lucy–. No es que esté quejándome, pero quiero ir haciéndome a la idea, y también me gustaría saber si podré salir o voy a tener que permanecer aquí escondida todo el tiempo. Y si tendré que testificar en un juicio o algo así.

Bryan no pudo sino sonreír ante aquel aluvión de preguntas. Le gustaba la vivacidad de Lucy. En un primer momento no le había parecido más que una chica del montón, pero tenía una sonrisa contagiosa, y sus ojos, que eran de un azul muy claro, casi grises, tenían algo especial.

–Pues claro que no voy a tenerte aquí encerrada –le contestó–. Además no creo que vayas a encontrarte con nadie que conozcas.

En lo que respectaba a su familia, sin embargo, no había forma de que pudieran evitarlos, así que tendría que inventar algo para explicar la presencia de su joven invitada.

–Mm… yo no estoy tan segura de eso –dijo Lucy–. Hace unos años estuve viviendo aquí, en Nueva York.

–¿Cómo?

Cuando había estado recabando información sobre ella no había encontrado nada que apuntase a que hubiese residido allí. Sin embargo, entonces recordó aquellos dos años sobre los que no había podido averiguar gran cosa.

–¿Has oído alguna vez de un grupo de rock que se llama In Tight? –le dijo Lucy.

–Sí, claro que sí. Creo que este año van a hacer una gira por todo el país, ¿no?

Lucy asintió.

–Durante un tiempo estuve trabajando para ellos.

–¿Tú? ¿Trabajaste para un grupo de rock?

–Contesté a un anuncio que habían puesto en Internet. Buscaban a alguien que se hiciera cargo de la contabilidad.

Bryan no podía imaginársela con un grupo de melenudos.

–No es que no te crea, Lucy, pero la agencia me pidió que te investigara cuando te pusiste en contacto con ella y se plantearon proponerte que colaboraras con nosotros. Es algo rutinario. En fin, lo que quiero decir es que no encontré nada sobre eso que estás contándome.

–Probablemente porque me pagaban con dinero negro. En aquella época no eran tan famosos como ahora –le explicó ella–. Sólo quería que supieras que sí es posible que me encuentre con alguien que me reconozca.

–En ese caso tendremos que asegurarnos de que eso no pase –contestó él. La miró de arriba abajo, preguntándose qué podría hacerse para que pareciese otra persona. Quizá un color de pelo distinto, otro peinado…–. ¿Qué te parecería un cambio de imagen?

Le preocupaba que Lucy se sintiera insultada, pero en vez de eso se le iluminó el rostro.

–Oh, me encantaría. ¿Podría teñirme de rubia? Si Lindsay Morgan existiera de verdad, sin duda sería rubia.

–Si es lo que quieres… –respondió él encogiéndose de hombros–. Mi prima Scarlet trabaja en la revista Charisma, y se encarga de supervisar las sesiones fotográficas con las modelos. Podría pedirle que nos echara una mano, que trajera algo de ropa, un maletín de maquillaje, lo que le haga falta para arreglarte el cabello… ¿Puedes pasar sin las gafas?

–Me temo que no. Si no las llevo no veo más allá de un metro y medio.

–Pues entonces te pondremos lentillas. Incluso podrían ser lentillas de colores; verdes, quizá, aunque será una pena tapar esos iris azules tan bonitos.

Lucy apartó la vista, como azorada.

–No me tomes el pelo; mis ojos son de lo más corrientes; son aburridos.

–A mí no me parece que sean aburridos en absoluto.

Lucy no lo creyó, pero no dijo nada, y Bryan la llevó al cuarto de invitados, que tenía su propio cuarto de baño.

–¿Dónde duermes tú? –le preguntó.

–Mi habitación está arriba, y también tengo un estudio. Te lo enseñaré luego; allí es donde tengo mi ordenador. Y ahí es donde trabajarás si hablabas en serio cuando me dijiste que querías intentar sacar algo en claro de toda esa información que descargaste.

–Sí, claro que lo decía en serio.

Bryan asintió.

–Bueno, te dejo para que puedas darte una ducha y descansar –le dijo–; mientras me ocuparé de la cena.

–De acuerdo. ¿Tienes una bata o algo que pueda ponerme hasta que llegue tu prima? No quiero ponerme otra vez esto cuando me haya duchado –añadió señalando los pantalones de chándal de su vecina–. De hecho, de lo que tengo ganas es de quemarlos.

–Espera; te traeré algo.

Bryan no usaba bata, pero le llevó un par de pijamas que todavía estaban en su envoltorio. Se los había regalado su abuela, y no los había estrenado. Cada año le regalaba uno, y todavía no se había atrevido a decirle que se acostaba desnudo.

Cuando regresó a la habitación de Lucy, ésta ya estaba en la ducha. Había dejado la puerta del baño entreabierta, y por un instante Bryan sintió la tentación de echar un vistazo para ver qué aspecto tenía sin ropa.

No lo hizo, pero no pudo reprimir una sonrisa. Tenía su gracia que le hubiese dado aquel repentino ataque de nobleza, acostumbrado como estaba por su trabajo a espiar a la gente.

Dejó los pijamas sobre la cama, y fue a hacer un par de llamadas: una al restaurante, para pedir algo de cena para los dos, y la otra a su prima Scarlet.

–Claro que no importa –le dijo ésta–. Además, John está fuera, por trabajo, así que no tengo planes para esta noche. Reuniré las cosas que necesito y estaré ahí dentro de una hora o una hora y media.

–¿Vais a casaros?

–El año próximo; si no viajaras tanto lo sabrías. ¿De verdad no existen aquí esas especias que compras fuera?

Tal vez debiera buscarse una excusa más creíble. Cada vez que tenía que salir del país por alguna misión le decía a su familia que iba en busca de especias exóticas para el restaurante.

–Éste es un negocio muy competitivo –respondió.

–Ya. Bueno, ¿y dónde has conocido a esta chica?, ¿cuál es su historia? Ninguna de las novias que has tenido necesitaba ayuda con cómo vestirse o maquillarse.

–Es que Lindsay no es… –comenzó Bryan antes de quedarse callado. Sin saberlo, Scarlet le había dado la solución al problema de cómo justificar ante su familia el que Lucy estuviese viviendo con él–. Lindsay no es como las demás chicas con las que he salido; es especial. Es una chica de campo, muy natural, y a mí me gusta como es, pero ella insiste en que quiere un cambio de imagen para encajar mejor aquí. Dice que se siente fuera de lugar en Nueva York.

–No te preocupes; estaré encantada de ayudarla en todo cuanto pueda.