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Extraños en la cama

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 Margaret Wilkins.

Todos los derechos reservados.

UN RUFIÁN PARA LA DAMA, Nº 278 - julio 2011

Título original: Highland Rogue, London Miss

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-623-8

Editor responsable: Luis Pugni

Epub: Publidisa

Inhalt

Kapitel 1

Kapitel 2

Kapitel 3

Kapitel 4

Kapitel 5

Kapitel 6

Kapitel 7

Kapitel 8

Kapitel 9

Kapitel 10

Kapitel 11

Kapitel 12

Kapitel 13

Kapitel 14

Kapitel 15

Kapitel 16

Kapitel 17

Kapitel 18

Kapitel 19

Kapitel 20

Promoción

1

Londres

Febrero 1817

Esme McCallan daba vueltas inquieta de un lado a otro del despacho del abogado en Staple Inn. Al otro lado de la puerta oía los susurros y las pisadas de los clientes que iban a reunirse con otros abogados. Algunos de los pasos eran acelerados como los de Esme, otros lentos y derrotados.

Ninguno de ellos pertenecía a su hermano.

Esme no soportaba esperar, como Jamie bien sabía, y sin embargo allí estaba, casi a las tres y media de la tarde, un día frío y húmedo, y Jamie no estaba allí para recibirla, a pesar de haber establecido él mismo la hora. Había sólo una cosa que pudiera molestarle más y…

Ocurrió.

Quintus MacLachlann entró en el despacho sin ni siquiera llamar a la puerta. Por supuesto, ella no lo había oído acercarse; ese hombre se movía con el mismo sigilo que un gato.

Vestido con una chaqueta de lana marrón, un chaleco azul índigo, camisa blanca y pantalones anchos, cualquiera daría por hecho que era hijo de campesinos y que se ganaba la vida peleando con los puños. Sólo que su voz y su actitud arrogante sugerían que era algo más, aunque no la verdad; que era el hijo deshonrado y canalla de un noble escocés que había desaprovechado todo el dinero y el estatus que le proporcionaba su familia.

—¿Dónde está Jamie? —preguntó con esa mezcla de arrogancia y familiaridad que a ella le resultaba particularmente irritante.

—No lo sé —respondió Esme, mientras se sentaba en el borde de una silla de respaldo oval que su hermano tenía para sus clientes. Se alisó una arruga que tenía en la pelliza y se ajustó el sombrero casi imperceptiblemente para que quedase más centrado sobre su melena castaña.

—Eso no es propio de él —observó MacLachlann de manera innecesaria mientras se apoyaba en las estanterías que guardaban los libros de Derecho de Jamie—. ¿Iba a reunirse con alguien?

—No lo sé —repitió ella, y se reprendió mentalmente por su ignorancia—. No estoy al corriente de todas las citas que tiene mi hermano.

MacLachlann sonrió de manera insolente y sus ojos azules se iluminaron como si aquello le hiciese mucha gracia.

—¿Cómo? ¿La mamá gallina no conoce todos los movimientos de su polluelo?

—No soy la madre de Jamie y, dado que es un hombre adulto y en sus cabales, con una educación que no ha malgastado, no, no tengo vigilados todos sus movimientos.

Sus palabras no tuvieron ningún efecto en Mac-Lachlann, que siguió sonriendo como una gárgola demente.

—¿No? Bueno, no está con una mujer, a no ser que sea una clienta. No se permite ese tipo de diversiones durante el día.

Esme apretó los labios.

—¿Y hay algo más que no sepa la mamá gallina? —preguntó MacLachlann con una carcajada que hizo que Esme sintiera como si acabara de entrar en un establecimiento sórdido donde ocurrían todo tipo de indecencias; probablemente el tipo de lugar en el que MacLachlann pasaría casi todas sus veladas.

—La vida privada de mi hermano no es de mi incumbencia —dijo ella—. Si sus asuntos fuesen míos, al menos sabría por qué contrató a un canalla como vos.

—¿Se supone que eso debería dolerme, pastelito? —preguntó él, y utilizando un apelativo que Esme odiaba con todas sus fuerzas—. Si es así, debo decir que habéis fallado. Me han proferido insultos que os pondrían la piel de gallina.

Esme giró la cabeza hacia la ventana que daba al jardín interior y ni siquiera se dignó a contestar.

Tenía que hablar con Jamie sobre la insolencia de MacLachlann. Si MacLachlann no la trataba con el debido respeto, debía de haber otros hombres en Londres que fueran igualmente capaces de encontrar información. Su hermano no tenía por qué contratar a MacLachlann para eso, incluso aunque hubieran ido juntos a la escuela.

Con una mueca de satisfacción, MacLachlann se acercó al escritorio y golpeó con un dedo los documentos que ella había dejado allí.

—Me pregunto qué dirían los clientes de vuestro hermano si supieran que su hermana es como un socio más en su negocio. Que es una mujer la que redacta los contratos y los testamentos, y la que hace casi toda la búsqueda de información.

Esme se puso en pie de un salto.

—Simplemente le ayudo a componer el primer borrador de los documentos y encuentro precedentes legales. Jamie siempre escribe los documentos definitivos y supervisa todo lo que hago. Si os atrevéis a decir o a insinuar lo contrario, os demandaremos por calumnias. Y si lo escribís en alguna parte o se lo decís a la prensa, os demandaremos por difamación.

—Calmaos, señorita McCallan —respondió MacLachlann de un modo paternalista—. No le contaré a nadie todo el trabajo que realizáis para vuestro hermano. Le debo demasiado.

Esme quería preguntarle qué era lo que le debía. Jamie nunca le había contado exactamente dónde o cómo había encontrado a MacLachlann en Londres. Su hermano simplemente se había llevado al hombre a casa, obviamente ebrio, le había dejado dormir en la habitación de invitados y le había dado un empleo como una especie de investigador asociado. Naturalmente ella había hecho preguntas, pero Jamie se había negado a contestarlas casi todas, y sólo le había dicho que MacLachlann estaba pasando por una mala época y que estaba apartado de su familia. Más tarde, gracias a retazos de conversación entre ambos hombres, Esme había sabido que MacLachlann había deshonrado a su familia con sus malos hábitos.

También había descubierto, mediante la observación directa, que podía ser muy encantador cuando lo deseaba, sobre todo con las mujeres, que después respondían como si les hubiera convertido el cerebro en puré de avena.

Aunque no el de ella, claro. Ella era demasiado lista y escéptica como para dejarse llevar por su encanto, si él lo hubiera intentado alguna vez.

Miró el reloj situado sobre la chimenea y vio que ya casi eran las cuatro.

—¿Estamos impacientes? —preguntó él.

—Puede que vos no tengáis nada mejor que hacer que remolonear —declaró Esme mientras se dirigía hacia la puerta—, pero yo sí lo tengo. Buenos días.

—¿Vais a dejarme aquí solo? —preguntó Mac-Lachlann con fingida inquietud.

—Sí, y de buena gana —respondió ella mientras abría la puerta, y prácticamente se chocó con Jamie.

—Ah, aquí estáis. Los dos juntos y sin sangre derramada —dijo su hermano con una sonrisa, pero su fuerte acento indicaba que, a pesar de su aparente buen humor, estaba molesto.

—Ya he terminado los documentos que querías —respondió ella. Sentía curiosidad por saber qué había ocurrido, aunque jamás lo preguntaría con MacLachlann en la habitación. Con suerte lo descubriría más tarde, cuando su hermano y ella estuvieran a solas—. He descubierto un precedente interesante en un caso de 1602, en relación con una oveja cuya propiedad se disputaba debido a que no tenía marca en la oreja.

Jamie colgó su sombrero en el gancho de la pared que había junto a la puerta.

—Mañana me encargaré del caso de la señora Allen —dijo mientras se dirigía hacia el viejo escritorio que habían encontrado en una tienda de muebles usados—. Y aunque te agradezco que hayas traído los papeles, tengo otro asunto con el que espero que ambos podáis ayudarme.

Al mirar de reojo a MacLachlann, Esme comprobó que él tenía las mismas pocas ganas de tener que relacionarse con ella.

—Siéntate, Esme, y deja que te explique. Tú también, Quinn, si quieres —dijo su hermano.

Mirando a su hermano con una mezcla de curiosidad y temor, Esme hizo lo que le pedía. Volvió a sentarse en el borde de la silla, mientras que Quinn se sentaba en otra y la inclinaba hacia atrás para que el peso descansara sobre las patas traseras.

—Vais a romper la silla si os apoyáis de esa forma —dijo Esme.

—¿Queréis apostar? —respondió MacLachlann con esa sonrisa burlona que ella odiaba.

No le dio la satisfacción de contestar.

—Os he citado a los dos aquí —comenzó su hermano como si ninguno de los dos hubiese hablado— porque necesito vuestra ayuda con un asunto que requiere experiencia legal y discreción,

así como cierta cantidad de subterfugio.

—¿Subterfugio? —repitió ella.

—Imagino que no seréis tan ingenua como para creer que la práctica de las leyes no requiere a veces cierto espionaje creativo —dijo MacLachlann—, al menos cuando se trata de descubrir hechos que algunas personas preferirían mantener enterrados.

—Comprendo que puede haber hechos que haya que indagar, pero el subterfugio suena a ilegal —protestó ella.

MacLachlann elevó los ojos al cielo y pareció estar a punto de decir algo más, pero Jamie habló primero.

—No es el método que preferiría. Sin embargo, me temo que en este caso el subterfugio podría ser la única manera de averiguar lo que tengo que descubrir —dijo—. Desde luego será la forma más rápida. Y, cuanto antes se resuelva el asunto, mejor.

Esme guardó sus quejas, junto con lo poco que le gustaba MacLachlann, en el fondo de su mente y se concentró en su hermano.

—He recibido una carta de Edimburgo esta mañana. Catriona McNare necesita mi ayuda.

Esme se quedó con la boca abierta mirando a su hermano.

—¿Lady Catriona McNare te ha pedido ayuda? ¿Después de lo que te hizo?

Jamie hizo una mueca antes de contestar. Aunque Esme sentía que la indignación de la dama estaba más que justificada, lamentaba que no hubiera sido más circunspecta.

—Necesita la ayuda de alguien en quien pueda confiar, y la opinión confidencial de un abogado —dijo su hermano—. ¿A quién iba a recurrir, sino a mí?

«A cualquiera excepto a ti», pensó Esme al recordar la noche en que Catriona McNare había roto su compromiso con Jamie.

El pobre Jamie se había quedado tan abatido que ella había pasado toda la noche junto a la puerta de su habitación por miedo a que pudiera hacerse daño.

—Hay muchos abogados en Edimburgo a los que podría contratar —dijo ella. —Catriona me ha pedido ayuda y la va a obtener —insistió su hermano con determinación.

—¿Ayuda con qué? —preguntó MacLachlann.

Su rostro se había tornado concentrado y resultaba sorprendente. No era una mejora, desde luego, pues burlón o no, MacLachlann era un hombre guapo. Sin embargo, aquello implicaba que tal vez pudiera haber algo de sinceridad en él.

—Parece que su padre ha sufrido algún tipo de revés financiero —explicó Jamie—. Por desgracia, el conde no confía en ella ni le dice exactamente qué ha estado haciendo con su dinero o qué documentos ha estado firmando. Ella tiene miedo de que la situación empeore a no ser que se haga algo. Yo mismo iría a Edimburgo, pero si llego y empiezo a hacer preguntas, la gente se preguntará por qué. Pero a ti nadie te conocerá, Esme. No tuvimos ocasión de presentarte a nadie antes de… —vaciló por un instante—. Antes de marcharnos a Londres.

A comenzar una nueva vida lejos de lady Catriona McNare, la señora de Duncombe.

—No hay nadie en quien confíe más que en ti cuando se trata de evaluar documentos legales, Esme —continuó Jamie—. Tú podrás saber si ocurre algo raro con los documentos que el conde ha estado firmando.

—Supongo que querrás que consiga los documentos —intervino MacLachlann.

—No quiero que los robes —aclaró Jamie, para alivio de Esme—. Quiero que metas a Esme en casa del conde para que ella pueda ver los documentos.

—¿Qué quieres decir con meterme en su casa? —preguntó Esme—. El allanamiento de morada va contra la ley…

—No me refiero a que entréis ilegalmente en la casa —la interrumpió Jamie—. Simplemente quiero que Quinn te ayude a acercarte a los documentos para que puedas leerlos.

—De ahí el subterfugio —explicó MacLachlann.

—¿Pero qué tipo de subterfugio? —insistió Esme.

—Necesitamos una excusa para que puedas entrar en casa del conde sin levantar sospechas. Si yo no soy bienvenido allí, mi hermana tampoco —dijo Jamie—. Quinn, tú has mencionado que tu hermano mayor, el conde de Dubhagen, lleva diez años viviendo en las Indias Occidentales, aunque sigue teniendo una casa en Edimburgo. Se me ha ocurrido que, si regresara a Edimburgo, sin duda sería invitado a cualquier fiesta o cena que Catriona y su padre pudieran dar. He oído que todos los hijos del conde de Dubhagen se parecían mucho físicamente, así que pensaba que…

—¿Quieres que me haga pasar por Augustus?

—En una palabra, sí —admitió Jamie—. Y, dado que tu hermano está casado, necesitaremos una esposa.

Esme fue entonces consciente de lo que su hermano estaba insinuando.

—¡No! —exclamó poniéndose en pie de un salto ante la idea de hacerse pasar por la esposa de MacLachlann—. ¡Eso es ridículo! ¡E ilegal! Debe de haber otra manera. Una manera legal de…

—Tal vez, si supiéramos exactamente qué está pasando y quién está detrás de todo esto, si es que en efecto hubiese algo ilegal —respondió Jamie con una paciencia admirable—. Podría ser que Catriona estuviese equivocada y que las pérdidas de su padre simplemente sean el resultado de unas decisiones empresariales poco afortunadas. Si es legalmente competente para tomar esas decisiones, entonces no hay nada que ella pueda hacer. Pero tiene que saberlo, de un modo u otro, y ésa es la ayuda que pienso prestarle; o más bien, la ayuda que espero que me ayudéis a prestarle.

—¿Pero por qué debemos hacernos pasar por alguien? —protestó Esme—. MacLachlann sigue siendo un noble, ¿verdad? ¿No lo invitarían a él? ¿No podríamos decir que soy una amiga de su familia que ha venido de visita? ¿Por qué tenemos que fingir ser otras personas?

—Soy un noble desheredado que deshonró a su familia —dijo MacLachlann sin vergüenza ni remordimiento—. Ya no puedo moverme en los mismos círculos sociales. Augustus y su mujer sí pueden.

—¿Y si nos descubren? —preguntó ella—. ¡No voy a ir a la cárcel por Catriona McNare!

—Yo tampoco tengo intención de ir a la cárcel —dijo MacLachlann con una tranquilidad irritante—, pero, dado que fingiré ser mi hermano, no tengo miedo de eso. Como imagino que Jamie habrá tenido en cuenta antes de planear este ardid, Augustus aborrece el escándalo. Jamás acusará a su propio hermano de un delito. Estaría encantado de dejarlo pasar como una especie de broma por mi parte.

—Puede que vuestro hermano no quiera veros en la cárcel, pero quizá no tenga tantos reparos en acusarme a mí de suplantar la identidad de su esposa.

—No hace falta preocuparse, pastelito —dijo MacLachlann con lo que podía ser verdadera alegría—. Sé, y puedo demostrar, algunas cosas sobre las indiscreciones pasadas de mi querido hermano que no querrá que salgan a la luz. Eso os mantendrá lejos de ser procesada.

—Sin duda la gente se dará cuenta de que no soy la esposa del conde.

—Nadie en Edimburgo la conoce —dijo Mac-Lachlann—. Se conocieron y se casaron en las Indias Occidentales.

Hablaba como si pensara que no hubiese más objeciones, pero había que considerar otras cosas. Cosas importantes, si iban a vivir juntos como marido y mujer. Compartirían la misma casa. La gente daría por hecho que compartían algo más que eso. ¿Y quién sabía qué otras cosas daría por hecho un canalla atractivo como MacLachlann? ¿Pensaría que podría…? ¿Que ella estaría dispuesta a…?

La idea era… horripilante. Sí, terrible y repugnante, y ella nunca sucumbiría a ningún intento de seducción por su parte, ni por parte de ningún otro hombre, por guapo o encantador que fuera.

—¡No tengo intención de hacerme pasar por vuestra esposa, bajo ninguna circunstancia ni por ninguna razón! —declaró con firmeza.

—¿Ni siquiera si os lo pide vuestro hermano? Ése era su punto débil, y él lo sabía. Podía verlo en sus ojos azules. —Esme —intervino Jamie—, no importa. Me doy cuenta de que mi plan no va a funcionar.

Su hermano se acercó y le estrechó las manos. Sólo una vez había visto Esme aquella expresión de derrota en los ojos de Jamie, y en esa ocasión ella era la culpable.

—Sé que te estoy pidiendo mucho, así que, si te niegas, no te culparé. Quinn y yo buscaremos otra manera de conseguir la información que necesitamos.

Sí, probablemente pudieran, pero podría ser otra manera que enviase a Jamie a Edimburgo y de nuevo bajo la influencia de lady Catriona, para que volviera a romperle el corazón o reabriese viejas heridas.

Cierto, el plan de Jamie entrañaba riesgos, y ella no deseaba ayudar a lady Catriona McNare, ¿pero cómo podía negarse cuando su hermano nunca le había pedido nada antes? Era la única familia que tenía. Su madre había muerto de unas fiebres dos días después de que ella naciera, y su padre había fallecido a causa de problemas cardiacos cuando ella tenía doce años y Jamie dieciocho. No sólo eso, Jamie le permitía libertades que pocos hombres le permitirían. ¿Qué era aquel riesgo comparado con todo lo que había hecho por ella?

—Muy bien, Jamie, lo haré.

—Ahora que todo está arreglado —dijo Mac-Lachlann—, escribiré al abogado de mi hermano para informarle de que el conde de Dubhagen ha decidido regresar a Edimburgo y le pediré que contrate a los sirvientes necesarios, así como que se asegure de que la casa esté lista para nuestra llegada. Tu hermana necesitará ropa nueva —añadió dirigiéndose a Jamie como si ella no estuviese allí—. Su vestimenta actual no es apropiada para la esposa de un conde.

Esme abrió la boca para protestar, pero se dio cuenta de que su observación tal vez tuviera algo de sentido. Aunque su ropa estaba limpia y era práctica, la esposa de un conde tendría prendas más estilosas hechas de tejidos más caros.

—Esme tendrá mucha ropa nueva —le aseguró Jamie mientras se dirigía a su escritorio y sacaba una chequera—. Y tú también deberías. También pagaré el alquiler del carruaje que os llevará hasta Edimburgo, y también tendréis algo para gastos de la casa.

Extendió un cheque y Esme se quedó con la boca abierta al ver la cifra. Jamie estaba al cargo de sus finanzas y siempre lo había estado, así que ella sabía poco de esa parte del negocio. Aun así, a pesar de que Jamie siempre se había mostrado generoso con el dinero que le daba y pagaba los gastos de la casa sin quejarse, ella había intentado llevar la casa de la manera más frugal posible. Así que verle entregándole tanto dinero a un hombre como MacLachlann…

Lo más frustrante fue que, cuando MacLachlann aceptó el cheque, ni siquiera parpadeó al ver la cantidad.

Simplemente dijo:

—¡Gracias, señor! ¿Cuándo nos marchamos a comenzar con la misión?

—¿Creéis que podéis estar preparados en una semana?

—Yo puedo. La pregunta es, ¿puede mi querida esposa?

Esme apretó los dientes y se recordó a sí misma que debía soportar la insolencia de MacLachlann por el bien de Jamie.

—Estaré preparada.

—El carruaje y el conductor estarán esperándoos en nuestra casa dentro de una semana —dijo Jamie—. Ven a casa lo más temprano que puedas ese día para poder partir pronto.

—Tus deseos son órdenes —respondió Mac-Lachlann mientras se dirigía hacia la puerta. Entonces se dio la vuelta y les hizo una teatral reverencia—. Y ahora, mi pastelito y mi querido cuñado, os digo adiós hasta que marchemos a Edimburgo. Sólo desearía poder llevar a mi adorable esposa a visitar las Tierras Altas de Escocia, pero por desgracia no tendremos tiempo.

El muy canalla estaba disfrutando con aquello.

—Cuidado, mi amor —añadió MacLachlann mientras se incorporaba de nuevo—, no se os vaya a quedar permanentemente en la cara esa expresión tan poco favorecedora.

Y sin más, abandonó la habitación.

Esme se dio la vuelta inmediatamente para enfrentarse a su hermano, pero antes de que pudiera decir nada, él habló con una profunda sinceridad.

—Te agradezco que corras este riesgo por mí, Esme. No puedo expresar mi agradecimiento con palabras.

La frustración de Esme disminuyó; aun así, tenía que expresar su preocupación.

—Me parece que eso era demasiado dinero para entregarle sin más a un hombre así, Jamie.

—Se invertirá bien y, si queda algo, me lo devolverá debidamente —respondió su hermano.

Se dirigió hacia su escritorio, abrió el primer cajón y sacó un libro de cuentas que ella no había visto antes.

—Quinn lleva la cuenta de todo lo que gasta cuando trabaja para mí, así que sé dónde ha ido cada penique. Toma, míralo tú misma.

Abrió el libro y se lo ofreció. Allí aparecían detallados todos los gastos, escritos con una caligrafía aún más clara que la suya propia.

A primera vista, la lista parecía extraordinariamente completa, hasta una rebanada de pan y una pinta de cerveza para cenar. Y aun así…

—¿Cómo puedes estar tan seguro de que fue en eso en lo que gastó el dinero? —preguntó.

—Recibos. Me da los recibos de todo. Los tengo aquí —Jamie abrió otro cajón y sacó una enorme carpeta llena de trozos de papel de distintos tamaños y en diferentes estados. Unos parecían haber sido hechos una bola, otros parecían intactos.

—Muy bien, puede que sea responsable —admitió ella—, pero hay otros aspectos de su personalidad, de su pasado, que distan de ser ejemplares.

—No puede negarse que haya cometido errores en el pasado, como él mismo admitirá. Pero no ha cometido ningún crimen y la única persona a la que ha hecho daño con sus acciones ha sido a él mismo.

Esme le devolvió la carpeta a su hermano. —Aun así, su propia familia lo ha repudiado, ¿verdad? —Más pierden ellos que él. Tuvo una infancia infeliz, Esme.

—Su familia es rica y tiene título. Mucha gente se cría en condiciones mucho peores y aun así no pierden su dinero jugando y bebiendo en exceso.

—Un chico que se ha criado con dinero también puede sentirse solo y triste —observó su hermano—. Y Quinn jamás usa su infancia como excusa. De hecho, apenas habla de ella. He descubierto más cosas sobre su familia mediante otros amigos de la escuela. Él apenas me ha contado nada.

Jamie guardó el libro de cuentas en el cajón y levantó la cabeza para mirarla.

—Aunque jugaba y bebía demasiado, eso pertenece al pasado. Ha sido completamente responsable y ha hecho todo lo que le he pedido. Además, se arrepiente, aunque rara vez lo demuestra. ¿Sabes dónde lo encontré cuando lo llevé a casa?

Esme negó con la cabeza.

—En el Puente de la Torre. Nunca me dijo qué estaba haciendo allí, pero a juzgar por cómo lo encontré, mirando hacia el agua… —Jamie negó con la cabeza antes de volverse a mirar por la ventana, sin ver—. No creo que estuviera tomando el aire, y si yo no hubiera estado buscándolo, si no lo hubiera encontrado…

¿Quintus MacLachlann había estado a punto de suicidarse? A Esme le costaba trabajo aceptar que un hombre con tanta vitalidad quisiera acabar con su existencia.

—Gracias a Dios que lo encontré, y he estado más que contento desde entonces. ¿Es eso lo único que te preocupa, Esme? ¿O crees que podría intentar propasarse contigo? Si es así, te aseguro que no lo hará. Ha tenido… bueno, ha habido mujeres en su vida, lo sé, pero nunca ha sido cruel ni lascivo. Si pensara que existe la posibilidad, jamás le dejaría ir contigo, sobre todo haciéndote pasar por su esposa. Además, si hay una mujer en la Tierra que sea inmune a los intentos de seducción de un hombre, ésa eres tú.

Sí, sería inmune a los intentos de seducción de cualquier hombre, sobre todo los de un hombre que se burlaba de ella.

Jamie le puso las manos en los hombros y la miró fijamente a los ojos.

—Puedes confiar en él, Esme. Por favor, créeme cuando te digo que bajo esa apariencia despreocupada hay un hombre bueno y sincero. De lo contrario jamás te habría sugerido que fueras a Edimburgo con él.

Esme asintió. Quería creer a Jamie. Quería creer que se iba a Edimburgo por una causa justa con un hombre de confianza.

Pero realmente deseaba que ni Catriona McNare ni Quintus MacLachlann hubieran nacido nunca.

2

Una semana más tarde, ataviado con pantalones nuevos, unas botas Wellington, una camisa de lino blanco, una corbata de seda negra, chaleco de doble solapa a rayas negras y grises, una chaqueta de lana negra y un gabán verde botella de tres capas, el anteriormente honorable Quintus Aloysius Hamish MacLachlann caminaba calle arriba en dirección a la casa de Jamie McCallan, con una maleta golpeándole contra el muslo.

La casa de Jamie era un pequeño edificio bien cuidado a las afueras de Mayfair, lo suficientemente cerca para impresionar a la alta sociedad, pero lo suficientemente apartado para poder permitírselo si un hombre ganaba dinero, como era el caso de Jamie.

Cuando Quinn subió los escalones hacia la puerta y levantó la aldaba para llamar, la cortina de la ventana delantera se agitó. Fue un movimiento apenas perceptible, pero suficiente para sugerir que alguien vigilaba desde el otro lado.

Esme, sin duda. Esa mujer era como un guardia de prisiones. Además era dada a los prejuicios, siempre dispuesta a pensar lo peor de él, sin importar que tuviese pruebas de lo contrario y a pesar del trabajo que él realizaba para su adorado hermano.

Dado que lo consideraba un ser despreciable, no era de extrañar que siempre se viese tentado de decirle cosas escandalosas. De burlarse de ella hasta que le contestaba con un comentario agudo e inteligente.

El mayordomo de Jamie, un hombre alto y delgado de edad indeterminada, abrió la puerta y aceptó el sombrero y la maleta de Quinn.

—Están esperándoos en la sala de recepciones, señor.

—Gracias —respondió Quinn, y se miró de reojo en el espejo del recibidor. Con aquella vestimenta sí que parecía su hermano, y estaba convencido de que el plan funcionaría.

Jamás había imaginado que Jamie tenía un lado tan perverso. Aunque se habían dado algunos episodios en la escuela. Algunas veces, Jamie había ido con él a robar comida de la despensa, pero nunca se había emborrachado con el jerez de la cocina, ni había copiado en los exámenes, ni mentido al director.

La sala de recepciones estaba tan limpia y ordenada como el recibidor. Estaba amueblada con sencillez, pero con gusto. Jamás había visto una mota de polvo en la oficina ni en casa de Jamie. Sospechaba que el polvo y la suciedad se sentían demasiado intimidados por su hermana como para quedarse.

Esme estaba de pie junto a la chimenea, pero de un modo que jamás la había visto ni imaginado. Tenía los ojos alicaídos, ocultos bajo sus pestañas oscuras, y su figura esbelta y curvilínea iba enfundada en un vestido de viaje ajustado de lana azul clara. El corpiño, bordeado por una cinta color escarlata, acentuaba unos pechos perfectos. Las trenzas castañas caían por debajo de su sombrero, y algunos mechones rizados adornaban su mejilla y su cuello.

Parecía joven, guapa, recatada; la viva imagen de la feminidad, hasta que levantó la cabeza y le dirigió una mirada de odio con aquellos ojos castaños.

—Aunque veo que al menos te has acordado de afeitarte, llegas tarde —dijo como recibimiento.

Quinn entró en la habitación, decidido a evitar que ella viera que se sentía incómodo con su desaprobación.

—Fui al barbero, así que ahora mis mejillas están tan suaves como la seda. ¿Quieres acariciarlas?

—¡Desde luego que no! —exclamó Esme antes de darse la vuelta abruptamente.

Pero estaba sonrojada, y había vuelto a bajar la mirada, como si estuviera tentada de tocarlo, pero no se atreviera.

¿Acaso Esme McCallan deseaba en secreto tocarlo? Aquél era un interesante giro en los acontecimientos que merecía la pena explorar.

—Estás preciosa, Esme.

—Te agradecería que te guardaras tus comentarios para ti. —Eres la primera mujer que conozco que no aprecia un cumplido. —Si pensara que había algo de sinceridad en tus observaciones, tal vez me sintiera halagada.

—Estoy siendo sincero. Estás muy guapa. No sabía la gran diferencia que podía haber con un cambio de ropa.

Esme se giró para mirarlo.

Y entonces se produjo un milagro. Sonrió con sinceridad. El corazón le dio un vuelco de alegría, aunque hacía mucho tiempo que no sentía algo parecido a la auténtica felicidad, así que podía estar equivocado.

—Jamie —dijo ella, y pasó frente a él. La sonrisa iba dirigida a su hermano, que había entrado en la habitación detrás de él.

Claro. Debía de haber perdido el juicio por un instante para pensar que Esme podría sonreírle a él así, y no debía sentirse decepcionado. Después de todo, había muchas otras mujeres pendientes de su atención.

—Siento llegar tarde, Jamie —dijo él antes de que Esme pudiera condenarlo—. Me retrasé en la sastrería.

—No importa. Aún hay tiempo para salir de Londres y podéis recorrer mucho camino antes de que oscurezca —respondió Jamie—. Veo que el dinero se ha invertido bien.

—Y el tuyo también. Confieso que tenía mis dudas sobre la habilidad de tu hermana de pasar por una joven dama con título, pero con esa ropa, creo que podría.

—Qué bien que mis prendas cuenten con tu aprobación —dijo Esme con frialdad—. ¿Ahora puedo sugerir que nos marchemos? Cuanto antes lleguemos a Edimburgo, antes podremos acabar con esto y regresar.

Quinn no podía estar más de acuerdo.

Mientras el carruaje alquilado traqueteaba por la carretera hacia el norte, Quinn no se molestó en disimular su malestar ni intentó entablar conversación. ¿Por qué iba a esforzarse con una mujer que estaba decidida a odiarlo?

El agua de los charcos formados por la lluvia torrencial de la noche anterior salpicaba casi hasta las ventanas, y el cielo estaba gris y cubierto de nubes. Soplaba una brisa fría, lo que no ayudaba a mejorar la atmósfera dentro del carruaje.

—Si te encoges un poco más, estropearás el gabán —advirtió Esme—. A mi hermano debe de haberle costado mucho dinero.

—Dudo que le haya costado más que la pelliza que tú llevas, y probablemente menos —respondió él, y se deslizó un poco más abajo en el asiento, sólo para molestarla—. Apostaría a que todo mi vestuario cuesta menos dinero que uno de tus vestidos, y tengo los recibos para demostrarlo.

—Sé regatear.

—Estoy seguro de que una de tus miradas puede helarle la sangre a cualquier modista y convencerla para trabajar por poco dinero —convino él—. Yo, sin embargo, creo en pagar por un trabajo bien hecho.

—Yo sólo quiero que mi dinero esté bien invertido.

—El dinero de tu hermano —señaló él.

—Si las mujeres pudieran tener una profesión, yo habría sido procuradora también y me habría ganado el sueldo perfectamente.

Probablemente fuese tan buena abogada como su hermano, pensó Quinn. Quizá fuera una de las mujeres más desagradables sobre la faz de la Tierra, pero no podía negar su habilidad legislativa.

—Puedo imaginarte interrogando a un testigo en el estrado.

—Los procuradores hacen todo el trabajo legal, la preparación y la investigación, mientras que los que interrogan se llevan la gloria; al igual que los terratenientes nobles se llevan los beneficios del trabajo de sus arrendatarios, aunque esos terratenientes sean unos ludópatas borrachos.

—A no ser que desees que los sirvientes especulen sobre nuestro matrimonio, al menos vas a tener que fingir que te gusto cuando lleguemos a Edimburgo.

—No veo razón para hacerlo —respondió Esme—. Hay muchos matrimonios infelices en Gran Bretaña. El nuestro podría ser uno de ellos.

—No si queremos que nos inviten a bailes y a fiestas. Y han de invitarnos para que podamos descubrir si otros caballeros también están pasando una mala racha económica o si es algo exclusivo del conde.

Esme negó con la cabeza.

—Yo creo lo contrario. Una pareja que discute será objeto de curiosidad y, si la gente piensa que les daremos algo de lo que hablar, estarán encantados de invitarnos. ¿No te has dado cuenta de que la gente siente más curiosidad por una pareja que discute que por una feliz?

—Si eso es así, el odio que sientes hacia mí es afortunado y tendremos muchas probabilidades de convertirnos en la pareja más popular de Edimburgo.

—No te odio, MacLachlann —dijo Esme—. Para odiarte tendrías que importarme un poco.

Fue como si lo hubiera abofeteado. Pero moriría antes que demostrar que ella, o cualquier otra, podía hacerle daño.

—Pienses lo que pienses de mí —respondió él con la misma frialdad—, tu hermano me ha pedido ayuda y la obtendrá. Resultaría mucho más fácil para los dos si te abstuvieses de condenarme cada vez que hablas. Y, dado que no espero que me respetes, ¿no puedes al menos cooperar? Si no, deberíamos regresar a Londres.

—Estoy cooperando, de lo contrario no estaría aquí —Esme tomó aliento y se alisó la falda—. Sin embargo, estoy de acuerdo en que esta animadversión no nos beneficiará. Por tanto, comencemos de nuevo.

Quinn disimuló su alivio, aunque se preguntaba a qué se referiría ella exactamente con comenzar de nuevo.

—Si se supone que soy tu esposa, debería saber algo sobre tu familia. Sólo sé que tu padre era conde y que tu hermano mayor es el heredero. ¿Tienes más hermanos?

De todos los temas, su familia era el último del que deseaba hablar. Por desgracia, ella tenía razón; debería conocer algo sobre su historia familiar.