Uno

Junio de 1821

Ford Barrett sentía elevarse su espíritu mientras leía la carta que había esperado siete largos años recibir. Una carta que a menudo había desesperado de llegar a ver algún día. Una carta que acabaría con su largo exilio y que le permitiría reclamar todo aquello que le habían robado.

Incluido su corazón.

Después de un viaje de cinco meses y muchos miles de kilómetros, la carta había llegado aquel mismo día a Singapur. Ford y sus socios habían estado tan ocupados que no habían tenido tiempo de revisar la correspondencia hasta después de la puesta de sol.

En aquel momento, los tres socios revisaban carta por carta a la luz de una vela, en la ancha veranda del bungalow de madera que habían levantado junto al almacén. La lluvia del monzón del sudoeste repiqueteaba suavemente en el tejado de hojas de palmera. La distante algarabía de una pelea de gallos se mezclaba con el inquietante lamento de los malayos y árabes en sus oraciones de la tarde. Los penetrantes olores a pescado, pantano de manglar e incienso invadían el aire bochornoso.

Hadrian Northmore alzó la mirada de una de sus cartas para clavarla en Ford.

—Malas noticias, ¿verdad? Nunca te había visto una cara tan agria.

Ford hizo un tenaz esfuerzo por relajar los tensos músculos de su rostro para adoptar su habitual expresión indiferente. Detestaba que los demás pudieran adivinar sus verdaderos sentimientos: ni siquiera el hombre duro y orgulloso que lo había ayudado a labrar su fortuna.

El comentario de Hadrian distrajo la atención de Simon Grimshaw de su propia correspondencia.

—No serán más deudas, ¿eh, Ford? Creía que habías pagado las últimas hace siglos.

—Así fue —repuso con tono ligero, dolido sin embargo de que le recordaran todas aquellas deudas que lo habían expulsado de su patria para arrojarlo a aquel purgatorio del trópico.

Tantas cosas habían sucedido desde entonces, y él mismo había cambiado tanto desde su alocada e irresponsable juventud, que a menudo tenía la sensación de que todo aquello pertenecía a otra vida. Pero cuando los pensamientos de Laura Penrose avivaban el siempre latente ultraje de su traición, la sensación era la opuesta, como si apenas hubiera sucedido el día anterior. La carta que tenía sobre el regazo se lo había recordado como un golpe en una herida sin curar.

Se había enamorado perdidamente de ella y prometido en matrimonio. Por aquel entonces Laura había sido consciente de su incapacidad para casarse mientras él no hubiera heredado el título y el patrimonio de su primo, con lo que había consentido en esperar. Así fue hasta que un día Ford recibió una lacónica nota suya dando por roto el compromiso e informándole de que pretendía desposarse precisamente con su primo Cyrus, que no con él. Sólo aquel desplante ya habría resultado suficientemente difícil de soportar, pero todavía había habido más: al casarse con su primo, Laura había puesto también en peligro las expectativas de herencia del propio Ford. Porque si Laura engendraba un hijo con Cyrus, Ford jamás llegaría a heredar el título y las propiedades que habían pertenecido a su familia durante siglos. Lo que más lo atormentaba de su traición era la venenosa sospecha de que ella lo había manipulado para poder desposarse con su acaudalado primo.

—Si no tiene que ver con tus deudas... ¿de qué se trata? —preguntó Hadrian con su voz profunda, ejemplo del habla cadenciosa de su Durham natal. Era un coloso cuya fortaleza contenida y feroz majestuosidad recordaban un tigre al acecho.

—No son en absoluto malas noticias —alisó los bordes del papel, casi como para asegurarse de que era real—. Esta carta procede de un abogado de Londres, informándome de la muerte de mi primo Cyrus ocurrida hace un año... y de mi derecho a sucederlo como lord Kingsfold.

—¡Felicidades, milord! —Simon se levantó de la mesa para hacerle una reverencia. Aunque de físico no tan imponente como sus dos socios, su aspecto era de una dureza especial, como la de un consumado superviviente—. Esto se merece un brindis —y se marchó en busca de la botella de aguardiente, cojeando ligeramente de la pierna izquierda, tal y como solía sucederle al final de una larga jornada de trabajo.

Mientras tanto Hadrian se quedó mirando fijamente a Ford, arqueando una ceja.

—Supongo que a partir de ahora esperaréis que os saludemos con una reverencia y os llamemos por vuestro título, ¿verdad, milord?

La broma de su socio sacó a Ford de su amargo ensimismamiento.

—Por supuesto. Aunque, como favor particular hacia vosotros, no necesitaréis postraros en el suelo ante mí.

—Qué generosidad la vuestra —rió Hadrian, burlón.

Seguían con aquellas irreverentes bromas cuando Simon reapareció con tres vasos y una botella de licor de Batavia.

—Tan contento me he puesto de saber de tu buena suerte, Ford, que hasta me he olvidado de darte el pésame por el fallecimiento de tu primo. ¿Estabais muy unidos?

—La verdad es que no —Ford tomó el vaso que Simon le ofrecía—. Cyrus era mayor que mi padre, así que para mí era una especie de tío lejano. Un viejo solitario.

Aunque no tan solitario como para haber podido resistir las halagadoras atenciones de una hermosa joven, y sí lo suficientemente estúpido como para no haberse dado cuenta de que ella sólo había buscado su fortuna. ¿Habría fingido Laura al menos una sombra de dolor cuando su marido se despidió de esta vida? ¿O acaso había celebrado su herencia con una bebida algo más sofisticada que el aguardiente?

Simon descorchó la botella y vertió una generosa dosis del licor amarillo en cada vaso. En Inglaterra, aquel brebaje disfrutaba de una gran demanda para elaborar los ponches de moda, pero Ford y sus socios lo preferían solo.

—¿Qué harás ahora? —inquirió Hadrian mientras Simon le tendía su vaso—. ¿Vender tu parte y salirte del negocio? ¿Navegar de vuelta a casa y olvidarte de que has aprendido a trabajar duro para ganarte hasta el último chelín?

Ford le sostuvo firmemente la mirada.

—Eso nunca se me olvidará, espero.

El trabajo había sido su salvación: una oportunidad de demostrarse a sí mismo que podía tener éxito en algo. Y también había significado una necesaria válvula de escape, una evasión. Su objetivo había sido trabajar duro cada día hasta caer rendido por las noches en la cama, y dormirse antes de que los amargos recuerdos o los torturantes sueños tuvieran alguna posibilidad de hostigarlo.

Pero aunque el trabajo duro lo había convertido en un hombre rico, no había conseguido librarlo del pernicioso hechizo de Laura. Cada vez que aspiraba alguna vaharada de perfume a azahar, la respiración se le aceleraba. Cada vez que oía los acordes de una cierta música, un doloroso anhelo le devoraba las entrañas. Y cada vez que yacía con una mujer, no podía dejar de imaginarse que era a Laura Penrose a quien tenía en sus brazos.

—Pretendo volver a Inglaterra —continuó. Por un tiempo al menos. Necesitaré poner en orden mis asuntos allí. Muchas veces hemos hablado de abrir una sede en Londres. Ésta podría ser la ocasión adecuada.

Ford no les contó a sus compañeros la otra razón para su regreso a Inglaterra, aunque llevaba años planeándola, esperando a que surgiera la oportunidad. Recordó en aquel momento su largo viaje de exilio, con su corazón y su orgullo tan lacerados y maltrechos que hasta había pensado en arrojarse por la borda para escapar del dolor. Lo único que lo había salvado de la desesperación era su insaciable sed de reclamar algún día todo lo que le habían robado.

Tras beberse de un golpe el fuerte licor, Ford se dedicó a elaborar su plan.

Obligando a Laura a casarse con él, recuperaría el control sobre la fortuna que ella había heredado de su primo: una fortuna que debería haber sido suya desde el principio. Una vez que poseyera a Laura, el último símbolo tangible de sus errores de juventud, una vez que se acostara con ella con el fin de saciar siete años de deseo insatisfecho, destruiría la infernal fascinación que siempre había ejercido sobre su persona. Y su vida y su corazón volverían a pertenecerle.

Hadrian alzó en aquel instante su vaso a modo de brindis.

—Sí, ésta podría ser la ocasión adecuada para abrir una rama londinense de la Compañía Vindicara. No confío en esos melosos diplomáticos de Whitehall: no me extrañaría que terminaran entregando Singapur a los holandeses con la firma de algún que otro tratado. Necesitaremos estar preparados por si eso sucede.

—Y hasta que eso suceda —Simon levantó su vaso— seguiremos ganando dinero a espuertas.

Todos brindaron por ello.

—Hablando de dinero —dijo Hadrian mientras Simon rellenaba los vasos—, cuando vuelvas a Inglaterra, ¿me harías el favor de llevarle una suma a mi hermano? Ahora que Julian ha terminado sus estudios de leyes, tiene intención de postularse para el parlamento en las próximas elecciones. Y un escaño en los Comunes no sale nada barato.

—Con mucho gusto haré todo lo posible por tu hermano —más de una vez se había preguntado Ford por qué su socio nunca había gastado ni un solo penique en sí mismo. Cualquier beneficio que Hadrian dejaba de invertir en la compañía, se lo enviaba a su hermano. Aunque nunca habían hablado de ello, quizá cada uno había sospechado un secreto y apasionado objetivo en el otro. La fortuna por la que tanto habían trabajado sólo era un medio para un fin ulterior.

—Ahora que lo dices... —Hadrian se recostó en su silla y miró a Ford con expresión solemne, por encima de sus lentes—, una vez que te hayas instalado, quizá podrías utilizar tus contactos para ayudar a Julian a encontrar una esposa adecuada.

Para entonces Ford ya había apurado su segundo vaso de licor y empezaba a sentirse algo menos reservado de lo usual.

—¿Y qué clase de esposa sería ésa? No soy el más indicado para dar sabios consejos sobre mujeres.

Hadrian reflexionó por un momento.

—Alguien de buena cuna y con útiles contactos que pudiera ayudarlo a medrar. Una mujer lo bastante robusta como para darle muchos hijos, pero, al mismo tiempo, lo suficientemente bella como para que no tenga empacho en encamarse con ella para engendrarlos. Pero, sobre todo, procura por favor que se mantenga alejado de las cazafortunas.

—A ese respecto, puedes estar tranquilo —repuso Ford, apretando su vaso con fuerza. Haría todo cuanto estuviera en su poder para poner al joven Northmore en guardia contra mujeres como Laura Penrose.

Con una risa ronca, Hadrian apuró su vaso.

—No hay necesidad de planificarlo todo esta noche, ¿verdad? Transcurrirán meses antes de que cambien los vientos y puedas zarpar rumbo a Inglaterra. Cualquier cosa podría suceder hasta entonces.

Las palabras de su socio le provocaron un escalofrío. El primo Cyrus llevaba muerto más de un año y todavía quedaban nueve o diez meses antes de que Ford tuviera esperanzas de alcanzar Inglaterra. ¿Y si, en el ínterin, la viuda de su primo ponía fin a la transparente farsa de su luto para casarse con otro viejo estúpido, a la busca de su fortuna?

Si eso sucedía, ignoraba si alguna vez sería capaz de liberarse de su hechizo.

Abril de 1822

—Por favor, mamá, necesitas comer más —Laura destapó el plato de comida y se inclinó sobre la cama para ponerlo debajo de la nariz de su madre—. No hará ni tres horas que el querido señor Crawford ha pescado esta espléndida trucha, y nos la ha traído expresamente con la idea de despertar tu apetito.

¿Y quizá también con la idea de ver a Belinda? Por mucho que Laura apreciara su regalo, habría preferido que Sidney Crawford venciera su timidez y se declarara de una vez por todas a su hermana. Porque entonces podrían permitirse comer pescado tantas veces como quisieran, comprar algún que otro vestido nuevo y quizá incluso llevar a su madre a Bath a tomar las aguas.

Y, lo mejor de todo; su familia podría desalojar la casa que había sido su hogar durante casi siete años, antes de que su nuevo dueño volviera del extranjero para echarlas de allí. Laura habría dado cualquier cosa con tal de evitar un encuentro con el hombre que antaño se había comprometido con ella, para luego abandonarla en su hora de mayor necesidad.

—Qué amabilidad... la de ese joven —la frágil y menuda señora Penrose intentó sentarse en la cama. El esfuerzo la dejó agotada—. Eres... demasiado indulgente... con una molesta... inválida.

—Tonterías —Laura intentó ignorar la cruda evidencia de lo mucho que había declinado la salud de su madre durante el último invierno—. Nadie se las arregla para molestar menos que tú.

A veces temía que su madre optara un día por morirse discretamente con tal de no volver a molestar a nadie. Laura habría sido capaz de remover cielo y tierra con tal de satisfacer cualquier deseo suyo menos aquél.

La señora Penrose, que había estado conteniendo el aliento, aspiró por fin la suculenta fragancia que se alzaba del plato.

—Huele bien. Y Cook la ha preparado justo como a mí me gusta: cocinada con muy poca agua, sin ricas salsas que encubran su delicado sabor.

Laura esbozó una sonrisa triste. ¿De verdad creía su madre que Cook poseía los ingredientes necesarios para elaborar una rica salsa, incluso aunque así lo hubiera querido?

Tal vez sí. Ya en vida de su padre, su madre había poseído una notable capacidad para pasar por alto todo aquello que amenazaba con enturbiar su idílica visión del mundo. En aquel momento, su eterno aire de frágil asombro hacía que la casa entera conspirara para protegerla de cualquier evento desagradable. Aquella conspiración protectora crecía cada vez más conforme el número y la variedad de preocupaciones lo hacía también, mes a mes. Pero Laura no podía permitirse el lujo de fingir de la misma manera. Un leve suspiro escapó de sus labios mientras depositaba la bandeja en el regazo de su madre.

La señora Penrose alzó la mirada con una expresión de vaga pero enternecedora preocupación.

—¿Te encuentras tú bien, querida? Pareces cansada, y has adelgazado mucho este invierno. Soy consciente de lo mal que lo has pasado desde que murió Cyrus.

—Ha sido un largo invierno —Laura evitó mencionar a su difunto marido por miedo a que su tono pudiera traicionar sus verdaderos sentimientos.

Porque al margen de la difícil situación en que el fallecimiento de Cyrus Barrett había dejado a la familia, Laura, como viuda, se sentía mucho más feliz de lo que lo había sido nunca como esposa suya. No dudaba de que era una malvada por albergar tales sentimientos, pero después de la manera en que él la había tratado, no sentía en su alma ni una gota de sincero dolor por su muerte.

—Pero la primavera ha llegado por fin —añadió—. Ése es el único tónico que necesito. Y ahora, cómete la trucha del señor Crawford antes de que se enfríe.

Habían sobrevivido al invierno, se recordó Laura con un punto de orgullo. Ahora que las noches empezaban a templarse, ni sus hermanas ni ella tendrían que compartir una cama para entrar en calor. El jardín de la cocina pronto produciría verduras con las que aumentar sus magras raciones.

Pero la primavera llevaba aparejado también un evento mucho menos agradable. Los vientos de abril y mayo solían traer a los barcos de las Indias Orientales a las costas de Inglaterra. Acababa su madre de pinchar un pedazo de pescado cuando se oyeron unos enérgicos golpes en la puerta.

—Adelante —dijo Laura, algo temerosa.

La puerta se abrió y el mayordomo de Hawkesbourne, el señor Pryce, entró con paso desusadamente animado. Una amplia sonrisa iluminaba la habitualmente solemne dignidad de sus rasgos.

—Milady… ¡el amo Ford… esto es… lord Kingsfold acaba de llegar! Está esperando en el salón. Le he dicho que os avisaría en seguida para que le dierais la bienvenida.

Laura intentó articular una respuesta, pero no pudo. Una tormenta de contradictorios sentimientos la barrió por dentro ante la perspectiva de enfrentarse al hombre que la había abandonado después de que ella le hubiera entregado, de una manera tan inocente, su confianza y su amor.

Si su familia no hubiera dependido de ella para su supervivencia, se habría dado un gran placer denunciando a Ford Barrett por su pasado comportamiento. Pero no podía permitirse el lujo de ventilar su dolor y su rabia. Por el bien de su madre y hermanas, tendría que comportarse con la mayor cortesía posible. Un hombre con tan pocos escrúpulos como él no dudaría en expulsar a su familia de su casa, a la menor provocación por su parte. Pero si esperaba encontrar a la misma indefensa y crédula chiquilla a la que había abandonado siete años atrás, lord Kingsfold no tardaría en descubrir su error.

¿Qué diantre estaba pasando? Ford descorrió los pesados cortinajes para dejar

entrar algo de luz en el salón. Su lóbrega penumbra parecía convertir el mobiliario cubierto por sábanas en una partida de fantasmas. Aquella casa… ¿acaso había permanecido cerrada durante todo el invierno, mientras Laura se paseaba por Londres o acaso por Europa?

Si así era, debía de haber regresado hacía poco. Desde el instante en que entró en la casa, su leve fragancia a azahar lo había dejado cautivado. Antes incluso de que Ford expresara su deseo de verla, Pryce había partido casi a la carrera, murmurando que debía ir a buscarla al objeto de que recibiera al nuevo amo. Al menos eso había proporcionado respuestas a las más urgentes preguntas de Ford. Laura estaba en casa y aún no había encontrado nuevo marido. Durante el viaje, se había visto torturado por la posibilidad de que hubiera vuelto a casarse. No habría podido soportar que se le hubiera escapado entre los dedos una vez más, para así poder continuar haciéndole la vida imposible durante los años venideros.

El leve rumor de sus pasos acercándose le hizo sentirse como si fuera un auténtico volcán: un corazón de ardientes emociones rodeado por un caparazón de duro y frío autocontrol. No se atrevía a entrar en erupción, por mucho que deseara hacerlo, vomitando acusaciones y reproches. La más simple sospecha de sus verdaderos sentimientos podía ahuyentar a Laura y hacerla huir. Y eso habría dado al traste con todos sus planes.

De manera que se preparó para afrontar aquel encuentro sin traicionar la furia que hervía en su interior. Los años que había pasado esforzándose por labrar su fortuna le habían dado suficiente práctica. Indudablemente, debía gran parte de su éxito comercial a su capacidad para disimular sus emociones. Y sin embargo nada durante aquellos siete últimos años había puesto tanto a prueba su férreo autocontrol como aquella entrevista con Laura.

Entró en la habitación portando una vela. La luz arrancaba reflejos a su cabello rubio claro, que se había oscurecido hasta adquirir un tono que a Ford le recordó de inmediato el de la sidra dulce. En su mayor parte lo llevaba recogido en lo alto de la cabeza, en ondulantes mechones, aunque algunos rizos sueltos acariciaban el óvalo de su rostro como los besos de un tierno amante.

En el instante en que traspuso el umbral, lo saludó con una formal reverencia.

—Bienvenido a casa, lord Kingsfold. Tenéis un aspecto muy próspero. Se nota que habéis sacado buen provecho del tiempo que habéis pasado en las Indias.

Ningún otro comentario suyo habría conseguido despertar la ira de Ford con tanta rapidez. Necesitó de toda su capacidad de autocontrol para disimularla bajo un frío tono de ironía.

—Parecéis sorprendida. ¿Esperabais acaso verme volver de las Indias cubierto de harapos? Tenéis que saber que, durante estos siete últimos años, he amasado una considerable fortuna.

—Os felicito —Laura no fue capaz de esconder el brillo de avaricia que asomó a sus ojos, o al menos eso le pareció a Ford—. ¿Qué os ha hecho pues abandonar una vida tan cómoda para emprender un viaje tan largo por culpa de una modesta finca de campo?

¿Despreciaba acaso la finca? Pero, si ése era el caso, ¿por qué no había vacilado en arrebatársela?

—Hawkesbourne y el título de mi familia siempre han sido más importantes para mí que cualquier suma de dinero, lady Kingsfold. Qué extraño sueña este nombre, ¿verdad? Quizá prefiráis que me dirija a vos de otra manera… —tenía en mente un buen número de cosas que le gustaría llamarle, ninguna de ellas halagadora.

Su sugerencia la puso en movimiento. O quizá fuera el brillo amenazador de su mirada, que parecía incapaz de ocultar. El caso fue que Laura se dedicó a recorrer la habitación, encendiendo las velas con la que había llevado.

—Antaño nuestras relaciones eran lo suficientemente cordiales como para llamarnos por nuestros nombres. ¿No podríamos continuar haciéndolo?

Seguía moviéndose con rítmica elegancia, como si cada paso formara parte de una seductora danza. Una vez que acabó de encender las velas, se detuvo a un par de pasos de él y le clavó una mirada inquisitiva. Saliendo de su ensimismamiento, Ford recordó la pregunta que le había hecho y cuya respuesta todavía estaba esperando. ¿Pretendería con ello retomar la relación allá donde la habían dejado, como si aquellos siete años nunca hubieran tenido lugar? Aunque eso habría encajado perfectamente en sus planes, la despiadada audacia de la sugerencia lo llenó de cólera. Permaneció callado por un momento, sopesando su respuesta.

Mientras tanto se dedicó a estudiarla, comparando su aspecto actual con el que había idealizado su recuerdo. Antaño había pensado que sus ojos eran de un azul tan puro y cristalino como un cielo de verano. En aquel momento, en cambio, los veía nublados de secretos, capaces incluso de apasionadas tormentas.

Su rostro se había adelgazado un tanto, lo que daba a su fina mandíbula cierto aspecto de dureza. Pero sus labios seguían siendo tan llenos y sensuales como recordaba: como una suculenta fruta tropical en su punto exacto de madurez.

—Debo confesar que nunca pensé en vos como lady Kingsfold… Laura —le resultó imposible pronunciar su nombre sin paladearlo.

Aunque sus rasgos no traicionaron indicio alguno de que eso le importara, la llama de la vela que sostenía en la mano parpadeó hasta apagarse de pronto.

—Debo disculparos por el pobre recibimiento que os estoy ofreciendo. De haber sabido que veníais, nos las habríamos arreglado para preparar mejor este encuentro.

¡Qué desfachatez la de esa mujer! ¡Darle la bienvenida en su propia casa, cuando resultaba evidente que había acogido su presencia como si fuera una plaga! Obviamente había esperado que se quedara a un mundo de distancia de allí, para así poder seguir representando el papel de milady a su costa.

—Quizá habríais preferido que os hubiera advertido de mi llegada… —Ford utilizó un tono más brusco del que había pretendido—. Así os las habrías arreglado para estar en cualquier otra parte.

—¡Por supuesto que no!

El brillo de un distante relámpago asomó en el azul claro de sus ojos. Ford supuso que debía de contrariarla que él pudiera distinguir, bajo su máscara de cortesía, el desdén que sentía por su persona.

—Aunque debo admitir que eso se debe, en parte… —añadió ella—, a que no tengo lugar alguno a donde ir.

—No podéis hablar en serio —Ford empezó a pasear por la habitación, rodeándola a una distancia prudencial—. Según la carta que recibí del abogado, vos habéis heredado todo el patrimonio personal de mi primo, mientras que Hawkesbourne me pertenece por derecho propio. Seguro que una joven y hermosa viuda como vos, poseedora de una fortuna semejante, se encuentra en plena libertad de instalarse donde se le antoje.

Maldijo para sus adentros. No había querido llamarla «hermosa», aunque eso era ahora más cierto que nunca. Laura, sin embargo, no se dejó afectar por su cumplido.

—Os aseguro que lo que heredé de vuestro primo no fue en absoluto una fortuna, y además ya casi se ha agotado.

Aquello lo hizo detenerse en seco. Si lo que ella le había dicho era verdad, ¿qué había pasado con el dinero de su primo?

Dos

Así que Ford pensaba que ella había estado viviendo en la abundancia, de la fortuna de su primo. ¿Acaso había abrigado aquella sospecha para mitigar los remordimientos que sentía por su pasado comportamiento hacia ella?

Incluso desde donde se encontraba, a varios pasos de distancia, Laura registró su súbito movimiento de cejas y la manera en que aflojó la mandíbula. Aquella no era precisamente la manera en que había pretendido sorprenderlo, pero ciertamente parecía haberlo conseguido. Se alegraba de ello, porque de esa forma no se sentiría tan vulnerable ante él. Ver a Ford Barrett después de siete años de ausencia le había afectado incluso más de lo que había esperado. Ya no era el joven ardiente y encantador que tan bien recordaba. El tiempo lo había cambiado en múltiples aspectos.

El implacable sol de Oriente había atezado su piel hasta el punto de que parecía un pirata berberisco. Los rebeldes rizos negros, con los que ella tanto había disfrutado enredando los dedos, habían sido recortados severamente. Sus labios, antaño sonrientes, permanecían ahora apretados, rígidos.

Los años habían cincelado sus rasgos en un rostro de cruda, violenta belleza. Los ojos verdes, antaño de la calidez del musgo, tenían ahora la dureza y frialdad del jade. Todos aquellos cambios… ¿se deberían a las experiencias y años pasados en Oriente? ¿O acaso siempre habría sido un hombre frío e implacable, incluso cuando ella había sido demasiado ingenua como para darse cuenta?

—¿La fortuna de mi primo… agotada? —murmuró—. ¿Cómo es eso posible?

Su tono de incredulidad no pudo sino irritarla. ¿Suponía acaso que de haber poseído los medios necesarios para trasladarse a otro lugar, habría continuado viviendo en aquella vieja y decadente mansión, cargada de dolorosos recuerdos? ¿Imaginaba que se había quedado por gusto, para exponerse a su burlona condescendencia?

—Perder dinero siempre resulta mucho más fácil que ganarlo. Gastos crecientes. Desafortunadas inversiones. La posguerra ha sido una época difícil para mucha gente de este país. Quizá vos no hayáis sido consciente de ello viviendo tan lejos, en tierras donde los lujos son baratos y las fortunas se hacen con facilidad.

Aquello arrancó una carcajada a Ford.

—No tenéis ni idea de lo que estáis diciendo.

Tanto le recordó aquel tono desdeñoso al de su primo, que se le erizó el vello de la nuca. El profundo timbre de la voz de Ford, antaño una caricia para los oídos, tenía ahora un matiz áspero, amargado.

—Puede que aquellos artículos que vos consideráis lujos sean baratos en Oriente, debido sobre todo a su abundancia. Si la canela se obtuviera de la corteza del olmo, o el clavo de la flor del mirto, nadie en Inglaterra los tendría por preciadas extravagancias. En las Indias, por el contrario, cosas a las que vos atribuiríais muy escaso valor, como cazuelas de hierro, vajillas de cristal o telas de algodón estampadas, son ciertamente lujos muy apreciados.

Cada una de aquellas palabras fue para Laura como un golpe punzante, impulsadas por la fuerza del desprecio y agudizadas por la ironía. La corrección de su tono no atenuaba la fuerza de su insulto; más bien era al revés. Pero no se atrevió a replicar, por miedo a decir algo ofensivo que pudiera excitar su furia contra su madre y hermanas.

Ford se acercó entonces con deliberada e intimidante lentitud.

—En cuanto a lo de mi fortuna tan fácilmente ganada, no podéis estar en un mayor error. Hay ciertamente oportunidades en Oriente, pero todo hombre que pretenda aprovecharlas deberá trabajar duro, correr riesgos y mostrarse implacable siempre que sea necesario.

Con cada palabra fue acercándose un poco más, pero Laura permaneció donde estaba, sin moverse. Por nada del mundo le dejaría saber que su presencia le afectaba tanto. Por un instante, se permitió reflexionar sobre aquella reacción. La llenaba de alarma, desde luego: una sensación no menos molesta por cuanto más familiar. Aunque habían pasado más de dos años desde la muerte de su marido, se le cerraba la garganta cada vez que un hombre se le acercaba demasiado. El leve aroma a especias que parecía impregnar su presencia la atraía irremediablemente, mientras que su aire de poder la aturdía. En el instante en que la recorrió con su mirada verde de la cabeza a los pies, sintió que la piel se le erizaba como en respuesta a una levísima caricia.

Se las arregló para mantenerse firme. Aunque eso se debía menos a su resolución que al hecho de verse en medio de dos inclinaciones opuestas. Parte de ella ansiaba huir de aquel hombre formidable, mientras que otra parte se sentía irresistiblemente atraída hacia él. Rezando para que la voz no le temblara, replicó:

—No me extraña que hayáis tenido tanto éxito en vuestras empresas. Dos de esas tres cualidades tan necesarias os sientan como un guante.

Ford se detuvo en seco frente a ella. Mientras Laura alzaba la mirada, él clavó la mirada en sus labios. ¿Eran imaginaciones suyas o estaba inclinando lentamente la cabeza, cerrando la distancia que los separaba?

—¿Qué dos cualidades son ésas? —le preguntó con un ronco murmullo.

Sí que estaba inclinando la cabeza, centímetro a centímetro, obligándola a ella a alzar cada vez más la suya. Si la vela que portaba en la mano hubiera seguido ardiendo, con la llama le habría chamuscado la pechera del abrigo.

—Seguro que sabréis adivinarlo —susurró sin aliento.

Viendo que sus labios se cernían ya sobre los suyos, abrió la boca para protestar. Pero antes de que pudiera pronunciar palabra alguna, una descarga de joviales risas llegó hasta ellos desde el umbral.

—¡Perdón! ¡No queríamos interrumpir nada! — exclamó su hermana Belinda, con tono burlón.

—Yo más bien creo que debemos interrumpir —la corrigió Susannah, la más joven de las dos—. Por el bien de la reputación de Laura.

Mientras Ford se apartaba con rapidez para volverse hacia sus hermanas pequeñas, Laura se sintió inmensamente aliviada. Y sin embargo no dejó de experimentar una fugaz punzada de frustración.

El sonido de aquellas risas cantarinas fue para Ford como la ola de un frío mar lamiendo la abrasadora arena del desierto. Devuelto bruscamente a la realidad, se sacudió el hechizo que Laura le había lanzado. Cuando se volvió hacia sus hermanas, lo hizo con una desconcertante mezcla de gratitud y contrariedad.

—¿Quiénes son estas jovencitas tan curiosas y descaradas? —inquirió, burlón—. ¿Y qué ha sido de las dulces niñas Penrose?

Más allá de la broma, la pregunta tuvo un fondo de seriedad. La vista de Belinda y de Susannah lo enfrentó con la realidad del largo tiempo que había estado ausente y lo mucho que habían cambiado entretanto. Recordaba a una chica juguetona de apenas quince años y a una niña de doce con dientes de conejo. En su ausencia, se habían convertido en una par de encantadoras jovencitas que no habían perdido su descaro infantil.

—¿Las niñas Penrose? —un brillo de malicia asomó a los ojos azul turquesa de Susannah—. Están encerradas en el ático del ala oeste, hasta que aprendan a flirtear apropiadamente con jóvenes caballeros.

Para su propia sorpresa, Ford soltó una ronca carcajada. Le maravillaba la facilidad con que las hermanas de Laura conseguían ponerlo siempre de buen humor. Mientras bromeaba con ellas, los siete últimos años de su vida parecieron desaparecer como si fueran un mal sueño.

—Yo creía que era al revés. Que eran las niñas que flirteaban las que debían aprender a comportarse decentemente.

Belinda sacudió la cabeza, agitando sus rizos castaños.

—Me temo que os habéis quedado anticuado, señor.

Ambas se echaron a reír, frunciendo sus naricitas ligeramente respingonas, como antaño había visto hacer a Laura. Era un gesto que Ford había encontrado singularmente enternecedor. En ese momento, sin embargo, cuando pasó de largo a su lado para acercarse a sus hermanas, Laura parecía tan sombría como la más estirada solterona.

—Cuidad vuestros modales, vosotras dos —las reconvino, bromista—, si no queréis que lord Kingsfold nos eche de su casa. ¿No es así, milord?

Detrás de aquel tono desenfadado, Ford había percibido miedo y desesperación. Pero su gesto al alzar la barbilla hablaba, por el contrario, de desafío. Por un instante no supo qué responder. Nada en Hawkesbourne Hall estaba saliendo como había esperado.

—Yo nunca he dicho tal cosa —repuso—. Belinda y Susannah son bienvenidas a quedarse de visita todo el tiempo que deseen.

—¿Visita? —exclamó Susannah mientras se acercaba rápidamente a Ford junto a su hermana, para tomarlo cada una de un brazo—. Se trata de otra broma, ¿verdad? Nosotras vivimos aquí, claro está, y mamá también. Qué contenta se va a poner de verte….

Belinda soltó otra contagiosa carcajada.

—Espero que no nos eches antes de que tengamos oportunidad de escuchar tus aventuras de las Indias. ¿Has visto elefantes? ¿Tigres? Habrás comido muchísimo curry…

—Demasiado —Ford se las arregló para disimular su sorpresa ante aquella noticia tan inesperada. ¿Cuánto tiempo llevarían viviendo la madre y las hijas en Hawkesbourne, y por qué?—. Pero, en este mismo momento, me comería un tigre entero o una pierna asada de elefante. Cenad conmigo y os prometo que os contaré todo tipo de historias del Lejano Oriente.

—¿Cenar? —Laura se lo quedó mirando como si acabara de pedirle que le entregara su propia cabeza en una bandeja—. Por supuesto, debes de estar hambriento después de tu viaje… —volviéndose hacia sus hermanas, señaló con la cabeza el salón—. Susannah, ve a ayudar al señor Pryce con el equipaje del señor. Belinda, tú vente conmigo: le echaremos una mano a Cook con la cena. Nos quedan las truchas que el querido señor Crawford nos ha traído. Espero que te guste el pescado, Ford, dado que se nos ha acabado el elefante…

Era la primera vez que lo tuteaba. El comentario le arrancó una reacia sonrisa. Le sorprendió descubrir que Laura todavía poseía una chispa de ingenio bajo aquella máscara de fría contención. Eran muchas las cosas sobre ella que no dejaban de sorprenderlo.

Un pequeño misterio, sin embargo, le impulsó a preguntar:

—¿Quién es ese señor Crawford que tiene la generosidad de abastecer mi mesa?

—Sólo un amable vecino —repuso Laura mientras sus hermanas soltaban a Ford para alejarse con obvia reluctancia—. Sin su generosidad, habríamos tenido que agasajarte con una cena tan pobre como escasa.

Ahora que pensaba sobre ello, Ford recordaba a una tal familia Crawford, que habitaba una de las fincas vecinas. Habían hecho una fortuna en el negocio de la destilería.

—Supongo entonces que debo estarle agradecido.

No se sentía en absoluto agradecido, por mucho que aquel tipo les llenara la despensa. No le pasó desapercibido el tono con que Laura se había referido a su querido vecino. ¿Habría puesto quizá la viuda cazafortunas de su primo el ojo en una próxima víctima?

Él se encargaría de que eso nunca ocurriera.

¡Qué encuentro tan desconcertante!

A Laura le temblaban las manos mientras se ataba el delantal. Antes del regreso de Ford, un empecinado rincón de su corazón había albergado la absurda esperanza de que no hubiera cambiado nada. De que hubiera vuelto a ser el hombre amable y cariñoso que siempre había conocido.

Pero el ser frío y severo con el que se había enfrentado no había podido ser más distinto. Al principio no había podido menos de preguntarse por la hostilidad que había vislumbrado bajo su máscara de fría indiferencia. Al fin y al cabo, ella no había hecho nada salvo liberarlo de la molesta obligación que había tenido hacia su persona. ¿Estaría furioso con ella porque se había desposado con su primo? ¿Qué otra elección le había quedado?

¿Y por qué había intentado besarla?

Laura deseó haber dispuesto de algún tiempo a solas para intentar descifrar el motivo. Por desgracia, en aquel momento estaba demasiado ocupada esforzándose por evitar que Cook se pusiera histérica. La pobre mujer estaba en camino de ello.

—¡Dios mío! ¿Cómo voy a servirle al amo una comida como Dios manda con una despensa tan vacía? ¿Cómo es que no ha enviado palabra de que venía? Habríamos tenido tiempo de prepararle una cena decente.

Laura se hizo esa misma pregunta. ¿Disfrutaría Ford organizando un alboroto en su casa y convirtiendo de paso sus sentimientos en un caos?

—No te apures —palmeó cariñosamente el brazo de Cook, intentando tranquilizarla a ella y a sí misma—. El amo ha estado fuera durante siete años y ha vuelto después de un largo viaje. No es extraño que tuviera tanta prisa en llegar a casa. Además, dice que tiene mucha hambre, así que no creo que le importe mucho lo que le pongamos delante, siempre y cuando le llene el estómago.

—Se ha quejado del curry de la India —terció Belinda, que acababa de echar carbón al fuego—. Así que dudo que le importe comerse un plato poco condimentado.

Aunque Cook no dejaba de abanicarse su rubicundo rostro con las manos, se repente pareció recuperar la compostura.

—Tenemos las truchas del señor Crawford y en la despensa quedan suficientes repollos y zanahorias. Habrá que arreglarse con eso.

—Le prometí que la cena estaría lista en una hora —murmuró Laura—. También tenemos muchos huevos, ¿verdad? Mandaré al señor Pryce que abra la bodega. Si le hacemos beber lo suficiente, quizá no se fije demasiado en la comida…

—Decidle de paso al señor Pryce que me suba una botella de brandy —Cook recogió un cuenco de cobre y un cucharón de madera—. Si me doy prisa, podré preparar también un postre de peras.

Una vez que terminó de avivar el fuego, Belinda descolgó una cesta de la puerta.

—Voy a por las peras y las verduras.

Trabajaron de firme durante casi una hora. Mientras tanto, el señor Pryce subió botellas de la bodega, abrió el armario de la vajilla y la cubertería de las grandes ocasiones y supervisó a Susannah mientras ponía la mesa.

Cuando sólo faltaban diez minutos para empezar a servir la comida, Laura ordenó a sus hermanas que subieran a sus habitaciones para cambiarse de ropa.

—Me queda tan ancho de busto… —se quejó Belinda mientras se ponía un vestido que había pertenecido a Laura—. Si a partir de ahora vamos a vestirnos para cenar, voy a tener que ponérmelo siempre.

—Ahora que Ford ha regresado, quizá todas podamos comprarnos vestidos nuevos, y no tengamos ya necesidad de ponernos los viejos y remendados — comentó Susannah mientras se cepillaba su melena de color castaño rojizo.

El evidente deleite que sentía su hermana pequeña por el regreso de Ford no pudo menos de irritar a Laura.

—¿Por qué debería lord Kingsfold gastarse el dinero en vestidos para nosotras?

Susannah bajó el cepillo y se volvió para ayudar a Belinda con los botones de su vestido.

—Quizá para que sus futuras cuñadas no parezcan unas andrajosas el día de su boda. Porque vas a casarte con él, ¿no? Cuando Binny y yo os sorprendimos en el salón, yo pensé que ya se te había declarado.

—¿Declarado? ¡Qué absurdo! —Laura dio la espalda a sus hermanas para disimular el estúpido rubor que la asaltó—. Eso sería lo último que se le pasaría por la cabeza, os lo aseguro. Hace siete años que no me ve y, ya en aquel entonces, no quiso casarse conmigo. La opinión que tuviera de mí no ha mejorado en todo este tiempo.

En aquel entonces, por cierto, habían formado una pareja equilibrada, más o menos compensada: Laura como joven dama de buena familia, aunque con perspectivas limitadas, y él un joven sin más fortuna que su propia ambición. En aquel momento, en cambio, ella era una viuda arruinada con una familia que mantener, madura ya cualquier belleza que hubiera poseído en su juventud. Ford, por contraste, era más atractivo que nunca, y poseía una fortuna y un título. Tenía muchas mujeres entre las que escoger.

—¿Estás segura de que Ford no quiso casarse contigo? —le preguntó Susannah, desafiante—. Si mal no recuerdo, fuiste tú quien rompió el compromiso para casarte con su primo.

—Tú eras una niña entonces —le espetó Laura—. ¿Cómo podías saber algo de todo ello? Si yo rompí el compromiso fue porque él no quería casarse conmigo.

Un caballero estaba legalmente obligado por su proposición de matrimonio, mientras que una dama siempre conservaba la prerrogativa de cambiar de idea. Ninguna mujer que se preciara habría insistido en casarse con un prometido cuyos sentimientos hacia ella habían cambiado.

—No estropeemos una ocasión tan feliz discutiendo —terció Belinda. No era la primera vez que hacía de mediadora entre su responsable hermana mayor y su rebelde hermana pequeña—. Ford está al fin en casa, y parece haber cambiado muy poco, que yo recuerde. Al margen de lo que sienta por Laura, estoy segura de que será hospitalario con nosotras.

Laura deseó estar tan segura de ello como su hermana. Una cosa sí que era cierta: el comportamiento de Ford para con sus hermanas nada tenía que ver con la manera en que la había tratado a ella. Mientras estuvo bromeando con ellas, Laura alcanzó a vislumbrar por unos segundos al hombre al que antaño había amado, lo cual había logrado afectarla todavía más que su anterior severidad. Y lo último que necesitaba era que sus antiguos sentimientos por Ford le complicaran la vida aún más de lo que la tenía.

Cuando estaba terminando ya el primer plato e iba ya por la tercera copa de vino, Ford seguía reflexionando sobre la situación que había encontrado en Hawkesbourne. Nada era como había esperado. La fortuna de su tío parecía haber desaparecido. En vez de regodearse en una vida de lujos, tal y como había imaginado, Laura vivía humildemente, haciendo estrictas economías. Y con sus hermanas y su madre viuda alojadas en un ala de su casa.

Aunque aquella situación le ofrecía en bandeja la imprevista oportunidad de obligar a Laura a que se casara con él, la boda no le devolvería la fortuna que debería haber heredado. Quizá debería cortar por lo sano y olvidarse de todo…

¡Nada de eso! Después de haber vuelto a ver a Laura, más atractiva que nunca, Ford sabía que la deuda pendiente iba mucho más allá del dinero.

Estaba sentado a la cabecera de la larga mesa del comedor, con Laura sentada al fondo y sus hermanas a cada lado. Las damas componían un delicioso trío a pesar de los viejos vestidos que lucían.

—Felicitad de mi parte a la cocinera, señor Pryce —Ford levantó su copa de vino, dirigiéndose al mayordomo—. Esta cena es muchísimo más sabrosa que la comida del barco. No tenéis idea de lo mucho que he echado en falta el gusto fresco y sencillo de la comida inglesa.

Y, sin embargo, era una comida harto humilde para la mesa de un noble. Bien preparada, sí, pero poco variada. Por lo que había visto hasta el momento, sólo había un puñado de sirvientes haciéndose cargo del lugar, con Laura y sus hermanas haciendo al mismo tiempo de criadas. Su aspecto de pobreza parecía genuino, pero… ¿qué había pasado con el dinero de su primo? ¿Lo habría dilapidado una joven viuda con escasa visión de futuro, y que siempre podría aspirar a hacerse con otro marido rico? Así era como se había comportado la propia madrastra de Ford, arruinando de paso a su esposo.

—Cook se alegrará de saber que su comida cuenta con vuestra aprobación —repuso el mayordomo—. ¿Más vino, milord?

—No, ya he bebido bastante. ¿Quizá las damas…?

Belinda y Susannah miraron a su hermana mayor, que asintió discretamente con la cabeza.

—Pero sólo un poco. No estamos acostumbradas a tomar vino con las comidas.