Portada

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Una noche con Zoe

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 Jeannie Lin.

Todos los derechos reservados.

EL VUELO DE LAS MARIPOSAS, Nº 484 - julio 2011

Título original: Butterfly Swords

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-626-9

Editor responsable: Luis Pugni

Epub: Publidisa

Inhalt

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Veintitrés

Veinticuatro

Promoción

Uno

758 d. C., China, dinastía Tang

El palanquín dio una fuerte sacudida y Ai Li tuvo que agarrarse a los costados para mantener el equilibrio. Un segundo después volcó e impactó en el suelo con un fuerte crujido entre los gritos de los criados. El tocado se le cayó del regazo al ser despedida del asiento. Un nudo de pánico se le formó en el estómago, pero intentó conservar la calma.

Lo siguiente que oyó fue el inconfundible ruido metálico con el que se despertaba cada mañana. Al otro lado del dosel se libraba una lucha a espada. Intentó ponerse en pie, pero tenía los tobillos enredados en una maraña de seda roja y el vestido entorpecía sus movimientos por el peso de las joyas y bordados.

Apartó los cojines del asiento en busca de sus espadas. Las había escondido ella misma, como algo que le recordara a su hogar, igual que hubiera hecho cualquier otra chica con una muñeca de su infancia.

Encontró la empuñadura y la aferró con fuerza para que no le temblara. El ruido de la lucha se hacía más fuerte. Ignoró la voz interior que la advertía contra aquella locura y sacó las espadas de su escondite.

A pesar de su corto tamaño apenas cabían en el reducido espacio del palanquín. No había tiempo para vacilar ni pensar, habiendo tanto en juego. Con la punta de una espada retiró la cortina.

La luz del sol la cegó momentáneamente, pero enseguida vio a los criados en torno al palanquín caído. Entornó los ojos y levantó las espaldas al distinguir una figura.

Wu, el viejo oficial, corrió hacia ella entre los atacantes y la empujó hacia el interior del palanquín. En medio de la confusión no podía saber quién era quién.

—Gongzhu, tenéis que marcharos.

—¿Con ellos?

Miró a los asaltadores que la rodeaban. Wu había acertado al elegir a los hombres que debían hacerse pasar por bandidos.

—Aquí tenéis ropa y dinero.

Mientras Wu le daba las últimas instrucciones, el jefe de los supuestos bandidos la agarró del brazo. Instintivamente Ai Li se resistió. Todo se desarrollaba con tanta rapidez que aún debía asimilar que no había vuelta atrás.

El extraño aflojó la mano, pero sin soltarla. Todo era pura actuación, se recordó a sí misma mientras intentaba dominar el pánico.

—No hay tiempo —la acució Wu.

—Nunca olvidaré tu lealtad.

Dejó que tirasen de ella hacia los árboles e intentó seguir el paso de sus captores. ¿Quiénes serían aquellos hombres que Wu había contratado? Miró atrás y vio a su fiel sirviente de pie junto al palanquín, encorvado bajo un peso invisible. Dos días antes le había revelado a Ai Li un secreto que también pesaba ahora sobre sus delicados hombros. Ojalá no estuviera cometiendo un error fatal al confiar en él.

El olor del arroz nunca le había parecido tan delicioso.

A Ryam le rugieron las tripas mientras observaba la taberna al aire libre donde el cocinero removía un cazo de hierro al fuego. El establecimiento apenas constaba de cuatro vigas soportando un techo de paja en medio de un claro. Unos bancos de madera ofrecían a los cansados viajeros un lugar para reponer fuerzas y comer, siempre que tuvieran dinero, naturalmente. El único metal que Ryam había tocado en los últimos meses era el acero de su espada, y estaba tan hambriento que podría comérsela a bocados.

El dueño estaba en la entrada, delgado y encorvado con su túnica negra a la espera de clientes. No se veía un alma en el polvoriento camino que atravesaba el bosque en ambas direcciones.

Ryam se puso la capucha y se ocultó en las sombras del bosque. Era demasiado grande y su piel era demasiado blanca. Un bárbaro en el imperio chino. Bái gui, lo llamaban. Demonio blanco. El hombre fantasma.

El hambre siempre era más fuerte que el orgullo y estaba preparado para suplicar si tenía que hacerlo. Antes de que pudiera acercarse, sin embargo, una sombra apareció bajo el sol de la tarde y el dueño le dio la bienvenida al recién llegado.

—Huanyíng, guizú, huanyíng.

«Bienvenido, señor».

Cuatro hombres siguieron al primer viajero al interior y arrojaron sus armas con gran estrépito sobre la mesa. Ryam volvió a refugiarse detrás de las ramas, y un instante después descubrió la razón de su desconcierto. No era un hombre lo que ocupaba el centro del banco. Ryam podía equivocarse con muchas cosas, pero no con unas caderas que se contoneaban como aquellas.

La mujer llevaba una túnica gris sobre unos pantalones holgados y una gorra de lana ocultándole el pelo. Era tan alta que podría pasar por un joven larguirucho, y la seguridad que mostraba al dirigirse al propietario era el típico comportamiento altanero de un hombre de clase alta.

Ryam conocía muy bien las reglas del estatus social. Como extranjero se situaba en lo más bajo de la escala, tan sólo por encima de los leprosos y los perros callejeros. Era una de las razones por las que evitaba las zonas rurales y las confrontaciones, siendo el hambre la única tentación para darse a conocer.

La imagen de aquella mujer también lo tentaba, pero de un modo muy diferente. Bajo la ropa se movía con tanta elegancia y ligereza que a Ryam se le aceleraba el pulso. Había olvidado el placer irracional que le producía una chica hermosa. Pero aparte de sus ciegos instintos masculinos, la determinación que reflejaba aquella joven le hizo sonreír.

No era el único que le prestaba toda su atención. El dueño la miró por encima del hombro mientras hablaba con el cocinero, antes de adoptar la correspondiente actitud sumisa y llevar los cuencos de arroz a la mesa. Al parecer, la mujer había sobrestimado la eficacia de su disfraz.

El dueño sirvió el último de los cuencos y levantó la mirada. Su boca se torció en un gesto de desprecio al ver a Ryam en el camino.

—¡Largo! —le gritó, dando unos pasos hacia el claro—. Sucio hijo de perra.

Ryam se llevó la mano a la espada oculta bajo la capa. Había aprendido a morderse la lengua, pero el sol y el hambre estaban haciendo estragos en su paciencia y no podría contenerse si aquel idiota seguía escupiéndole insultos. Era como si un gallo furioso intentara matarlo a picotazos.

—El camino no te pertenece —masculló entre dientes.

Confió en haber dicho eso. Después de tantos años en aquel rincón del mundo sólo había aprendido a balbucear unas cuantas frases y un puñado de obscenidades.

El gallo se metió en la choza y volvió a salir con un palo más grande que su brazo. Ryam se irguió en toda su estatura y lanzó un gruñido de advertencia. La mujer estiró el cuello al oírlo, y los hombres que la rodeaban se giraron todos a la vez. No había duda de que estaba causando impresión.

—Déjalo —la voz de la mujer llegó alta y clara y a oídos de Ryam, a pesar de la gravedad artificial con que pretendía ocultar su sexo—. No está haciendo nada.

El dueño retrocedió, murmurando imprecaciones y blasfemias contra los demonios extranjeros. La mujer se levantó y a Ryam se le tensó todo el cuerpo, con la espalda apoyada contra el árbol. Era el momento de marcharse, pero la obcecación lo mantenía clavado en el sitio. La obcecación o tal vez una temeraria curiosidad.

Se fijó en las botas de la chica mientras ella se acercaba. Sobre el borde del cuero se adivinaba la punta de un arma, y Ryam se preguntó si sería una experta espadachina.

—¿Tienes hambre, hermano?

Le tendió el cuenco de arroz como si se aproximara a un animal salvaje, extendiendo el brazo con sumo cuidado, y a Ryam se le hizo la boca agua con el olor a jengibre y cebolla.

Sabía lo que ella pensaba de él. Uno más de los muchos mendigos y vagabundos que deambulaban por el imperio desde la caída del antiguo régimen. En contra de su buen juicio, levantó la cabeza y por un breve instante olvidó que era un proscrito muerto de hambre.

Sus ojos se encontraron con los de la chica, que se abrieron en una mueca de asombro. Eran de un color avellana que recordaba a las hojas de otoño, y hacían imposible que alguien pudiera confundirla con un hombre.

Habiendo visto la clase de hombre que tenía delante, Ryam pensó que reaccionaría con miedo o repugnancia, o peor aún, con compasión. Pero ella se limitó a mirarlo con interés. Lo último que Ryam se esperaba era una expresión amable en su rostro.

—Xiè, xiè —murmuró el agradecimiento mientras aceptaba el cuenco de sus delicados dedos. Cualquier otra palabra de su escaso vocabulario resultaría del todo inadecuada.

Ella asintió en silencio y retrocedió, sin dejar de mirarlo hasta que volvió con sus compañeros. El arroz se había enfriado y Ryam lo engulló en tres bocados. Dejó el cuenco en el suelo y se atrevió a echar un último vistazo a la cabaña. El grupo había acabado de comer y habían dejado unas cuantas monedas en la mesa.

Una profunda desolación invadió a Ryam cuando la chica se giró para marcharse. Le echó una última mirada a Ryam y él se despidió asintiendo con la cabeza. Los dos se estaban ocultando, él en las sombras y ella tras un disfraz de hombre.

El grupo se perdió de vista en el camino y el dueño volvió a salir con el palo y su lengua viperina, pero Ryam le dio la espalda a la retahíla de insultos y se alejó hacia el oeste, como llevaba haciendo desde hacía semanas. Los restos de su legión permanecían en las tierras pantanosas junto a la frontera noroccidental. Tal vez ya no fuera bien recibido, pero no tenía otro lugar al que ir.

Cinco años atrás habían recorrido la Ruta de la Seda hasta los límites del Imperio Tang. El emperador había tolerado su presencia, pero el último error de Ryam acabó con cualquier esperanza de prolongar la tregua.

Apenas se había alejado cien pasos de la cabaña cuando los pies empezaron a pesarle y sintió un hormigueo en los dedos. La sensación le resultaba muy familiar. Mareo, desequilibrio, la lengua pegada al paladar…

Estaba borracho.

No, borracho no. Estaba drogado. La hermosa joven lo había drogado y luego lo había abandonado. Pero eso no tenía ningún sentido… Maldijo en voz alta y sacudió la cabeza para intentar despejarse. Pensar le costaba más trabajo que moverse. La joven le había ofrecido su comida… lo que significaba que la droga estaba destinada a ella.

Se dispuso a desenvainar su espada, pero detuvo la mano sobre la empuñadura. Aquél era el tipo de impulso que casi había conseguido que lo mataran. La cabeza le daba vueltas y más vueltas por la sustancia que habían echado en el arroz, fuera lo que fuera. Sopesó sus posibilidades. Era un proscrito y no sabía nada de ella ni de sus guardaespaldas. Pero aquellos ojos avellana no lo habían mirado como si fuera un animal.

Al diablo.

Apenas podía despegar los pies del suelo, pero consiguió darse la vuelta y desenvainar su espada mientras volvía a la taberna. El dueño chilló al verlo y corrió a esconderse, dejando caer los cuencos al suelo. Ryam pasó junto a él sin detenerse y siguió por el camino lo más rápidamente que le permitían sus narcotizados músculos.

Oyó gritos a lo lejos y se internó en la maleza para seguir el sonido. Las ramas y espinas le azotaban el rostro y le arañaban los brazos, hasta que salió a un claro y presenció la escena de golpe. Una docena de bandidos armados con cuchillos rodeaban a los espadachines de la taberna. Ryam parpadeó frenéticamente para aclararse la vista y buscó a la chica entre los destellos del acero.

La encontró en el centro de la batalla, blandiendo una espada en cada mano. Las afiladas hojas silbaban en el aire a la velocidad del rayo. Ryam se lanzó a la carga, golpeó con el hombro a uno de los atacantes y descargó la empuñadura de la espada contra el cráneo. El bandido cayó al suelo, inconsciente.

Uno menos. Se volvió rápidamente hacia ella e intentó encontrar las palabras adecuadas.

—Soy un amigo…

La bota de la chica impactó en su entrepierna.

Un dolor espantoso estalló por todo su cuerpo. Y mientras se doblaba por la cintura, lamentándose por no haberla dejado a su suerte, ella lo atacó con las espadas. Ryam levantó su arma y a duras penas consiguió detener sus certeras estocadas. Era asombrosamente ágil y veloz. La empujó con fuerza para apartarla e intentó hablarle de nuevo.

—Sólo quiero ayudarte.

La chica detuvo el brazo en el aire y lo miró fijamente. Otro de sus compañeros cayó al suelo, seguramente bajo los efectos de la droga, y los bandidos estrecharon el cerco. La chica se giró con las espadas en alto, preparada para el siguiente ataque.

Ryam logró derribar a otro enemigo, pero estaba cada vez más aturdido y en pocos minutos estaría fuera de combate. Agarró a la mujer del brazo.

—Son demasiados.

Ella dudó un momento, observó rápidamente la situación y echó a correr. Los bandidos se lanzaron en su persecución, pero Ryam los hizo retroceder con su espada y también emprendió la huida. La hierba le flagelaba las piernas y no sabía adónde se dirigía.

La chica se había adelantado y le estaba gritando algo.

En ese momento Ryam tropezó y se dio de bruces contra el suelo. Sintió el sabor de la sangre y el polvo en la boca. Escupió y se giró de costado, pero los miembros le pesaban cada vez más y ya casi no sentía nada.

La espadachina se acercó. Sus labios se movían en silencio. Ryam intentó resistirse a la oscuridad que le cerraba los párpados, pero era inútil. Los ojos se le cerraron y sólo le quedó la esperanza de poder abrirlos de nuevo.

El extranjero yacía boca arriba, aplastando la hierba con su gigantesco cuerpo. El sonido de su respiración retumbaba en su pecho. Ai Li lo agarró por el hombro y lo sacudió con tanta fuerza como pudo.

Era como mover una montaña.

Suspiró y miró hacia los árboles. No se oían pisadas ni se veía a nadie, pero si la encontraban estaría perdida. Rezó por que los atacantes fueran simples proscritos y no hombres con la misión de devolverla a Li Tao.

Fueran quienes fueran sus perseguidores, no podía abandonar allí al bárbaro. Se secó el sudor de la frente y volvió a mirarlo. La piel blanca y el pelo rojizo la habían asustado nada más verlo, y cuando le habló en su lengua Ai Li había huido como una campesina supersticiosa e ignorante. Pero visto de cerca no era un fantasma ni un demonio. Tan sólo era un hombre. Un hombre de aspecto salvaje y seguramente enloquecido que la había salvado.

Dormía como un león sobre la hierba. La sombra de una barba incipiente le oscurecía el poderoso mentón, como un rostro labrado en piedra bruta. Aprovechando su modorra, Ai Li se atrevió a apartarle un mechón de pelo para verlo mejor. Sus dedos tocaron una cicatriz sobre la oreja y apartó rápidamente la mano. Se aseguró de que seguía dormido y, movida por una morbosa fascinación, recorrió la herida con la punta del dedo.

Cuando lo vio merodeando por el camino se había compadecido de él. Otro más de esos desgraciados a los que las últimas revueltas habían condenado a la pobreza y la mendicidad. Ahora sabía, sin embargo, que era un hombre capaz de luchar sin el menor temor por su vida.

Aún tenía la mano sobre la empuñadura de la espada, mellada y abollada. El padre de Ai Li habría dicho que era una espada con un pasado digno de respeto. Al crecer junto a sus hermanos y los hombres que estaban bajo las órdenes de su padre, Ai Li había estado rodeada de guerreros toda su vida. Un temible espadachín como aquel extranjero tenía que estar realmente desesperado para mendigar comida por los caminos.

Había acudido a su rescate a pesar de su dramática situación. Abandonarlo ahora sería una deshonra, por muy bárbaro que fuera. Se puso en pie y levantó las espadas para montar guardia. Sus antepasados no esperarían menos de ella. El espíritu de su cuarto hermano lo entendería.

Blandió las espadas con inquietud, intentando serenarse con el crujido de las hojas y el canto de los pájaros. El bosque parecía no acabarse nunca, pero tenía que llegar a casa costase lo que costase. Su padre la había prometido a un hombre al que consideraba un aliado, sin sospechar que Li Tao llevaba conspirando en su contra desde que el emperador murió sin dejar heredero. En cuanto el extranjero despertara, tendrían que ponerse en camino.

El bárbaro no despertó hasta que el sol inició su descenso y el bosque se cubrió con un resplandor dorado. La alargada sombra de Ai Li se proyectaba sobre él cuando abrió los ojos. Al verla, agarró su espada y se puso rápidamente en pie. Para ser un hombre tan corpulento se movía con una agilidad sorprendente.

Ai Li levantó sus espadas para defenderse.

—¿Quién eres? —le preguntó—. ¿Por qué arriesgas tu vida para salvar a una desconocida?

Él la miró con los ojos entornados, intentando enfocar la vista. Cuando pareció reconocerla, se puso de rodillas y se frotó los ojos con las manos. Tenía un arañazo en la barbilla por haber caído de bruces.

—Despacio, por favor.

Miró a su alrededor con expresión aturdida y desorientada. Parecía extremadamente vulnerable, a pesar de su fortaleza física.

Con mucho cuidado, Ai Li volvió a envainar una espada en su bota y sacó un odre del zurrón que llevaba al hombro. Se lo ofreció al bárbaro y observó con fascinación cómo tomaba un largo trago. Las crónicas ancestrales hablaban del Gran Imperio del Oeste como una tierra de poderosos gigantes, y al parecer no habían exagerado.

—Te has quedado —dijo él en tono sorprendido cuando le devolvió el odre.

—Estaba en deuda contigo.

La boca del gigante se torció en una media sonrisa mientras sus intensos ojos azules la examinaban de arriba abajo.

—Con verte ya me doy por satisfecho.

Ai Li sintió un escalofrío, pero se dijo a sí misma que debía de haberse confundido por la mezcla de dialectos y el horrible acento del extranjero. Un hombre no emplearía un tono tan sensual con ella, estando disfrazada de chico.

—¿Dónde has aprendido a hablar?

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque parece que te enseñaron en un burdel.

Una estruendosa carcajada brotó de su pecho.

—Más o menos.

La lengua del bárbaro le chirriaba a Ai Li en los oídos, pero entendía las palabras.

—Podemos hablar en tu lengua —le sugirió.

—¿La conoces? —preguntó él con el ceño fruncido—. Muy pocos la hablan en el imperio.

Ai Li se mordió el labio.

—Mi padre es comerciante de té. Ha viajado muy lejos, más allá de las fronteras.

La explicación no era gran cosa, pero la expresión del extranjero se relajó.

—Me llaman Ryam.

—Ryam… —repitió ella—. ¿Qué significa?

Él permaneció sentado en la hierba, con los brazos colgados sobre las rodillas.

—No significa nada.

La costumbre era revelar también el apellido, pero Ai Li no se lo preguntó para no parecer impertinente.

—Mi nombre es Li. Li Chang. Puedes llamarme Hermano Li.

—¿Hermano? Salta a la vista que eres una mujer.

Ai Li apretó la mano sobre la espada. De repente se sentía amenazada por la sonrisa del bárbaro.

—No voy a hacerte daño —le dijo él rápidamente—. Me lancé contra una horda de bandidos armados para ayudarte, por si no lo recuerdas, y me lo agradeciste con una patada bastante certera.

Ella se ruborizó al recordar dónde le había dado la patada exactamente.

—Me llamo Chang Ai Li.

—Ailey… Es un bonito nombre.

Ai Li ignoró el cumplido.

—¿Qué hace un extranjero adentrándose hasta el corazón del imperio?

—¿Qué hace una mujer viajando con un grupo de hombres?

La miró fijamente y sin pestañear, como si fuera ella la extranjera. La curiosidad de Ai Li era cada vez mayor, pero no podía quedarse en el bosque con un bárbaro.

—Veo que no estás herido —le echó un último vistazo—. Así que me voy. Adiós.

—Espera. ¿Adónde vas?

Se levantó de un salto y se irguió en toda su estatura ante ella. Ai Li contuvo la respiración y levantó la vista hacia sus ojos, del color de un cielo sin nubes.

—Tengo… tengo que volver con mis guardaespaldas —balbuceó. Tenía la garganta seca—. Seguramente me estén buscando.

—¿Estás segura?

Seguía bloqueándole el paso, y con su tamaño no tendría ningún problema en dominarla. La expresión de sus ojos, sin embargo, no hacía pensar que usara su fuerza contra una mujer.

—¿A qué te refieres?

—El arroz que me ofreciste era para ti, y le habían echado una droga tan potente que te habrían sacado de la provincia antes de que despertaras. Una cara como la tuya sería muy apreciada en los burdeles.

A Ai Li se le revolvió el estómago.

—Mis hombres no me traicionarían.

—¿Desde cuándo los conoces?

Ai Li manoseó torpemente el collar de su túnica. Wu había contratado a aquellos hombres en una situación desesperada, pero la lealtad no podía comprarse ni con todo el oro del mundo.

—Pronto anochecerá —dijo él, mirando el cielo—. Será mejor que te quedes aquí, por si acaso hay bandidos cerca.

¿Quedarse la noche con él en medio del bosque? El corazón le golpeó las costillas, intentando escapar de la faja que confinaba sus pechos. Él la había rescatado. No había nada que temer. Y sin embargo… su presencia irradiaba una fuerza peligrosamente viril. El Yang masculino. Estaba demasiado cerca de ella, lo bastante para que Ai Li pudiera oler la embriagadora mezcla de cuero y brisa otoñal que la tentaba a desafiar el destino.

No podía bajar la guardia. Respiró hondo y dio un paso atrás.

—¿Cómo puedo saber que aquí estaré segura?

—No creo que quieras enfrentarte tú sola a esos asaltadores —la miró con una media sonrisa—. A menos que pretendas derrotarlos a todos con esos cuchillos que llevas.

—No son cuchillos. Son sables —envainó la otra espada corta.

—Puedes volver al camino por la mañana —dijo él—. No te tocaré, si eso es lo que temes. Encenderé un fuego —se apartó para recoger leña y darle espacio para que reconsiderara sus opciones.

Lo que decía tenía sentido. Sus guardaespaldas habían sido derrotados con demasiada facilidad. Uno de ellos debía de haberla traicionado. En cuanto Li Tao descubriera que había desaparecido, enviaría a sus hombres a barrer toda la región. La única manera de estar a salvo era no dejar de moverse, pero ¿adónde ir? Estaba perdida en un bosque al sur del país, era de noche y no había ningún camino que pudiera tomar. Juntó las manos y bajó la cabeza, pensativa. Se fijó entonces en la espalda que colgaba del cinto del bárbaro. Era más larga que las usadas por los soldados imperiales. Una hoja forjada para atravesar la armadura y destrozar los huesos. Y el bárbaro la había esgrimido como si no pesara más que una pluma.

Afortunadamente, no la había reconocido.

Un nuevo plan empezaba a formarse en su cabeza. A su padre le parecería una imprudencia, y a su madre una estupidez. Pero ¿en quién podía confiar si no, aparte de sus sables y su instinto? Tal vez se hubiera equivocado con los hombres contratados para protegerla, pero aquel diestro espadachín le inspiraba una sensación de yuán fèn. Si no era el destino, ¿qué otra cosa podía haberla unido a un bárbaro en aquel rincón del país?

No tenía otra elección.

Mientras él recogía ramas y hojas secas, Ailey se paseaba por el claro con las manos en las caderas y con la hierba amarillenta rozándole las pantorrillas. Ryam se fijó en la silueta que se adivinaba bajo la ropa: una cintura estrecha y unas caderas suavemente redondeadas que encajarían a la perfección en las manos de un hombre. Por debajo del cuello de la túnica se atisbaba el borde de la faja que contraía sus pechos, y la imaginación de Ryam empezaba a desbocarse con las fantasías que le inspiraba aquel cuerpo.

Clavó una rodilla en tierra y empezó a hacer el fuego con el pedernal. Podía fantasear todo lo que quisiera. Los pensamientos eran inofensivos, incluso los más atrevidos que se le ocurrieran con una mujer hermosa perdida en el bosque. Siempre y cuando tuviera las manos quietas.

Oyó el crujido de la hierba cuando ella se acercó por detrás. Pendiente como estaba de todos sus movimientos, se giró para mirarla por encima del hombro.

—Veo que has decidido quedarte.

Ella lo miraba desde arriba con interés. Por desgracia, no era la clase de interés que él buscaba en una mujer.

—Te defendiste muy bien contra aquellos hombres… —empezó ella.

—No eran más que simples ladrones —dijo él, quitándole importancia.

—Te superaban en número y además estabas drogado.

Dio un paso más. Se mordía el labio con expresión vacilante, pero sus ojos brillaban de esperanza. Obviamente no sospechaba lo que una mirada así podía provocar en un hombre.

—Cualquier otro en mi lugar habría hecho lo mismo…

—Necesito que me ayudes a volver a mi casa —le dijo ella de golpe.

Lo primero que pensó Ryam fue en negarse.

—¿Dónde vives? —le preguntó.

—En Changan.

Era la capital del imperio. Estaba a una semana de viaje y en dirección contraria a donde él se dirigía. Los alrededores de la ciudad estarían llenos de soldados encantados de volver a verlo.

—Te pagaré —añadió ella. Sacó una bolsa de seda del cinto y se la arrojó antes de que Ryam pudiera decir nada. Las monedas resonaron en su interior cuando la agarró al aire—. Ábrela.

Por el peso se podía adivinar su contenido, pero de todos modos tiró del cordel y encontró un puñado de oro y plata. Volvió a cerrar la bolsa y se la arrojó con indolencia. La bolsa cayó a los pies de Ailey.

—No puedo.

Ella arqueó las cejas con asombro.

—No sabes cuánto hay…

—Sí, lo sé —dijo él entre dientes—. No quiero tu dinero.

—Te he ofendido —murmuró ella.

Ryam se irguió, sin mirarla a los ojos. Se sentía invadido por la culpa.

—No puedo ir a Changan bajo ningún concepto. ¿Y cómo se te ocurre tirar el dinero de esa forma?

Ailey tenía las manos juntas, palma contra puño, y la cabeza gacha.

—Te estoy suplicando tu ayuda. Necesito tu protección.

—Ni siquiera sabes quién soy.

—Sé que eres un desconocido, pero tengo que llegar a casa y no podré conseguirlo sola.

Fue el turno de Ryam para ponerse a andar por el claro. Sentía la cercana presencia de Ailey, esperando una respuesta como si él no le hubiera dado ya una.

No podía ayudarla. No podía ser responsable de ella. Sería un error más que añadir a la larga lista. Ya había cometido demasiados, y el último había sido el más mortal de todos. El hombre que decidió ponerlo al frente de otros hombres debía de estar borracho o sordo. Si nadie se acercaba a él, nadie resultaría herido.

—¿Qué haces tan lejos de casa?

—Ayudo a mi familia con los negocios.

—¿Vendiendo té?

—Sí —hizo una breve pausa—. Té.

—Ningún mercader respetable mandaría a su hija a comerciar sin protección. El ejército imperial ya no protege estos caminos.

—No estaba sola —insistió ella—. Tenía a mis guardaespaldas —la voz se le quebró y se quitó la gorra de la cabeza. Una trenza le cayó sobre el hombro, negra como el azabache. Suelto, el pelo enmarcaría su rostro como una imagen onírica y…

No, no se iba a dejar distraer.

—Si voy a Changan, me colgarán del cuello —dijo con más frialdad de la que realmente sentía—. Como ves, no soy el compañero de viaje más adecuado.

Ella se puso rígida, pero no retrocedió ni cesó en su empeño.

—¿Qué hiciste? ¿Le robaste a alguien?

—No.

—¿Mataste a alguien?

—No.

El alivio reflejado en el rostro de Ailey lo irritó. Tal vez no fuera un ladrón ni un asesino, pero tampoco era mucho mejor.

—Cometí un error.

Un error estúpido con consecuencias desastrosas. Nunca debería haber aceptado aquella orden. Él no estaba capacitado para comandar a los otros, y a duras penas consiguió salvarse a sí mismo.

El fuego empezó a apagarse y Ryam arrojó más leña a la crepitante hoguera.

—Te llevaré al pueblo más cercano y allí podrás encontrar a alguien que te acompañe a casa.

Al cabo de un largo silencio, ella se sentó junto a él en la hierba y se abrazó a las rodillas. No intentó discutir, aunque su expresión seguía siendo testaruda.

—Quiero ayudarte —le dijo él—. Pero no soy la persona adecuada.

—Sé que eres un buen hombre.

Las llamas bailaban en sus ojos. Incapaz de contenerse, Ryam bajó la mirada hasta su boca y se sintió invadido por un deseo salvaje.

—No lo soy —murmuró en voz baja.

Ailey no debería estar allí sola, siendo tan confiada. Cualquier hombre podría aprovecharse de ella y envolverse con sus brazos de seda para olvidarse del mundo durante un par de horas…

Estaba enfermo por pensarlo siquiera. Aquella mujer estaba perdida y desesperada. Le había suplicado su ayuda y él se la había negado, después de haber recibido de ella la primera muestra de amabilidad que alguien le dedicaba en mucho tiempo, desde que un mes atrás se despertara en una cabaña con una herida en la cabeza.

Intentó encontrar las palabras apropiadas.

—Eres muy buena con esas espadas.

—Mis hermanos y yo practicábamos juntos, cuando yo tenía cinco años —una sombra de tristeza cubrió su rostro.

—¿Dónde están?

—Desperdigados por los rincones del imperio.

—Me cuesta creer que no haya nadie por aquí cerca para ayudarte. Un socio de tu padre, el juez del

pueblo…

—No hay nadie que pueda ayudarme.

Adoptó una expresión obstinada y Ryam sintió el deseo de acariciarle su esbelto cuello. Se imaginaba el dulce sabor de su boca, inocente y casta. Agarró una ramita y la partió en dos para arrojarla a las llamas. Al parecer, él también tenía principios. La fe ciega que ella depositaba en él, por equivocada que fuera, lo llenaba de humildad.

Desenvainó su espada y ella reaccionó al instante, adoptando una postura de combate. Hacía falta mucho tiempo y entrenamiento para desarrollar unos reflejos tan rápidos.

—Voy a dejar esto aquí —explicó él.

Los ojos de Ailey se iluminaron.

—¿Puedo?

Agarró la empuñadura con sus esbeltos dedos y un cuidado casi reverencial. Apenas podía sostenerla en alto.

—Pesa mucho —murmuró.

—Perteneció a mi padre.

Hacía años que no hablaba de su padre con nadie. Ailey recorrió con la mirada la hoja mellada en toda su longitud, con una expresión de intensa admiración. De repente, a Ryam le molestó compartir aquel momento con una desconocida. Una chica fascinante a la que le gustaban las espadas. Sin decir palabra, le quitó el arma y la colocó entre ellos. Ella lo miró con extrañeza, antes de abrazarse las rodillas y girar la cabeza hacia la oscuridad. El canto de las cigarras llenaba el aire nocturno. Los dos iban a pasar la noche al raso, sin saber lo que les depararía el día siguiente, pero Ryam no creía que ella estuviese tan acostumbrada como él. Se abrió el broche de la capa y se la quitó de los hombros para ofrecérsela a Ailey.

—Yo tengo la piel dura —dijo cuando ella se dispuso a protestar.

El comentario provocó una tímida sonrisa en Ailey, quien le dio las gracias y se envolvió con la capa. Al verla engullida por la lana Ryam experimentó otro arrebato posesivo.

Se tumbó en la hierba y apoyó la cabeza en los brazos.

—No estamos muy lejos del pueblo.

—¿Es de allí de donde venías?

—Sí. Me echaron con cajas destempladas.

Ella lo miró sin entender.

—Encontraremos a alguien que pueda ayudarte — se corrigió él rápidamente.

Ailey se arrebujó aún más con la capa, intentando protegerse de la noche.

—Sé que has hecho todo lo que puedes.

Ryam se limitó a responderle con un gruñido. Ella jamás le habría pedido ayuda si lo conociera mejor.

Hasta el suave sonido de su respiración lo seducía de una manera irresistible. Se clavó las uñas en las palmas e intentó distinguir las copas de los árboles contra el cielo nocturno para intentar distraerse. No podía ayudar a Ailey, y se odiaba por ello.

—Tengo que decirte una cosa.

Oyó cómo ella se giraba de costado sobre la hierba. Sólo su rostro era visible bajo la capucha, iluminado por las llamas.

—No sabes mentir.

—Yo no miento —replicó ella con el ceño fruncido.

—Sabes manejar la espada y tienes a cinco hermanos entrenados para el combate. ¿Por qué quería tu padre crear un pequeño ejército, siendo mercader?

Ella no respondió y Ryam supo que había dado en el clavo. Parecía un zorro acorralado, preparado para echar a correr.

—¿Qué importa? Mañana ya te habrás marchado.

El crepitar de las llamas era el único sonido que rompía el silencio. Ryam apoyó la cabeza en el suelo. Al parecer, había tomado la decisión adecuada al no implicarse.

—Perteneces a la nobleza. A la clase guerrera.

Ella tampoco respondió en esa ocasión, pero no tenía por qué hacerlo. Noble o no, Ailey no era para él. Ryam no era más que un bárbaro en una tierra hostil. Los hermanos de Ailey lo castrarían si lo sorprendieran a solas con ella. Y luego lo matarían.

Dos

Ailey se despertó con las primeras luces del alba. Se quedó unos momentos mirando al cielo y reunió las fuerzas para incorporarse. No se veía ninguna piedra en el suelo, pero el cuerpo le dolía como si se hubiera acostado sobre un lecho de afilados guijarros, y aunque prefería dormir en el suelo antes que hacerlo en la cama de Li Tao, no se atrevía a pensar en cuántos días y cuántas noches la separaban de la capital. Se había pasado una semana viajando en un palanquín y escoltada por la comitiva nupcial. Ahora, en cambio, estaba sola.

Aunque no del todo.

Ryam dormía junto a ella, cruzado de brazos y con la barbilla pegada al pecho. Su espada yacía entre ellos, y la lana que envolvía a Ailey estaba impregnada del penetrante olor a su piel masculina. Al verlo dormido y desabrigado sintió un impulso maternal y se despojó de la capa para arroparlo. Era tan corpulento que el manto apenas le cubría el torso. Ryam emitió un gruñido en sueños y agarró la capa para envolverse con ella.

Realmente era un guerrero temible.

Cuanto más se acostumbraba a su presencia, sin embargo, menos amenazadores le parecían a Ailey sus rasgos. Incluso podían resultar atractivos si se contemplaban el tiempo suficiente…

Algo se removió en su pecho y se dio la vuelta rápidamente. Mejor sería dejarlo dormir.

El aire estaba cargado de humedad y una capa de rocío cubría la hierba. Se levantó y estiró los brazos para desentumecer los músculos. La brisa del bosque la saludaba agitando las ramas, y el lejano canto de un pájaro era el único signo de vida aparte de ellos dos.

Sólo le había contado a Ryam parte de la verdad sobre su familia. Ryam era un forastero y seguramente no tendría ningún vínculo con sus enemigos, pero Ailey ya no podía confiar en nadie. Agarró sus espadas y caminó hasta el centro del claro. Con el brazo derecho realizó una finta y el brazo izquierdo siguió instintivamente el movimiento. Tal vez pudiera encontrar una manera de convencer al extranjero para que se quedara con ella.

Si estuviera en casa, su abuela estaría observando sus prácticas diarias. «Mejor», le diría, viendo cómo las hojas traspasaban el aire. «Otra vez». Intentó evocar la voz de su abuela, pero los ejercicios no le reportaron el menor consuelo. Tal vez no volviera a verla, ni al resto de su familia.

Durante toda su vida había soñado con marcharse algún día de casa para casarse. Una parte de ella siempre había temido aquel momento, pero sólo era la tristeza normal en cualquier hija que dejara atrás la seguridad de su infancia. Nunca se imaginó que desafiaría a su prometido para volver a casa.

Su comportamiento era una deshonra para toda la familia. Casi podía oír los reproches de sus padres en el silencio del bosque.

Pero ¿cómo podía casarse con un asesino? Wu le había dicho que la muerte de su hermano Ming Han no fue un accidente. Li Tao era el único responsable.

—¿Qué estás haciendo?

La voz de Ryam irrumpió en sus divagaciones y alteró la calma como una piedra arrojada al estanque. Estaba a un metro de ella y seguía con la mirada el movimiento de las espadas. Ailey se miró las manos como si ya no le pertenecieran.

—Entrenando.

¿La había estado observando? Tan absorta había estado en sus movimientos que no había prestado atención a nada más. Entonces le dio un vuelco el corazón al pensar en la patética imagen que debía de estar dando. Su técnica dejaba mucho que desear, y no era lo mismo enfrentarse a las críticas de su abuela que a la implacable mirada de un desconocido.

—¿Así es como entrenas?

Ryam se cruzó de brazos y ladeó la cabeza mientras la rodeaba. La intensidad de su mirada prendió un fuego en su interior, y fue un milagro que no se hiriera a sí misma con las espadas.

—Todos estos movimientos tan sincronizados… ¿de verdad te ayudan en un combate real?

—En un combate real el cuerpo hace lo que ha hecho antes miles de veces. Se produce una perfecta armonía entre el cuerpo y la mente.

Se le secó la garganta mientras recitaba las palabras. A diferencia de sus hermanos mayores, quienes recibían frecuentes halagos por sus habilidades, ella nunca había suscitado un interés semejante en ningún hombre. Con la punta de una espada trazó un intrincado diseño en tres rápidas líneas, como si estuviera manejando un pincel de caligrafía. Necesitaba mantenerse ocupada en algo, porque la presencia de Ryam era cada vez más cercana y parecía consumir todo el aire que la rodeaba.

—¿Tus hermanos te enseñaron a manejar la espada? —le preguntó él.

—Fue mi abuela.

La risa de Ryam llenó el claro.

—¿Tu abuela?

—Mi abuela era una maestra.

El extremo de la espada pasó a un centímetro de él, desafiándolo. Ryam se mantuvo en su sitio y sonrió aún más.

—¿Quieres intentarlo?

Ailey se detuvo, con las espadas inmóviles en el aire.

—¿Intentarlo?

—Mi bárbara cabeza contra tu bonita espada.

Un duelo… El corazón se le aceleró sólo de pensarlo.

—No.

—¿No?

—Tienes mucha más experiencia que yo.

No lo dijo con ningún doble sentido, pero aquellas palabras insinuaban un significado muy distinto que a ninguno de los dos pasó inadvertido. Ailey sintió cómo se ruborizaba y maldijo en silencio el idioma de aquel bárbaro.

Ryam se puso una mano en el pecho.

—Ayer estaba drogado… ¿No merezco una oportunidad para redimirme?

Que un hombre le ofreciera un duelo el día después de haberse conocido sólo podía calificase de indecente. Y sin embargo aquel forastero la trataba con la misma familiaridad y franqueza que sus hermanos. Los ojos le brillaban de regocijo y su boca se curvaba en una sonrisa de irresistible picardía.

Sintió que se le formaba un nudo en el estómago. No, sus hermanos no la trataban así.

—Deberías concederme alguna ventaja, ya que eres tan… —lo miró de arriba abajo— grande.

—¿Qué sugieres?

Al haber crecido con cinco hermanos sabía cómo librar sus batallas. Ryam estaba mucho más preparado y con su espada podría cortarla fácilmente en dos, pero el peso de la hoja lo obligaría a moverse mucho más despacio que ella. Si las condiciones eran lo suficientemente ventajosas, tal vez pudiera vencerlo.

—Yo ataco primero —propuso—. Diez intentos. Tú sólo puedes defenderte.

—Haces esto a menudo, ¿verdad?

Una sombra cubrió sus ojos azules, transformando el brillo burlón en una expresión oscura y amenazadora.

—Hagamos una apuesta —dijo mientras desenvainaba su espada—. Si gano, me darás un beso.

—Y si gano yo, me llevarás a Changan.

Ryam tardó unos largos segundos en responder.

—De acuerdo.

A Ailey empezaron a sudarle las palmas de las manos. Hasta ese momento había estado convencida de poder derrotarlo, pero de repensé se sorprendió contemplando la barba incipiente que le oscurecía la mandíbula y preguntándose si pincharía al tacto. Su abuela la golpearía con su vara de bambú por soñar despierta, y su madre clamaría a sus ancestros que le devolvieran la cordura.

—Si después del primer asalto no me derrotas en diez intentos —se pasó la lengua por los labios. Tenía la incómoda sensación de que la situación se le estaba escapando de las manos—, habrás perdido.

—De acuerdo. ¿Veinte movimientos?

Ailey respiró hondo. Tenía que concentrarse en la respiración y buscar la armonía entre el cuerpo y la mente.

—O a primera sangre.

Ryam levantó la espada para hacer el saludo y retrocedió, sin dejar de sonreír, para dejar la distancia inicial.

La promesa de un beso que le hiciera compañía en el largo viaje de regreso le resultaba irresistible. Por semejante recompensa valdría la pena enfrentarse de nuevo a los soldados imperiales.

Ailey esperaba delante de él, en posición. Se sacudió el pelo de los ojos y la trenza le cayó sobre el hombro. Cuando volvió a mirar a Ryam, la joven mujer indefensa había desaparecido y en su lugar estaba una feroz guerrera.

El duelo empezaba en ese momento de decisión, mucho antes de que las espadas chocaran. Ailey irradiaba más determinación que muchos espadachines más curtidos que ella. Hizo una ligera reverencia sin dejar de mirarlo a los ojos, y Ryam se preguntó por un breve instante si no habría estado fanfarroneando.

—¿Lista?