Prólogo

Isla Sagrado, tres meses antes…

–El abuelo está perdiendo la cabeza. Hoy ha vuelto a hablar de la maldición.

Alexander del Castillo se echó hacia atrás en el cómodo sillón de cuero oscuro y miró a su hermano Reynard de manera reprobatoria.

–Nuestro abuelo no se está volviendo loco, sólo está haciéndose mayor. Y se preocupa… por todos nosotros.

Alex miró también a su hermano el pequeño, Benedict.

–Tenemos que hacer algo, algo drástico –añadió–, y pronto. La publicidad negativa que nos está haciendo la maldición no le afecta sólo a él, sino también al negocio.

–Eso es cierto. Este trimestre han descendido los beneficios de la bodega. Más de lo previsto –comentó Benedict, tomando su copa de tempranillo de Del Castillo y dándole un sorbo–. Y el problema no es la calidad del vino, de eso estoy seguro.

–Olvídate de tu ego y céntrate –gruñó Alex–. Esto es muy serio. Reynard, tú eres nuestro jefe de publicidad, ¿qué puede hacer la familia para terminar con la maldición de una vez por todas?

Reynard lo miró con incredulidad.

–¿Pero de verdad quieres darle crédito?

–Si eso significa que vamos a poder volver a la normalidad, sí. Se lo debemos al abuelo. Si hubiésemos sido más tradicionales, no habría surgido el problema.

–Nuestra familia nunca ha tenido una actitud tradicional, hermano –dijo Reynard sonriendo.

–Y mira adónde hemos ido a parar –argumentó Alex–. Después de tres siglos, la maldición de la gobernanta sigue pesando sobre nosotros. Lo creáis o no, según la leyenda somos la última generación. Todo el mundo piensa, incluido el abuelo, que si no hacemos las cosas bien no habrá más Del Castillo. ¿Queréis que eso pese sobre vuestras conciencias?

Miró a sus dos hermanos muy serio.

–¿Es eso lo que queréis? –insistió.

Reynard sacudió la cabeza, como si no pudiese creer lo que acababa de oír. Parecía sorprendido de que su hermano mayor creyese, como su abuelo, que aquella vieja leyenda pudiese ser cierta.

Alex comprendía el escepticismo de su hermano, pero no tenían elección. Mientras los vecinos de la zona creyesen en la maldición, la mala publicidad afectaría a los negocios de la familia Del Castillo. Mientras el abuelo creyese en ella, las decisiones que sus hermanos y él tomasen podrían hacer feliz o infeliz al hombre que los había criado.

–No, Alex –respondió Reynard, suspirando–. No quiero ser el responsable de la desaparición de nuestra familia.

–¿Y qué podemos hacer al respecto? –preguntó Benedict riendo con desgana–. No es tan fácil encontrar de repente a tres cariñosas novias con las que casarnos y vivir felices durante el resto de nuestros días.

–¡Eso es! –declaró Reynard, levantándose y riendo–. Eso es lo que tenemos que hacer. Será una campaña de publicidad como no se ha visto otra en Isla Sagrado.

–¿Y tú eres el que piensa que el abuelo está perdiendo la cabeza? –inquirió Benedict, dándole otro trago a su copa.

–No –intervino Alex–. Tiene razón. Eso es exactamente lo que tenemos que hacer. Recordad la maldición. Si la novena generación no vive según el lema de nuestra familia: honor, verdad y amor, en la vida y en el matrimonio, el apellido Del Castillo desaparecerá para siempre. Si los tres nos casamos y tenemos familia, para empezar, demostraremos que la maldición es falsa. La gente volverá a confiar en nosotros y no se dejará llevar por el miedo ni las supersticiones.

Reynard volvió a sentarse.

–Hablas en serio –dijo.

–Más que en toda mi vida –respondió Alex.

Hubiese hablado en serio o en broma, Reynard había encontrado la solución que no sólo tranquilizaría a su abuelo, sino que impulsaría el negocio familiar. Y tendría efectos positivos en toda la isla.

Isla Sagrado era una pequeña república del mar Mediterráneo en cuyos asuntos, ya fuesen comerciales o políticos, influía desde hacía mucho tiempo la familia Del Castillo. La prosperidad de ésta siempre había hecho progresar también al resto de la población.

Por desgracia, lo contrario también ocurría.

–¿Esperas que los tres nos casemos con las mujeres adecuadas y formemos familias y que, de repente, todo empiece a ir bien? –preguntó Reynard.

–Exacto. No puede ser tan difícil –le contestó Alex, poniéndose en pie y dándole una palmadita en el hombro–. Eres un chico guapo. Estoy seguro de que tendrás muchas candidatas.

Benedict resopló.

–Pero ninguna es del tipo que le gustan al abuelo.

–¿Y tú qué? –replicó Reynard–. Estás demasiado ocupado paseándote en tu Aston Martin como para encontrar novia.

Alex se acercó a la chimenea y se apoyó en el enorme marco de piedra. Su familia llevaba muchas generaciones reuniéndose al calor de aquel fuego, y él y sus hermanos no podían ser los últimos en hacerlo. No si él podía hacer algo para evitarlo.

–Bromas aparte, ¿estáis dispuestos a intentarlo al menos? –les preguntó, mirándolos.

De los dos, Benedict era el que más se parecía a él. De hecho, había días en los que le parecía estar mirándose a un espejo cuando se fijaba en el pelo negro y los ojos marrones oscuros de su hermano. Reynard se parecía más a su madre, que era francesa. Tenía los rasgos más finos y la piel más oscura. Ninguno de los tres había tenido problemas nunca para captar la atención femenina desde antes de llegar a la pubertad. De hecho, sólo se llevaban tres años entre el mayor y el pequeño, y siempre habían sido muy competitivos en lo que a las mujeres se refería. En esos momentos tenían los tres poco más de treinta años y habían dejado esa fase atrás, pero seguían teniendo reputación de playboys y era ese tipo de vida lo que los había llevado a aquel punto.

–Tú lo tienes fácil, ya estás prometido a tu novia de la niñez –lo provocó Benedict.

–Nunca ha sido mi novia, era sólo un bebé cuando nos comprometieron.

Veinticinco años antes, su padre había salvado a su mejor amigo, François Dubois, que había estado a punto de ahogarse cuando lo habían retado a nadar en la playa más peligrosa de Isla Sagrado. Dubois había prometido la mano de su hija pequeña, Loren, para el hijo mayor de Raphael del Castillo. En aquellos tiempos modernos, nadie más que los dos hombres le había dado crédito a la promesa, pero ellos, que pertenecían a la vieja escuela, sí se la habían tomado muy en serio.

Alex nunca había pensado en ello a pesar de que, casi desde el día en que había aprendido a andar, Loren lo había seguido como si fuese su mascota, pero le había alegrado que los padres de ésta se separasen y su madre la llevase a vivir a Nueva Zelanda cuando Loren tenía quince años.

Desde entonces, dicho compromiso le había servido como excusa para evitar el matrimonio. De hecho, jamás había pensado en casarse, y mucho menos para cumplir con la promesa que François Dubois le había hecho a su padre, pero ¿qué mejor manera de mantener el honor y la posición de su familia en Isla Sagrado que cumplir con las condiciones del acuerdo al que su padre y Dubois habían llegado? Ya podía imaginarse los titulares. La publicidad no sólo beneficiaría a los negocios de la familia, sino a toda la isla.

Pensó brevemente en el devaneo que había tenido con su secretaria. No solía mezclar el trabajo con el placer, pero los persistentes intentos de Giselle de seducirlo habían sido muy entretenidos y, después de todo, muy satisfactorios.

Giselle, que era una rubia curvilínea, también había disfrutado mucho participando en los eventos de la alta sociedad de la isla. Era una mujer guapa y con talento, en más de un aspecto, pero no estaba hecha para casarse. No. Ambos sabían que su relación no tenía futuro. Seguro que lo comprendería cuando le explicase que lo suyo no podía continuar. De hecho, terminaría con ella lo antes posible. Necesitaba crear cierto espacio emocional antes de que Loren volviese a la isla como su prometida.

Alex se dijo que tendría que comprarle una joya a Giselle y volvió a pensar en la única mujer que podía convertirse en su esposa.

Loren Dubois.

Pertenecía a una de las familias más antiguas de Isla Sagrado y siempre se había enorgullecido de ello. A pesar de que llevaba diez años lejos de allí, Alex estaba seguro de que seguía sintiéndose de la isla, y de que querría honrar la memoria de su padre, que ya había fallecido. No dudaría a la hora de cumplir con el compromiso al que éste había llegado muchos años atrás. Y, lo que era más importante, entendería lo que significaba ir a casarse con un Del Castillo y las responsabilidades que eso implicaba. Además, en esos momentos tendría la edad y la madurez adecuadas para casarse y ayudarlo a aca

bar con la maldición de una vez por todas.

Alex sonrió a sus hermanos con complicidad.

–Bueno, yo ya lo tengo arreglado. ¿Qué vais a hacer vosotros dos?

–¿Bromeas? –le preguntó Benedict, como si acabase de anunciar que iba a meterse a monje–. ¿La pequeña y larguirucha Loren Dubois?

–Tal vez haya cambiado –comentó él, encogiéndose de hombros.

Estaba obligado a casarse con ella, sus deseos eran irrelevantes. Con un poco de suerte, la dejaría embarazada durante el primer año de matrimonio y después estaría ocupada con el bebé y lo dejaría tranquilo.

–Aun así, ¿la elegirías a ella, pudiendo escoger a cualquier otra? –le preguntó Reynard.

Alex suspiró. Sus hermanos eran tenaces como dos lobos hambrientos detrás de una presa herida.

–¿Por qué no? Así honraré el acuerdo al que llegó nuestro padre con su amigo, y tranquilizaré al abuelo. Por no hablar de los efectos que tendrá la boda en nuestra imagen pública. Sinceramente, los medios se regodearán con la historia, sobre todo, si filtramos que el compromiso se pactó hace muchos años. Harán que parezca un cuento de hadas.

–¿Y qué hay de las preocupaciones del abuelo? –preguntó Reynard–. ¿Crees que tu novia querrá asegurar la longevidad de nuestra familia? Tal vez esté casada ya.

–No lo está.

–¿Cómo lo sabes?

–El abuelo y su detective le han seguido la pista desde que François murió. Y desde el ataque del abuelo del año pasado, los informes me llegan a mí.

–Así que lo dices en serio. Vas a cumplir con un compromiso de hace veinticinco años con una mujer a la que ya ni conoces.

–Debo hacerlo, a no ser que se os ocurra algo mejor. ¿Rey?

Reynard negó con la cabeza, reflejando con el movimiento la frustración que sentían los tres.

–¿Y tú, Ben? ¿Se te ocurre algo que pueda salvar nuestro apellido y nuestras fortunas, por no hablar de hacer feliz al abuelo?

–Sabes que no podemos hacer otra cosa –respondió Benedict, resignado.

–En ese caso, hermanos, quiero proponer un brindis. Por nosotros y por nuestras futuras novias.

Capítulo Uno

Nueva Zelanda, en la actualidad…

–He venido a que hablemos de las condiciones del acuerdo al que llegaron nuestros padres. Ha llegado el momento de que nos casemos.

Desde que había visto aterrizar su Eurocopter en la pista que había al lado de la casa, se había preguntado qué había ido a hacer allí Alexander del Castillo. Ya lo sabía. Aunque no pudiese creérselo.

Loren Dubois estudió al hombre alto, casi desconocido, que había en el salón de casa de su madre. Hacía mucho tiempo que no lo veía. Iba todo vestido de negro, con el pelo moreno apartado de la frente y los ojos marrones oscuros clavados en ella. Tenía que haberse sentido intimidada, pero lo cierto era que estaba preguntándose si no lo habría invocado ella.

¿Casarse? El corazón se le aceleró y Loren intentó calmarlo. Unos años antes, no habría dejado pasar la oportunidad, pero en esos momentos… La edad había hecho que fuese más cauta. Ya no era una adolescente enamorada. Sabía de primera mano cómo podía ser un matrimonio de conveniencia, porque tenía de muestra el de sus padres. Alexander del Castillo y ella ya no se conocían. No obstante, el modo en el que éste le había propuesto que se casase con él, al estilo típicamente autocrático de los Del Castillo, hacía que le temblasen las rodillas.

Intentó volver a la realidad. ¿A quién pretendía engañar? No le había pedido que se casase con él. Le había dicho que se iban a casar, como si no le cupiese la menor duda de que ella iba a aceptar. Aunque tenía que admitir que todo su cuerpo le decía a gritos que lo hiciese.

«Espera», se recordó a sí misma. «No vayas tan rápido».

Hacía años que había puesto los ojos en él. Diez años desde que se había roto su corazón adolescente y su madre se la había llevado a Nueva Zelanda después del divorcio. Era demasiado tiempo sin tener noticias de una persona, sobre todo, tratándose del hombre al que había estado prometida desde la cuna.

Aun así, una parte de ella quería decirle que sí. Respiró hondo. A pesar de que su compromiso siempre le había parecido sacado de un cuento de hadas, tenía que seguir con los pies en la tierra.

–¿Casarnos? –le respondió, levantando ligeramente la barbilla, como para querer parecer más alta–. Te presentas aquí sin avisar, de hecho, no te has puesto en contacto conmigo desde que me marché de Isla Sagrado, ¿y lo primero que me dices es que ha llegado el momento de que nos casemos?

–Hace un cuarto de siglo que estamos comprometidos. Yo diría que ya hemos esperado bastante.

Loren oyó en su voz aquella deliciosa mezcla de acentos españoles y franceses que había en Isla Sagrado. Ella lo había perdido hacía mucho tiempo, pero seguía encantándole oírlo. Su cuerpo respondió a él por mucho que intentó controlarlo. ¿Tanto lo había echado de menos?

Por supuesto que sí. Todo eso y más, pero ya era una mujer, no era una niña ni una adolescente. Intentó hablar con frialdad:

–Un compromiso que nadie esperó que fuésemos a cumplir –dijo.

Tenía que demostrar que no iba a ser tan fácil. Desde que se había marchado de Isla Sagrado, Alex no se había puesto en contacto con ella. Ni siquiera en Navidad o por su cumpleaños. Y a Loren le había dolido mucho su indiferencia.

–¿Estás diciendo que tu padre no ofreció tu mano en serio?

Loren se echó a reír de manera sardónica. Todavía echaba mucho de menos a su padre, aunque ya hubiesen pasado siete años desde su muerte. Con él se había cortado su vínculo con Isla Sagrado y había creído que también con Alex, pero éste estaba allí en esos momentos y ella no sabía cómo reaccionar.

«Sé fuerte», se dijo. «Sobre todo, sé fuerte. Es la única manera de ganarse el respeto de los Del Castillo».

–Una mano que sólo tenía tres meses cuando te la prometieron… y tú ocho años –replicó Loren.

Alex dio un paso hacia ella que, a pesar de su inexperiencia con hombres como él, respondió instintivamente.

Alex siempre había tenido aquel magnetismo, pero los últimos diez años le habían servido para madurar, ensanchar los hombros y endurecer las facciones. Parecía tener más de treinta y tres años. Parecía mayor y más duro. Y no era de los que aceptaban un no por respuesta.

–Ya no tengo ocho años. Y tú… –dijo Alex, recorriéndola con la mirada– tampoco eres una niña.

Loren se ruborizó, como si la hubiese acariciado no sólo con los ojos, sino con las manos, por la cara, el cuello, los pechos. Se le endurecieron los pezones contra el sujetador y lo deseó todavía más.

–Alex –le dijo, casi sin aliento–, ya no me conoces. Yo no te conozco a ti. Podría estar casada.

–Sé que no lo estás.

Loren se preguntó cómo sabía eso. Y si sabía algo más. ¿Le habría seguido la pista durante todo aquel tiempo?

–Tenemos el resto de nuestras vidas para aprender a complacernos el uno al otro.

Alex dijo esto último en un murmullo, bajando la vista a sus labios. ¿Complacer o dar placer? ¿Qué había querido decir en realidad? Loren luchó contra las ganas de humedecerse los labios con la lengua. Contuvo un gemido: una respuesta pura y visceral a su mirada, que estaba haciendo que se tambalease.

Su falta de experiencia con los hombres jamás la había molestado hasta ese momento. Su trato con los invitados y trabajadores masculinos en la granja de su familia materna había sido siempre platónico y ella lo había preferido así. Ya le había resultado muy difícil acostumbrarse a la vida allí, como para complicarlo todavía más teniendo una relación con alguien que trabajase en la granja. Además, eso habría sido como una traición: a la promesa de su padre, y a sus sentimientos por Alex.

En esos momentos, su falta de experiencia le preocupó. Un hombre como Alex del Castillo esperaría de ella más de lo que podía ofrecerle. Se lo exigiría.

De adolescente, había adorado a Alex. Y había pensado que, dicha adoración había terminado transformándose en amor, a pesar de que Alex sólo toleraba a la chica delgaducha que lo seguía a todas partes como si fuese su sombra.

Desde que tenía memoria, le había pedido a su padre que le contase una y otra vez la historia de cómo el padre de Alex, Raphael, lo había salvado de ahogarse en la playa que había debajo del castillo. Y lo había escuchado atentamente mientras éste le contaba cómo él le había prometido la mano de su hija.

Pero sus infantiles sueños de un final feliz con un príncipe de cuento de hadas no tenían nada que ver con el hombre que tenía delante. En cada movimiento de Alex se notaba que tenía una experiencia sexual que ella no podía ni alcanzar a imaginar. Y eso la excitó y la intimidó al mismo tiempo. ¿Se estaría dejando llevar por la emoción del momento?

–Además –añadió Alex–, ha llegado la hora de que yo me case, ¿y con quién mejor que con la mujer con la que llevo toda la vida comprometido?

La miró fijamente a los ojos, retándola a contradecirlo, pero, para su sorpresa, Loren vio algo más reflejado en ellos.

Al bajar del helicóptero le había parecido un hombre fuerte y seguro de sí mismo, pero en esos momentos había una sombra de duda en su mirada. Era como si esperase que ella se resistiese a cumplir con el acuerdo al que habían llegado sus padres muchos años atrás.

El olor de la colonia de Alex la envolvió, invadiendo todos sus sentidos y confundiéndola. Dejó de pensar de manera racional al ver que daba otro paso hacia ella, le ponía la mano en la barbilla y le hacía levantar el rostro.

La tocó con suavidad y ella dejó de respirar. Alex inclinó la cabeza para besarla en los labios de manera tierna, cálida, persuasiva. Luego llevó la mano de la barbilla a la nuca.

A Loren empezó a darle vueltas la cabeza mientras separaba los labios y él le acariciaba el inferior con la lengua. Gimió y, de repente, se dio cuenta de que estaba entre sus brazos, con el cuerpo apretado contra el de él. Metió los brazos por debajo de su chaqueta y apoyó las manos en los fuertes músculos de su espalda.

Sus cuerpos encajaron como si estuviesen hechos el uno para el otro y Loren se dijo que ninguna de sus fantasías de la adolescencia le habían hecho justicia a la realidad.

Aquello era mucho más de lo que había soñado. La fuerza y la potencia de Alex era abrumadora y se aferró a él con las ansias de toda una vida. La sensación era casi irreal, pero su sólida presencia, sus diestros labios, sus dedos masajeándole el cuello, todo junto, era muy, muy real.

Todas las terminaciones nerviosas de Loren vibraron y desearon más. Nunca había sentido tanta pasión con otro hombre y estaba segura de que jamás lo haría.

Estaba convencida de que, aquella conexión, aquella atracción magnética que había entre ambos, iba a ser para siempre, tal y como habían predestinado sus padres. Y con aquel beso, Loren supo que lo quería todo.

Oyó cerrarse una puerta a lo lejos y, muy a su pesar, soltó a Alex y se obligó a apartarse de él. Le entraron ganas de llorar al hacerlo. La pérdida de su calor, de sus caricias, fue casi indescriptible. Loren luchó por liberarse de la sensual niebla que ocupaba su mente mientras su madre entraba en el salón.

–¡Loren! ¿De quién es el helicóptero…? ¡Ah! –exclamó, poniendo expresión de desagrado–. Eres tú.

Naomi Simpson no solía recibir así a los visitantes y Loren hizo un esfuerzo para no atusarse el pelo y estirarse la ropa mientras su madre la miraba. Intentó parecer tranquila, aunque tuviese la sensación de que se le iba a salir el corazón del pecho.

Alex estaba a su lado, con un brazo alrededor de su cintura, acariciándole suavemente la cadera. Ella notó un escalofrío, que le impidió que se centrase.

Su madre sí que lo estaba.

–¿Loren? ¿Puedes explicármelo?

No era una pregunta, su madre exigía una respuesta y, a juzgar por la ira de su rostro, la quería cuanto antes.

–Madre, te acuerdas de Alex del Castillo, ¿verdad?

–Sí. Aunque tengo que admitir que no esperaba verlo aquí. El día que nos marchamos de Isla Sagrado, tuve la esperanza de que fuese para siempre.

–Es un placer volver a verla, madame Dubois –le dijo Alex en tono encantador.