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Av. Salaverry 2020

Lima 11, Perú

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GRANDES FORTUNAS EN EL PERÚ: 1916-1960

Riqueza y filantropía en la élite económica

Felipe Portocarrero Suárez

1a edición: diciembre 2013

1a edición versión e-book: febrero 2014

Diseño de la carátula: Icono Comunicadores

ISBN: 978-9972-57-268-5

ISBN e-book: 978-9972-57-279-1

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú: 2013-19552

ePub x Hipertexto / www.hipertexto.com.co

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BUP

Portocarrero S., Felipe

Grandes fortunas en el Perú: 1916-1960. Riqueza y filantropía en la élite económica / Felipe  Portocarrero Suárez. -- 1a edición. -- Lima : Universidad del Pacífico, 2013.

460 p.

1. Poder (Ciencias sociales) - Perú -- Historia

2. Grupos de presión -- Perú

3. Empresas familiares -- Perú -- Historia

4. Fundaciones benéficas -- Perú

1.Universidad del Pacífico (Lima)

338.644 (DDC)

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Miembro de la Asociación Peruana de Editoriales Universitarias y de Escuelas Superiores (Apesu) y miembro de la Asociación de Editoriales Universitarias de América Latina y el Caribe (Eulac).

La Universidad del Pacífico no se solidariza necesariamente con el contenido de los trabajos que publica. Prohibida la reproducción total o parcial de este texto por cualquier medio sin permiso de la Universidad del Pacífico.

Derechos reservados conforme a Ley.

INTRODUCCIÓN 

“Try asking serious questions about the

contemporary world and see if you can do

without historical answers” (Abrams 1982).

1. LA OLIGARQUÍA EN EL PERÚ: UN DEBATE INCONCLUSO

La existencia de grandes fortunas siempre ha despertado la inquisitiva curiosidad pública en las sociedades contemporáneas. El ejercicio de un estilo de vida ostentoso y la presencia permanente en las páginas sociales de periódicos y revistas han nutrido las especulaciones y rodeado de misterio la vida de los ricos y poderosos que alcanzaron la cúspide de la pirámide social en casi todas las etapas de la historia moderna. Por paradójico que resulte, en el Perú del siglo XX este escrutinio no se tradujo en investigaciones académicas, rigurosamente documentadas, que abordaran la magnitud de la riqueza acumulada y los sectores de la economía donde habían sido invertidos sus capitales. En una sociedad como la peruana, cuya historia ha estado marcada por hondas desigualdades entre los diferentes grupos y clases sociales, la concentración de la riqueza fue más bien objeto de encarnizados debates ideológicos y constantes luchas políticas. Solo de manera relativamente reciente se produjeron estadísticas agregadas acerca de la distribución del ingreso a nivel nacional en la década de 1970 (Webb y Figueroa 1975, Webb 1978) y del grado de desigualdad económica prevaleciente. Pero poco se hizo para establecer no solo la identidad de la que en adelante llamaremos la élite económica en el Perú durante los primeros sesenta años del siglo XX, sino también la composición, el quantum y el destino de la riqueza que logró acumular. Un razonamiento similar puede aplicarse a las prácticas altruistas y a las iniciativas filantrópicas desarrolladas por sus miembros, cuya naturaleza y características han sido habitualmente consideradas como una forma de paternalismo detrás del cual se camuflaba un sistema económico y social excluyente y opresivo, así como también un régimen político carente de una mínima legitimidad frente al resto de la sociedad.

Una de las características principales del debate académico que hubo sobre la denominada “oligarquía peruana” en la década de 1960, ha sido la ausencia de una firme evidencia histórica que sustancie y ponga a prueba las diversas interpretaciones y estereotipos que circularon durante muchas décadas sin que tales percepciones fueran puestas en tela de juicio. Tradicionalmente considerada como un grupo social homogéneo unido por intereses económicos comunes, el paradigma prevaleciente ha enfatizado de manera errónea los rasgos de la casi invariable permanencia histórica de este grupo social desde los tiempos coloniales. Sin embargo, por razones que trataré de explicar a lo largo de este libro, no se le ha prestado la debida atención al hecho de que, durante los últimos años del siglo XIX y a lo largo de las seis primeras décadas del siglo XX, surgió y se consolidó una nueva élite económica con características históricas distintas a las de sus predecesoras.

¿Cómo explicar este descuido en la producción académica de las ciencias sociales de las últimas décadas? ¿A qué razones atribuir esta relativa ausencia de interés en un tema cuyo estudio era una de las claves para comprender la longevidad de un régimen político y social excluyente y de una forma de acumulación de capital orientada hacia la exportación de materias primas que definieron el curso de la historia del país a lo largo de la mayor parte del siglo XX? Dos líneas de argumentos principales pueden proponerse para explicar esta ausencia. En primer lugar, la sociología, la antropología y la historia han privilegiado como objeto de estudio la reconstrucción de la dinámica histórica de los sectores populares y de los movimientos sociales que nacieron en su seno. En una suerte de implícito consenso acerca de la necesidad de recuperar el papel histórico y la voz de los excluidos, el análisis de las élites, esto es, de los ricos y poderosos, fue dejado de lado o, por lo menos, visiblemente subestimado. La masiva producción bibliográfica sobre el primer tema en los últimos años confirma esta apreciación{1}. Pero quizá el argumento más importante para explicar este relativo olvido radique en la dificultad práctica para encontrar nuevos tipos de fuentes y registros históricos que sustituyeran la evidencia anecdótica o la simple referencia periodística. En breve, se requería, pero no se había encontrado todavía, una fuente confiable que permitiera la cuantificación sistemática de la riqueza acumulada por un grupo social en un período específico de nuestra historia económica.

De ahí que cuando inicié este trabajo consideré imprescindible, siguiendo la sugerencia formulada por Jorge Basadre en su monumental Historia de la República del Perú, reconstruir la estructura de la propiedad de los grandes ricos en el país (Hunt 1972: 12-4). Había que superar, a través de una investigación sistemática sobre fuentes sólidas, los estereotipos y lugares comunes que habían prevalecido en el mundo académico y en los ámbitos sociales más amplios. La “oligarquía peruana” era una imagen socialmente construida cuyo fascinante y perdurable atractivo radicaba en la sencillez de su formulación: solo un puñado de cuarenta familias habían sido dueñas del país{2}. Durante décadas nadie se preguntó por qué ese cabalístico número de familias debía ser considerado como el grupo representativo de la clase alta peruana. ¿Por qué no treinta, cien o doscientas cincuenta familias? No había una respuesta clara y por eso mismo la primera tarea fue por tanto obvia: identificar quiénes, por razón de su riqueza, formaban parte de estos altos círculos, y en qué sectores de la economía habían invertido su patrimonio.

Pronto caí en la cuenta de que el esfuerzo por presentar una lista lo más completa posible de los personajes con mayor fortuna del país entre 1916 y 1960 corría el riesgo de convertirse en un simple agregado estadístico, en una colección de personajes cuyo único común denominador era el compartir solo riqueza material. La cuantificación ordenada de las fuentes económicas de su preeminencia social y la identificación de las bases materiales de su poder, no eran suficientes para lograr una interpretación cabal de la vasta y durable vigencia histórica de este grupo entre 1895 y 1968. Era entonces necesario elaborar una interpretación que brindara un cuadro más completo de la élite económica peruana{3}. Una que diera cuenta de la diversidad de dimensiones culturales que le otorgaron los principales cimientos a su experiencia como grupo social. Esta es una tarea pendiente que aún sigue abierta y cuya primera exploración intento hacer en este libro.

Teniendo en mente que las fuentes históricas para identificar estas dimensiones culturales de la experiencia oligárquica son más elusivas, vastas y complejas, decidí concentrar mi atención en la religión y, más específicamente, en la naturaleza y motivaciones de las prácticas caritativas y de las iniciativas filantrópicas que realizaron durante gran parte del siglo XX, a partir de un análisis de los testamentos que dejaron muchos de sus miembros antes de morir. Las grandes fortunas tenían como telón de fondo la existencia de un país sumido en una profunda postración material, pues el crecimiento económico solo había alcanzado a un reducido grupo social que habitaba las principales ciudades de la costa y, en especial, Lima. Pero la gran mayoría de la población -salvo algunos grupos sociales más organizados que fueron objeto de una “incorporación segmentada” (Cotler 1978: 335-84)-, permanecía al margen de todo progreso y hundida en el “abismo social” del atraso y la miseria. En este escenario histórico no es difícil entender el surgimiento de “preocupaciones civilizatorias” y comportamientos altruistas por parte de la élite, cuya posición privilegiada en la estructura social asociada a valores religiosos y a una filosofía poco elaborada y espontánea de ayuda al desprotegido, gatilló acciones destinadas no solo a aliviar, si bien en forma limitada e insuficiente, las carencias de los sectores más vulnerables y desprotegidos, sino también a buscar su propia legitimidad frente a la sociedad. En este contexto se entiende mejor por qué la riqueza{4} y la filantropía se entrelazan en una lógica histórica en la que terminan por representar a las dos caras de la misma moneda.

2. FUENTES Y METODOLOGÍA: EL ARCHIVO DE SUCESIONES DE LIMA

Como se mencionó líneas arriba, identificar con mayor precisión a los miembros de la élite económica y comprender de manera más amplia su naturaleza como grupo social, supone contar con una fuente histórica que haga posible un estudio sistemático de su patrimonio. Referirse a sus principales características y limitaciones es un paso previo para evaluar la solidez de nuestras conclusiones y la confiabilidad de la información que ha servido de base para la construcción de nuestros estimados cuantitativos.

La más importante de estas fuentes se halla en el Archivo de Sucesiones de Lima (ASL) y está representada por los llamados “expedientes sucesorios”. Constituido en 1916 con el propósito de recaudar el impuesto a la herencia, el ASL presenta dos características que lo convierten en una fuente fiscal de notable importancia para el estudio de la élite económica en el Perú. En primer lugar, allí se encuentran los expedientes sucesorios que constituyen la unidad de análisis básica para este tipo de estudio. Cada uno de estos expedientes, que se iniciaba oficialmente una vez que los herederos hacían la declaración de bienes del fallecido, contiene múltiples documentos (testamentos, escrituras de compra y venta de propiedades, escrituras de constitución de empresas, balances de compañías, entre otros), usualmente dispersos en diversos repositorios públicos, que han sido utilizados para estimar la magnitud y naturaleza del patrimonio acumulado en vida, así como también sus principales iniciativas filantrópicas. Es evidente que lo que buscaba el Estado al evaluar la fortuna privada de una persona era establecer el monto del impuesto sucesorio que le correspondía recaudar. No obstante, el camino para lograr este objetivo pasaba necesariamente por esa primera estación, es decir, por la identificación y valoración de los activos dejados como herencia al morir. En segundo término, el ASL proporciona valiosa información cualitativa relacionada, entre otros aspectos, con el lugar de nacimiento y muerte, ocupación, número de hijos y herederos de la persona fallecida, legados, donaciones y, con menor frecuencia, profesión. A partir del registro sistemático de estos dos grandes tipos de información, es posible reconstruir un retrato colectivo del monto de riqueza alcanzado, de los sectores de la economía en los cuales invirtieron su capital y de las diversas prácticas caritativas y actividades filantrópicas desarrolladas por los miembros de la élite económica en el Perú.

Aun cuando volveremos sobre este asunto más adelante, es necesario mencionar algunas limitaciones generales del ASL, pues las dificultades más específicas serán abordadas durante el desarrollo de cada uno de los capítulos de este libro. La más importante, no cabe duda, se encuentra relacionada con la representatividad de la muestra. En principio, todos los expedientes sucesorios seleccionados corresponden a personas que dejaron al morir un monto de 50.000 libras peruanas o más, umbral que sirvió como criterio para incluir (o no) a los miembros de la élite económica. De hecho, en la muestra quedan registrados solo aquellos grandes ricos cuyo fallecimiento ocurre dentro del período bajo estudio; es decir, todos los que están incluidos son ricos, pero no todos los ricos de la época han podido ser identificados, en especial aquellos fallecidos antes de 1916. En otras palabras, el ASL solo captura una significativa fracción del universo total lo suficientemente representativa como para revelar las tendencias más generales de la estructura de propiedad de este grupo social durante esos años{5}. En total, se revisaron más de 32.000 expedientes sucesorios durante el período comprendido entre 1916 y 1960, de los cuales solo 800 fueron seleccionados como los casos por ser estudiados con mayor profundidad.

En realidad, estos 800 personajes, hombres y mujeres, mantuvieron lazos de parentesco muy estrechos y en muchos casos eran miembros de una misma familia. Si se examina con cuidado la relación de personajes seleccionados, se encontrará que, de acuerdo con el apellido paterno, el número de familias que aparecen registradas se acerca a las 600, cifra que se reduce aproximadamente a 500 si se combina en dicho recuento el apellido materno. Familias como los Acuña, Álvarez Calderón, Aspíllaga, Barreda, Campodónico, Cillóniz, González de Orbegoso, Goyeneche, Larco, Liceti, Malpartida, Nicolini, Pardo, Ramírez, Romero, Talleri, Thorndike -solo para citar a las que tenían una estructura de parentesco más extendida y que, por tanto, eran las más numerosas-, ponen de manifiesto la importancia de estas complejas redes familiares. De hecho, la posibilidad de realizar reconstrucciones genealógicas y antropológicas focalizadas en los patrones de nupcialidad de este grupo social queda abierta como materia de investigación futura.

En segundo término, no debe olvidarse que los expedientes sucesorios suministran básicamente la fotografía del patrimonio de un individuo en el momento de morir. Se inscriben en el tramo final del ciclo vital biológico y de la vida económicamente activa de una persona. Raras veces se encuentran en ellos evidencias suficientes como para reconstruir el proceso de formación de una gran fortuna, los avatares que experimentaron sus inversiones, los períodos críticos de capitalización o descapitalización de sus empresas, la incursión en negocios exitosos o el fracaso de algún proyecto empresarial. Para lograr un cuadro tan completo como el anterior sería necesario explorar archivos de empresas, registros públicos y otros fondos documentales que sobrepasan los objetivos más limitados de esta investigación. Se debe, pues, ser consciente de lo que no pueden decir los expedientes sucesorios, del carácter estático de la información que proporcionan y de la necesidad de complementar, en la medida de lo posible, a través de otro tipo de fuentes la génesis de las fortunas de la época{6}.

Con excepción de los trabajos de Malpica (1975), Valderrama y Ludmann (1979), Gilbert (1982), y los dedicados a estudiar a los grupos económicos más contemporáneos como los de Durand (1996), Vásquez (2000) y Alcorta (1992), no existen en el Perú esfuerzos similares por cuantificar el patrimonio de la élite económica del siglo XX. En América Latina, los estudios de caso han prevalecido sobre las visiones de conjunto (Dávila 1996a, Zaragoza 1988). A mediados del siglo XX, gracias al renovado interés académico en América Latina motivado por la revolución cubana, comenzaron a aparecer los primeros estudios sobre su historiografía empresarial. Como recuerda Dávila, sin embargo, en un primer momento se trató solo de esfuerzos aislados emprendidos por investigadores norteamericanos, interesados básicamente en el período colonial. Solo a partir de la década de 1970, comienzan a aparecer trabajos de académicos latinoamericanos más interesados en la evolución del empresariado de sus respectivos países, interés que los condujo a concentrar su atención en un período de estudio que fue ampliándose hasta llegar a las primeras décadas del siglo XX. Más adelante, la preocupación se profundiza y la producción bibliográfica se expande{7}.

De esta manera, a partir de la década de 1990, la historiografía empresarial de América Latina empieza a ser aceptada como un área especializada de la historia económica y social en la región. No obstante, aún hoy en día se le reconoce como un área en formación cuyos estudios se encuentran todavía en un estado incipiente e inacabado. De hecho, solo a mediados de la década de 1990 el estudio de los grupos de poder económicos fue abordado, por primera vez, desde una perspectiva comparada a nivel latinoamericano por Durand (1996). En efecto, durante las décadas de 1960 y 1970, prevalecieron los estudios concentrados en analizar los temas del imperialismo y de la dependencia, los que posteriormente cedieron paso a investigaciones empíricas de carácter local o micro que no analizaban a la sociedad de manera conjunta (Dávila 1996a: xi-xvii). Se trataba, como queda dicho, de estudios de caso, casi monográficos, orientados a analizar el tema en espacios regionales cerrados y no como parte de la dinámica global de sus respectivas sociedades y economías{8}.

Más concentradas en el tema que nos interesa son las investigaciones realizadas en otros países europeos que confirman las enormes dificultades para abordar el estudio de las élites. W. D. Rubinstein, por ejemplo, ha dedicado un gran esfuerzo para despejar las incógnitas que rodeaban a los grandes ricos de Gran Bretaña desde la revolución industrial. Basándose en los probate records que se encuentran en la Somerset House y la Public Record Office de Londres, en el Scottish Record Office de Edimburgo, en el Borthwick Institute de York y en otros repositorios, el autor logró obtener los nombres y el monto de la riqueza de todas las personas que dejaron 500.000 libras esterlinas o más entre 1809 y 1939. Investigaciones adicionales le permitieron ampliar su período de observación hasta 1970 e incluir, para ciertas etapas del siglo XIX, a grupos de ricos de menor influencia (Rubinstein 1986a: 10-1).

En Francia, similares esfuerzos fueron emprendidos por Ernest Labrousse, quien se propuso explorar sistemáticamente los datos estadísticos de fuentes que hasta ese momento no habían sido trabajadas. Adeline Daumard recibió el encargo y empleando l’annuité succesorale, esto es, el registro de los fallecidos y el valor de las sucesiones declaradas anualmente en todo Francia, emprendió una encuesta destinada a examinar las fortunas privadas en cinco grandes ciudades: París, Lyon, Lille, Burdeos y Toulouse. Venciendo diversas dificultades burocráticas y metodológicas, el trabajo se llevó a cabo para el período comprendido entre los años 1815 y 1914. De esta manera, Daumard y su equipo lograron reconstruir un cuadro de la posición social, el nivel económico, la edad, el sexo, el domicilio y la composición y distribución de la riqueza no solo de los más importantes personajes fallecidos, sino de todos los miembros que murieron en dichas ciudades durante ese período (Daumard 1973: VIII-X).

Javier Moreno, al referirse a las dificultades que presentan los documentos notariales para el estudio de las élites en España o, más exactamente, en Castilla, también hace mención a las “cuentas de testamentaría”. Si bien considera que se trata del expediente notarial básico para la elaboración de trabajos de prosopografía, sostiene que es muy poca la información económica que suministran. Lo que sí puede y debe obtenerse de ellos, sostiene el autor, es la valoración de los bienes raíces, la posesión de efectos públicos y la participación en sociedades a través de acciones. Moreno argumenta, no obstante, que debe procederse con cautela, pues las valoraciones pueden no ser totalmente fiables y además el inventario de bienes puede no realizarse hasta pasados dos años de la muerte del testador (1994: 218-20).

Los expedientes sucesorios peruanos son, en consecuencia, los equivalentes nacionales más cercanos a los probate records británicos, a l’annuité succesorale francesa y a las “cuentas de testamentaría” españolas. Ellos permiten la cuantificación del patrimonio individual y no de la riqueza o de los activos de la familia o del hogar (Harbury y Hitchens 1979: 3-5), aun cuando lo ideal habría sido precisar cuantitativamente la riqueza acumulada por los distintos grupos familiares. Pero, más importante para efectos operativos, es necesario señalar que el registro de la información consignada en los expedientes sucesorios no fue homogéneo a lo largo del período bajo estudio. En efecto, las modalidades prácticas de aplicación de los principios administrativos que normaban su funcionamiento en el ASL no siempre fueron respetadas, o interpretadas correctamente, por los tasadores encargados de realizar las valorizaciones de los bienes. De ahí la heterogeneidad de los datos y su distinto nivel de desagregación a lo largo del tiempo. Como bien lo recuerda Daumard para el caso francés, las exigencias metodológicas no siempre pueden ser aplicadas con todo el rigor requerido por el investigador (1973: 61-2). Lo que muchas veces aparece como lo teóricamente más deseable y conveniente no siempre es factible de ser puesto en práctica como ocurre en el caso peruano. De ahí que, entre 1916 y 1932, es posible contar con cifras tanto globales como parciales de cada uno de los sectores de la economía en los que se descomponía el patrimonio de una persona fallecida. De 1933 a 1960, en cambio, el registro de la información de los bienes sucesorios se fue simplificando a costa de perder riqueza y transparencia desde el punto de vista de nuestra investigación. Así, mientras que la posibilidad de reconstruir estimados globales se mantuvo, los procedimientos empleados por los tasadores para el cálculo de los activos sectoriales hicieron imposible preservar el detalle de la información que había caracterizado el período previo. Es por esta razón que, como se verá en el capítulo III, nuestro análisis sectorial tendrá que restringirse a examinar con mayor profundidad solo las fortunas de los años 1916-1932.

Por último, encontramos algunas limitaciones en la forma en que las propiedades fueron tasadas y cuantificadas. En el momento de la valorización, muchas de las posesiones personales -como las joyas y alhajas de diverso tipo guardadas celosamente por sus propietarios- que, sin lugar a dudas, constituían parte de la riqueza, fueron omitidas principalmente por razones sentimentales o por haber formado parte de una herencia anticipada, aun cuando motivaciones relacionadas con la evasión tributaria no pueden ni deben ser descartadas. Asimismo, pese a que se dictaron diversas normas administrativas, no es fácil determinar hasta qué punto los tasadores realizaron sus valorizaciones teniendo en cuenta los precios de mercado e incluso, cuando así lo hicieron, en qué medida incurrieron o no en cálculos arbitrarios. Menos aún es posible identificar quiénes recibieron sobornos para subestimar sus cálculos. Como se verá con mayor claridad en los capítulos siguientes, ninguna de las dificultades mencionadas disminuye la importancia de este archivo, hasta ahora inexplorado, como una fuente privilegiada para reconstruir la estructura de propiedad y el comportamiento filantrópico de la élite económica en el Perú entre 1916 y 1960.

3. EL ESTUDIO DE LAS ÉLITES EN PERSPECTIVA HISTÓRICA

Realizar un estudio sobre las élites en perspectiva histórica implica un doble reto, pues además de la consistencia de los datos y la relevancia de la información es necesario definir un marco teórico sobre cuya base construiremos nuestros argumentos{9}. Este desafío, ciertamente, no es una tarea fácil. Desde que Pareto y Mosca publicaron sus teorías sobre las élites a inicios del siglo XX, la literatura sobre el tema se ha ampliado de una manera considerable, aun cuando lo haya hecho en forma desordenada y fragmentada. ¿A qué podemos atribuir esta accidentada evolución? Suzanne Keller ha sostenido que parte de la explicación debe atribuirse a la diversidad de tradiciones teóricas, a la heterogeneidad de épocas estudiadas y al empleo de una terminología y una conceptualización con frecuencia contradictorias, factores cuyo efecto combinado ha terminado por volver “poco menos que imposible desarrollar una visión comparativa de los muchos enfoques acumulados” (1991: 4){10}.

No obstante, a pesar de sus diferencias, hoy en día es comúnmente aceptado el que esta diversidad de autores y sus puntos de vista puedan agruparse en tres grandes grupos: los maquiavelistas o antimarxistas, los elitistas y los pluralistas{11}. A continuación, intentaremos explicar brevemente las principales líneas de pensamiento de cada de una de estas corrientes, con el propósito de hacer explícita la filiación teórica en la que se inscribe nuestro trabajo. Aunque las contradicciones, ambigüedades y vacíos dejados por las diversas teorías no sean pocos, esta breve discusión pondrá en un contexto más amplio los alcances de nuestro análisis y enriquecerá los resultados obtenidos{12}.

En primer lugar, tenemos a los maquiavelistas o antimarxistas, que, como su nombre sugiere, desarrollaron su “teoría de las élites” como respuesta a la “teoría de clases” de Marx. En efecto, Vilfredo Pareto y Gaetano Mosca, basándose en el pensamiento de Maquiavelo y Aristóteles, sostuvieron que la existencia de una sociedad sin clases era imposible, pues no solo constituía un hecho real, fácilmente constatable, el que toda agrupación humana requiriese de una minoría encargada de dirigirla, sino que además su presencia resultaba necesaria porque la élite gobernante (Pareto) o la clase política (Mosca) inevitablemente debían cumplir con la función de representar los valores centrales de la sociedad (Marcus 1983: 14-5, Scott 1990: IX-X, Keller 1991: 11-2, Basadre 1968: 94-7){13}. Adicionalmente, y también para contrarrestar los argumentos de Marx, se introdujo la idea de que la “circulación de las élites” impedía la consolidación de una clase gobernante que ponía barreras a la entrada de nuevos miembros y que se cerraba sobre sus propias filas para monopolizar los recursos de poder disponibles (Bottomore 1985: 17-8). El filo más polémico de esta tradición de pensamiento surge, sin embargo, cuando estos mismos autores, recogiendo la idea de Aristóteles, sostuvieron que la élite política debía estar constituida por personas provenientes de la clase alta de la sociedad, pues en sus canteras usualmente se encontraban los más sabios e ilustrados (Keller 1991: 7 y 11). Prisioneros en cierta manera de su propia formulación, al proponer una teoría de las élites que reemplazara a la teoría de clases de Marx, no llegaron a analizar las relaciones de complementariedad y oposición que tenían ambos conceptos (Marcus 1983: 16).

En segundo término, casi medio siglo más tarde, una nueva corriente de pensamiento fue impulsada por los trabajos, principalmente empíricos, de Harold Laswell, Karl Mannheim, Raymond Aron y C. Wright Mills, entre otros. Estos autores, que se conocen con el nombre de elitistas, se distanciaron de la doctrina antimarxista separando las nociones de “clase” y “élite”, es decir, diferenciando lo económico de lo político. El clásico trabajo de Mills, The Power Elite (1956), que estudia las élites políticas, militares y comerciales de los Estados Unidos durante la guerra de Corea, aunque posterior a los otros, fue particularmente importante en ese sentido{14}. Desde su perspectiva, el término “clase gobernante” era inadecuado porque combinaba erróneamente un componente económico (“clase”) y uno político (“gobierno”), de manera que implicaba una suerte de determinismo económico, pues se terminaba aceptando que una clase económica gobernaba políticamente, lo cual podía ser o no cierto{15}.

De hecho, Mills prefirió considerar las conexiones entre el poder económico y el poder político como un problema empírico antes que como un asunto que podía ser dilucidado teóricamente. Una “élite de poder”, desde su punto de vista, existe en una sociedad en la cual los líderes de las instituciones estratégicas -políticas, militares y económicas- forman parte de un mismo grupo. En esta proposición, sin duda, radicó el flanco débil de su trabajo, pues, dándole de algún modo la razón a los teóricos marxistas, afirmaba que, sin importar cuán democráticas fueran inicialmente las instituciones de un país, estas terminarían inevitablemente gobernadas por una élite que concentraría el poder, tal como en su opinión había ocurrido en los Estados Unidos (Bottomore 1985: 35-6). En efecto, según Mills, una élite compacta había llegado a dominar la sociedad norteamericana, de modo tal que empresarios y militares ejercían influencia sobre las decisiones políticas claves (Burke 1996: 33-4).

Sin embargo, el énfasis en la integración y el reclutamiento de la élite de poder ha permanecido en el corazón de la tradición elitista. De hecho, varios autores de esta corriente han coincidido en señalar que la “circulación de las élites” -o lo que, en términos sociológicos más clásicos, podemos denominar también “movilidad social”- constituye una importante característica de las sociedades industriales modernas, lo cual, desde su perspectiva, desacredita la posibilidad de que exista una clase gobernante en dichas sociedades (Bottomore 1985: 43). Uno de estos autores, quizá el más importante, fue Karl Mannheim. De acuerdo con su enfoque, las élites habían proliferado con el avance de la sociedad industrial, donde existía la tendencia a que el poder personal y arbitrario fuera reemplazado por el poder funcional e institucional, lo cual implicaba que este no solo se estaba volviendo más limitado, sino que también estaba cobrando mayor legitimidad (Keller 1991: 13 y 15). Pero, más importante aún, Mannheim introdujo la noción de un “cuerpo político” que comprendía a los grupos y líderes que desempeñaban un papel clave en la organización de la sociedad. Estos grupos y líderes incluían a empresarios, políticos electos, representantes de los gremios del sector privado, entre otros, y cada uno estaba dirigido por destacados individuos especializados en funciones económicas, culturales, militares e intelectuales.

Esta idea nos conduce, en tercer lugar, a lo que constituye la más reciente tradición en el estudio de las élites: la de los pluralistas. En efecto, en las últimas décadas han surgido diversos estudios -entre los cuales destacan los de Riesman, Dahl y Keller, pero cuyas raíces pueden ser rastreadas hasta los trabajos de Saint-Simon escritos a comienzos del siglo XIX{16}-, que defienden la idea de acuerdo con la cual, en las sociedades modernas, la vieja clase gobernante ha desaparecido y, en consecuencia, ha cedido paso a una fragmentación del centro de poder en una diversidad de grupos de influencia o, más exactamente, en una pluralidad de élites. La influencia de dichas élites es limitada, y la competencia que existe entre ellas asegura la no formación de una élite de poder o clase gobernante diferenciada del resto de la sociedad (Stanworth y Giddens 1974: x, Villa 1994: 13). Esta corriente constituye la más moderna en el estudio de las élites y expresa de manera más cabal lo que se puede observar empíricamente en las sociedades modernas: la existencia de una diversidad de élites separadas entre sí y que compiten por los recursos económicos y el poder{17}. Como podrá comprobarse más adelante, esta forma de aproximarse al tema es esencial para los objetivos de esta investigación, pues permitirá concentrar la atención en la élite económica peruana.

Esta tradición teórica de alguna manera había sido prefigurada en el trabajo inicial de Pareto. De hecho, como Burke nos recuerda, Pareto no solo divide a las élites entre “zorros” (políticos) y “leones” (militares), sino que, además, en lo económico, distingue dos grupos: el de los “rentistas” y el de los “especuladores”. En efecto, mientras que los primeros son esencialmente hombres pasivos, faltos de imaginación, conservadores y que perciben ingresos fijos; los segundos, contrariamente, persiguen siempre mayores beneficios, corren mayores riesgos, son activos e imaginativos y están interesados en promover innovaciones (Burke 1996: 32-3).

Más aún, Pareto llega a definir la función que cada una de estas élites cumple en la sociedad de la siguiente manera: “las dos élites tienen una función social diferente: una consiste en promover cambios y la otra en resistirlos. Pero ambas funciones son necesarias. Una sociedad gobernada por rentistas se estancaría; una sociedad gobernada por empresarios se disolvería en el caos. Lo que se necesita es un juicioso equilibrio entre ambas funciones. Las élites persiguen sus propios intereses y no aspiran al equilibrio social, pero el equilibrio social se da como resultado de la interacción de ambas funciones. Cada grupo tiene objetivos conscientes que afectan a la sociedad, pero ninguno de los dos grupos tiene conciencia de sus funciones sociales, en otras palabras, de las consecuencias impensadas de sus acciones deliberadas” (Burke 1996: 33).

A la luz de esta distinción entre “rentistas” y “especuladores”, surgen nuevas preguntas. ¿Cuáles son las características específicas del empresario que lo diferencian del rentista? ¿En qué sentido las élites económicas -y en particular el empresario- son promotoras del cambio social? Más aún, ¿cuáles son los mecanismos a través de los cuales el empresario, al perseguir mayores beneficios privados, genera transformaciones económicas que reconfiguran las relaciones sociales vigentes en una sociedad? ¿Es posible construir alguna tipología del comportamiento empresarial?

Sobre esta última interrogante, Scott (1991) propone una tipología del capitalista teniendo en cuenta dos dimensiones distintas. Por un lado, considera el número de unidades de producción en las que está involucrado. Mientras que en el caso de tener una unidad individual de producción el capitalista podrá concentrar toda su atención en ella, cuando maneje múltiples unidades productivas su atención se dispersará. Por otro lado, distingue la naturaleza del involucramiento según este ocurra a través de la propiedad o de la dirección de las unidades de producción. En función de estas dos grandes dimensiones, quedan establecidas cuatro categorías del comportamiento de las élites económicas capitalistas. En primer lugar, el capitalista empresarial, que corresponde a la imagen clásica del empresario en la teoría económica y marxista, cuya principal función es la de ser propietario de un negocio y tomar todas las decisiones concernientes a su desenvolvimiento. El capitalista rentista, en segundo término, es aquel que tiene participaciones accionarias en un determinado número de unidades productivas y que, por esa misma razón, no se involucra muy activamente en ninguna en particular. En tercera instancia tenemos al capitalista ejecutivo, que se desempeña como director de una sola compañía, no necesariamente tiene participación en su propiedad y su único ingreso está constituido por la remuneración que recibe por la prestación de sus servicios. El capitalista financiero, finalmente, tampoco es propietario pero puede asumir la dirección de numerosas unidades productivas (Scott 1991: 66-7){18}. Esta tipología será particularmente útil en el capítulo II para clasificar el comportamiento empresarial de la élite económica en el Perú.

Pero volvamos sobre la distinción entre “rentistas” y “especuladores” de Pareto. ¿Qué es lo que determina que un individuo se convierta en un empresario y no en un rentista? ¿Qué es aquello que logra transformarlo en un capitalista propiamente dicho, es decir, en un generador antes que en un consumidor de capital? En su obra clásica El burgués, Sombart (1913 [1972]) advierte que un empresario requiere de tres cualidades: las de ser conquistador, organizador y negociador. Conquistador porque debe tener la capacidad de idear planes y la fuerza para llevarlos a cabo. Organizador porque debe lograr que un determinado número de personas trabaje de manera conjunta en torno de la “voluntad unitaria” de la empresa. Finalmente, negociador porque no solo tiene que tratar con las personas que trabajan en su empresa, sino también con agentes externos a los que habrá que inducir a que acepten las propuestas de la organización, es decir, a quienes habrá que combatir “con armas intelectuales” (1913 [1972]: 64-6).

Ciertamente, estas características bien podrían bastar para identificar a un empresario y diferenciarlo de un rentista. Sin embargo, nos dicen muy poco acerca de los mecanismos por los cuales el empresario -llamémosle también “burgués”- genera transformaciones económicas y sociales. Una breve revisión del trabajo de Wallerstein (1988), para quien el burgués capitalista ha sido la fuerza dinámica central de la vida económica moderna, puede ser útil al respecto. Desde su perspectiva, conservadores, liberales y marxistas han coincidido en entender tres características específicas del burgués. En primer lugar, la función ocupacional que desempeña como dueño de los medios de producción y empleador de trabajo asalariado. En segunda instancia, su capacidad para actuar como motor económico, lo cual se traduce en el deseo de generar ganancias y acumular capital. Finalmente, su perfil cultural, que lo muestra disciplinado, racional y persiguiendo sus propios intereses (Wallerstein 1988: 93). Sin embargo, pese a dicho consenso, estas mismas corrientes han utilizado el concepto de manera confusa y, en ocasiones, hasta contradictoria. En particular, Wallerstein advierte que el individualismo del burgués es de hecho una importante realidad social, pero que no es, como muchas veces se afirma, la característica esencial ni de la burguesía ni de la economía capitalista mundial. En efecto, así como en la práctica el capitalismo no requiere ni desea un mercado perfectamente competitivo, puesto que necesita un balance entre competencia y monopolio para generar ganancias, así también es falso que el capitalismo funcione exclusivamente por motivaciones individualistas, pues tanto burgueses como proletarios incorporan rasgos no individualistas, una cierta orientación social visible en sus mentalidades y comportamiento (1988: 99-100).

De ahí que, siguiendo con el razonamiento de Wallerstein, el error en nuestra comprensión de la burguesía obedece a la incorrecta lectura de la realidad histórica del capitalismo. Si el ethos empresarial consiste en la interminable acumulación de capital, entonces el trabajo constante y la frugalidad serían cuestiones de rigor. Y si esto fuera así, es decir, si todas las ganancias debieran ser efectivamente reinvertidas para continuar con el proceso de acumulación, ¿cuál sería el sentido de ser un burgués cuando nunca podría disfrutar de las ganancias obtenidas? El autor concluye que ello, desde luego, no puede ser así. Los capitalistas en realidad no quieren ser burgueses sino aristócratas. Por un lado, la lógica del capitalismo los conduce a la “abstinencia puritana”; por el otro, sin embargo, la psicología del capitalismo los induce a exhibir su riqueza, al derroche del dinero{19} y, en consecuencia, al consumo conspicuo (Wallerstein 1988: 101-4){20}.

No es en vano, entonces, que al burgués se le haya asociado comúnmente con la acumulación de grandes fortunas que le otorgaban tanto la posibilidad de inversión de capital como la del consumo suntuario que iba de acuerdo con su estilo de vida y expectativas de estatus (Wallerstein 1988: 92). Como sostiene Thorstein Veblen en su clásica obra La clase ociosa (1974), realizar este tipo de consumo es una manera que tienen las clases altas de distinguirse de las clases subalternas: “El consumo improductivo de bienes es honorable, primordialmente, como signo de proeza y prenda de la dignidad humana [...] Dado que el consumo de esos bienes de mayor excelencia supone una muestra de riqueza, se hace honorífico; e, inversamente, la imposibilidad de consumir en cantidad y calidad debidas se convierte en signo de inferioridad y demérito” (1974: 76 y 81). En un sentido similar, Sombart, siguiendo a Veblen, sostiene que el lujo es un medio del que disponen las clases altas para mostrarse efectivamente superiores a los demás (1913 [1972]: 65).

Si se sigue esta línea de razonamiento, se llega a la conclusión de que la mayor capacidad adquisitiva de las élites no solo las faculta para establecer diferencias de estatus a través de los signos exteriores de riqueza, sino que también crea el campo propicio para llevar a cabo iniciativas altruistas y filantrópicas. De hecho, incluso podría decirse que el ejercicio mismo de la filantropía es una expresión que confiere a quien lo practica un prestigio asociado al sentido de responsabilidad social que su propia condición de privilegio le demanda. Este comportamiento, en términos de Max Weber, es un modo de legitimar su superioridad ante los menos afortunados, sobre todo los más vulnerables, ya que por una suerte de mecanismo sicológico universal resulta natural que los privilegiados contrasten su situación con la de aquellos que no gozan de la misma suerte y, por esa razón, busquen reducir los abismos económicos y sociales existentes a través de “buenas obras” que, adicionalmente, pavimentan el camino de su salvación personal (1965: 107).

Como se podrá advertir, este último punto en particular es tributario de las ideas de Weber acerca de la importancia de la religión en el surgimiento de una ética capitalista o, para ponerlo en sus propios términos, “la influencia de ciertas ideas religiosas sobre el desarrollo de un espíritu económico, o el ethos de un sistema económico” (1989: 27). De hecho, el principal interés de Weber consistió en establecer cómo la conducta de los individuos se originaba en ciertas creencias y prácticas religiosas que, a su vez, contenían un conjunto de sanciones sicológicas que aseguraban un sistema de vida racionalmente elaborado (1989: 97). Por esta razón, su preocupación estaba centrada no en la conducta religiosa orientada hacia el más allá, sino en aquella otra orientada hacia este mundo, es decir, en la religión como parte esencial de la vida cotidiana. Dentro de este contexto, las religiones basadas en la posibilidad de salvación del alma del creyente cobran especial importancia cuando la conducta ética de los individuos asume que dicho proceso de salvación tiene lugar en este mundo y que una vida metódica consagrada a realizar “buenas obras” es el único medio de alcanzar la Misericordia Divina (Weber 1965: 149-50).

De acuerdo con Weber, existen dos posibles formas de sistematizar una ética dedicada a realizar “buenas obras”. La primera es considerar que las acciones del individuo que busca la salvación de su alma son evaluadas como si se tratase de un balance en el que los activos (las acciones virtuosas) son sumados y los pasivos (las acciones pecaminosas) restados, tras lo cual se obtiene, al final de la existencia, una suerte de consolidado que salva o condena a su portador. La segunda forma de sistematizar una ética de “buenas obras” asume las acciones individuales como síntomas y expresiones de una ética que subyace a la personalidad total del individuo, es decir, como un patrón de vida integral metódicamente orientado a los valores religiosos, y no simplemente a la acumulación de un conjunto inconexo de acciones virtuosas como en el primer caso (Weber 1965: 154-6). Es por eso que para Weber “[...] la salvación debe ser vista como el don distintivo de un comportamiento ético activo realizado en la conciencia de que Dios dirige ese comportamiento, es decir, que el actor es un instrumento de Dios. Designaremos este tipo de actitud hacia la salvación, el cual es caracterizado por un procedimiento metódico para lograr la salvación, como ‘ascético’” (1965: 164).

Semejante tipo de ascetismo racionalmente sistematizado fue en un principio atributo casi exclusivo de los monjes de clausura en la temprana Edad Media. Solo el protestantismo fue capaz, en los siglos XVI y XVII, de trasladar dicho ascetismo a la vida cotidiana de los individuos. Este es, a juicio de Weber, el tremendo logro histórico de la ética protestante, sobre todo en su vertiente calvinista, y una de las razones que explican el surgimiento del espíritu capitalista{21}. En efecto, “[... ] esta religión demandaba del creyente, no celibato, como en el caso del monje, sino el distanciamiento de todos los placeres eróticos; no pobreza, sino la eliminación de todo inútil y explotador disfrute de riqueza e ingreso no ganados, y el distanciamiento de todo sentido ostentoso y feudal de la riqueza; no la ascética muerte en vida del claustro, sino un patrón de vida alerta y racionalmente controlado, que evite entregarse a la belleza del mundo, al arte, o a los propios estados de ánimo o emociones. El objetivo claro y uniforme de este ascetismo era la organización metódica y disciplinada de la totalidad del patrón de vida. Su representante típico fue el ‘hombre con vocación’, y su único resultado la organización e institucionalización racional de las relaciones sociales” (Weber 1965: 182-3).

Debido a que la moral católica permitía a los individuos librarse del peso de las acciones pecaminosas a través de la confesión y obligaba a respetar y a obedecer la autoridad de la Iglesia por encima de los dictados de la propia conciencia, el patrón de vida resultante, y más concretamente el comportamiento económico, no forjó una personalidad semejante a la puritana, la cual se hallaba ajustada a un principio de salvación en el que solo los actos personales de una vida metódica podían conducir a Dios{22}.

No es nuestra intención ir más allá de esta apretada síntesis ni realizar una comparación sistemática entre catolicismo y protestantismo. Lo que interesa destacar para efectos de esta investigación es, primero, la medida en que la religión (católica), al dotar a los individuos de respuestas coherentes sobre el sentido último de su existencia, brinda una mayor seguridad a quienes enfrentan la muerte en el marco de dicha fe. Y, segundo, cómo la religión (católica) proporciona al creyente normas de conducta y valores morales con arreglo a los cuales orienta su práctica cotidiana y, más concretamente, sus actitudes ante la riqueza y ante quienes considera como desposeídos. Estas consideraciones teóricas servirán como marco de referencia al análisis que se realizará en el capítulo IV.

No obstante que los primeros trabajos relativos al tema de la filantropía comienzan a desarrollarse hacia finales de la década de 1970, se puede afirmar que su estudio se convirtió en un área de interés en las ciencias sociales sobre todo una década más tarde. Más aún, como lo sugiere Katz, recién en dicha década fue acuñado el término “estudios filantrópicos”, el cual incluso hoy en día no es todavía aceptado y, menos aún, adecuadamente comprendido (1999: 74). Desde un punto de vista conceptual, los primeros avances se concentraron alrededor de preguntas como las siguientes: ¿por qué existe el altruismo? ¿Acaso el Homo economicus no se caracteriza, en última instancia, por una racionalidad egoísta y utilitaria, por la maximización de su bienestar personal y, en consecuencia, por un comportamiento signado por el desinterés hacia “el otro”? ¿Qué impulsa a los individuos a destinar parte de su riqueza en beneficio de terceros? Mientras que algunos autores como Olson o Frank ven las acciones altruistas como el resultado de motivaciones egoístas{23}sympathycommitment