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filosofía

DEL SABER DE LAS MUSAS

La filosofía y el fenómeno-arte

por

SERGIO ESPINOSA PROA

13o. Premio Internacional de Ensayo 2015

siglo xxi editores, méxico
CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310 MÉXICO, DF
www.sigloxxieditores.com.mx

siglo xxi editores, argentina
GUATEMALA 4824, C1425BUP, BUENOS AIRES, ARGENTINA
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anthropos editorial
LEPANT 241-243, 08013 BARCELONA, ESPAÑA
www.anthropos-editorial.com

N72.P45

E76

2016Espinosa Proa, Sergio

Del saber de las musas : la filosofía y el fenómeno-arte / por Sergio Espinosa Proa. — México, D. F. : Siglo XXI Editores :
Universidad Autónoma de Sinaloa : El Colegio de Sinaloa, 2016.

1 recurso digital. – (Filosofía)
13° Premio Internacional de Ensayo 2015

e-ISBN: 978-607-03-0732-4

1. Arte y filosofía. I. t. II. ser

primera edición digital, 2016

© siglo xxi editores, s.a. de c.v.
e-isbn 978-607-03-0732-4
coedición con
universidad autónoma de sinaloa
y el colegio de sinaloa

derechos reservados conforme a la ley

Para Du Ubu Roi, mi padre (1933-2013)

INTROITO

Seguramente. Todo comienza con una mirada, pero las miradas se leen, se remontan hasta su laguna. ¿Nacen en el agua? Sí, en el espejo del agua, que a veces retrocede, asustado, mil o diez mil metros más. Más adentro. Más secreto. Un poco menos larvado, menos eficaz. Allí donde la tierra es barro, olor de cencerros, después, mucho después, metal inconforme: a saber, líquido. Miradas de bismuto, eso espera hallar el delirio esparcido en el arrítmico oleaje de aquellos mutantes cursos de lava. En esa mirada ocurre a menudo un dilatado venir de ninguna parte, un glorioso y sensual irse a pique.

¿Se leen? No en diagonal. Invitan, mejor dicho, a una suerte de suspiraje. Encallan en la piel del peligro y en los nidos del vértigo. Son yemas gemelas. Son pozos, bielas, plectros, tiros de gracia en la nuca de algún faisán vacante. Las invaden —en un determinado ángulo de la luz— cabelleras verduzcas. Gotean sin descanso, y con ello cuentan su eternidad. Son miradas estalagmitas. Fascinan en el mismo movimiento en que se apartan de nuestra paciencia. Blanden glandes ventrílocuos. Humean a placer y a destajo, sin esfuerzo, sin prisas, sin errores. Miran y discurren desde una noche jamás disipada. Mirada visionaria de alabardas victoriosas y por ventura ajenas.

Las he seguido hasta su lecho de mar. Trópicos turbios las acogen. Habitan bajo los nísperos y las mandolinas con puentes de leño de nogal. Me han devuelto una mirada pajiza e hirsuta, como de licaón entre acacias. No me fijé si decían algo, aunque parpadeaban, nerviosas, entre tórridas y sufrientes. Eran, según ellas, volcanes; no desistamos tan pronto. Eran gargantas abiertas por un viento o un fervor llegado de Calíope.

Hermosas a su modo, tales visiones en absoluto son fáciles para un hurón cautivo. Su hábitat natural, podríamos conjeturar, es la caverna estelar. Por otra parte, su intermitencia contiene elíxires que atacan sin piedad las lápidas de arenisca y duermevela. Las acosan, pero con el íntimo designio de excitarlas y conducirlas mediante sistemáticos descuidos al estado mercurial, origen y meta de todas las palabras. Sus efectos son, por ello mismo, devastadores y protuberantes. Sirven de vehículo a violencias sin mácula, umbrátiles, borrosas pero innegables, semejantes a los espejismos impresos de antiguo en las riberas del Alto Nilo. Más adentro, reparemos, nada se mezcla. Les circunda, es definitivo, una lívida demencia. La locura de no poder nunca transigir.

Pues es una impotencia verdadera, en modo alguno efecto de un capricho o hijo de predecibles contingencias. Son miradas alertas, arteras, desprovistas de nostalgia, humillantes, sin anécdota ni moraleja. Naturalmente, provocan diversos entumecimientos. Son enrojecedoras, si se me ha entendido. Están diseñadas para disolver las bisagras y los candelabros que sostienen nuestro mundo aéreo. Presiden el zigzaguear de las centellas. Son tristes, lúcidas, casi banales. Enamorarlas y enseguida, o antes, si es posible, arrancarles con infinita ternura los grandes ojos de marfil y cuarcita, es, sin dejar lugar a dudas, un deber. El más profundo. El más temible. El único legítimo.

DE LA (BELLA) INHUMANIDAD DE LAS MUSAS

Mi vida es vacilación ante el nacimiento.

Franz Kafka, Diarios

El “error” de la filosofía clásica y de las muy recientes ciencias del hombre ha sido dar demasiado rápidamente por supuesto que la razón —el entendimiento, la lógica, e incluso el lenguaje en general— son “facultades” a disposición de un sujeto o de un ente determinado: a saber, del “hombre”. Más cierto sería, en efecto, lo contrario (y esto no es automáticamente una profesión de fe posmoderna o antimoderna): el sujeto autoconsciente y el ejemplar finito de la especie humana son medios —cuerdas, cañas, cascabeles, pieles tensadas— que algo que no se sabe muy bien qué sea (tal vez sólo que sea) pone —nadie sabe tampoco para qué— a su disposición. Cierto que cada filósofo le ha sobrepuesto una palabra a ese algo: entre los modernos, Schopenhauer emplea el término Wille (Voluntad), seguido por Nietzsche con su Wille zur Macht (Voluntad de poder); Hegel le llamaba Geist (Espíritu), y Schelling el “Absoluto indiferenciado”; Spinoza se refería a ello con el término conatus y Bergson con el de élan vital. Será relativamente sencillo encontrar, antes y después, algunos más. Son, en gran medida, fácil concederlo, sólo eso: palabras. Significantes que dan lugar a un significado en disolución o estampida. Antiguamente —y tendremos que re-entender a Grecia por contraste— se daba por hecho que la palabra significativa era aquella capaz de conservar, por paradoja, su asignificatividad: la palabra musical, el canto —el aliento, el ritmo, el tono, el metro, el timbre, el gesto, el silencio— inspirado por las Musas. El sujeto no habla desde sí, sino que su deseo más profundo es servir de vehículo al canto que viene de un lugar a salvo de la muerte y, en primer lugar, a distancia de la vulgaridad: una palabra al lado del tiempo. Pero es un canto lúcido, prudente, sabio; no es ni un arrebato ni un puro babear ni una insensatez. Es un saber anterior (y hasta cierto punto, diríase, interior) a la filosofía, del cual podría ser menos una recusación que una incesante secularización.

¿Qué “saben” las Musas que ningún sujeto finito es capaz de saber? Un saber de los límites; un saber del ajuste de los actos (humanos). ¿Moral? No, al menos, en el sentido moderno-cristiano. “Para Homero”, observa Martín Zubiria, discípulo y traductor de H. Boeder, “sólo hay transgresiones, osadías, abusos que reclaman un mandato o una sanción reparadora”.1 Con ello se apunta a una ética inmanente cuya meta es que los mortales se ajusten y reconcilien con lo real. Lo cual desde nuestra modernidad suena en verdad estrambótico; ¿eso cantan las Musas? ¿Qué clase de ética puede ser esa que nos “reconcilia” con lo real? Correcto: será aquella que sólo puede decidir entre lo que es y lo que debe ser sin sujetarse a un código rígido que desde una inmutable trascendencia distinga el Bien del Mal. “Al igual que las Erinias”, prosigue Zubiria, “también las Musas son seres cuya naturaleza está indisolublemente vinculada con el lenguaje: ya se trate de los gestos y los ademanes, en particular de los que convienen a la danza, ya del de la propia voz. Las Musas ‘hablan’ tanto a los ojos como a los oídos de los mortales y de los inmortales. Y no se trata sólo de que ‘hablen’ porque dan a conocer un cierto mensaje, sino de que su mismo ser ‘habla’, en el sentido de que provocan deleite y regocijo”.2 No una palabra filosa y severa, descendida desde los inmortales para ser sin remilgos obedecida por los mortales, sino una voz danzarina y gozosa que se dirige en ambos sentidos; de ahí su “inmanencia”. Pero sólo en ese sentido, porque para este saber no hay nada más irreal que lo inmediato y cotidiano; en cuanto sabiduría, se dirige no sólo a aquello que es, sino a lo que podría e incluso debería ser; nada que ver con un regocijo irresponsable y olvidadizo. Por el contrario, la musa remite a aquello que ya no es: a los antepasados, a los otros, a todo eso que no soy —ni podré jamás ser, aun pretendiendo ponerme “en su lugar”— yo. Lo real al que se remiten las Musas es abismático, heterogéneo a la ley y a la costumbre; sus nombres son —en Homero tanto como en Hesíodo— Caos, Noche, Oscuridad, Éter, Gaia, Eros, Eris (Discordia)… Remiten a un real que no es una “cosa”, sino el campo de una diferencia, de una pugna; de lo real forma parte lo posible y lo deseable, y en obediencia a tal determinación su lenguaje no podría ser —en un primer momento— sino hímnico: ni un encomio al héroe ni una trenodia a los muertos, sino un canto, una alabanza a lo que es. “Se trata de un decir que glorifica, que enaltece, de una palabra que sólo busca hacer justicia a la dignidad de lo divino y que se halla separada así por un abismo insondable del lenguaje de la submodernidad”.3 Es la “estructura” homérica, a la que seguirá una forma mucho más deliberativa en Hesíodo, pero cuya “cosa” no cambia: la discordia, el combate, el antagonismo, el estira-y-afloja, la pululación, el día-con-su-noche. Se trata de un saber ni objetivo ni subjetivo, ni transobjetivo ni intersubjetivo, ni caótico ni orgánico, que versa sobre un “real” cuyo saber o pensamiento se encuentra amenazado en todo momento por la desmesura (hybris) y por la ruina (até); la Musa habla el lenguaje impersonal pero no abstracto de la justicia (Diké), un orden que no somete o exilia al desorden sino que se apoya en él a fin de no imponerse e imperar desde una verticalidad inapelable por trascendente.

Tal vez, pero ¿a qué precio lo logra? Al de sujetar lo presente a la gravedad (e imponderable ligereza) de lo ausente. Pienso que es este rasgo el que va a permitirnos entender el ulterior nacimiento y desmarcaje de la filosofía: ella se va a ir conformando como un diálogo con lo presente, con eso que desde el fondo oscuro de su percepción los griegos llaman physis, una palabra que da nombre a aquello que se manifiesta, que aparece, que se arranca —no muy bien se sabe por qué o para qué— de la noche y del olvido. ¡Ver para saber! ¡Tener presente! Evidentemente, el discurso filosófico emerge de una progresiva desdivinización que implica o exige que lo real se reduzca a lo observable. Loable, y muy en realidad de esperarse, pero, ¿cómo organizarlo? Postulando principios como la armonía (Pitágoras), el logos (Heráclito) o el tiempo (Anaximandro); en Parménides, el principio es el ser (su unicidad); en Platón, la Idea (y su pregnancia). Todos estos principios o arkhai son bastante diferentes pero tienen en común un esfuerzo por “completar” la parte segregada de lo real, su lado oscuro o ausente, su hasta aquí, su no-ser. Con ello, la representación (diría Schopenhauer) experimenta amenaza de contaminación. Salutífera, por lo demás. Porque el conflicto entre “lo que es” y “lo que pasa” tiene que ver con la exigencia sumamente humana de entender, de adelantarse a los hechos, de saber a qué atenerse; lo demás, la verdad, dígase cuanto se diga, no importa. El sofista es en esto todo un artista: la diferencia entre lo que es y lo que no es no es más (ni menos) que una decisión humana; y Aristóteles será el último en desmentirlos, porque lo-que-es y lo-que-no-es son igualmente verdaderos: lo desviado, falso o idiota será confundirlos. Pero es precisamente lo que hacen las personas: dar gato por liebre, casi siempre sin poder o querer darse por enteradas. ¿Gato por liebre? ¿Qué sentido tendría eso? ¿Qué ventaja (si alguna) se obtiene de ello?

El filósofo es justo el personaje que dice: “No se debe dar una cosa por la otra”. No, porque lo que a mí me puede hacer feliz —engañar a otro, por caso, o sojuzgarlo— se me va a acabar pronto: mejor que todos o la mayoría lo seamos para hacer la alegría más duradera. La felicidad se dice en griego eudemonía, lo que se puede traducir sin excesiva violencia como buen genio: una vez más, algo que no depende de uno, ni para uno, o no de modo íntegro. Sócrates y Platón entran al relevo de esa presencia del dios que los sofistas han visto partir sin contrición; Protágoras es hasta cierto punto más, y no menos humanista que aquéllos. Pues lo real no es lo que yo pienso, ni siquiera eso que tú y yo de común acuerdo pensemos, sino aquello que un tercero en dis-con-cordia, un espacio intersubjetivo e interobjetivo —ante todo, ajeno a esos polos— puede dar a pensar: la condición que nos permite alcanzar —digámoslo así— cierto estado de gracia. El sofista hace del logos una técnica; el filósofo, otra vez, en un giro ligeramente resacralizante, una oniromántica: porque no es “yo” el que decide, sino su daimón:

De ningún modo hemos de tomar en cuenta lo que digan los muchos, sino lo que el entendido en lo justo y lo injusto, lo que sólo él y la verdad nos digan.4

Él —y la verdad—. El límite de la sofística —bastante lacio— es el interés, la utilidad, la eficacia; filósofo, según Sócrates, es quien pregunta por lo que son las cosas, no la manera como podrían éstas ir mejor. Y, ¿quién sabe lo que ellas son? ¿Quién sabe a dónde es mejor que vayan? Nadie tiene la verdad; hay que aprender —y esto es lo filosófico— a dejarse tener (o tentar) por ella. Porque no es verdad que la verdad no exista, sino que existe de un modo bajo el cual constante e inopinadamente se pierde. Si no existiera, sería verdad que sólo mis chicharrones truenan en este rancho; pero si existiera como cualquier otra cosa del mundo, sería verdad que podría apropiarme de ella y usarla en mi particular provecho. La verdad a la que en cambio apunta la filosofía no se deja atrapar merced a una técnica; ni la dialéctica ni la elocuencia, ni siquiera la erística o la retórica tienen ese poder de dominarla, de hacerla suya. A diferencia de Parménides, siempre a favor de la Revelación de la “Diosa”, y en contra de Protágoras, que se halla de plano en un horizonte profano (es decir: instrumentalmente humano), Platón crece y se desenvuelve en un medio que parecería encontrarse a caballo de lo divino y de lo humano: el Bien —es decir, la Verdad— es a la vez visible e invisible, al mismo tiempo presente y ausente, en un mismo movimiento accesible e inabordable. ¡Demandante malabarismo! Es exactamente la función y la virtud de la Idea: puentear entre el cielo y la tierra. Un vínculo que sólo puede lograrse poniendo en juego la esencia humana, que no es otra cosa que el deseo (philía).

Deseo, ¿de qué? No del saber en un sentido mundano; no un deseo de producción, distribución y consumo de objetos. Deseo de “justicia”, seguramente, por más que a un moderno le cueste un inmenso trabajo percibir sus armónicos antiguos, a cuyos ojos comparece como Destino (Moira);justicia o ajuste de lo humano con algo que no es humano y sin lo cual lo humano no halla el modo de llegar a cabalmente serlo. Ajuste con lo real, que no se confunde indistintamente con lo-que-es o con lo-que-no-es, sino que le da su sitio a ambos y prohíbe que ellos mismos se mezclen. Si la filosofía es una meditación acerca de la muerte, eso significa que lo humano, medida de todas las cosas, como declaraba Protágoras, consiste en ese oxímoron sorprendente de ser-mortal: un ser cuyo ser es vivir —recorrer, cursar— la línea divisoria y decisoria de ser-y-no-ser. Shakespeare, naturalmente, y hacia él han comenzado a apuntar ya las brújulas. “Entre el morir y el vivir”, sentencia Ramón J. Sender, en nuestro idioma, “hay una tercera cosa. Adivínala”.5 Llamémosle a esa tercera cosa alma, demonio o pulsión de muerte, llamémosle “el signo sobrenatural” que portaba Sócrates, llamémosle como queramos, designa una distancia, un espacio neutro, una separación, una hiancia: lo humano es una superficie de afirmación —y de renuncia—. Es la alegría de lo trágico. Lo humano es la diferencia entre vivir y estar muerto. Entendemos ahora la atracción de las momias, de los zombis, de las campamochas o mantis religiosas, de los fantasmas, apariciones, hadas, ninfas, duendes y poltergeisten: de la mitología y la literatura, e incluso de la parte gloriosa de las religiones. Los vivos no piensan en la muerte, ¿qué hay en uno que lo lleva a delirio o extravío semejante? Todos los seres vivos, en su individualidad, y llegado su momento, mueren, pero, ¿saben lo que es morir, saben lo que es morir en vida? El humano se lamenta y se precia de ello: “La muerte auténticamente humana”, dice Zubiria en clave tan freudohegeliana como lacano-heideggeriana, de fondo cristo-platónico, y con claras reminiscencias védico-budistas, “consiste en la renuncia voluntaria a la búsqueda del placer sensible y en la negación de la experiencia inmediata como canon de lo verdadero”.6 El subrayado, que yo hago, es elemental: no es una renuncia a la “vida” en nombre de nada, y mucho menos lo es desde una verdad trascendente que hace del placer un demonio o de lo inmediato una ilusión; es ante todo la negativa a hacer del placer y de lo inmediato un canon.

Aquí es donde por lo pronto me apetece localizar “lo simbólico”. Lo humano es el afán de verdad, lo cual puede ser (es) bastante inhumano. Aquí, como en otros mil lugares, Hegel se equivoca; el hombre no busca por principio ni la satisfacción ni el reconocimiento, sino, a fin de cuentas, justo aquello que se escapa: a saber, dirá Lacan, aun sin verlo muy bien, o asumir, lo real. Esta búsqueda ciega es eso a lo que —W. Jaeger lo ha visto como nadie, y ya se dirá algo más al respecto— los griegos denominaban areté. Platón lo formula en el Fedón: el hombre lo es —alcanza su excelencia, secundará Aristóteles— cuando cede a sus sentidos todo cuanto es posible dárseles y aun así permanece deseando: oregetai ton ontos, alcanzar lo real. Sin por qué y sin para qué, sin cómo ni para cuándo: sin espacio ni tiempo “propios”. La filosofía nace como una guerra sorda al sentido común, que es la lógica del aseguramiento inmediato de la vida en su inmediatez. Nada malo, pero, ¿humano? ¿Un humano sin más allá? Con seguridad no sabrá distinguir ningún más acá. Lo real es lo incontaminado, lo radicalmente heterogéneo a la satisfacción: “Algo que sólo es plenamente inteligible para un pensamiento no menos puro”, pues lo real es tan impenetrable como puro, “ajeno al mundo del obrar y de los intereses inmediatos de los hombres y rechazado así por éstos como si fuese poco menos que la misma muerte”.7 Poco menos que la misma muerte. ¿Cómo habría, en qué modo persistiría un “deseo” para o dirigido a ello? ¿Haciéndolo lo más difícil o absurdo del mundo? ¿Lo literal y materialmente imposible? Al filósofo el decir de la plebe le tiene bastante sin cuidado; y en ese gesto de aparente soberbia lleva su correspondiente penitencia. Es verdad, “con la multitud ni siquiera converso”, dice Sócrates en el Gorgias (474a). No porque sean muchos, sino porque están, y no se le ha de tomar a mal, idiotas: absortos en su interés, incluso en lo que un día llamarán interés común. Puede uno darles la mano, pero sin hacerles mucho caso; en su naturaleza está el hacer trampa. ¿Quién, aparte de un Dios, podría salvarlos?

Nos preocupe o no su suerte, ¿de qué real se ocupa Platón? Eso está más que claro: de un real debajo o encima de lo real: un real inmutable y sobre todo serio, separado de lo real que entre sollozos y carcajadas nace y se extingue. ¿Hay ojos para ello? Siento, luego pasa; pienso, luego permanezco. Sí, esto da qué pensar. ¿Soy mis cambios, o mi ser es cambiar? Ambas cosas, que, en rigor, de cosas no tienen nada, aunque de mero malabar de palabras, menos. Platón le da su id a la filosofía: tú eres eso, pero porque primero eso has sido tú: filosófico es el juego o la indecisión entre ambos polos. Platón, como comprendió Schopenhauer, completa al Buda. ¿Y Cristo? Buena pregunta, que propicia aquí una confesión. Escribo esto leyendo a Platón, a Hesíodo y a Solón con un no sé por qué nostálgico fondo de cantos occitanos del siglo xii: “A l’entrada del temps clar”; ¿qué esperan ellos de mí, de nadie? El saber de las musas, como el de la filosofía, que por ello rompe con la sofística, es un saber de lo otro del saber que sigue sin embargo siendo saber: pensar es una estancia, no un ademán; pero breve igual que éste. Saber, tal vez, pero ¿qué? ¿A qué le cantan los trovadores occitanos del año 1111? Sabes, de súbito, que lo real se desliza hacia la cultura, formando mucosa costra con ella. Hay un deber-ser que ninguna humanidad venera porque se halla más allá de sus expectativas y necesidades; el ajuste con lo real no puede ser ni estoico ni cínico. Actuar por deber es olvidar la nobleza. Las Musas cantan: no importa qué tan verdadero o qué tan falso es tu deseo: convéncete que no conoce fin. Si no tiene fin es porque nada en lo que tu trabajo produzca acabará con él, nada en lo que tu cortejo gane se hundirá con él, nada que tu suerte te depare será suficiente. ¿No sabes, como se lee en el Eclesiastés (i, 4), que los hombres van y vienen /pero la tierra permanece? El mundo no es todo, sino la punta de un embudo que podemos soplar; hacer depender tu vida de él es aceptar una tiranía humillante. En el momento de la muerte, o de lo que el protagonista imagina como su inminente e inexorable fin, piensa: si debo legar todas mis pertenencias, ¿tendría que describirlas primero?

Un martillo de minero; peso de la cabeza, cuatro libras; mango, treinta centímetros; madera rajada, dañada por la intemperie; metal enmohecido, aún utilizable.8

La literatura, como la lluvia, como la belleza, como el arte de verdad, nos planta en estos impasses. ¿Podríamos entenderlo sin averiarlo? Todo depende de lo que pensemos esencial en aquello que se es. Determinar eso que se es (o que de algún modo se supone que se es) a partir de una de sus dimensiones —la conciencia, la razón, la virtud, la memoria, la inteligencia o la compasión— es sin duda una ocupación que rinde sus beneficios, toda vez que el solo propósito (y la capacidad) de determinar ofrece un aspecto de nuestra existencia en el mundo sumamente halagüeño; se es humano en la medida, como se dice, de esta posibilidad de practicar cortes en una experiencia que sólo, si nos fijamos, entrega continuidades, flujos, encabalgamientos, pausas, pérdidas y simultaneidades; sin mencionar la confusión que se da o puede darse entre ellos. Ser hombres, reza la fenomenología, no nada más la heideggeriana, consiste en resolverse a serlo: no hay humanidad antes de esa resolución. Tal vez, pero en tal caso ¿quién toma esa decisión, si no hay un ser —un sujeto— humano capaz de resolverse antes de que sea tomada? Un serio problema, aunque hay más. ¿Podría hacerse una descripción ayuna de presupuestos? No, porque “describir” es ya —en su intención y en su ejercicio, en su proyecto y en su resultado— un acto interesado; nadie describe cualquier cosa y sólo porque sí (ni siquiera proponiéndoselo expresamente, a título de experimento). Un artefacto enviado al espacio exterior describe de acuerdo con ciertos algoritmos o programas, y concentrado en determinados rangos de la “realidad” —nunca en “todos”; además de absurdo, es imposible. No hay descripción que presuma o se precie de no estar sesgada; a conciencia o sin ella. ¿Podría no estarlo? Supóngase que no se toma una sola de las “dimensiones” de eso que se es, sino un conjunto lo más amplio y bien elegido que nos resulte practicable; empeño que, por lo demás, efectivamente se ha llevado a término. Por ejemplo, los filósofos más exigentes querrán dar razón de comportamientos comunes que sin embargo no se encuentren presentes en otras “especies”; la construcción de pirámides o jaulas, por caso. Ningún animal conocido se dedica a espantar a otro sólo por diversión; jugar, tal vez. En el otro extremo, las máquinas más complejas y funcionales que se han producido no hacen otra cosa que calcular y con base en esos cálculos emprender cursos de acción; ¿libre albedrío, o simulacro? Si se les programa para que se autodestruyan, tengamos la seguridad — prenda tranquilizante de Blade Runner o Hal 9000— de que lo harán. Cierto: no hay seguridad de que siempre lo harán; ni las máquinas ideadas y fabricadas por gentes como uno ni los animales o las plantas, que un día se levantarán en armas contra el primate predominante. Quién sabe. Claro está, por otra parte, que los esfuerzos por definir lo propiamente humano —nuestra excepcionalidad— delatan un cada día más difícilmente disimulable nerviosismo. ¿Y si los extraterrestres son más inteligentes que nosotros —y en consecuencia nos esclavizan o erradican? ¿No tendrán un corazón que tocarse? Es decir: más inteligentes, o más fuertes, o más ambiciosos, pase, pero ¿no tienen sentimientos? Se produce entonces, hasta cierto punto, un viraje en nuestra autoconciencia: lo humano no es el poder de dominar la tierra, sino la posibilidad —y sólo la posibilidad— de cultivarla, cuidarla, protegerla… De meros depredadores en la cima de la escala pasamos a considerarnos bedeles del jardín zoológico, botánico, mineralógico… y humano, como ha dicho sin tapujos un Peter Sloterdijk. Ha sido un viraje, quizás, pero la población humana sigue, con más determinación, su marcha. Pues, en el fondo, no se ha cuestionado la premisa principal: a saber, que tenemos derecho a la tierra, que nuestra existencia tiene sentido más allá de la pura y simple supervivencia, que, en suma, somos los niños predilectos del Señor (creamos o no en Él).

Tal sería la “hipótesis”, como escribió Lichtenberg; esa que nunca es necesario probar, pero sin la cual ni nos levantaríamos de la cama.


1 Martín Zubiria, Platón y el comienzo de la filosofía griega, Buenos Aires, Quadrata, 2004, p. 57

2 Ibid., p. 65

3 Ibid., p. 77

4 Platón, Critón, 48a.

5 Ramón J. Sender, Toque de queda, Barcelona, Plaza & Janés, 1985, p. 81

6 Zubiria, O. C., p. 115

7 Ibid., p. 116

8 George R. Stewart, La tierra permanece, tr. G. Lemos, Buenos Aires, Minotauro, 1975, p. 15

EL SECRETO DEL ARTE: UN REAL (DE)TRAS LA REALIDAD

Sólo puedo pensar todo

si no lo debo hacer todo.

BARUCH SPINOZA

De los tres “registros” que según Jacques Lacan trabajan en toda existencia humana, lo imaginario es el más sencillo; con todo, sabemos que hay personas absolutamente desprovistas de imaginación (o así las calificamos). Lo simbólico tiene que ver con la palabra, pero lo real, ¿de verdad es un “registro”? Lo real, como sabe el filósofo desde Tales y Anaximandro hasta cualquiera de nosotros, filósofos o no o casi, o mejor nunca, es algo que es y no es al mismo tiempo; lo real no está quieto, y no es nada fácil formarse una idea de algo que para empezar y para terminar no puede asirse. Lo real es entonces como el Minotauro; nadie lo ha visto pero todos sabemos que por ahí anda. Pensar es pesar; quizás, añadamos, muy a su pesar. Con el tiempo, de lo real ya no tenemos una percepción directa —si es que en un horizonte prefilosófico se tiene de ello noticia virgen y sin distorsión, eventualidad que aterra y entusiasma en variadas proporciones— sino que viene atravesada y manchada por una tradición que querría precisamente sujetarlo: la filosofía, un pensar en principio desinteresado y un saber sin aplicación práctica a la vista; no hay “real” sin unas comillas que la filosofía en su marcha y no siempre por las mejores razones se ha acostumbrado a marcarle. La filosofía es esa pregunta que se abre sin cesar; por eso no conoce el progreso, porque es una pregunta que revoluciona (es decir, que vuelve sobre sí) de una manera hasta involuntaria nuestros negocios y negaciones, nuestras posturas y esperanzas: preguntar por lo real —por lo que ha ocurrido y ocurre, por lo que está ocurriendo “en realidad”— es bastante subversivo, en la vida común y sobre todo en la vida privada. ¿La verdad es del color del cristal con que se mira? Respuesta trillada que no satisface sino al espíritu más perezoso (y no es seguro). No es tan fácil desembarazarse de esta comezón. Lo real está matizado y esquematizado en los filósofos, escorzado o fragmentado, fluidificado o endiosado, universalizado o segmentado; pero, con todo, hablan y hablarán siempre de lo mismo: lo real es el referente perenne —porque huidizo— de la filosofía. Tal vez no sólo de ella, puesto que han existido nubes discursivas y rituales antes y a su vera (y continuarán, eso sí es seguro); puede que lo real no sea su asunto, aunque algún comentario tendrían que de ello esporádicamente hacer. Las tradiciones sapienciales de cualquier rincón del planeta, ayer, hoy y mañana, podrán negar realidad a ciertas cosas y afirmarla en otras, pero la cuestión sobresale desde el inicio: que hay algo real incluso por detrás de ese algo que se presenta. “Incluso”, no por fuerza. Puede que lo que según ciertos indicios es “algo” lo sea sólo para mí, y no siempre; he ahí el eterno vaivén y la asignatura pendiente de los filósofos. Ya el solo hecho de decir “esto es real para mí” plantea una miríada de dificultades (y no sólo teóricas). ¿Qué es aquello que podemos, por ejemplo, tener? ¿Lo real tal cual, o sólo una “idea” de ello? Recordaremos que “Idea” procede de eidos, que significa: imagen, aspecto: Ad spectum, algo que se ofrece a la mirada. Lo real, espectáculo: noche estrellada o nobleza de la especie. Pero lo real no es sólo lo visible, ¿por qué le tendríamos que rendir tan desmesurado tributo a uno solo de nuestros sentidos? ¿Hablar es lo mismo que mirar? Sí, es una pregunta capciosa, como toda la filosofía moderna. En la filosofía de Platón, Platón es el primer antiplatónico: si no elude sus propias “ideas”, si no las pone a temblar él mismo, que es quien mejor podría defenderlas, ¿a dónde iríamos a parar?

Entre muchos otros, Jean Wahl, en su Tratado de metafísica, ha subrayado esta agilidad que va del Platón del Teeteto al del Parménides y al del Filebo: lo real son las Ideas, pero ¿qué realidad le corresponde a la materia, esa entidad oscura e impenetrable que por principio queda fuera de su alcance? Platón tendrá que concederle a la materia y a lo sensible —que es nuestra membrana o membrecía básica— un estatuto de real que al comienzo le negaba: al final hay una Idea de lo que no tenemos ni idea. Similares arrepentimientos o ampliaciones se detectarán en sus herederos, de Aristóteles a Husserl o de Tomás de Aquino a Russell; de hecho, tenemos que reconocer que ningún filósofo ha logrado resolver ni siquiera los problemas que él mismo ha formulado —imaginemos los de los demás—. En conjunto, se observará que para los antiguos la filosofía es un o el conocimiento de aquello que sobrevive o está por encima de la erosión del tiempo; el tiempo mismo está disminuido —dice Bergson en La evolución creadora—; es una verdadera desgracia estar en él, o, peor, ser él: el tiempo es concebido, o, mejor, vivido como el continuo, indetenible e irreversible decaer. Nada bueno puede esperarse de Cronos: habría que todos los días arrancarle los testículos, precisamente lo que el tiempo hizo con el cielo (Urano). Ni el tiempo ni lo infinito serán vistos con buenos ojos en el mundo antiguo; no es de sentido común apreciar a elementos de tal calaña en esa percepción de las cosas. ¿Hay, pues, una percepción antigua y una percepción moderna de ellas? Sin lugar a dudas, por más que sea difícil hallar en semejante torsión una razón decisiva. En el mundo antiguo —baste indicarlo— no hay una idea del mal como algo sustancial, sino, a la inversa, nos es presentado como un efecto carencial: nadie, en breve, obra mal adrede. Tampoco, por lo mismo, hay una noción clara del pecado; hay ignorancia, la gente comete atrocidades y dice estupideces porque no sabe o no entiende, no porque el Maligno lo empuje a ello. Se entiende: los antiguos son antiguos exactamente porque no son cristianos. ¿No que la filosofía nada tiene que ver con la religión? No si una verdadera catástrofe no se hubiese cernido sobre ella. La filosofía sobrevive en una atmósfera cristiana y eso nunca dejará de llamar la atención… filosófica. Porque el cristianismo se apoya en una idea que resulta indigerible a la razón: a saber, que hay un momento en el tiempo en donde lo infinito se transforma en finito. Lo eterno se hace el seppuku y nace en el tiempo, un día, una tarde, una noche; acaso, para no defraudar, en la madrugada y en completo silencio. La Buena Nueva es un atentado a la filosofía, pero ésta fue gradualmente —gravemente— intoxicada por el milagro. Con todo, los antiguos aparecen después de Cristo un poco ajados y amargosos; ¿es peor no pensar el tiempo ni el infinito que pintarlos con los colores más vivaces? Para el cristiano, lo infinito no es tan malo: es Dios, nada menos. Tráguense esa. Y el tiempo, que a los griegos provocaba vértigo y desasosiego, será en San Agustín el tema por antonomasia. No más la platónica “imagen fugitiva de la eternidad” ni la aristotélica “medida del movimiento”, sino el muy cristiano (es decir: taimado) “lo sé si no me lo pregunto”. Volveremos (si Dios es servido) a todo esto. Los modernos han valorizado al tiempo al precio de desnaturalizarlo, es decir, de hacer con él una historia. Una historia de salvación, naturalmente: una historia sagrada. Claro que aparte se ha venido desarrollando con el tiempo una concepción científica del tiempo; una en la que se le ha pensado en estricta correspondencia con el espacio, y ya Bergson nos sabrá explicar tal prodigio.

Pero aquí lo que está en juego es la negación o la aceptación de lo real en su carácter, precisamente, fugitivo. El propio Platón lo señala en el Teeteto: si todo fluye, ni siquiera podríamos decir que todo fluye. Ni para dónde hacerse. El empirismo, el de Hume, considera la primacía de lo sensible, pero no podría desentenderse de que lo sensible no es todo; porque lo sensible es relativo a lo que está en un momento dado presente. ¿Y si no está presente, no es? No vino, ¿lo borramos de la lista? Esta sensación de que no somos sensación pura sino que cada sentimiento es como un palimpsesto —que no se siente nada donde no hay una marca de algo que ya fue sentido antes, y así al infinito— es inquietante y, sí, un poco siniestra. Y algo más. Siento, pero —lo siento— al decir que siento ya estoy sintiendo otra cosa. Y no es que necesariamente invente, exagere o mienta. No podemos sentir la música si —con perdón de John Cage— les pedimos a los músicos que se callen, que interrumpan su sonata para saber qué diablos estábamos escuchando. Pidamos al sol que se detenga para entender lo que es un día. Y seguimos dando vueltas, porque lo real no se entrega en una instantánea. Miren esta foto: ¡qué real se ve todo! Pero no es precisamente fotogénico: lo real escapa, y en ese escapar se realiza. Pero en reciprocidad, nosotros, tan pequeños, como dice Sócrates, también escapamos: eso que por ser estamos dejando de ser y llegando a pesar nuestro a ser es algo que olvidamos —según esto— en nuestro propio provecho. Lo universal no existe, pero tiene que existir. Lo mismo se dirá de lo necesario, que, si nos ponemos a pensar, no se ve por ningún lado; todo cuanto ocurre en el mundo es una inverosímil sucesión de infortunios; uno que otro momento jubiloso. Pero es igual: qué necesidad hay de sufrir (o de gozar). Los casos ejemplares son, por cierto, el espacio y el tiempo (lo de la sustancia, la esencia, la causalidad, la cualidad y otros términos pesados puede esperar); espacio y tiempo se revelan como inmanentes a la experiencia que tenemos del mundo. Claro que un niño juega primero con el fort/da que con el espera un poco. Leibniz ha decidido que el espacio es perfectamente racional, pero Kant lo contradice: no, mi señor, el espacio no se piensa, se siente. ¿Se entiende? No es tan misterioso: en el tiempo no hay, como sí en el espacio, un arriba y un abajo, una izquierda y una derecha. En el espacio se está —naturalmente— situado, pero en el tiempo nunca se sabe… ¿Qué quiere decir esto? Ni Kant y Leibniz —ni Newton—han adivinado que el tiempo es también materia. ¿No ha demostrado Einstein que el tiempo se curva en presencia de la masa? ¿No es esto muy grave? Se asiste a una generalización e intensificación del principio (o el delito) de disolución ontológica.

La ciencia tiene sus iluminaciones, es innegable. Pero si se trata de pensar lo real y de acogerlo sin prevenciones de más, los músicos y los poetas, además de los pintores, parecen encontrarse mejor predispuestos. Si ya es arduo defender que lo real es instantáneo, que se reduce al instante presente, al momento en que comparece y “se siente”, ¿qué decir si no que lo real es aquello que dura? Real es la obstinación de lo real. Obsecuente u obcecado, lo real se obstina en durar —aun y cuando no permanezca idéntico a sí mismo. Es lo mismo cambiando sin cesar; ¿quién le entiende o sigue el compás? El poeta; el músico. Lo real no es sólo lo más sólido e inamovible, no es sólo la roca a la que ni el viento ni “las inclemencias del tiempo” hacen mella; es también esa mella, esa evanescencia, ese aliento imperceptible. La tempestad —y el mar en absoluta calma. Estamos por tanto en una cornisa que nos obliga a preguntar si hay un real no para cada quien, sino para cada ámbito discursivo: uno para la ciencia, otro para la música, otro para el sentido común, otro para los animales dotados de plumaje, otro para los escamados, otro para los niños de pecho… ¿Hay un real específico para la metafísica? ¿No era justamente esta dispersión o desperdigamiento lo que la metafísica —la filosofía, en su nacimiento— procuraba y procura de principio a fin evitar? Lo cual, fijémonos bien, es no sólo extrañísimo sino amplia y decididamente patológico. Que hay un real para cualquier ser no deja de ser o delatar una especie de psicopatía: literalmente, una para-noia. El científico ve distintas las cosas porque las pone debajo de un microscopio, delante de un telescopio, en un estroboscopio o encima de una mesa de disección; tal vez obtenga una imagen de lo real —pero es un real fallecido—. No fallido: fallecido, aunque una cosa lleva a la otra. Para no sonar tan tétrico, digamos que la ciencia extrae de lo real un real manejable, pero para conseguir tal cosa tiene que reducirlo a sus articulaciones elementales, a su “soporte”. A ver, señora, va a tener que quitarse su corpiño; ahí le va el pato. Quiere saber si hay que operar, ¿no? Muy bien, déjeme primero saber a mí si es o no es necesario. Así procede el científico, en todas y en cualquiera de sus múltiples especializaciones. ¿Y la filosofía? ¿Qué hace ella, también encuera a las cosas para descifrar su coeficiente de realidad? Dice Jean Wahl:

La filosofía es para nosotros la búsqueda de lo inmediato. La idea de una investigación de lo inmediato puede parecer sorprendente a primera vista. Pero es tal la condición del hombre que lo inmediato no es dado y debe buscarse1.

Lo inmediato no se presenta de inmediato a nuestra conciencia, ni siquiera a nuestra percepción; es preciso ir por él, encontrarlo, atarlo, embolsarlo y acaso traérselo de las greñas. ¿Para qué, para que hable? Seguro, pero no en primer lugar. Presentimos que algo grave y aciago va a ocurrir o está ocurriendo si nos olvidamos de esa inmediatez que nuestro mero ser-en-el-mundo excluye o expele; presentimos que nos morimos un poco (o un mucho). Lo inmediato se inviste —lo investimos— con los prestigios y albores de lo sagrado. Pero lo sagrado, tranquilamente acogido, no es nada que provoque o justifique nuestro sosiego, nuestra paz interior, nuestra serenidad, nuestra beatitud; no, lo sagrado solivianta. Lo inmediato, como lo sagrado, como lo real, no es forzosamente y por anticipado nada bueno; hay ahí un cortocircuito que lo mismo revivifica que electrocuta o al menos chamusca. Si la filosofía anda en busca de lo inmediato, tiene que preguntarse primero por qué motivo tendría que habérsenos perdido. ¿Es natural, es irremediable, es por conveniencia? ¿Es un accidente del que podríamos recuperarnos? En una de esas, ser humano equivaldría de modo preeminente a experimentar semejante pérdida. Aunque tal vez no, puede que exista —que haya existido o que en un mundo raro existirá— un modo de ser humanos que establezca o restablezca un vínculo real con lo real, un contacto inmediato con lo inmediato. Aquí hay que hacer buena parte de las apuestas. No todo, por supuesto. Después de Descartes, después de Leibniz, después de Kant, después de Hegel, la filosofía experimenta una suerte de descensus ad inferos que dibujará en tonos dramáticos la asunción de lo humano en su desgarramiento constitutivo y en su imposibilidad de reconciliación: la filosofía vuelve finalmente a la senda de lo trágico. ¿Es trágico que así sea? Todo depende de lo que escuchemos en la palabrita.

En sus sesiones sobre Hegel, Alexandre Kojève decía, citando a Maine de Biran: “Lo real, es lo que resiste”. Resiste, ¿a quién, o a qué? Podrá pensarse que lo real es aquello que resiste, por principio de cuentas, a mi (o a nuestro) deseo. Quizá, pero añadiendo enseguida que el deseo —humano de un cabo al otro— es deseo de lo otro del deseo: deseo, miren por dónde, de real. En cualquier caso, es el descubrimiento de la existencia como un antes de las —muy piadosas, o muy pedantes— divisiones entre alma y cuerpo, o entre sujeto y objeto. “Esta existencia”, observa Wahl, “está esencialmente vinculada a lo distinto a ella”.2 No en el sentido, atajemos la habitual confusión, de que lo otro tenga que dejarse apropiar por mí, es decir, que lo otro se someta a las exigencias de lo mismo, sino al revés: sería el sentido verdadero o correcto de la frase de Freud Wo Es war soll Ich werden —“Donde está (el) Ello debe (el) yo advenir”—, dejando entrever que no es cuestión de que el Yo se apodere del Ello —que la conciencia elimine todo lo inconsciente, que sea el self quien mande—, sino de que el yo aprenda a moverse en el horizonte inapropiable (e ineliminable) del Ello. Aparece ahora un cuarto o quinto personaje; hablamos de lo real, luego del tiempo, después de lo inmediato, enseguida de lo sagrado… Y ahora estamos con el Ello. ¿Designan una misma cosa? ¿Son “nombres” o palabras para apuntar a lo mismo? Probablemente. Faltarían otras denominaciones, como “Ser”, como “Absoluto”, como “Dios”… Puede que no. Lo más seguro es que todas estas palabras no digan lo mismo. ¿Será por eso que la filosofía inicia siempre pero no puede o no le da la gana concluir? El sentido de la palabra “filosofía”, si le hacemos caso a Heidegger, o a Levinas, o a Blanchot, puede invertirse o revertirse: usualmente es el “amor por el saber”, pero también y sobre todo sería “el saber de la amistad”; amistad entre nosotros, claro, pero —y es lo que hace de esta actividad un juego interminable— amistad para con lo otro de la existencia (aunque ya dijimos que existir es, en propiedad, vivir en lo otro de sí).

Eso es lo trágico: amistad por lo radicalmente otro, es decir, con lo no humano y, en el límite mismo, con la muerte. Por eso la filosofía no es ni puede ni quiere ser una ciencia; es una herida abierta al sol —y a la noche—. Es, ciertamente, una investigación: un —en su etimología— hurgar entre vestigios, seguir y perseguir la huella de aquello que se ha perdido. Lo vamos comprendiendo: hay filosofía porque hay devenir. Y la ha habido (y habrá) a fin de afirmarlo, aunque en cada ocasión para rechazarlo, escotomizarlo, someterlo al imperio de lo impertérrito. La experiencia y la sensibilidad dan noticia de que todo deviene, pero la inteligencia y la razón se aprestan a cortarle las alas; inventaremos la sustancia, la esencia, la causa, la forma, el ser. Presuponiendo que eso exista, ¿qué tiene que ver con lo que no es posible negar que existe? El ser —¡qué cosa!— se ha imaginado como contrapeso a lo real, como su contradicción; lo real, porque deviene y resiste, será metido en calabozos conceptuales (en los otros, los de a deveras, no se aloja ni un segundo). Si hay ser más allá de lo sensible, lo real será acusado de actuar en franca rebeldía; lo real será lo material, pero en tal caso su existencia será degradada: andando los siglos, de no-existente llegará, merced a la ciencia, ocupada en lo cuantitativo, a ser declarado no inocente, sino como lo único (realmente) existente. Materia, energía, ¿hay otra cosa para la ciencia? E=mc2. La materia (o la energía en ella contenida) está allí. ¡A por ellas! Por definición una cantidad es fija; es un quantum, aquello que cabe en un cuadrito, en una caja: peso, altura, color, tamaño, masa, carga eléctrica, spin, número atómico, extrañeza… ¿Lo real, tantas veces excluido de lo pensable, se ha recuperado con las (in)consideraciones de las ciencias? No: al contrario, se ha vuelto a escapar. Por ello asistiremos a la venganza de lo sensible, que no deja por demasiado tiempo que le den gato por liebre; no importa tanto quién mande e imponga condiciones si por dominar se reina sobre un museo o un cementerio. Lo real es cualitativamente heterogéneo y cuantitativamente homogéneo; hay uno o dos mundos de diferencia.

Lo cual viene a significar que en lo real no sólo hay cosas, objetos, procesos químicos, físicos y eléctricos: no, lo real está constituido además por gente de carne y hueso que sufre y se acongoja. Quizá lo que se esperaba inmaterial —por pertenecer al reino de las sombras— sea lo más material, lo más resistente, lo más real de todo. Espíritu, alma, Dios… vaya quimeras que un día aparecen como claves de desciframiento y de deshechizamiento: modos de recordar que no todo — que no por ser “cosas”— está y están a nuestro servicio. No atinamos a dar con la salida de la metafísica porque la salida es aceptar que hay ausencia de salida. Las cosas existen y uno es una cosa que piensa pero antes que eso existe; ¿qué remedio? Esto, presuponiendo que cuando pienso en una cosa esa cosa lo es porque podría ser otra y porque se encuentra expuesta a la eventualidad de que desaparezca o se modifique; las cosas lo son en cuanto resisten… pero si resisten es debido a que algo las revuelve y erosiona desde afuera aunque también desde dentro. Las cosas son cosas en la medida en que devienen, en que llegan a ser y dejan de ser aquello que son. Cuesta trabajo imaginar algo que se halle al margen de ello. Vamos, ni Dios… Hay infinidad de “Historias de Dios”, pero, ¿podría Él tener y/o contar su historia? Lo primero y lo último es el Devenir, y de allí no nos movemos; mejor: allí movemos, nos movemos y somos movidos. Es por ahora la palabra con la que haremos los correspondientes malabarismos para referirnos a lo real. Porque la filosofía, en sus comienzos, no trabaja con el concepto de “ser”; es éste un concepto que con el tiempo le será impuesto a lo real a fin de asegurar su inteligibilidad: sin el ser, que designa el eterno reposo en Parménides o el Noûs de Anaxágoras o el átomo de Demócrito o el motor inmóvil en Aristóteles, de lo real no podemos captar (capturar) nada.