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ÍNDICE

LA ESCRITURA COMO ACTO

Cuauhtémoc Medina

I. LA INSTITUCIÓN DE LA CRÍTICA

DE LA CRÍTICA DE LAS INSTITUCIONES A UNA INSTITUCIÓN DE LA CRÍTICA

L’1%, C’EST MOI

COMO EN CASA EN NINGUNA PARTE

II. VISITAS GUIADAS

DE VISITA POR EL MUSEO

¿PUEDO AYUDARLE EN ALGO?

DISCURSO DE APERTURA

¿VERDAD QUE ES UN LUGAR MARAVILLOSO? RECORRIDO DE UN RECORRIDO POR EL MUSEO GUGGENHEIM BILBAO

III. PALABRAS DE ARTISTA

DECLARACIÓN DE ARTISTA

BIENVENIDA OFICIAL

PROYECCIÓN

IV. BIENES ESTÉTICOS Y SERVICIOS ARTÍSTICOS

DENTRO Y FUERA DE LUGAR

CÓMO PRESTAR UN SERVICIO ARTÍSTICO. INTRODUCCIÓN

¿QUÉ ES INTANGIBLE, TRANSITORIO, MEDIADOR, PARTICIPATIVO E INTERVIENE EN LA ESFERA PÚBLICA?

V. SOCIOANÁLISIS Y PSICOANÁLISIS

“‘CITAR’, DICEN LOS CABILIOS, ‘ES RESUCITAR’”

¿POR QUÉ ME HACE LLORAR LA OBRA DE FRED SANDBACK?

¿PSICOANÁLISIS O SOCIOANÁLISIS?

PERFORMANCE O ENACTMENT

LA AUTONOMÍA Y SUS CONTRADICCIONES

BIOGRAFÍA Y BIBLIOGRAFÍA

Serie

Zona Crítica

Este volumen se publica con motivo de la exposición Andrea Fraser. L’1%, c’est moi que se presenta en el Museu d’Art Contemporani de Barcelona (MACBA) del 21 de abril al 4 de septiembre de 2016 y en el Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC), UNAM, Ciudad de México, del 15 de octubre de 2016 al 12 de marzo de 2017.

Coordinación y edición

ESTER CAPDEVILA

Documentación gráfica

GEMMA PLANELL,

con la colaboración de ROSA CRUZ

Traducción

FERNANDO QUINCOCES

Edición

ANA JIMÉNEZ JORQUERA

siglo xxi editores, méxico

CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310 MÉXICO, DF

www.sigloxxieditores.com.mx

siglo xxi editores, argentina

GUATEMALA 4824, C1425BUP, BUENOS AIRES, ARGENTINA

www.sigloxxieditores.com.ar

anthropos editorial

LEPANT 241-243, 08013 BARCELONA, ESPAÑA

www.anthropos-editorial.com

ANDREA FRASER:
DE LA CRÍTICA INSTITUCIONAL
A LA INSTITUCIÓN DE LA CRÍTICA

NX512.F73

F7318

2017 Fraser, Andrea

Andrea Fraser : de la crítica institucional a la institución de la crítica /

Andrea Fraser ; traducción Fernando Quincoces. — México, D. F. : Universidad Nacional Autónoma de México, Dirección General de Artes Visuales : Universidad Autónoma Metropolitana : Palabra de Clío : Museu D’Art Contemporani de Barcelona (MACBA) : Siglo XXI Editores, 2017.

1 recurso digital – (Serie Zona crítica)

“Este volumen se publica con motivo de la exposición Andrea Fraser. L’1%, c’est moi que se presenta en el Museu d’Art Contemporani de Barcelona (MACBA) del 21 de abril al 4 de septiembre de 2016 y en el Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC), UNAM, Ciudad de México, del 15 de octubre de 2016 al 12 de marzo de 2107”

E-ISBN: 978-607-03-0831-4


1. Fraser, Andrea – Exposiciones. I. Quincoces, Fernando, traductor. II. t. III. ser.

primera edición digital, 2017

© de los textos: andrea fraser

© de las obras: los autores, michael asher, andrea fraser, louise lawler, 2016; hans haacke, VEGAP, barcelona, 2016

DR© 2016 universidad nacional autónoma de méxico

dirección general de artes visuales, insurgentes sur 3000,
centro cultural universitario, ciudad universitaria,
delegación coyoacán, méxico, d.f., c.p. 04510

instituto de investigaciones estéticas
circuito mtro. mario de la cueva s/n, zona cultural, ciudad
universitaria, delegación coyoacán, méxico, d.f., c.p. 04510

DR© 2016 universidad autónoma metropolitana

prolongación canal de miramontes 3855 quinto piso,
colonia ex-hacienda san juan de dios,
delegación tlalpan, méxico, d.f., c.p. 14387

DR© 2016 palabra de clío a.c.

insurgentes sur 1814, despacho 101,

colonia florida, delegación álvaro obregón,

méxico, d.f., c.p. 01030

DR© 2016 museu d’art contemporani de barcelona (MACBA)

plaça dels àngels, 1, 08001 barcelona, españa

DR© 2016 siglo xxi editores, s.a. de c.v.

e-isbn 978-607-03-0831-4

derechos reservados conforme a la ley


LA ESCRITURA COMO ACTO

CUAUHTÉMOC MEDINA*

Cuando en abril de 1992 leyó su “Declaración de artista” en la Jan Van Eyck Academie en Maastricht, Holanda, Andrea Fraser planteaba su texto como una doble representación: a la vez conferencia y performance, acto artístico y toma de posición, reclamo de reconocimiento y distanciamiento obtenido mediante el uso de la palabra. Con ese doble trazo Fraser subrayaba la singularidad de su elaboración: definir a la vez, por medio de la alocución, la escritura y la contextura de las instituciones artísticas como el objeto de su intervención. En ese sentido, se le aparecían como decisivas de la materia necesaria de toda poética crítica contemporánea, como la definición de su práctica de “sitio específico”:

Mi interés en la site-specificity (especificidad de lugar) viene motivado por esa idea. Mi compromiso con la crítica institucional parte del hecho de que como artista, y como escritora en la medida en que escribo, las instituciones artísticas y académicas son los lugares donde se sitúa mi actividad. El psicoanálisis determina en buena medida mi concepción de esos lugares como conjuntos de relaciones, aunque yo pienso en esas relaciones como sociales y económicas, además de subjetivas. Y el psicoanálisis define igualmente, en gran medida, lo que para mí es un imperativo tanto práctico como ético en el momento de trabajar específicamente para un lugar.1

Ésa es una clave que deberá tener el lector en la cabeza cuando revise la escritura de Andrea Fraser, sea que lea el guion o la transcripción de una acción, se enfrente al teatro inesperado de un testimonio de una sesión psicoterapéutica o lea un artículo derivado del despliegue riguroso de toda clase de información estadística. Fraser entiende el sitio de la letra, lo mismo que la institución del arte en todas sus ramificaciones y organizaciones, como un complejo de relaciones a ser a la vez presentado y transformado por una determinada alteración estratégica. La de Fraser es una escritura artística en un sentido muy diferente al de los productos de la literatura: no tanto una creación como una intervención. Los textos de Fraser, independientemente de su ocasión o género, son infiltraciones de un contexto. Establecen y documentan a la vez operaciones en extremo temporales y concretas, y apuntes críticos y alegóricos que aluden a la operación total del sistema cultural contemporáneo. Como los otros géneros de la intervención artística (inserciones en estructuras sociales preexistentes, instalaciones que parasitan un espacio dado de antemano) requieren desmontar y hacer comprensible su referente, lo mismo que las críticas inmanentes, dirigidas sobre todo a visibilizar su propio medio. Cuanto más si, como Andrea Fraser ha señalado con la mayor precisión, la noción de “crítica institucional” no refiere a un objeto externo y antagónico de la práctica artística misma, o únicamente a sus poderes organizados, sino a su propia existencia como espacio de deseo y de discurso, en la medida en que “la institución está dentro de nosotros, y no podemos salir de nosotros mismos”.2

Esta conciencia de un espacio de crítica que es, a la vez social y personal, explica en parte el carácter poliédrico de estos textos: el modo en que operan a la vez como ejemplares de una producción y vehículos de la reflexión, el modo en que estos textos documentan actos puntuales y plantean a la vez gestos intelectuales abstractos. No es uno de los méritos menores de la escritura de Fraser haber llevado a un punto cercano al colapso la distinción heredada de “la teoría y práctica” en abierta disidencia del concepto originario de theoria como contemplación, por medio de una escritura que es en sí misma una puesta en acto.

Esta compilación ofrece al lector en lengua española una selección de textos de Andrea Fraser organizada en cinco apartados de orden argumental y temático. El primero, La institución de la crítica, reúne tres textos claves de la producción de Fraser –“De la crítica de las instituciones a una institución de la crítica” (2005), “L’1%, c’est moi” (2011) y “Como en casa en ninguna parte” (2011)– que enmarcan, a modo de introducción la problemática central de su trabajo: la crisis de la autonomía artística, y el análisis de las condiciones económicas, sociales y psicológicas que amenazan con subordinar la práctica artística y convertirla en mero apéndice servil del capitalismo neoliberal. De hecho, hemos tomado el título de la compilación del primero de los textos de Fraser que es, a la vez, una de las mejores introducciones a la historia del arte de la crítica institucional, de la genealogía del término mismo, y una crítica a los errores de concepción que han llevado a algunos comentaristas a suponer que su visibilidad equivale a una especie de cooptación.

Dado que los performances de Fraser tienen un contenido preponderantemente verbal, involucran citas y paráfrasis, y remedan el lenguaje de una variedad de retóricas del mundo del arte, una parte importante de los textos son materiales relativos a acciones artísticas concretas. Los tres apartados centrales documentan, de hecho, tres clases distintas de intervención artístico-textual. Visitas guiadas abarca el género que dio a Fraser notoriedad cuando emergió en el circuito artístico americano a fines de los años ochenta del siglo pasado; la canibalización de rutinas educativas y mediación de los museos, que permitían al artista apropiarse y hacer estallar desde dentro el contenido ideológico, la filiación de clase y el fetichismo que sostienen al museo como institución burguesa. Palabras de artista, en cambio, reúne alocuciones y discursos que la artista ha pronunciado como remedo analítico de los rituales sociales de la escena cultural, por ejemplo, los discursos de inauguración de eventos como InSite 97 en San Diego y Tijuana, o su discurso en torno a la expectativa de participar en Documenta. Nos ha parecido pertinente integrar en esa sección el texto de Proyección (2008), hecho de fragmentos de video de una experiencia terapéutica a la que se sometió la artista. El modo en que Fraser explora tanto las convenciones sociales como las pulsiones individuales, que rodean la producción cultural, están profundamente asociadas en una práctica que, como hemos sugerido más arriba, apuesta por señalar la constante articulación social y psicológica de la operación del campo cultural. Por ese motivo, también hemos querido singularizar los textos en los que Fraser comentó y especificó la que quizá es la más importante transición económica de la producción artística reciente: su incorporación a la economía de servicios del capitalismo contemporáneo. Esos textos testifican la importancia que ha tenido la obra de Fraser en mapear el abandono progresivo de la idea de producción artística como una especie de artesanado de lujo, para quedar abiertamente integrada a la operación neoliberal de una economía de transacciones informáticas y materiales donde el arte ya no es capaz de distinguirse de otra clase de formas de trabajo cognitivo e “inmaterial”.

Finalmente, el libro cierra con los textos con los que, sobre todo en la última década, Fraser ha venido hermanando las nociones de análisis social y psicoanalítico, para poner en perspectiva la crisis de la autonomía estética. En textos que, de hecho, aparecen por primera vez compilados en esta edición en español, Fraser pondera nuestra deuda intelectual y moral con respecto del trabajo del antropólogo y sociólogo francés Pierre Bourdieu (1930-2002) por haber formalizado la economía de prestigio y competencia del campo cultural, y por tanto, haber redefinido el alcance de la noción de autonomía artística. Siguiendo a Freud, Fraser nos invita a asumir los elementos de denegación y represión que habitan por fuerza todo proyecto crítico, para proponer que integremos a la noción de crítica un segundo momento de “análisis” que examine nuestra convulsa relación afectiva con la idea de la autonomía “en la esperanza de que tal análisis pueda finalmente guiarnos a salir de la reproducción y expansión de las contradicciones en las que el arte aparece atrapado perpetuamente”.3

Ya se ve que los textos de Fraser componen, implícitamente, un ajuste de cuentas con respecto del impulso ético de la crítica y la autonomía artística. La polivalencia de su escritura no es un derivado de alguna clase de ambivalencia duchampiana, ni del llamado “giro lingüístico” conceptualista, sino del intento de rescatar los poderes críticos del arte de su propia dialéctica, así como de la instrumentación y banalización que le reporta quedar vinculada como aparato de visibilidad y prestigio del capital. En ese sentido es que Fraser plantea su obra como una “contra-práctica en el campo de la producción cultural”4 que, como podrá constatar el lector, es todo menos dogmática o académica: una aventura iluminada por la agudeza y el ingenio, y marcada por una energía sin posible contención.


* Curador en Jefe, Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC-UNAM); Investigador, Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

1 Andrea Fraser, “An Artist’s Statement”, 1992. Los trabajos de Fraser que cito están, por supuesto, incluidos y traducidos al español en este volumen.

2 Andrea Fraser, “From the Critique of Institutions to an Institution of Critique”, 2005. Véase p. 13 de esta publicación.

3 Andrea Fraser, “Autonomy and its Contradictions”, 2015. Véase p. 295 de esta publicación.

4 Ibid.

I

LA INSTITUCIÓN DE LA CRÍTICA

DE LA CRÍTICA DE LAS INSTITUCIONES A UNA INSTITUCIÓN DE LA CRÍTICA*

Casi cuarenta años después de su primera aparición, las prácticas asociadas hoy a la “crítica institucional” son vistas por parte de muchos como… en fin, institucionalizadas. Tan sólo la primavera pasada Daniel Buren regresó con una gran instalación al Museo Guggenheim (famosa por haber sido censurada en 1971 junto con la obra de Hans Haacke); en estas páginas Buren y Olafur Eliasson han debatido el problema de “la institución”; y el Museo de Arte del Condado de Los Ángeles (LACMA) ha acogido unas jornadas tituladas “Institutional Critique and After”. Otros simposios programados para la conferencia anual del Getty y la College Art Association, además de un número especial de Texte zur Kunst muy bien podrían hacer que pronto veamos una reducción de la crítica institucional a su acrónimo en inglés: IC (¡Puaj!).

En el contexto de exposiciones museísticas y simposios de historia del arte como éste uno se encuentra cada vez más con que a la crítica institucional se le muestra el mismo respeto indiscutible que suele concederse a fenómenos artísticos que ya han alcanzado cierto estatus histórico. Sin embargo, ese reconocimiento enseguida se convierte en la ocasión para rebatir las pretensiones críticas que se le atribuyen, y rápidamente surgen a la superficie los recelos por su aparente exclusividad y falta de modestia. ¿Cómo pueden pretender criticar la institución del arte unos artistas que se han convertido ellos mismos en instituciones de la historia del arte? Michael Kimmelman ilustraba bien este escepticismo en su reseña sobre la muestra de Buren en el Guggenheim publicada en el New York Times. Si bien la “crítica de la institución museística” y el “estatus de mercancía del arte” fueron “ideas anti-establishment cuando, como el señor Buren, surgieron hace unos cuarenta años”, argumenta Kimmelman, ahora Buren es “un artista oficial de Francia, papel que no parece molestar a algunos de sus antaño radicales fans. Tampoco, al parecer, el hecho de que su estilo de análisis institucional […] dependa invariablemente de la generosidad de instituciones como el Guggenheim”. Kimmelman compara después desfavorablemente a Buren con Christo y Jeanne-Claude, quienes “operan, principalmente, fuera de las instituciones tradicionales, con independencia fiscal, y en una esfera pública al margen del control legislativo de los expertos en arte”.1

A propósito de la eficacia histórica y actual de la crítica institucional, surgen otras dudas en las que se lamenta de lo mal que van las cosas en el mundo del arte cuando el MOMA abre sus nuevas salas de exposiciones temporales con una colección de empresa privada, y fondos especulativos de arte venden acciones de determinados cuadros. En estas discusiones se percibe cierta nostalgia por la crítica institucional, aquel artilugio ya anacrónico de una era anterior a los megamuseos corporativos y a un mercado global del arte abierto todos los días a todas horas; unos tiempos en que todavía era concebible que los artistas pudiesen adoptar una postura crítica. Hoy, en cambio, se asegura, todo queda bajo control. ¿Cómo podríamos entonces imaginar, y mucho menos efectuar, una crítica a las instituciones artísticas cuando los museos y el mercado han crecido hasta transformarse en un aparato totalizador de reificación cultural? Ahora mismo, cuando más la necesitamos, la crítica institucional está muerta, víctima de su éxito o su fracaso, tragada por la institución a la que se enfrentó.

Sin embargo, las estimaciones acerca de la institucionalización de la crítica institucional y las acusaciones de su obsolescencia en una era de megamuseos y mercados globales quedan invalidadas por tener una idea equivocada de lo que es la crítica institucional, al menos si nos atenemos a las prácticas que han acabado definiéndola. Hace falta un nuevo examen de su historia y sus objetivos y una reformulación de sus intereses hoy más urgentes.

No hace mucho descubrí que entre la media docena de los a menudo considerados “fundadores” de la “crítica institucional” ninguno reivindica el empleo de ese término. Yo lo utilicé por primera vez en un artículo de 1985 sobre Louise Lawler, “Dentro y fuera del lugar” en el que desgranaba el elenco, hoy ya familiar, de Michael Asher, Marcel Broodthaers, Daniel Buren y Hans Haacke, y añadía que “aun siendo muy diferentes, todos estos artistas ejercen, o ejercieron, la crítica institucional”.2

Probablemente encontré esa lista de nombres unida al término “institución” en el artículo de 1982 de Benjamin H. D. Buchloh “Allegorical Procedures”, en el que describe “los análisis de Buren y Asher del lugar que ocupan y la función que desempeñan las convenciones estéticas en el seno de las instituciones, o las operaciones a través de las que Haacke y Broodthaers revelaron el carácter ideológico de las condiciones materiales de esas instituciones”.3 El trabajo continúa con referencias a “lenguaje institucionalizado”, “marcos institucionales” y “temas institucionales de exposición”, y considera como uno de los “rasgos esenciales de la modernidad” el “impulso a criticarse a sí misma desde dentro, de poner en cuestión su institucionalización”. Pero el término “crítica institucional” no aparece nunca.

En 1985 leí también la Teoría de la vanguardia de Peter Bürger, publicada en Alemania en 1974 y que por fin apareció en inglés en 1984. Una de las tesis centrales de Bürger es que “[…] con los movimientos de vanguardia el subsistema artístico alcanza el estadio de la autocrítica. El dadaísmo […], ya no critica las tendencias artísticas precedentes, sino la institución arte tal y como se ha formado en la sociedad burguesa”.4

Por haber estudiado con Buchloh y también con Craig Owens (quien editó mi ensayo sobre Lawler), creo que es del todo posible que a uno de ellos se le escapase lo de “crítica institucional”. Es igualmente posible que, a mediados de los ochenta, sus estudiantes en la School of Visual Arts y en el Whitney Independent Study Program (donde también impartían clases Haacke y Martha Rosler) –entre ellos Gregg Bordowitz, Joshua Decter, Mark Dion y yo misma–, sencillamente comenzásemos a emplear el término como una abreviación de “la crítica de las instituciones” en nuestros debates después de clase. Puesto que no he encontrado ninguna referencia del término publicada con anterioridad, me resulta curioso pensar que el canon establecido que creíamos estar recibiendo podría haber estado formándose precisamente en aquella misma época. Podría ocurrir incluso que nuestra misma recepción de unas obras con diez o quince años de antigüedad, de reimpresiones de textos y traducciones rezagadas (de autores como Crimp, Asher, Buren, Haacke, Rosler, Buchloh y Bürger) y nuestra percepción de esas obras y textos como escritos canónicos, fuese un momento central en el proceso de la llamada institucionalización de la crítica institucional. Me encuentro así enredada en las contradicciones y complicidades, ambiciones y ambivalencias de las que a menudo se acusa a la crítica institucional, viéndome atrapada entre la halagadora posibilidad de haber sido yo la primera persona que puso el término en letra impresa y la perspectiva, críticamente vergonzosa, de haber desempeñado un papel en la reducción de determinadas prácticas radicales a un escueto mote ya envasado para su cooptación.

Si en efecto el término “crítica institucional” surgió como abreviatura de “la crítica de las instituciones”, hoy ese sobrenombre ha quedado todavía más reducido por las interpretaciones restrictivas de los vocablos que la constituyen: “institución” y “crítica”. La práctica de la crítica institucional viene generalmente definida por su objeto aparente, “la institución”, la cual a su vez se supone que se refiere fundamentalmente a los lugares organizados y establecidos para la presentación del arte. Tal como decía la hoja de mano del simposio del LACMA, la crítica institucional es aquel arte que expone “las estructuras y la lógica de museos y galerías de arte”. “Crítica” se presenta aún menos concreta que “institución”, vacilando entre unos tímidos “exponer”, “reflejar” o “revelar”, por un lado, y visiones de un derrocamiento revolucionario del orden museológico existente por otro, con la crítica institucional haciendo de guerrillera atareada en actos de subversión y sabotaje, reventando muros, suelos y puertas, azuzando a la censura y derribando los poderes fácticos. En ambos casos, “el arte” y “el artista” figuran casi siempre como antagonistas de una “institución” que incorpora, nombra, cosifica o usurpa unas prácticas antaño radicales y todavía sin institucionalizar.

Es innegable que uno puede encontrarse con este tipo de representaciones en los textos de algunos críticos vinculados a la crítica institucional. No obstante, la idea de que la crítica institucional contrapone el arte a la institución o pretende que las prácticas artísticas radicales puedan existir o hayan existido alguna vez fuera de la institución del arte antes de ser “institucionalizadas” por los museos, queda desmentida en todo momento por los escritos y las obras de Asher, Broodthaers, Buren y Haacke. Ya en 1964, desde el anuncio de Broodthaers de su primera exposición en una galería –anuncio en el que primero confiesa: “al final se me pasó por la cabeza la idea de inventar algo fingido” y luego nos informa de que su marchante “se llevará el 30%”–,5 la crítica del aparato que distribuye, presenta y colecciona el arte ha sido inseparable de la crítica de la propia praxis artística. Como decía Buren en 1970 en “The Function of the Museum”, si “el museo pone su ‘impronta’, si impone su ‘marco’ […] de un modo indeleble y profundo a todo cuanto se exhibe en él”, lo logra fácilmente porque “todo lo que expone el museo sólo se considera y produce con la intención de ser colocado dentro de él”.6 En “The Function of the Studio”, del año siguiente, no pudo ser más claro al afirmar que el “análisis del sistema del arte pasa ineludiblemente” por la investigación tanto del taller como del museo “en tanto que costumbres, las costumbres esclerotizantes del arte”.7

En efecto, la crítica que con más regularidad se evidencia en el trabajo post-studio de Buren y Asher tiene como diana la propia práctica artística (detalle que tal vez no pasó desapercibido a otros artistas de la Sixth Guggenheim International Exhibition, pues fueron ellos, y no funcionarios o consejeros del museo, quienes en 1971 pidieron la retirada de la obra de Buren). Como dejan claro los escritos de ambos, la institucionalización del arte en los museos o su mercantilización en las galerías no puede entenderse como una cooptación o apropiación fraudulenta del arte de taller, cuya forma portátil lo predestina a una vida de circulación e intercambio, de mercado e incorporación museológica. Sus intervenciones rigurosamente site-specific evolucionaron como un medio no sólo de reflexión sobre éstas y otras condiciones institucionales, sino también para resistir las propias formas de apropiación sobre las que reflexionan. Por ser transitorias, esas obras reconocen además la especificidad histórica de toda intervención crítica, cuya efectividad estará siempre limitada a un tiempo y un lugar concretos. Broodthaers, en sus gestos de complicidad melancólica, fue en cualquier caso el maestro supremo de la puesta en práctica de la obsolescencia crítica. Apenas tres años después de fundar el Musée d’art moderne, Département des Aigles en su taller de Bruselas, en 1968, ponía a la venta su “museo ficticio”, “por bancarrota”, en un prospecto que servía de envoltorio al catálogo de la Feria de Arte de Colonia (en una edición limitada vendida a través de la Galerie Michel Werner). En último término quizá fuera Haacke el autor de la proclamación más explícita del papel elemental de los artistas en la institución del arte. “Los ‘artistas’, lo mismo que sus partidarios”, escribía en 1974, “y sus enemigos, de cualquier color ideológico que sean, son involuntariamente socios. […] Participan juntos en el mantenimiento y/o el desarrollo de la composición ideológica de su sociedad. Trabajan dentro de ese marco, ponen el marco y a ellos los ‘enmarcan’ o engatusan”.8

De 1969 en adelante comienza a emerger una concepción de la “institución del arte” que incluye no simplemente el museo, ni tampoco sólo los lugares de producción, distribución y recepción del arte, sino la totalidad del campo del arte como universo social. En el trabajo de los artistas ligados a la crítica institucional esta noción de “institución del arte” acabaría abarcando todos los lugares donde se muestra arte: desde museos y galerías hasta oficinas de empresa y casas de coleccionistas, incluso el espacio público cuando en él se instala arte. Se incluyen igualmente los sitios donde se produce arte –el taller y también la oficina– y los lugares de producción del discurso artístico: revistas de arte, catálogos, columnas en la prensa popular, simposios y conferencias. Y asimismo están incluidos los lugares de producción de los productores de arte y de discurso artístico: el arte de estudio, la historia del arte y, ahora, los cursos de estudios curatoriales. Por último, tal como señalaba Rosler en el título de su influyente texto de 1979, engloba también a todos los “espectadores, compradores, marchantes y creadores”.

Esta concepción de la “institución” puede verse muy claramente en la obra de Haacke, que llegó a la crítica institucional cuando en los años sesenta derivó desde los sistemas físicos y medioambientales hacia los sistemas sociales, comenzando con sus encuestas de 1969-1973 a los visitantes de salas de exposición. Más allá de una lista completísima de espacios, lugares, personas y cosas esenciales, la mejor manera de definir la “institución” que interpela Haacke es como una red de relaciones sociales y económicas entre todas ellas. Como su Condensation Cube (1965) [figura 1] y su MOMA-Poll (1970), la galería y el museo figuran menos como objetos de crítica en sí mismos que como contenedores en los que pueden hacerse visibles las fuerzas y relaciones, en su mayor parte abstractas e invisibles, que atraviesan determinados espacios sociales.9

FIGURA 1. Hans Haacke, Condensation Cube, 1965. Colección MACBA. Fundación MACBA. Donación del National Committee and Board of Trustees Whitney Museum of American Art. Foto: Cortesía del artista.

Al pasar de una noción sustantiva de “la institución” como lugar, organización e individuo específico a una concepción de ésta como campo social, la cuestión de lo que está dentro y lo que está fuera se vuelve mucho más compleja. Discernir sus fronteras ha sido una permanente preocupación de los artistas vinculados a la crítica institucional. Empezando en 1969 con un travail in situ en el Wide White Space de Amberes, donde Buren realizó muchos trabajos que tendían puentes entre un interior y un exterior, entre lugares artísticos y no artísticos, y que revelaban cómo la percepción del mismo material, del mismo signo, puede cambiar radicalmente dependiendo de dónde se observe.

FIGURA 2. Michael Asher, Installation Münster (Caravan), 1987. Aparcamiento 4, semana del 29 de junio al 6 de julio: antiguo camino adoquinado, enfrente del Kiffe-Pavilion, delante del parquímetro núm. 2.200. Foto: LWL-Museum für Kunst und Kultur/Rudolf Wakonigg.

Ha sido, sin embargo, probablemente Asher quien ha hecho real con absoluta precisión la temprana conciencia de Buren de que incluso un concepto, tan pronto como “es anunciado, y especialmente cuando se ‘expone como arte’ […] se vuelve un objeto ideal, que nos lleva de nuevo al arte”.10 Con su Installation Münster (Caravan), Asher [figura 2] demostró que la institucionalización del arte depende no de su ubicación en el marco físico de una institución, sino en unos marcos conceptuales o perceptuales. Presentada por primera vez en la edición de 1977 de los Skulptur-Projekte de Münster, la obra consistía en una caravana-remolque de turismo alquilada que, durante la muestra, se estacionaba cada semana en diferentes puntos de la ciudad. En el museo que servía de centro de referencia de la exposición los visitantes podían hallar información sobre dónde ver in situ la caravana. En el emplazamiento, sin embargo, nada indicaba que la caravana fuese arte o tuviese algo que ver con la exposición. Para el transeúnte casual no era más que una caravana.

Asher fue un paso más allá que Duchamp. El arte no es arte porque esté firmado por un artista o se muestre en un museo o en algún otro lugar “institucional”. El arte es arte cuando existe para unos discursos y prácticas que lo reconocen como arte, lo tasan y evalúan como arte, lo consumen como arte, ya sea como objeto, gesto, representación o tan sólo idea. La institución del arte no es algo externo a cualquier obra de arte, sino la condición irreductible de su existencia como arte. No importa cuán pública sea su localización o lo inmaterial, transitoria, relacional, cotidiana o incluso invisible que sea: lo que se anuncia y percibe como arte está ya siempre institucionalizado, sencillamente porque existe como arte dentro de la percepción de los participantes en el campo del arte, una percepción no necesariamente estética sino fundamentalmente social en su determinación.

Lo que Asher demostró así es que la institución del arte no solamente se “institucionaliza” en entidades como los museos y se objetualiza en objetos de arte. También se interioriza y se encarna en personas. Se interioriza en las competencias, modelos conceptuales y modos de percepción que nos permiten producir y entender el arte o escribir sobre él, o simplemente que reconozcamos el arte como arte en cuanto que artistas, críticos, comisarios, historiadores del arte, marchantes, coleccionistas o visitantes de museo. Y existe sobre todo en los intereses, aspiraciones y criterios de valor que orientan nuestras acciones y definen nuestro sentido de lo valioso. Esas competencias y disposiciones determinan nuestra propia institucionalización como miembros del campo del arte. Componen lo que Pierre Bourdieu llamó habitus: lo “social hecho cuerpo”, la institución hecha mente.

Existe, claro está, un “afuera” de la institución, pero no posee características fijas y sustanciales. Es únicamente aquello que, en un momento dado, no existe como objeto de los discursos y prácticas artísticas. Pero del mismo modo que el arte no puede existir fuera del campo del arte, tampoco nosotros podemos existir fuera de él, por lo menos no como artistas, críticos, comisarios, etc. Y lo que hagamos fuera de ese campo, en la medida en que permanece afuera, no puede tener efectos dentro. Es decir, que si no hay un afuera para nosotros, no es porque la institución esté perfectamente cerrada o porque exista como aparato en una “sociedad totalmente administrada” o haya crecido en tamaño y alcance hasta abarcarlo todo. Es porque la institución está dentro de nosotros, y nosotros no podemos salir de nosotros mismos.

¿Se ha institucionalizado la crítica institucional? La crítica institucional siempre ha estado institucionalizada. Sólo pudo surgir dentro y, como todo arte, sólo puede funcionar dentro de la institución arte. La insistencia de la crítica institucional en la inevitabilidad de la determinación institucional puede ser, de hecho, lo que más exactamente la distingue de otros legados de la vanguardia histórica. Sería única entre esos legados por saber reconocer el fracaso de los movimientos vanguardistas y las consecuencias de tal fracaso; a saber, no la destrucción de la institución del arte, sino su explosión más allá de los límites tradicionales de los objetos y criterios estéticos específicamente artísticos. La institucionalización de la negación de la competencia artística que Duchamp lleva a cabo con el ready-made transformó dicha negación en una suprema afirmación de la omnipotencia de la mirada artística y de su poder ilimitadamente integrador. Abrió la vía a la conceptualización –y a la conversión en mercancía– artística de todo. Como ya en 1974 pudo escribir Bürger: “Cuando un artista de hoy firma y exhibe un tubo de estufa, ya no está denunciando el mercado del arte, sino sometiéndose a él; no destruye el concepto de la creación individual, sino que lo confirma. La razón de esto hay que buscarla en el fracaso de la intención vanguardista de superar el arte.”11

Son los artistas –tanto como los museos o el mercado– quienes en sus mismos esfuerzos por escapar de la institución del arte han impulsado su expansión. Con cada intento de evadirse de los límites de la determinación institucional, de abrazar un afuera, de redefinir el arte o recuperarlo para la vida diaria, de llegar a la gente “corriente” y de trabajar en el mundo “real”, expandimos nuestro marco y metemos más mundo dentro de él. Pero nunca nos escapamos de él.

Por supuesto, entretanto ese marco también se ha transformado. La pregunta es: ¿cómo? Las discusiones acerca de esa transformación han tendido a girar en torno a oposiciones como dentro y fuera, público y privado, elitismo y populismo. Pero cuando estos argumentos se utilizan para atribuir un valor político a unas condiciones fundamentales, a menudo dejan de dar explicación a la distribución de poder subyacente, que se reproduce incluso al cambiar las condiciones y por eso mismo acaba sirviendo para legitimar esa reproducción. Por poner el ejemplo más obvio, la enorme expansión de los públicos de los museos, celebrada en nombre del populismo, ha ido de la mano de una continua subida de los precios de las entradas, excluyendo así a un número cada vez mayor de personas con bajos ingresos y creando unas formas nuevas de participación elitista y una diferenciación creciente a base de jerarquías de afiliación, proyecciones y galas cuya exclusividad se publicita a lo grande en las revistas de moda y en las páginas de sociedad. Lejos de volverse menos elitistas, los museos, cada vez más populares, se han convertido en vehículos para la comercialización masiva de los gustos y prácticas de la élite, y aun siendo quizá menos restringidos en cuanto a las competencias estéticas que exigen, sí son cada vez más restrictivos económicamente por el aumento de los precios. Con todo ello se incrementa igualmente la demanda de los productos y servicios de los profesionales del arte.

Ahora bien, el hecho de que estemos atrapados en nuestro campo no significa que no tengamos un efecto sobre lo que tiene lugar más allá de sus lindes ni que esto no nos afecte a nosotros. De nuevo puede que fuese Haacke el primero en comprender y representar el verdadero alcance del juego entre lo que se halla dentro y fuera del campo del arte. Mientras que Asher y Buren examinaban de qué manera un objeto o signo se transforma al atravesar unas fronteras físicas y conceptuales, Haacke tomó la “institución” como red de relaciones sociales y económicas e hizo visibles las complicidades entre las esferas aparentemente contrarias del arte, el Estado y las corporaciones. Puede que sea sobre todo Haacke quien nos evoque la figura del crítico institucional como un heroico retador que intrépidamente le dice las verdades al poder. Y tenía todos los motivos para hacerlo, porque su obra ha sido objeto de vandalismo, censura y trifulcas parlamentarias. Pero cualquiera que esté al tanto de su obra habrá de reconocer que, lejos de intentar echar abajo el museo, el proyecto de Haacke ha sido una tentativa de defensa de la institución del arte contra su instrumentalización por parte de intereses políticos y económicos.

Afirmar que el mundo del arte –hoy en día una industria global de miles de millones de dólares– no forma parte del “mundo real” es una de las ficciones más absurdas del discurso artístico. El actual auge del mercado, para no mencionar más que el ejemplo más notorio, es un producto directo de la política económica neoliberal. Forma parte, en primer lugar, del boom del consumo de lujo que ha ido a la par de las crecientes disparidades de los ingresos y de concentración de la riqueza –los beneficiarios de los recortes de impuestos de Bush son nuestros patrocinadores– y en segundo lugar se inscribe dentro de las mismas fuerzas económicas que han creado la burbuja inmobiliaria mundial: falta de confianza en la bolsa por culpa de los precios a la baja y de los escándalos contables en las grandes compañías; falta de confianza en la renta fija por culpa del aumento del endeudamiento nacional; tipos de interés bajos; rebajas de impuestos regresivas. Y el mercado del arte no es el único lugar del mundo del arte en el que se reproducen las crecientes disparidades económicas de nuestra sociedad. Éstas pueden apreciarse también en organizaciones que sólo nominalmente son “sin ánimo de lucro”, por ejemplo las universidades –cuyos másteres en Bellas Artes se apoyan en trabajadores auxiliares baratos– y los museos, en los que las políticas anti-sindicación han dado lugar a una relación proporcional entre los sueldos más altos y los más bajos superior ya a 40/1.

Las representaciones del “mundo del arte” como algo completamente diferente del “mundo real”, igual que las representaciones de la “institución” como algo separado y distinto de “nosotros”, tienen unas funciones muy concretas en el discurso artístico. Mantienen una distancia imaginaria entre los intereses sociales y económicos que afectan a nuestras actividades y los dulcificados “intereses” (o desintereses) artísticos, intelectuales y hasta políticos que dan contenido a esas actividades y justifican su existencia. Y con esas representaciones reproducimos asimismo las mitologías de una libertad puesta al servicio de otros y de la omnipotencia creativa, que han hecho del arte y de los artistas unos emblemas tan atractivos para el optimismo emprendedor de la “sociedad de la propiedad” neoliberal. Que ese optimismo haya encontrado una perfecta expresión artística en prácticas neo-Fluxus como la estética relacional, ahora de actualidad permanente, demuestra hasta qué grado lo que Bürger llamaba el objetivo de la vanguardia de “reintegrar el arte a la praxis vital”12 ha evolucionado hasta una forma altamente ideológica de escapismo. Pero no se trata sólo de ideología. No somos únicamente los símbolos de las recompensas del régimen actual: en este mercado del arte somos sus beneficiarios materiales directos.

Cada vez que hablamos de la “institución” como de algo distinto a “nosotros” desestimamos nuestro papel en la creación y perpetuación de sus condiciones. Eludimos la responsabilidad (o dejamos de actuar en contra) ante las complicidades, componendas y censura –autocensura sobre todo– que todos los días generan nuestros intereses en el campo y los beneficios que obtenemos de ellos. No es cuestión de estar dentro o fuera, o del número y escala de los diferentes lugares organizados para la producción, presentación y distribución del arte. No es cuestión de estar en contra de la institución. Nosotros somos la institución. La cuestión es qué clase de institución somos, qué clase de valores institucionalizamos, qué formas de práctica premiamos y a qué clase de premios aspiramos. Porque la institución del arte es interiorizada, encarnada y llevada a la práctica por personas individuales: por eso son preguntas que la crítica institucional nos pide que, ante todo, nos hagamos a nosotros mismos.

Por último, es esta autointerrogación –más que una temática como “la institución”, por muy ampliamente que se entienda ésta– la que define la crítica institucional como una práctica. Si, como señalaba Bürger, la autocrítica de la vanguardia histórica se proponía “la superación del arte autónomo”13 y su reconducción “hacia la praxis vital”, entonces fracasó tanto en sus objetivos como en sus estrategias. Sin embargo, la misma institucionalización que marcó ese fracaso se convirtió en la condición de la crítica institucional. Reconociendo ese fracaso y sus consecuencias, la crítica institucional se apartó de los esfuerzos cada vez menos sinceros de las neovanguardias por desmantelar o abandonar la institución del arte, y en su lugar se propuso defender la institución misma, para lo cual la institucionalización de la “autocrítica” de la vanguardia había creado el potencial: una institución de la crítica. Y podría ocurrir que sea esa misma institucionalización la que permita a la crítica institucional juzgar a la institución del arte frente a las pretensiones críticas de sus discursos legitimadores, frente a su autorrepresentación como lugar de resistencia y contestación, y frente a sus mitologías de radicalidad y revolución simbólica.


* Ensayo publicado originalmente en Artforum International, vol. 44, núm. 1, septiembre de 2005, pp. 278-286.

1 Michael Kimmelman, “Tall French Visitor Takes up Residence in the Guggenheim”, The New York Times (25 de marzo de 2005).

2 Andrea Fraser, “In and Out of Place”, Art in America (junio de 1985), p. 124. Véase p. 183 de esta publicación.

3 Benjamin H.D. Buchloh, “Allegorical Procedures: Appropriation and Montage in Contemporary Art”, Artforum (septiembre de 1982), p. 48. Edición en español: Benjamin H.D. Buchloh, “Procedimientos alegóricos: apropiación y montaje en el arte contemporáneo” (1982), Formalismo e historicidad. Modelos y métodos en el arte del siglo XX. Madrid, Akal, 2004, p. 97.

4 Peter Bürger, Theory of the Avant-Garde, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1984, p. 22. Edición en español: Teoría de la vanguardia. Barcelona, Península, 1987, p. 62.

5 Marcel Broodthaers citado por Benjamin H.D. Buchloh, “Open Letters, Industrial Poems”, October, núm. 42 (otoño de 1987), p. 71.

6 Daniel Buren, “The Function of the Museum”, en A. A. Bronson y Peggy Gale (eds.), Museums by Artists. Toronto: Art Metropole, 1983, p. 58.

7 Daniel Buren, “The Function of the Studio” (1971), ibid., p. 61. Título original: “La fonction de l’atelier”, Les Écrits (1965-1990), vol. 1, Burdeos, CAPC Musée d’art contemporain de Bordeaux, 1991, pp. 195-204.

8 Hans Haacke, “All the Art That’s Fit to Show”, en A. A. Bronson y Peggy Gale (eds.), Museums by Artists, op. cit., p. 152.

9 La obra de Haacke discurre aquí en paralelo a la teoría del arte como campo social desarrollada por Pierre Bourdieu.

10 Daniel Buren, “Beware!”, Studio International (marzo de 1970), p. 101.

11 Bürger, Theory of the Avant-Garde, op. cit., pp. 52–53. Edición en español: Teoría de la vanguardia, op. cit., p. 107.

12 Ibid., p. 114 (de la edición en español).

13 Ibid., p. 109.

L’1%, C’EST MOI*

¿Quiénes son hoy los coleccionistas de arte contemporáneo? Un lugar obvio por dónde empezar sería la lista de los 200 mayores coleccionistas que publica ARTnews. Muy arriba en la lista alfabética está Román Abramóvich, con una fortuna estimada, según Forbes, en 13 400 millones de dólares, quien ha reconocido haber pagado miles de millones en sobornos para controlar empresas rusas del petróleo y el aluminio.1 Bernard Arnault, el cuarto hombre más rico del mundo según Forbes, con 41 000 millones de dólares, controla LVMH, que a pesar de la crisis de la deuda ha anunciado un aumento de ventas del 13% en la primera mitad de 2011.2 El gestor de fondos de riesgo John Arnold, que comenzó en Enron (donde recibió una prima de ocho millones de dólares poco antes de quebrar la compañía), ha donado recientemente 150 000 dólares a una organización que propugna limitar el gasto público en pensiones.3 Eli Broad, miembro de la juntas rectoras del MOMA, el MOCA y el LACMA, y cuya fortuna está valorada en 5 800 millones de dólares, perteneció al consejo de administración de la aseguradora AIG y fue uno de sus mayores accionistas. Steven A. Cohen, con una fortuna estimada en millones de dólares, es el fundador de SAC Capital Advisors, que está siendo investigada por uso de información privilegiada.4 Dimitris Daskalopoulos, miembro de la junta del Guggenheim y también presidente de la Hellenic Federation of Enterprises, reclamaba hace poco una “iniciativa privada moderna” para salvar a la postrada economía griega de un “Estado clientelar […] hinchado y parasitario”.5 Frank J. y Lorenzo Fertitta fueron el tercer y cuarto hombres mejor pagados de Estados Unidos en 2007, según Forbes. David Ganek, miembro de la junta del Guggenheim, clausuró recientemente su empresa de capital de riesgo Level Global (valorada en cuatro mil millones de dólares) tras un registro del FBI.6 Noam Gottesman y su ex socio Pierre Lagrange (también en la lista de ARTnews) ganaron 400 millones de libras esterlinas cada uno con la venta de su fondo de capital especulativo GLG en 2007, situándose “entre los mayores beneficiarios mundiales de la gran contracción del crédito”, según el Sunday Times. El gestor de fondos de inversión Kenneth C. Griffin apoyó a Obama en 2008, pero hace poco donó 500 000 de dólares a un comité de acción política creado por el ex asesor de Bush, Karl Rove, y también se le ha visto en una reunión de la organización populista de derechas Koch Network.7 En 2009, los cien millones de dólares de indemnización que tuvo que pagar a Andrew Hall obligaron al Citigroup a vender su división Philbro (de la que Hall era el principal gestor de inversiones), tras las presiones recibidas de los reguladores para que éste se bajara el sueldo después de que la Reserva Federal rescatara al Citigroup con 45 000 millones de dólares. (Posteriormente, Hall trasladó la compañía a un paraíso fiscal.)8 J. Tomilson Hill, con 46.3 millones de dólares de indemnización en 2007, es uno de los varios dirigentes del grupo inversor Blackstone que figuran ese año entre los 25 ejecutivos mejor pagados de Estados Unidos, según Forbes9Sunday Times1011MOMAForbes.comMOCA12MOMA1314Virgen de la Misericordia15