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LA TUMBA VACÍA

Isidoro García Sánchez

LA TUMBA VACÍA

{COLECCIÓN SÍSTOLE}

Primera edición, septiembre 2017

© Isidoro García Sánchez, 2017

© Esdrújula Ediciones, 2017

ESDRÚJULA EDICIONES

Calle Martín Bohórquez 23. Local 5, 18005 Granada

www.esdrujula.es info@esdrujula.es

Edición a cargo de

Víctor Miguel Gallardo Barragán y Mariana Lozano Ortiz

Impresión: Ulzama

«Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el Código Penal vigente del Estado Español, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística, o científica, fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.»

Depósito legal : GR 1198-2017

ISBN : 978-84-17042-21-9

Impreso en España· Printed in Spain

A los 115 000 desaparecidos

asesinados por los franquistas.

A las heridas abiertas

que nunca se han cerrado

y a las que les es imposible por ello

que nadie las reabra.

A las infinitud de lágrimas

y silencios soportados

durante tantos años.

A la sangre derramada de las víctimas

y al dolor en sus familias

del que tanto desvergonzado se burla

sin que caiga sobre ellos

la reparación de la justicia.

Mientras me quede voz

hablaré de los muertos

tan quietos, tan callados,

tan molestos.

Mientras me quede voz

hablaré de sus sueños,

de todas las traiciones,

de todos los silencios,

de los huesos sin nombre

esperando el regreso,

de su entrega absoluta,

de su dolor de invierno.

Mientras me quede voz

no han de callar mis muertos.

Marisa Peña

INICIO

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ENCUADRE

En la madrugada de una primavera en que se las prometían felices, Facundo Pimentel y Secundino Valbuena se separan tras haber acometido y llevado a término una hazaña a la que en su sentir más íntimo le atribuían un valor incalculable. El segundo había sido inducido a ella por el primero, en un arranque visionario de este que terminaría convenciéndolo, embarcándolo así en la empresa a la que acababan de dar remate. Había colaborado con ellos desinteresadamente una cuadrilla de variopintos personajes, a cual más estrafalario pero no menos entusiastas todos en la aventura. Eran en su conjunto hombres de edad bien madura; y en su conjunto también con un pasado turbulento a sus espaldas, de diferente sesgo en cada caso pero unidos en la misma memoria que les pedía revancha, que los acicateó hacia lo descabellado sin caer en las posibles dificultades y peligros de su futura gesta, la ahora concluida. La verdad es que se habían jugado la vida, algunos de ellos sin haber calculado ese riesgo.

—Lo hecho, hecho está y no hay que darle vueltas al asunto —con comentario tan terminante despide Secundino al resto del grupo junto a las tapias de una casa destartalada y medio en ruinas perdida en una ladera irreconocible en el fin del mundo y al pie de una camioneta desvencijada con el motor ronroneando y tosiendo de viejo y usado—. ¡Hala! A casa y ya sabéis, ni media palabra a nadie por los siglos de los siglos. Aunque os la quisieran sacar con tenazas. No os digo más: desgraciado el que se abra con cuentos. Le arranco la lengua si nos vende.

Oído el sermón, los hombres se distribuyen entre la cabina y el cajón trasero de la camioneta, mudos, con aire de compromiso cumplido y, por ello, sin dejar de sostener un hilo de sonrisa complacida en los labios. Labios curtidos, sin concesiones a la conservación ni al afeite, como el resto de su piel, la que habían expuesto en el lance recién consumado. Con el ruido renqueante de la camioneta perdiéndose en el primer recodo que la oculta, Secundino se vuelve a Facundo y le dirige conclusión a modo de reproche.

—¡Ea! Estarás satisfecho, ¿no? Ya se le ha cumplido al señor su deseíto. ¡Que en menuda nos has metido a todos!

—No me vengas con esas ahora, Secundino. Recuerda que en su día diste tu conformidad y te pareció buena mi idea.

—¿Que me pareció buena tu idea? ¿Que te di mi conformidad? Lo que te di fue... por imposible, ya lo sabes. Y consentí de puro cansancio. Por no oírte. Y porque no te metieras tú solito en lío mayúsculo y hasta corrieras el riesgo de perder la vida. Si ahora me lo propusieras de nuevas, te mandaba al carajo sin contemplaciones. ¡Menudo sindiós ha sido esto!

Se callan, se adivinan entre las sombras, miran al cielo aún oscuro y, sin cruzar palabras para ello, concluyen en irse. Caminan hacia la parte posterior de la casa y se acercan a un coche allí estacionado, negro sobre la penumbra de los últimos pasos de la noche. Suben a él, Facundo toma las riendas de conducir, mete la llave de contacto en su ranura, la voltea y el tiempo se eterniza en un intento estéril de poner en marcha el motor.

—También el cascajo que te has buscado... —lo recrimina Secundino mordaz.

—No me daba el bolsillo para mejor transporte. Ya sabes... Mi condición de... represaliado, ¿no se dice así?, me ha cerrado muchas puertas hasta ahora obligándome a andar a salto de mata. No como tú, claro; que al ser de los que ganasteis..., bien servido el señor con quiosco de prensa en el cogollito de la capital —apostilla irónico Facundo mientras sigue apostando por la labor al parecer imposible de arrancar el motor del coche.

—¡Y vuelve la cabra al monte! No seas cansino, Facundo; por... Dios te lo pido. Guarda esa tabarra para otro día, que estoy agotado. ¡Arrea rápido!

Parecieron mágicas estas últimas palabras pues el motor, tras un espasmo abrupto, dijo aquí estoy yo con un estruendo de mil demonios en medio del absoluto silencio envolvente. ¡Por fin!, suspiró quedo Secundino y no habló más. Hasta balbucear con desgana, al término de un viaje de vuelta tortuoso, un adiós último cuando Facundo lo dejó a las puertas de su domicilio para que se recogiese, ya alboreando. ¿Dónde? Pues en la capital del reino, pocos meses ha, ni un año siquiera, que recién restaurada cabeza coronada a mayor gloria de vivos y muertos.

Facundo Pimentel pone en movimiento de nuevo el coche, cualquiera pensaría que para retirarse también él a descansar. Mas no fue así, porque escondía as en la manga. Oculto incluso a su amigo del alma, como si estuviese jugando una partida con trampas preparadas que le iban a permitir poner colofón exclusivo suyo a las andanzas atrevidas que se habían traído entre manos. Su objetivo, se decía a sí mismo mientras conducía, era el de dejar a la historia en su sitio. ¿Cumplida y satisfecha? Pues no sabría decirlo a ciencia cierta, pero sí que cumplido y satisfecho él.

PRIMERA PARTE

1
APERTURA

Mucho, mucho tiempo después, Facundo Pimentel camina ensimismado y sonríe socarrón mientras piensa en lo que acaba de leer. Ha pasado hace poco junto al quiosco de prensa, se ha dado de bruces con la contrariedad de no hallar a su dueño atendiendo a la clientela, a Secundino Valbuena, el viejo quiosquero con quien habitualmente se entretiene de cháchara, sino a su hijo, el que lo sustituye últimamente cuando le vienen arrechuchos (la edad no perdona) y que no ha salido precisamente al padre: muy remilgado el retoño, desabrido, poco social y antipático. Se ha tenido que conformar para matar el tiempo con un vistazo general por las portadas de los periódicos allí expuestos en hilera, bajo la mirada reprobadora del eventual despachador de letra impresa, a quien no le place, como sí al padre, que él consuma los artículos por la cara y sin aflojar.

Facundo es empedernido lector de la prensa diaria. Desde siempre, desde cuando, siendo chaval allá en años turbulentos de efervescencia dialéctica y no tan dialéctica, pululaban periódicos por doquier de todo signo y condición. Pero aquella fue otra época; ni mejor ni peor, sino una época distinta. En la presente se entretiene, en cita impenitente y matutina a la que jamás falta, en hojear los ejemplares que las rotativas ponen en circulación cada madrugada. Procede a su recolecta provisional y meticulosa, que Secundino contempla concesivo, dejándolo hacer, sabedor de que los devolverá inmaculados, con su exacto plegado inicial, y se acoge al cariño del sol o de la sombra de un banco cercano, según sea el talante de la intemperie estacional del momento. Si las inclemencias meteorológicas le son demasiado adversas (viento, lluvia...), se refugia en un bar próximo, se pide un café desnudo, sin ningún aderezo por no encarecer la consumición, y ocupa mesa a cuyo amparo repasa la actualidad del día y del mundo. Y allí se eterniza, pierde la noción de las horas y le dan las tantas.

Facundo y Secundino son dos ochentones de edad paralela. El primero alardea de una senectud enérgica y vivaracha, saludable en términos generales. El segundo se queja de la decrepitud que nota en su organismo, metido en achaques que vienen y van y no le dan tregua. ¡Qué lejos aquellos tiempos niños y adolescentes suyos! De ambos. De cuando chiquillos de pillerías, de juegos trotando calles, allá en los orígenes ya difusos de la forja y la trabazón de una amistad que no se resquebrajaría nunca por muchas zancadillas que les interpuso la vida. Y por muchas diferencias que alcanzaron de carácter y de pensamiento.

Ahora bien, si Secundino se va sintiendo con tejas removidas y goteras insistentes, ¿a qué viene su cabezonería en estar al pie del cañón todos los días en su quiosco cuando a sus años la inmensa mayoría lleva décadas sesteando mal que bien al frágil amparo de una pensión las más de las veces miserable? Pues porque piensa él que moriría si se ve con las manos cuajadas de un tiempo vacío y nada que hacer para llenarlo. Sospecha, imagina...; no, sabe a ciencia cierta que no lo soportaría. De modo que arrea antes de las claras del amanecer con una levantada brusca, no vayan a pegársele las sábanas, y se regala con un desayuno consistente, opíparo. Los años no le han hecho perder esa costumbre suya irrenunciable, a la que se aferra con un tesón, con una persistencia que nadie se esperaría de su edad. Otra cuestión son su almuerzo o su cena, frugales, espartanos, casi de tentempié. Con el estómago satisfecho, sale a la calle y ejecuta inalterable el recorrido matutino de cada jornada, repetido al milímetro por las mismas aceras, por los mismos vericuetos, deteniéndose ante los mismos semáforos, cruzándolos con iguales pasos medidos..., y así hasta llegar a su quiosco, desplegar la actividad cíclica de su apertura, el conjunto de pasos y maniobras mecánicas de la puesta a punto de la mercadería escrita que ofrecerá a la disposición de su clientela habitual. O de la casual y esporádica que tenga a bien detenerse y requerirle sus servicios. Una vez cumplido el ceremonial metódicamente, se cruza de brazos, se apoya en una esquina del quiosco y de esta guisa aguarda la aparición de los distribuidores de prensa. Que no tardan en hacer acto de presencia pues él ajusta el tiempo con un minutaje preciso para desembocar en la práctica coincidencia del fin de sus tejemanejes con la llegada de las furgonetas de reparto. Algo que no ocurre cuando es su hijo el que ha de tomar eventualmente las riendas del negocio si a Secundino lo vara un día en casa alguna avería. Metido en labores de sustituto obligado muy a su pesar, hace entonces acto de presencia en los aledaños del quiosco bastante más tarde que su padre, somnoliento, con evidentes signos de contrariedad en el rostro, en la propia compostura del cuerpo y hasta en los mismísimos andares indolentes que evidencian su desgana. Los fajos de periódicos recién salidos de rotativa desperdigados por el suelo son el signo de su impuntualidad, la demostración de su escaso apego hacia la labor impuesta. El veto posterior a que el amigo inmemorial de su padre hojee a discreción la prensa es la pequeña venganza que le cabe permitirse con la excusa banal e infundada de que habría de responder ante su posible deterioro.

La aparición de Facundo por la zona es igualmente invariable, impenitente, tozuda. No falta a su cita así caigan rayos y centellas. Contra el hábito generalizado de la gente mayor, en su gran mayoría madrugadora, él se despacha a gusto delectándose bajo las sábanas hasta bien entrada la mañana, si es que no se descuida y se le echa encima el mediodía. No es que trasnoche y haya de compensar horas sin sueño. Es sencillamente que duerme siempre como un bendito. Y no le va mal el método, sabido ya que goza de una salud aceptable, esa que su amigo Secundino desearía para sí envidiosillo. Tras el saludo entre ambos (precisan únicamente de un monosílabo de contacto de ida y vuelta), se enzarzan en conversación de lugares y temas comunes que solo obstaculizan los despachos intermitentes que demandan los viandantes en una parada breve ante el quiosco, la toma del periódico o revista de su gusto y el pago consecuente. Al que el quiosquero corresponde con un cobro medio distraído sin abandonar del todo la charla que en ese momento estén manteniendo.

Pero, ¿por qué hoy Facundo camina sonriente si su jornada se desarrolla, al menos en apariencia, bajo la rutina tediosa de siempre? ¿Le había ocurrido algo diferente, acaso extraordinario, como para que le asomase en los labios esa sonrisa traviesa, cómplice, como de niño que se regodea sosteniéndola, perpetuándola él mientras se le extiende por su cara de anciano rejuvenecido? Pues digámoslo claro y pronto: se fundamenta el ánimo de Facundo en el vistazo rápido a los titulares de prensa recién leídos. Desde la variopinta óptica que generan y sostienen las distintas cabeceras, en un arco ideológico muy tornasolado de extremo a extremo, le había llamado la atención una noticia que, no por recurrente, dejaba de atraerlo. Sus motivos tenía. ¡Vaya si los tenía!

La prensa diaria se regodea en dar cuenta de adversidades y eventos pesarosos. ¡Con qué escasísimas alegrías sorprende al universo de sus lectores! Tal es el juicio, el veredicto recurrente de Facundo tras su recorrido somero por los titulares de portada, el ojeo de los interiores por las secciones que le despiertan mayor interés, la detención ante alguna entradilla que juzga de enjundia, y luego vuelta a empezar de nuevo deteniéndose, ahora sí, en una lectura más pausada de los cuerpos de las noticias que en los pasos previos ha preseleccionado mentalmente. Con ello hace recopilación profusa de la actualidad de cada día desde la templanza y la parsimonia que le da el disponer de tiempo para dar y regalar. Sin embargo, esta mañana, de un frío plomizo sobre la plaza castiza y señera de la capital en la que él asienta sus reales de lector riguroso, se ha tenido que conformar, por la ausencia de su amigo Secundino, con la primera fase escueta de su afición: el simple repaso de los titulares, sin tocar papel y bajo la mirada hosca del hijo de este, que lo vigila desde su malhumor cotidiano. La mayoría de los periódicos aún no ha acabado de recuperarse de la resaca de la última contienda electoral, esa en la que el partido hasta ahora en la oposición ha vapuleado con una victoria aplastante al partido que ostentaba el gobierno. ¡Si estaba cantado!, es la glosa con la que Facundo se imita a sí mismo cada vez que lee algo sobre el asunto. Otro lugar común de la plana mayor mediática no podía dejar de ser el de la crisis económica, algo que ya le produce hastío, sensación que ha sustituido a la de la cólera que le provocaba en sus orígenes. ¡Panda de marrulleros e incapaces!, sostiene terco en los labios cuando algún subtítulo machaca sobre clavo hundido en madera proponiendo a modo de única solución el elixir amargo de los recortes. Enrabietado, va a abandonar la lectura con la intención de emprender un paseo que la supla, cuando una breve noticia le atrapa la curiosidad. Y no por ser nuevo el tema que toca, sino por la altanería y el desafío que rezuman ciertas palabras puestas en boca de un voceador secundario, marginal, insignificante pero, por la frase que se le atribuye, parece que muy creído y envalentonado. ¡Si él supiera! Si él supiera lo que sabe Facundo se le bajarían las ínfulas al instante.

El dicho personaje no es otro que el presidente de cierta entidad de viejo regusto: la Fundación Francisco Franco, creada en su momento a medida y para loor y defensa del recuerdo de quien se proclamara caudillo de nuestros pagos durante décadas, según reza en lo profundo del ideario que la inspira, desentendido este de lo que no sea alzarle palio bajo el que se cubra y que oculte la descarnada verdad que lo hizo célebre. Pero nos vamos por las ramas y no es cuestión. Ciñámonos a lo empírico y no a lo emocional. La frase pronunciada por el mencionado presidente, en el fervor de la defensa de su ídolo y que han recogido algunos de los medios para rellenar hueco, guarda resabios antiguos. Ha sido un ¡no pasarán! categórico, una muralla verbal ante intenciones aviesas, las de remover de su tumba a quien descansa donde debe, donde bien quiso y le satisfizo quedar porque supo dejar ese deseo suyo atado y bien atado. ¡Donde le corresponde estar por su papel jugado en la historia!, redondea pomposa la reseña citando el panegírico reivindicativo.

El asunto tiene que ver con la memoria y el olvido, con el presente y el pasado. Los cuatro sustantivos, combinados, permiten enhebrar una gama de posibilidades que a su vez definen y resumen sentimientos encontrados, banderías opuestas. Precisamente las que ahora están en litigio, las que porfían en una batalla, verbal sí, aunque no por ello menos firme y candente. Si unos pugnan por mantener en el presente la memoria de un personaje contradictorio pero que tienen colocado en los altares, si bregan por que su historia no caiga en el olvido, aborrecen en cambio que otros quieran despertar de un largo sueño de omisiones, desaguar la ancha laguna de la desmemoria impuesta, que aparezcan sus fondos y que el aire los restituya a sus orígenes. Y que los explique y los reconozca.

En el marco de este escenario trascendental, el porqué de la indignada protesta vestida de soflama furibunda en la boca del presidente de la Fundación Francisco Franco, el motivo de que haya salido a la palestra muy tajante y combatiente, han sido las conclusiones recientemente aireadas a los cuatro vientos por una comisión de supuestos expertos que aconsejan nada más y nada menos (¡vaya osadía!) que sustraer de su lugar de descanso eterno a quien fuera para él y sus correligionarios el máximo prócer de la patria, ínclito, intocable, sagrado, digno de reconocimiento, si no de veneración, por los siglos de los siglos. Dicen los tales expertos que ello contribuiría al restañamiento de las heridas abiertas en nuestra lejana contienda civil, aún no cicatrizadas según sus cábalas, y difíciles de curar mientras aquel continúe sepultado en el grandioso mausoleo que mandó construir para sí mismo, para vanagloria suya posterior a su muerte y signo de perpetuidad del poder que exhibió con mano férrea. Mención aparte del agravio que el mantenimiento de tal estatus (la permanencia de su sepultura en ese lugar) les supone a quienes fueron sus víctimas. A ellas y a sus herederos porque, igual que se lega un bien, lo mismo se transmite el dolor provocado por la persecución y la ignominia. Hasta aquí los hechos, la columna vertebral de una polémica enconada que ha desembocado en dictamen tan conflictivo y que está por ver, en opinión de la mayoría de los analistas, que sea posible el llevarlo a efecto.

Cuestión que, sin embargo, tiene Facundo muy clara, solventada, resuelta desde hace tiempo a todas luces, las mismas que brillan y relampaguean por entre los pliegues de la sonrisa que le enseñorea el rostro en ese paseo a que lo ha forzado fuera de horario la intemperancia del hijo de su amigo quiosquero. Quien a buen seguro hubiese compartido esa mañana complicidad con él de haberse hallado ambos departiendo en sus pláticas cotidianas. ¡Remover a Franco de su tumba! ¡Pues no sabían bien ellos que ese empeño es un objetivo imposible! Entretenido en esas cábalas, Facundo camina ensimismado. Avanza flotando sobre la nube de sus recuerdos en torno a una hazaña antigua compartida con Secundino. Se siente coprotagonista de hechos insospechados sobre los que han guardado hasta ahora un secreto sin resquebrajaduras. Tan sin grietas que ni lo traen a colación en sus diálogos pues en ese propósito se confabularon en su día. Hecho lo hecho hace ya décadas, se juramentaron en no volver a hablar del asunto ni entre sí ni con nadie; lo que llegó a costarle porque precisamente del hablar hacían ellos sustento vital diario. Y hasta hoy. Jamás habían vulnerado su juramento.

Al cabo de no sabe si minutos u horas de vagabundeo urbano, desemboca en una amplísima explanada. Va él con las manos trenzadas a la espalda, postura habitual en sus caminatas, y estas se le desenlazan y caen a sus costados desplazadas por la sorpresa que le provoca el espectáculo que contempla. Se halla ante el palacio real, frente al que se ha desplegado una parafernalia inusitada, la ostentación de un lujo que lo subleva. Alguna vez Facundo ha pasado por allí en sus rutas fluctuantes de paseos mañaneros justo cuando se procede al cambio de la guardia. En ocasiones se ha detenido a observar el folclore rancio de unos soldados engalanados que en su opinión para nada sirven, un puro atavismo inútil y harto oneroso. A caballo unos; otros en pelotón prieto a paso marcial; todos reemplazando efectivos de trecho en trecho horario en el curso de una ceremonia anodina, insustancial, de abolengo tan añejo que le suscita rechazo, por no decir aversión. Desperdigados previamente por la inmensidad de la explanada, los curiosos que por ella rondan se acercan entonces, se apretujan y se estorban en su empeño por tomar unas instantáneas rápidas del evento, o filman las cabriolas de las cabalgaduras y el breve desfile y lo atesoran a modo de pequeño souvenir que dé fe de su presencia ese día a esa hora en ese lugar.

Sin embargo, hoy parece ser que, por las trazas que presenta, se trata de una función especial. El ancho espacio frente al majestuoso edificio se halla abarrotado. Y no solo de público, que suele abundar mirón e importuno, entusiasta a veces, y en la presente coyuntura perceptiblemente más abundante. El motivo sin duda habrá de ser, se dice Facundo, el hecho de que por lo visto se ha dado cita el grueso de la guardia al completo en pose y vestimenta de honores mayores. ¡Los príncipes!, ¡los príncipes!, oye gritar histéricas a unas mujeres a su lado. Y es verdad: al fondo se ve aparecer a la pareja heredera de la corona. Según se acercan, se le adivinan sonrisas prefabricadas, saluditos de guiñol mientras se adentran en el cortejo paramilitar. ¿Se celebra algo?, pregunta Facundo a una vecina enfervorecida, ignorante él de la actualidad de las efemérides oficiales. La buena mujer se le vuelve, lo mira con un desdén muy expresivo y se digna responderle como quien ilustra a un analfabeto, en este caso del protocolo. ¡Pues qué va a ser! ¡La visita de los príncipes al cambio de la guardia! Lo dice ella con un tono de resumen cáustico, de expresión punzante de su filosofía y devoción monárquicas, de su convicción sobre el hecho de que la mera presencia de un par de miembros de la realeza merezca la mayor etiqueta y espectáculo. Sobre lo que Facundo, caído en la realidad exacta del momento, no puede evitar pronunciarse claro y rotundo. ¡Para vomitar, señora, esto es para vomitar! ¿Qué me dice usted?, lo interroga con un respingo la buena mujer. Tentado está él de entrar en la diatriba que la otra buscaba, mas desiste, da un paso atrás, gira sobre sí mismo y abandona el lugar farfullando improperios.

En estos tiempos, con la que está cayendo, con tantísimos viviendo a salto de mata, ¿que haya tripas para mantener esta farándula? ¡Con la millonada que habrá de costar sostenerla! No lo soporta. No logra digerirlo. Retrocede. Rehace el itinerario de su paseo hacia los lares de su amigo Secundino, encendido por dentro, sin saber a ciencia cierta qué finalidad lo mueve. Anda por andar, por evacuar las toxinas que lo inflaman. ¡Habrase visto! El motivo de que se organice un espectáculo especial sobre la rutina modesta de siempre (y es ya un decir concesivo) no es un acontecimiento extraordinario, una celebración patriótica, la recepción de algún dignatario extranjero (para lo que tal vez podría ser lógico, cede Facundo permisivo aunque reticente pues ello contradice sus convicciones austeras). No. Se organiza la excepción, se monta la parafernalia, se acude al gasto que esta conlleva solo porque dos ciudadanos, ciudadanos por mucho tronío que ostenten, se han dado el capricho, o algún tarugo se lo ha metido en la agenda vacía de la jornada, de una visita a regalarse el oído con charanga y fanfarria. No les valía la escena cotidiana que le está dada ver al resto, qué va. ¡Este país no tiene remedio!, le hubiese podido oír cualquier transeúnte cuando él avistaba el quiosco de su amigo allá en lontananza al fondo de la plaza y desde la esquina en que daba término a su galopada de repudio ante lo visto. ¡Ah, si Secundino estuviese allí, se desahogaría con él y él lo comprendería! ¡Vaya si lo comprendería!

Y, mira por dónde, ¡oh sorpresa!, Secundino sí que estaba allí. El arrechucho sufrido había sido leve y él, incapaz de permanecer enclaustrado en casa, prefirió liberar a su hijo de la labor que le impusiera la noche anterior con un aviso intempestivo. Por tanto, se le veía ahora dueño y señor de su territorio. Y a él se dirigió Facundo, tras reconocerlo de súbito desde lejos, a desaguar su indignación.

—Mal te veo, Facundo —le espeta el quiosquero al amigo recién llegado—. Te noto en el color de la cara que llevas la sangre hirviendo y no tienes tú edad para eso —escarba jocundo con objeto de oírlo replicar. Y le mete espuela—. A ver, dime qué ha sido.

—¿Que qué ha sido? ¿Que qué ha sido? —y le dice, ¡no iba a decirle! Le cuenta hasta las migajas del episodio vivido, lo adoba de mucha salsa refunfuñante, lo pone en definitiva en cuestión milimétrica de las causas de su arrebato.

—¡Manda cojones con la que está cayendo! —repite en voz alta sus pensamientos de hacía poco. Y de ahí acude a cliché muy pasado de moda e inesperado en su boca— ¿Y para esto hicimos tú y yo la guerra? ¿Eh, eh? ¿Para esto la hicimos? —redunda pues comprueba que no obtiene respuesta.

—¡Qué guerra ni qué guerra, Facundo! No delires.

—¿Que yo deliro? ¡La madre aquella! ¿Que yo deliro?

—Nosotros hicimos la guerra porque se nos vino encima y nadie la pudo ni la quiso espantar. Lo sabes bien. Lo hemos hablado cantidad de veces. Pero no aprendes. Tú venga erre que erre con la misma cantinela.

—¡Claro! Como ganaron los tuyos...

—¿Los míos? ¡No jodas, Facundo! Que me conoces y hoy no estoy en mis cabales justos —Secundino siente el cuerpo a medio templar con motivo de su indisposición pasada, un malestar general que lo ha mantenido postrado desde la tarde anterior, sujeto a riendas domiciliarias que lo crispan. Pero no ceja ni esquiva el encuentro ¡Bueno es él! Tan bueno como Facundo a la hora de emplearse a fondo en la refriega—. ¿Qué tienen que ver los..., en fin, los míos que dices con la pantomima que me has contado?

—Ellos los pusieron.

—¿Ellos? ¿Quiénes son ellos?—replica veloz— ¿Y a quiénes pusieron? ¡Mira que me estás colmando y no estoy de humor!

—Bueno... Ellos no. Mejor decir... —alivia tensión Facundo y queda con el habla suspendida, sin atinar a dar remate a su frase. Pasea la mirada distraído por la plaza, la devuelve al propio quiosco, la desliza sobre los periódicos allí expuestos y en sus titulares encuentra el talismán que le resuelva el entuerto de no querer mencionar el nombre que retenía en la punta de la lengua— En realidad los puso ese —concluye señalando con el índice la noticia que daba cuenta de las airadas protestas del vocero de la Fundación Francisco Franco.

Secundino lee, asimila el nombre, sonríe, se hace cargo pero persiste.

—¿Él los puso? ¿Estás seguro?

—¿No lo voy a estar? Los impuso —Facundo se reafirma. No da cuartel—. Aquí nadie los quería. Y a él le dio la ventolera por ahí, por endosarnos la... soberana monarquía de los cojones...

Secundino, ya en situación, se acomoda a las coordenadas históricas precisas que el amigo le está trazando. Redundan en lo mismo de lo mismo de tantísimos diálogos suyos, incombustibles, pendencieros a más no poder, solo gratos a ellos porque consienten en regodearse en el artificio de una ferocidad dulce que les deja sabor de lo mucho vivido y compartido.

—¡Vaya! Ya salió el republicanito. ¡Estaba tardando!

A Facundo el diminutivo le hace mella y contraataca.

—¿El republicano yo? ¿Y tú qué? ¿Acaso has sido tú realista alguna vez en tu vida? —lo acorrala con la posible ambivalencia del adjetivo (¿monárquico u objetivo?).

—¿Yo? —Secundino repite el pronombre volteando los ojos al cielo y tamborileando con sus dedos añosos sobre el diminuto mostrador del quiosco, en claro intento de disimulo.

A esas alturas de la vida de ambos, y de la historia larga y turbulenta de nuestros intramuros, los regímenes que se han sucedido en este país dejado de la mano de Dios, o demasiado agarrotado por ella, ya no les despiertan entusiasmo, pero los dos amigos suelen aludirlos buscando atacar sus flancos débiles con dardos de veneno inofensivo para lacerarse verbalmente, para dirigirse pullas, ¿emotivas?, ¿intrascendentes?, con que entretener la mediocridad que les ofrece el entorno físico y temporal por el que mueven su vejez. No obstante, saben que nunca llegará la sangre al río del desafecto, de la extinción de su amistad, muy por encima esta de cualquier disenso entre ellos, de cualquier discusión momentánea por turbulenta que sea. La pregunta directa de Facundo (¿y tú qué?) acerca de una posible inclinación monárquica de Secundino y la respuesta evasiva de este en modo interrogante (¿yo?) evidencian mucho trasfondo, requieren información añadida.

Y es que ya toca entrar en honduras, las relativas a la definición de sus personalidades, a la descripción de sus itinerarios vitales. Nuestros personajes fueron en su juventud efervescentes activistas políticos, como la mayoría de la población de entonces en unos tiempos ignorantes de las medias tintas, de imposible reclusión de las personas en la imparcialidad, en la ponderación. Y menos aún en la indiferencia. O se estaba a un lado o a otro. Colores planos. Blanco o negro. Ni una licencia a la gama de grises. Era así y así ocurrió. ¿Por qué? A los exégetas, a los historiadores les queda el investigar y analizar su casuística; y a los cronistas, el describirla con los matices que sepa darles su pluma. Y en ello estamos, en diseccionar las diferencias y las coincidencias de Facundo y Secundino. Que fueron dos niños urbanos, capitalinos, de disímil extracción social y familiar pero de confluencia vecinal a pie de calle, de aficiones y juegos que los hizo íntimos, incondicionales. La deriva de la vida los colocaría después en bandos contrarios. ¿La casualidad? Pues claro. ¡Si la casualidad es la que rige el universo, desde su primer estallido hasta su último peldaño evolutivo! Eso de la Providencia, de un diseño primigenio, es pura filfa, un argumentario desesperado y en franco declive hacia la derrota total. Facundo y Secundino se curtirían en el curso de sus avatares infantiles y de ahí, de esa configuración anímica originaria, nadie los removería. Si luego ciertos flujos anduvieron por caminos diferentes, ese fue otro cantar, otra gramática, otra prosodia de cada párrafo con que escribieron su futuro. Llegado un momento crucial, y al margen de su amistad, se alinearon en polos opuestos. ¿Por qué? Pues porque sí, porque las sinuosidades del vivir obligan y somos herederos de lo que este nos impone. El caso fue que a partir de ahí no cedieron. Ni en sus alineamientos enfrentados, ni tampoco en su trato de hermandad bien fraguada. Laborioso sincretismo el suyo, inexplicable a ojos ajenos dado que el conflicto bélico que les estalló en la cara y los engulló en sus entrañas los arrastraría a los dos extremos irreconciliables de sus costados izquierdo y derecho. Ahí es nada. Pero en ambos casos, atípicos, disidentes de sus respectivas ortodoxias. ¡Vaya par! Sin embargo, fueron las discrepancias con sus propias doctrinas (en el hecho de disentir coincidían) las que trabaron el lazo que los aunó en sus diferencias, colaboraron a que los vínculos afectivos no se rompiesen pues se asemejaban, aunque antagónicos, en sus cismas personales, lo que les daba cancha para ofrecerse y darse comprensión y consuelo ideológico, hasta convenir incluso en conclusiones y perspectivas convergentes. ¿Cómo, si no, hubiese sido posible que con posterioridad, ya en su madurez, se embarcasen en el desvarío de una aventura descabellada? Esa sobre la que, rematada con éxito, juraron no pronunciar una sílaba en adelante. La misma que a Facundo, pillado en la presa de su gesto dirigido al titular del periódico que ha señalado para identificar el nombre por excelencia de sus demonios particulares, vinculado a la noticia de su posible exhumación, se le viene entonces vívida a la memoria y no logra retenerse, se le desborda la contención de años de silencio e interroga a Secundino.

—¿Qué te parece? ¿No dices nada?

—¿Es que tengo que decir algo? —responde este preguntando con cachaza— ¿Y sobre qué?

—¡Coño, Secundino, no me los toques!

—¡Ni tú a mí! ¿No habíamos jurado no sacar a flote nunca el tema? —demuestra con su pregunta que sí sabía sobre qué tenía que decir o no decir algo.

—¿Y quién lo ha sacado hasta ahora? ¿Tú? ¿Yo acaso? Sabes que ninguno —concluye tajante Facundo—. Pero...

—¿Pero?

—¿Pero no ves que lo han... reflotado otros? —y toma el ejemplar impreso y lo sacude frente sus ojos antes de devolverlo bruscamente a su montón.

—¿Ah, sí? —se inclina Secundino sobre el periódico, lee con detalle la reseña y comenta con una mueca de ironía burlona a medio disimular— No sé, no sé...

—Estás por fastidiarme, ¿no? —Facundo se pone en jarras, lo desafía con la mirada, manifiesta signos muy vivos de enfado y reacciona con la espantada— ¡Ahí te quedas!

Deja al amigo con dos palmos de narices, se aleja y emprende camino a casa. Se va gruñendo, fastidiado. ¡Si lo único que había pretendido él era compartir el cosquilleo en el estómago que le había despertado la novedad de que, a vuelta de tanto tiempo, se quisiesen remover ciertos huesos! Y sobre todo, la complicidad de saborear juntos la certeza de que tal objetivo es un imposible.

2
ENFOQUE

—Te tengo repetido mil veces que no quiero que hagas migas con el Facundo ese. ¡Ni buenas ni malas!

—¿Por qué, madre?

—Porque es como tú.

Engracia Azuaga, la madre de Secundino, es una mujer rectilínea; en lo físico y aún más en lo mental. Enjuta, seca de carnes y de carácter, plana de pecho y de pensamiento, sin caderas ni quiebros de cintura, de mediana estatura tirando a alta, se recrea sin embargo en sus atributos corporales y ¿cerebrales?, se congratula de poseerlos así, da gracias por ellos a las alturas pues su ausencia de voluptuosidad material e intelectual no da pie a despertar concupiscencias. No lo ha dado nunca. No obstante, luce en el rostro restos de una belleza hierática, de friso antiguo. ¿Atractiva? Atrayente quizás la defina mejor. Pero la desmerece el rictus que suele fabricar cuando frunce los labios y le aflora por él el temperamento. ¡Qué no sabrá de sus variables Secundino niño, que las ha vivido y sufrido desde su paciencia infantil infinita!

Porque con los mayores, los niños no es que sean sumisos, obedientes, disciplinados, callados, respetuosos... O rebeldes, díscolos, protestones, groseros, insolentes... No es eso. Se trata sencillamente de que son o no son pacientes con ellos. Ocurre luego que los adultos observan la variopinta gama de las paciencias y las impaciencias de los chiquillos, las procesan a su aire y las catalogan con la nomenclatura derivada de sus códigos sesudos. Las criaturas consienten, se amoldan a esas formas de clasificar sus diferentes estados de ánimo por parte de la gente madura, soportan sus intemperancias, sus ínfulas de adoctrinamiento, la imposición creída de sus normas y, a cambio, viven a su costa, al amparo de su cobijo, prosperan, adquieren sabidurías, ajenas por lo común a la herencia de la sangre o a la convivencia familiar, acaban haciéndose independientes de conciencia y modos de ser y luego, ahí se las den todas. Y entiéndase lo dicho anteriormente en términos generales, estándares; no en balde cualquier regla conlleva intrínsecas sus excepciones. De lo contrario, no se trataría de regla sino de axioma, algo que no necesita explicación ni admite refutación; como el dos y dos son cuatro, evidencia rotunda que nadie discute.

Axiomática era precisamente Engracia en lo tocante a demasiadas cosas de la vida. Lo fue hasta para tomar marido, el que sería el padre de Secundino, un tal Honorio Valbuena, hombre del montón que nunca lograría explicarse cómo acabó en nupcias con la que sería su sacrosanta hasta la muerte en las penas y en las alegrías (pocas estas últimas), en la riqueza y en la pobreza (si no excesiva la penuria, sí ciertas estrecheces), en la salud y en la enfermedad (salud la justa porque él era persona enfermiza y sujeto de quebrantos crónicos). Ella provenía de un esqueje desgajado de familia de antiguo nombre, de prosapia norteña, la rama tonta que se cae del árbol sólido y recio, que se agosta y ya no hay fuerza humana capaz de reimplantarla. No le cabe, como último recurso, sino echar raíces a duras penas aunque sea en suelo de pobres nutrientes. Que fue lo que vino a ocurrirle a sus antepasados próximos, en especial a un abuelo suyo calavera que emigró a la capital creyéndose que el mundo es jauja y todo el monte orégano, un vivalavirgen que dilapidó haberes propios y ajenos, terminó repudiado por el clan y, lo que es peor, con las espitas del flujo monetario familiar clausuradas a cal y canto. Resultó por tanto víctima de las carencias que él mismo se provocó, casi pordiosero de calle. Y sus descendientes heredaron la necesidad de vivir a salto de mata, prendidos a lo que buenamente pudiesen aferrarse, así fuese a un clavo ardiendo.

El tal antepasado se creyó el rey del mambo. Se supo con saldo generoso a su disposición en cuenta corriente nutrida de los réditos que proveían ciertas industrias patrimoniales en progresión fulgurante de beneficios y se dijo que la ocasión se la pintaban calva. Juzgó provinciano el entorno en que vivía y buscó el que le ofrecía mejor margen para las expansiones lúdicas que le placían en lo tocante al jolgorio del beber, del yantar y del refocilarse entre sábanas a horas y a deshoras, con la propina añadida, que luego se comprobaría nefasta para sus intereses y los de sus descendientes, de la afición al juego. El del envite y la apuesta ejercitado, ya fuese en salones de tronío, ya en tugurios de mala muerte. Le daba igual. El dicho abuelo, con la evasiva ladina de supuestas inversiones que le salían rana (así justificaba las pérdidas) por mor de las inconsistencias de un mercado voluble y fluctuante, consumió durante un tiempo a fuego rápido cantidades ingentes con que lo proveía el clan familiar desde allá en el norte originario. Hasta que se entró en sospechas, cundió la alarma, se envió emisario a investigar y se descubrió el pastel de la verdadera industria en que se empleaba el muy truhán, con patrañas propias de estudiante que se va a la capital a hacerse hombre de pro y solo estudia la manera de pasárselo pipa a cuerpo de rey. La reacción, ya se sabe, consistió en cerrarle el grifo y que allá se las apañase a su libre albedrío. Que no fue otro sino el de penar y sufrir a continuación en un contraste de estrecheces que trasmitió como único legado a los genes de su descendencia, una hija única obtenida extramuros de cualquier legalidad de por aquel entonces y que habría de ser la abuela de nuestro Secundino.

En ese contexto de exiguas posibilidades nacería y crecería Engracia. Sería educada espartanamente por su madre, quien, bien escarmentada por la mala experiencia que conllevaron las ligerezas de su progenitor (el ya citado abuelo calavera), inoculó en la hija el espíritu del sacrificio, de la resistencia, de la tenacidad a la hora de sortear las dificultades, mención aparte de unos códigos morales severos. Rigurosísimos en cuanto a la religiosidad, de la más estricta ortodoxia eclesial romana con los aditamentos autóctonos oportunos, enseñados a machamartillo y aprendidos por ella a rajatabla bajo la amenaza de castigos ejemplares en caso de ser sorprendida en el menor desliz o incumplimiento. Y esa religiosidad habría de regir el resto de sus reglas éticas: en lo ideológico, en lo social, en las relaciones interpersonales, en lo afectivo... En lo afectivo no entraba, por supuesto, la sexualidad. Esta debía limitarse a un mero acto en pro de la reproducción. Y porque se trataba de un mandato divino; que si no, ni eso. De modo que lo de juntar carnes y deleitarse en su roces concluyó entendiéndolo Engracia como hábito de alta reprobación, al límite del anatema aun en los cauces del matrimonio sacramentado. De ahí que se felicitase a sí misma ante su escualidez física, nada proclive a despertar ardores masculinos. Tampoco acudiría a las triquiñuelas sustitutorias de que se vale el arte amatorio a fin de compensar la ausencia de atractivos. Entonces, ¿de qué oficio se valió para atrapar a Honorio Valbuena, ir juntos al altar y comprometerse en vida común de ahí en adelante? De ninguno. Les bastó la inercia de dos vidas en confluencia de necesidades. A ella la apremiaba el encontrar arropo económico para seguir subsistiendo a partir de su mayoría de edad, tope hasta donde estuvo dispuesta a sostenerla su madre y desde el que la empujó a buscar ayuntamiento con varón que la satisficiese en sus urgencias primarias. Las referidas en exclusiva al techo y la manutención, que nadie se llame a engaño, pues de ninguna otra le era lícito a ella obtener disfrute según la filosofía materna. A él, en cambio, lo que le urgía era disponer de criada para todo y persona de tertulia que le llenase sus soledades. Sépase que había sido soltero gustoso hasta el instante en que alcanzó el grado de la orfandad completa.

Que Honorio, con apenas recién cumplidos los quince años, hubiese perdido a su padre en accidente laboral no le supuso trauma vital ninguno porque la adolescencia suele moverse por latitudes muy suyas, regenera heridas con rapidez y se amolda pronto a cualquier situación por inesperada y sorprendente que sea. En su caso, la de quedar solo bajo el amparo materno, que a partir de ahí se sostendría con pensión de viuda de ferroviario. El padre había muerto en un accidente fatídico fruto de un descuido, un mal tropezón que lo hizo caer a las vías justo cuando pasaba un tren mercancías que lo arrolló y lo dejó irreconocible. La convivencia familiar de Honorio se redujo de ahí en adelante al trato con su madre. La cortedad de la pensión, sin embargo, obligó a esta a buscarle ocupación y se la encontró en el oficio de mozo de recados de una tienda de ultramarinos, por un sueldo de cuatro perras, aunque con la esperanza anexa de ascender a dependiente cuando se produjese vacante con el paso de los años. De muchos años y de muchos pasos pateando calles en el reparto de encargos por doquier. El estatus superior de despachador, de atención al cliente, lo acabaría consiguiendo metido ya en la treintena, justo poco antes de que su madre muriese. Duro golpe sin duda. Primero, porque ella constituía todo su mundo fuera del trabajo. Segundo, porque, en consecuencia lógica, se vería desvalido de consuelo y de asistencia. Quedó noqueado, desorientado; deambuló por días y meses inconcretos. Hasta que alguien, a saber quién, le sugirió la conveniencia de abandonar el estado de soltería, de tomar esposa, de meterse en aventura con mujer que, si no le iba a llenar el hueco generado por la muerte de su madre, tal vez acudiese al apaño de sus necesidades elementales, a la intendencia básica que cualquier existencia requiere: mesa y mantel, disposición y lustre de vestido, además de catre para desahogos de la natural concupiscencia. Vana ilusión esta última dado que terminaría topando con Engracia Azuaga.

—Además, porque su gente es muy descreída. Y eso no tiene perdón de Dios —sentencia categórica la madre de Secundino reprobando la amistad de su hijo con Facundo.

El diálogo es recurrente, el enésimo en parecidos términos de un tiempo a esta parte, mas no por ello exaspera al chiquillo ni lo inclina a protestar o a mostrarse impertinente; un buen ejemplo de lo que es emplear la paciencia en el trato con los mayores, actitud que ella traduce en sumisión y obediencia, en la aceptación inequívoca de su autoridad. Y más cuando lo oye ratificar sus palabras.

—Es verdad, madre.

Lo que no llega a saber Engracia en realidad es con respecto a cuál de sus dos sentencias expresa Secundino su conformidad, si con lo de la paridad de carácter y aficiones entre su hijo y el otro chaval en conflicto expresada previamente, o bien con la alusión a la patente falta de inclinación religiosa de la familia de este último. Piensa que lo es a la globalidad de su discurso, se da por cumplida y así el crío se libra de prolongación de tabarra cuando le oye su cierre habitual.

—¡Pues a ver si no te vuelvo a ver pegadito a su lado desde la mañana a la noche!

A lo que ella oye la misma respuesta de siempre.

—¡Si es él, que no para de querer juntarse! —miente pues la querencia es recíproca y bien lo saben ambos.

Pero igual que siempre, esa excusa cierra en falso el conflicto y lo emplaza irremediablemente a retomarlo el día en que a Engracia le dé por ese volunto o porque considere que es la hora de un nuevo toque de atención cuando se cansa de sorprenderlos en mutua compañía con excesiva frecuencia.