La geología
en 100 preguntas

La geología
en 100 preguntas

Vicente del Rosario Rabadán
Raquel Rossis Alfonso

Colección: 100 preguntas esenciales

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Título: La geología en 100 preguntas

Autor: © Vicente del Rosario Rabadán, © Raquel Rossis Alfonso

Director de la colección: Luis E. Íñigo Fernández

Copyright de la presente edición: © 2018 Ediciones Nowtilus, S.L.

Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madrid

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Elaboración de textos: Santos Rodríguez

Diseño de cubierta: eXpresio estudio creativo

Imagen de portada: NASA Goddard Photo and Video

Fuente: https://www.flickr.com/photos/gsfc/

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ISBN Digital: 978-84-9967-930-3

Fecha de publicación: marzo 2018

Depósito legal: M-3206-2018

PRÓLOGO

La transmisión del conocimiento adquirido por la ciencia es publicada en revistas especializadas. Los investigadores acceden a una pequeñaa parte de esos artículos, pero lógicamente la población no posee los medios necesarios para interpretar y comprender esos resultados. La sociedad en general es mucho más diversa que el sector científico haciendo que la divulgación de la ciencia pueda convertirse en una difícil tarea y las escuelas, un lugar desde el que intentarlo.

Un profesor de instituto que enseñaba geología en Andalucía afirmó que «la ciencia que se muestra en el aula es con frecuencia estática, cerrada, acabada. Al alumno se le ocultan tanto las incertidumbres e interrogantes del pasado como los que pueden encontrarse hoy». Quizás no fue el primero ni el único que lo pensó, pero han pasado ya más de veinte años desde que don Emilio Pedrinaci publicara esas palabras en la revista de la Asociación Española para la Enseñanza de las Ciencias de la Tierra y, desgraciadamente, en este sentido muy poco o nada ha cambiado. En cualquier caso, probablemente no haya razones para ser pesimistas; humildemente pensamos, señor Manrique, que no andaba en lo cierto cuando dijo que «cualquier tiempo pasado fue mejor». Pero tampoco podemos negarlo: hay cosas que en el pasado iban mejor, y ese es el caso de la enseñanza de la geología.

El simpático Sheldon Cooper dijo que la geología no es una ciencia real, pero cualquiera que tenga dos dedos de frente sabe que esto no es así. No cabe duda de que es una ciencia llena de peculiaridades: los que la estudian suelen tener más aspecto de excursionistas que de universitarios y muchos creen que se puede ser geólogo sin saber matemáticas; pero, evidentemente estos estereotipos no son ciertos (bueno, al menos no completamente ciertos).

La geología es una ciencia maravillosa que no solo permite el deleite con preciosos paisajes y soleados paseos por el campo, sino que nos lleva a realizar viajes inimaginables que desafían los límites de la comprensión humana. Galileo no fue un geólogo, pero sí un científico de la Tierra. Él fue quién puso nuestro planeta en movimiento y nos alejó irremediablemente del centro del espacio. Más tarde vino un médico, de nombre James Hutton, y nos hizo ver que tampoco nosotros ocupábamos un lugar privilegiado en el tiempo. Y poco después llegó Darwin, quien tratando de evitarse problemas, pidió a quienes no tuvieran la capacidad de comprender la inmensidad del tiempo geológico que cerraran su libro. Nadie hizo caso a este joven geólogo y muchos seguimos fascinados al comprender que en este universo no tenemos un papel protagonista.

La geología es imprescindible. La geología no se puede perder. La geología debe formar parte del conocimiento de cualquier persona culta. Este libro pretende ser un granito de arena. Esperamos que sea de cuarzo y resista un tiempo antes de convertirse en el alimento de los fangosos, ocultos y olvidados fondos marinos.Eso es lo que hemos intentado y nos gustaría que este libro continuara vivo. Nos gustaría mantener el contacto con usted, con el lector; y para ello esperamos verle por nuestra web de GEOLOGÍAparaINSTITUTOS (puede buscarnos en google).

Por último quisiéramos mostrar nuestro agradecimiento a las personas que de una forma u otra nos han llevado a sentir una cierta pasión por la divulgación de la ciencia en general y de la geología en particular: autores como Sagan, Asimov, Anguita y, muy especialmente, a nuestros padres.

Ojalá que disfruten del libro.

Santa Cruz de Tenerife, 4 enero de 2018

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INTRODUCCIÓN

1

ANTES DE LA GEOLOGÍA…, ¿QUÉ?

Somos parte de la naturaleza. Comemos, matamos y morimos como los animales, pero somos diferentes a ellos. Ayudándonos de ramas, tendones y piedras construimos herramientas. Enseñamos a nuestros hijos a identificar las piedras más adecuadas para construirlas, especialmente aquellas de las que podemos obtener bordes cortantes.

Conocemos los puntos en que el agua brota del suelo y otras cuevas donde pernoctar. Nos gusta este lugar para vivir porque estamos cerca de un terreno donde recoger barro con el que construir nuestras vasijas. También solemos recolectar tierras verdes, rojas y blancas con las que podemos decorar nuestros cuerpos en ocasiones especiales. Cerca del río solemos encontrar piedras traslúcidas con bellos colores con los que hacemos collares y amuletos.

Cuando mis hermanos y yo éramos pequeños, un sonido ensordecedor hizo temblar la montaña, fue como si el mundo se rompiera. Los sabios nos dijeron que a veces los espíritus se enfadan, y por ello debíamos realizar ofrendas con frecuencia. Cuando los viejos nos lo indicaban, nos reuníamos en torno a un monolito cercano, donde venerábamos a los espíritus de nuestros antepasados. Nadie sabe quién talló el monolito, los sabios decían que fue el dios que se esconde bajo las montañas.

En las expediciones de caza, atravesábamos varios valles a pie. En algunos lugares veía cosas que no entendía. Observé conchas en lugares muy altos, enterradas en la tierra. El viejo sabio nos dijo que era normal, que a veces llovía mucho y que él había visto cómo nuestros padres fueron arrastrados por las aguas. Antes vivíamos en la llanura, junto al río, pero desde aquella catástrofe tuvimos que huir a nuestro nuevo asentamiento. El viejo sabio también contaba una antigua historia sobre la gran ola que había devorado a todas las tribus de la costa. Él nos explicó que aquellas conchas habían llegado allí de esa manera.

Lo que acaba de leer es un intento por emular a Carl Sagan, el genial divulgador neoyorquino que imaginó y publicó en Cosmos, una de sus grandes obras, los pensamientos de algún sabio del paleolítico en torno a cuestiones sobre las estrellas y la bóveda celeste. En nuestro caso, hemos tratado de reflejar algunas observaciones y reflexiones que aquellos humanos ancestrales pudieron tener sobre el entorno físico en que vivían.

Pasarían horas buscando cantos de fractura concoidea, como el sílex, de los que obtener piezas afiladas mediante golpes. También debían de conocer los manantiales en los que brotaba el agua subterránea, los yacimientos donde extraer arcillas y posteriormente minerales metálicos; así como las cuevas donde refugiarse y otras caprichosas formas producidas por la erosión donde rendir culto a sus creencias. Sufrirían como nosotros los estragos de los riesgos geológicos como inundaciones, terremotos o tsunamis. Y con el desarrollo de su civilización demandarían un suministro creciente de recursos geológicos.

Seguramente aquellos hombres y mujeres conocían mucho mejor que nosotros el aspecto de su entorno. Cada acantilado, cada llanura, cada meandro, representaba para ellos lo mismo que las calles, plazas y pasillos de un supermercado para nosotros. Sin embargo, de igual forma que no podemos considerar su habilidad para pescar o cazar como el nacimiento de la biología, tampoco ahí vamos a encontrar el origen de nuestra ciencia.

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Nuestros antepasados prehistóricos tuvieron una relación muy íntima con el entorno y en muchos aspectos debieron tener un conocimiento práctico de la naturaleza mucho mayor que la mayoría de nosotros. Aunque no podemos hablar de un pensamiento geológico, el saber acumulado durante milenios sentó las bases para el desarrollo que vino después.

No obstante, es muy probable que aquellas ingentes observaciones de nuestros antepasados y sus reflexiones más intuitivas estén detrás de las primeras interpretaciones lógicas de la naturaleza. Como es sabido, este paso del mito al logos, fundamental para la historia de la ciencia, tuvo lugar en la antigua Grecia, donde los primeros filósofos de la naturaleza desarrollaron explicaciones racionales, aunque no por ello ciertas, en torno al mundo que nos rodea. Por ejemplo, junto a la concepción geocéntrica, con una Tierra inmóvil en el centro del cosmos, nacieron otras ideas erróneas sobre diferentes aspectos del planeta.

Estos pioneros de la ciencia imaginaron que el interior de la Tierra era hueco, que el agua que alimenta los ríos ascendía desde los mares a través del subsuelo y que los terremotos eran producidos por la brusca entrada del aire en las cavidades del terreno. Sus razonamientos también les llevaron a la conclusión de que la Tierra tendría unos pocos siglos de antigüedad y de que los fósiles tenían un origen inorgánico, formados a partir de semillas de origen misterioso.

Por otra parte, algunas ideas acertadas también germinaron en aquellas primeras etapas de la historia humana. Frente a la razonable percepción que nos lleva a imaginar una Tierra plana, los antiguos investigadores supieron comprender que la misma se trataba de una esfera, y llegaron incluso a calcular su tamaño.

En tiempos más recientes en que Magallanes daba la vuelta al mundo y Copérnico lo ponía en movimiento, se produjeron algunos avances importantes en nuestra ciencia. Hasta el siglo XVI, pocas de las explicaciones anteriores habían sido sometidas a la discusión científica y es que, aun siendo racionales y alejadas de la intervención divina, la mayoría se basaba en especulaciones teóricas sin fundamento experimental.

Sin embargo, durante siglos la actividad artesanal había aportado conocimientos empíricos que se transmitían de generación en generación. Georgius Agricola, un autor interesado por la actividad minera, recogió gran parte de este saber práctico en su obra De re metallica. Además de dignificar el oficio minero, este autor realizó importantes aportaciones para comprender los procesos de génesis de los minerales y la evolución del paisaje, con razonamientos muy acertados como la importancia que otorga al agua en el origen de los filones y la acción erosiva, así como la vinculación entre fracturas y elevación de las montañas. Aun desconociendo la noción de capa o estrato, enumeró secuencias de materiales que se repiten en minas distantes.

También el genio renacentista Leonardo da Vinci llegaría a deducciones acertadas al desvincular la presencia de fósiles en las montañas con la idea del diluvio universal. Esta polifacética figura propuso que aquellas montañas de su entorno debieron de haber estado bajo el mar en el pasado y que la Tierra debía de ser más antigua de lo que se pensaba.

Aunque desde la Edad Media el término latino geología había sido acuñado para hacer referencia a todo lo que tuviese que ver con la vida terrenal, en contraposición al de teología; solo si nos adelantamos hasta el siglo XVII asistiremos al nacimiento de los principios básicos de la geología, de la mano del científico danés Nicolaus Steno.

2

¿SE PUEDE PONER ALGO DE ORDEN ENTRE TANTAS PIEDRAS?

Para rasgar un papel o una vestimenta, los italianos usan el verbo stracciare. Y así, destrozada, debía de ser como percibía la naturaleza inerte de las montañas cualquier naturalista del siglo XVII que estuviera interesado en desvelar algún orden, alguna geometría en los afloramientos rocosos. Como las esquirlas de chocolate que se distribuyen en la superficie de un helado de stracciatella, las capas de roca aparecerían caóticamente en el paisaje. Inclinadas, a veces hacia el norte, a veces hacia el sur. En ocasiones en posición horizontal y completamente empinadas un poco más allá. A veces dobladas y, no lejos, fracturadas.

Describir la superficie rocosa sería una tarea imposible para las osadas mentes que lo intentaran. Sería en 1668 cuando el médico, clérigo y naturalista Nicolaus Steno publicaría las ideas que permitirían desvelar aquella naturaleza confusa de las montañas.

Él fue la primera persona en aplicar el término estrato para referirse a cada una de las capas rocosas que se observan en el paisaje. Acerca de este concepto desarrolló diversas ideas que darían lugar a una nueva disciplina, la estratigrafía, con un papel fundamental dentro de la geología. Como otros sabios de su época, defendió la idea de que los estratos se habían formado a partir de sedimentos depositados en el fondo de antiguos mares. Argumentó que solo así podría explicarse la presencia de fósiles marinos en el interior de los mismos frente a la idea generalizada de que aquellas formas orgánicas pudieran germinar en el interior de la roca sólida.

También imaginó que rocas idénticas, encontradas en lugares distantes de una determinada región (a ambos lados de un valle por ejemplo), eran en realidad fragmentos de un único estrato que, aunque hoy estuvieran limitados por la superficie topográfica, en el pasado habrían formado estructuras continuas. Esta capacidad de abstracción le permitía visualizar cómo los estratos continuaban lateralmente por encima y por debajo del actual relieve, formando pliegues.

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El caminante sobre el mar de nubes, David Friedrich. La interpretación correcta de los afloramientos se basa en algunos razonamientos aparentemente sencillos. Pero esta capacidad para entender la estructura que se esconde tras el paisaje se la debemos a los primeros naturalistas que se asomaron al campo con una visión crítica y despojada de ideas preconcebidas.

Supuso también que esas extensas capas de roca no debieron presentar siempre ese aspecto. Para Steno, los estratos fueron formados en una disposición perfectamente horizontal, independiente de la morfología del fondo marino, y serían las deformaciones posteriores las causantes de las formas que observamos en el presente.

Aceptando la hipótesis de que estas capas se habían originado por sedimentación, pudo llegar a una conclusión aparentemente sencilla: los primeros estratos en formarse ocupan una posición inferior, sobre los que se depositan los siguientes conforme pasa el tiempo. Este principio permitía comenzar a ordenar cronológicamente los materiales; es decir, un determinado estrato es más antiguo que el que tiene por encima y más joven que el que tiene por debajo.

El nuevo enfoque de sedimentos que se apilan le permitió explicar cómo estos se consolidan y se transforman en piedra a causa del peso generado por las capas suprayacentes. Dicho aumento de la carga litostática conlleva varios procesos que dan lugar a la litogénesis. Por un lado, la compactación que reduce el espacio entre granos sedimentarios y por otro, la precipitación de minerales en dichos poros.

El origen de la estratificación es fácil de entender cuando se produce una alternancia de materiales sedimentarios, como pueden ser arenas y arcillas. Pero ¿por qué aparecen estas formas tabulares en depósitos homogéneos? La estratigrafía moderna nos explica que, generalmente, estas superficies que separan estratos contiguos representan breves interrupciones en el aporte de sedimentos, comparables a los silencios que se intercalan en las notas de una obra musical.

Un ejemplo sencillo que nos permite comprender este proceso podemos verlo en el aporte que realiza un barranco intermitente en su desembocadura, en el que la sedimentación solo se produce en los episodios de fuertes lluvias, separados entre sí por largos intervalos de sequía.

Nicolaus Steno sería el hombre que aportaría los cimientos para que la geología pudiera progresar estableciendo algunos de los principios básicos de esta ciencia. El principio de horizontalidad original, el de continuidad lateral y el de superposición constituyen herramientas esenciales utilizadas por los geólogos actuales. Aunque hoy en día se conocen algunas excepciones a estas normas, conocidas cariñosamente como las leyes de Steno, las mismas continúan siendo fundamentales.

Antes de la formulación de estas reglas la estratigrafía carecía de un método. Con ellas surgieron las pautas que harían posible comprender la crónica contada por las rocas, la historia de los procesos acontecidos en las cuencas sedimentarias del pasado.

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¿POR QUÉ SABEMOS QUE LA TIERRA ES MUY ANTIGUA?

En los inicios del siglo XIX la máxima autoridad en geología era el profesor Abraham Werner, de la Escuela de Minas de Friburgo. Werner explicó que las rocas que formaban la superficie terrestre se habían originado a partir de un gran océano global, que cubrió también los terrenos continentales y en cuyo fondo precipitaban las rocas que hoy podemos ver. Las demostraciones acerca de la imposibilidad de que el agua se transformara en tierra no habían calado aún en la comunidad científica y, de cualquier manera, se conocían múltiples ejemplos de sustancias que precipitaban en disoluciones acuosas.

Aquel desaparecido océano habría tenido una composición química muy diferente a la de los mares que conocemos hoy y su descenso hasta los niveles actuales podía explicarse por una brusca infiltración hacia las capas más profundas de nuestro planeta. La catastrófica naturaleza de aquel evento y la violencia del descenso del nivel de las aguas habrían provocado una enorme removilización de los sedimentos, razón por la cual estos podrían encontrarse ahora formando capas inclinadas, plegadas o incluso fracturadas. De la misma manera, las etapas finales de aquella gran desecación por drenaje serían las causantes de la formación de profundos valles por toda la superficie terrestre.

Este paradigma científico fue conocido como catastrofismo y tuvo buena aceptación por la sociedad occidental debido a sus semejanzas con la idea de un gran diluvio universal. Además, debido a la velocidad y unicidad de los procesos implicados, permitía mantener la cómoda idea de un planeta con pocos siglos de antigüedad, teoría respaldada por los cálculos que había realizado un arzobispo irlandés, James Ussher, a partir de la interpretación literal de la Biblia. Este clérigo, basándose en datos como las edades de los descendientes de Adán y Eva, había fechado el origen de la Tierra en el atardecer del 22 de octubre del año 4004 a. C.

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«Para los que vimos estos fenómenos por primera vez, la impresión no fue fácil de olvidar [...]. La mente parecía marearse al mirar tan atrás en el abismo del tiempo, y mientras escuchábamos con la máxima atención y admiración al filósofo que nos estaba desentrañando estos maravillosos eventos, fuimos conscientes de que, a veces, la razón puede ir mucho más lejos de lo que la imaginación se atreve». El matemático John Playfair se refería con estas palabras a su amigo James Hutton, quien les había llevado al acantilado de Siccar Point.

Sin embargo, para James Hutton (considerado actualmente como el fundador de la geología moderna) las ideas de Werner no podían ser correctas. Este naturalista escocés proponía una nueva visión que contradecía las afirmaciones del eminente profesor alemán. Para entender la dimensión de las ideas de Hutton recordemos un fragmento de la película 2001: una odisea del espacio. En ella sucede algo que se parece bastante a lo que él intuía. Al inicio, este largometraje nos muestra a un homínido eufórico, al ritmo de Así habló Zaratustra, que tras golpear con un hueso el esqueleto de un animal muerto, lo lanza con energía al aire. El hueso gira en su ascenso y, de repente, la imagen nos muestra una nave espacial que se desliza ingrávida al ritmo de El Danubio azul. Esta elipsis representa el mayor salto temporal que se reconoce en la historia del cine; cuatro millones de años en un pestañeo. Este recurso del lenguaje cinematográfico es el equivalente artístico a lo que Hutton andaba buscando en los campos de Escocia.

Los afloramientos geológicos suelen tener una extensión muy limitada y por lo general no permiten observar más que una breve fracción de la historia de la Tierra. En aquel tiempo, todos los afloramientos conocidos podían explicarse como consecuencia de un único evento, tal y como pretendían los catastrofistas. Pero Hutton vislumbraba que el registro estratigráfico representaba múltiples acontecimientos separados por largos períodos de tiempo; para demostrarlo, necesitaba encontrar un afloramiento que recogiera varios de ellos. Necesitaba ver el instante de la película en que el hueso deja paso a la nave.

Tras varios años de exploración por fin encontró el acantilado costero de Siccar Point, próximo a su ciudad, Edimburgo. Como él mismo habría dicho, ese lugar representaba «una bella imagen de esta unión dejada al desnudo por el mar». Y es que allí la erosión marina descubría y limpiaba diversos estratos con una disposición que llamó su atención.

En la parte inferior observó una formación constituida por estratos de arenisca, de tonos grisáceos y con una fuerte inclinación, casi verticales. Sobre ellos se sucedían capas de arenisca, con tonalidades rojizas y muy poco inclinadas. Hutton denominó aquello discordancia y observó no solo estas enormes diferencias en la orientación de ambas formaciones, sino también que la superficie que las delimitaba era muy irregular, lo que recordaba al perfil dejado por la erosión en un valle.

Las reflexiones que daban vértigo a los colegas que acompañaban a Hutton a Siccar Point eran las siguientes:

  1. Las areniscas inferiores se depositaron en el fondo de un antiguo mar.
  2. Esas areniscas grisáceas se inclinaron y levantaron.
  3. Al emerger, quedaron expuestas a la erosión y dieron lugar a una superficie irregular.
  4. El relieve resultante volvió a ser ocupado por las aguas marinas, lo que permitió el depósito de las nuevas capas de arenisca, en este caso rojizas.
  5. Ambas formaciones se elevaron conjuntamente hasta su actual posición.
  6. Desde esa última emersión y hasta el presente, ambas formaciones fueron sometidas a la erosión, la cual nos permite observar el corte geológico.

Para este autor, las rocas sedimentarias que cubrían la superficie de los continentes eran el reflejo de la sucesión de múltiples ciclos que se iniciaban con el levantamiento del terreno:

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También planteó que estos procesos habían sucedido de manera casi imperceptible, de la misma forma que en la actualidad se levantan las montañas y sedimentan los ríos.

En los momentos de mayor apoteosis de la excursión, la pregunta que todos se planteaban era: ¿cuántos ciclos hubo antes en este lugar? ¿Y cuántos habrá después? Para Hutton, la Tierra era infinitamente antigua, tal y como reflejan sus propias palabras: «We find no vestige of a beginning, no prospect of an end» (‘no existen vestigios de un principio ni prospecto de un final’).

4

¿ERA CHARLES DARWIN GEÓLOGO?

En febrero de 1851, el presidente de la Geological Society londinense presentaba su informe anual y se enfrentaba nuevamente a los defensores de la evolución biológica. Charles Lyell, quien ocupaba ese cargo, argüía que el registro fósil conocido era incompleto y azaroso, por lo que no era suficientemente representativo para defender una progresión de las especies hacia formas más complejas.

Lyell, que había sido abogado antes de dedicarse a la geología, pasó a ocupar un papel protagonista en la historia de esta ciencia gracias a su gran obra Principles of Geology, que además de haberle aupado a aquel cargo en la Geological Society, le proporcionó un sustento económico durante el resto de su vida.

Este científico amplió y popularizó las aportaciones de Hutton profundizando en la idea de que los procesos que han actuado en el planeta a lo largo de su historia han sido semejantes a los que observamos en la actualidad y han ocurrido de forma constante en ritmo e intensidad. La dimensión actualista y uniformista de su metodología para interpretar los afloramientos, que se refleja en su célebre cita «the present is the key to the past», comenzaba a dejar atrás al paradigma que aún dominaba, el catastrofismo.

Frente a lo que se pudiera pensar por sus diferentes puntos de vista acerca de la evolución, Charles Lyell y su tocayo Darwin fueron grandes amigos y colaboraron estrechamente en sus trabajos científicos. Darwin fue un fanático lector de Principles of Geology durante sus años en el Beagle alrededor del mundo. Su pasión por esta ciencia se la había inculcado su profesor de Geología, que fue quien medió para que viajara en aquella gran travesía, germen de su gran obra On the origin of species. En ella, describe a Lyell como un revolucionario de las ciencias naturales e invita a abandonar la lectura al lector que «tras haber leído su obra […] no admita la inmensidad del tiempo geológico».

Tras varias semanas de navegación, el Beagle alcanzó el archipiélago de Cabo Verde. Era la primera vez que Darwin ponía un pie fuera de Europa y en su diario de viaje dejó recogida la fuerte impresión que le causaron los paisajes volcánicos: «Tuve por primera vez la idea de que quizás podría escribir un libro sobre la geología de los diversos países que visitaría y esto me hizo sentir un escalofrío de emoción». Darwin aplicaría los principios de la nueva geología en todas sus observaciones de campo; intentaría interpretar los paisajes y afloramientos inexplorados, con frecuencia tan diferentes a los que había conocido en Inglaterra.

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«Me gustaría que algún millonario forrado se dedicara a hacer perforaciones en varios de los atolones del Pacífico y el Índico, y que volviera con algunos núcleos […] extraídos de una profundidad de 150 a 180 metros». (Carta de Darwin de 1881). Setenta años después, un estudio geológico relacionado con las pruebas nucleares de Estados Unidos en las islas Marshall confirmó la hipótesis de Darwin. Los investigadores colocaron un cartel con la inscripción: «Darwin was right!».

Sin embargo, el mayor cúmulo de observaciones geológicas lo realizó al abandonar el océano Atlántico. En su recorrido por la Patagonia percibió una serie de escarpes que se prolongaban a lo largo de más de mil kilómetros paralelamente a la línea de costa. Cada escarpe correspondía a un acantilado costero con antiguas playas de guijarros en la base, evidencia de que habían estado expuestos al oleaje en el pasado.

A su paso por la costa chilena, observó numerosos depósitos de conchas de organismos marinos recientes situados a alturas de decenas de metros sobre el nivel del mar. Además, en las cumbres de los Andes descubrió un gran bosque costero fosilizado. Estos hallazgos y la vivencia de un seismo, que pudo relacionar directamente con un levantamiento de varios metros en la costa, le convencieron del acenso de las cordilleras mediante pequeños impulsos, a consecuencia de una lenta y larga serie de terremotos. Ser testigo de una erupción en esa misma región le llevó a vincular el vulcanismo y la sismicidad, y las señaló como las fuerzas responsables del levantamiento de la costa pacífica del continente sudamericano.

Por supuesto Lyell quedó encantado con las nuevas observaciones aportadas por Darwin, que suponían un argumento decisivo contra la catastrofista teoría de un levantamiento súbito de las cordilleras. Esta nueva visión del planeta, surgida en las islas británicas durante la Revolución Industrial, es comparable a uno de aquellos primeros motores de vapor, donde la caldera interna mueve un pistón en un continuo y cíclico vaivén. En nuestro caso, los nuevos geólogos argumentaron que la Tierra poseía un calor interno causante del cíclico ascenso y descenso del relieve, lo que daba lugar a cordilleras y cuencas que se alternaban de forma sucesiva en el tiempo.

Darwin no fue el primero en advertir el levantamiento de las cordilleras y en relacionarlo con la actividad interna. No obstante, su primera gran aportación a la ciencia sería el descubrimiento de una evidencia a favor del hundimiento vertical de un territorio, proceso conocido como subsidencia.

Hasta aquel momento existía un interesante debate en torno al origen de las islas coralinas en forma de anillo que se distribuyen en los mares del planeta. El propio Lyell defendía que aquellos arrecifes habían crecido en torno a volcanes submarinos próximos a la superficie. Darwin, sin embargo, advirtió que la estructura anular se prolongaba hacia el fondo, lo que resultaba en una geometría cilíndrica, y que los corales no podían haber vivido en aquellas profundidades poco soleadas. Propuso acertadamente que los corales muertos estuvieron en el pasado más cerca de la superficie y que era el monte volcánico el que se había hundido, los había arrastrado hacia abajo y había permitido que nuevos corales crecieran sobre los anteriores, lo cual dio lugar a estas islas conocidas como atolones de coral.

Una prueba de la buena sintonía existente entre Darwin y Lyell fue la reunión que mantuvieron ambos al día siguiente de que Lyell presentara aquel informe como presidente de la Geological Society. En aquella oportunidad Darwin le confesó a su colega su convicción de que las especies nuevas eran el resultado de una lenta transformación de las preexistentes.

Los planteamientos uniformistas del momento se fundamentaban en una visión cíclica de los procesos, mientras que el evolucionismo representaba una progresión lineal, una línea ascendente hacia formas más complejas. La idea de la evolución no era nueva y por supuesto Lyell conocía la sucesión de especies a lo largo de la historia del planeta, pero creía que estas aparecían tal y como eran, adaptadas a las condiciones ambientales.

Con el paso de los años Lyell se convertiría en uno de los principales defensores de las ideas de Darwin, cuyo gran avance fue la explicación del mecanismo de la evolución. Este razonamiento, basado en observaciones actuales como la variedad dentro de una misma especie y la limitación de los recursos disponibles, constituye un precioso ejemplo de cómo las posturas actualistas y uniformistas han invadido otras áreas de la ciencia. Para ayudar a comprender, en este caso, cómo la selección natural que hoy observamos a una velocidad relativamente lenta ha podido generar una enorme diversidad de especies a lo largo del abismo de los tiempos geológicos.

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¿CUÁL ES LA EDAD DE LA TIERRA?

Entré en la sala medio oscura, y reconocí a Lord Kelvin entre el público. Me di cuenta entonces de que iba a tener problemas en la parte que trataba sobre la edad de la Tierra, donde mi punto de vista estaba en conflicto con las posiciones sostenidas por él.

Estas palabras forman parte de las memorias de Ernest Rutherford, un joven científico neozelandés que en 1904 expuso en Londres, ante la élite científica de la época, sus nuevas ideas sobre la controversia más apasionante de aquel momento: la antigüedad del planeta.

Hasta el siglo XIX había sobrevivido la cifra de los seis mil años, que se basaba directamente en la interpretación de la Biblia y en la suposición de que la existencia del planeta era coetánea con la existencia del hombre. Un dato que para los naturalistas resultaba erróneo a todas luces, no solo por el método usado, sino también por su incongruencia con el paradigma triunfante, el uniformismo. Fue a finales de ese siglo cuando se desarrollaron diversas ideas para resolver el enigma.

Uno de estos métodos se basaba en medidas del registro sedimentario. En dichos estudios se relacionaba la velocidad de acumulación de los sedimentos con el grosor total de la roca sedimentaria depositada durante la historia del planeta. A mayor espesor, mayor antigüedad, pensaban.

Otra técnica, ideada por Halley (descubridor del famoso cometa), se basaba en la idea de que los mares originalmente no poseían sal y de que su composición actual era el resultado del aporte constante de sodio a través de los ríos. De esa forma, determinando los aportes de sales y midiendo su concentración en el agua, sería posible calcular el tiempo en el que habría transcurrido ese proceso.

Ambos procedimientos presentaban enormes dificultades y se basaban en hipótesis erróneas. No sería hasta los cálculos realizados por el prestigioso científico Lord Kelvin (a quien debemos la escala de temperatura que lleva su nombre) cuando se creara un método considerado fiable por el conjunto de la comunidad científica de la época. A partir de datos acerca de cómo aumenta la temperatura con la profundidad en las minas, Kelvin pudo estimar la velocidad a la que nuestro planeta pierde calor desde el interior. Sabiendo además que en su origen la Tierra debió de ser una gran esfera de magma, calculó el tiempo que debía de haber transcurrido para disipar aquel calor inicial hasta alcanzar la temperatura actual.

La autoridad de Kelvin dio lugar a que sus estimaciones, que asignaban al planeta una edad absoluta de cien millones de años (Ma), fueran consideradas ciertas hasta los primeros años del siglo XX. Fue entonces cuando Ernest Rutherford, nuestro joven físico neozelandés, reveló en aquella conferencia lo que había descubierto sobre el nuevo fenómeno de la radiactividad. En sus memorias continuó describiendo su pánico ante la presencia del eminente científico:

Para mi alivio, Kelvin se había quedado dormido, pero cuando comencé a tratar el punto importante, Kelvin se enderezó en su asiento, abrió un ojo y me envió una mirada furibunda. En un rapto de inspiración dije: «Lord Kelvin ha fijado la edad de la Tierra, basado en la información existente hasta el momento. Y justamente esta noche nos referimos a cambios en los datos que sustentan esos resultados: la radiactividad…» y lo logré, el viejo me sonrió ampliamente.

Ruherford había descubierto que algunos elementos del interior terrestre, como el uranio y el torio, eran radiactivos y generaban una cantidad considerable de calor, Lo que derrumbaba los datos estimados sobre la edad de la Tierra que se basaban exclusivamente en un proceso de enfriamiento. Este fenómeno, sin embargo, iba a sentar las bases para un método de datación mucho más eficaz y preciso, que se sigue utilizando con excelentes resultados en nuestros días.

Los elementos radiactivos se caracterizan por tener núcleos inestables que se desintegran espontáneamente, de forma tal que se obtienen átomos diferentes a los iniciales. El método radiométrico más popular, por sus aplicaciones en arqueología e historia, es la datación con carbono-14. Los átomos de carbono se presentan en el aire en dos variedades (más correctamente, isótopos): el carbono-12 (C-12) y el carbono-14 (C-14).

Este último es muy escaso e inestable, y se origina de forma natural en las capas altas de la atmósfera a causa de la radiación solar. Cuando un organismo está vivo, las proporciones de ambos isótopos en su cuerpo son similares a las proporciones en el aire que respira. Al morir sin embargo, el C-14 que se desintegra en sus estructuras orgánicas deja de ser repuesto por la inhalación de aire, de manera que la variedad de C-14 disminuye progresivamente en los huesos del animal fallecido. Por tanto, a mayor tiempo transcurrido, la proporción de C-14 será menor. Como se conoce la velocidad a la que se produce esta degradación radiactiva, es posible calcular el tiempo que ha pasado desde la muerte del organismo.

Dada la antigüedad de los procesos que han afectado al planeta, los geocronólogos utilizan elementos radiactivos que se desintegren muy lentamente. El carbono-14 solo permite datar sucesos producidos en los últimos milenios, razón por la que en geología se utilizan otros elementos con una velocidad de desintegración mucho menor, tales como el uranio, el rubidio y el potasio.

De esta manera se han podido datar rocas de los afloramientos más antiguos. Muy pronto se descubrieron algunas con más de mil quinientos millones de años de antigüedad y actualmente se conocen otras que duplican con creces esa edad. Sin embargo, la superficie terrestre sufre procesos de reciclaje que someten a las rocas a altas temperaturas y llegan incluso a transformarlas en magma. En esas condiciones se produce una redistribución de los isótopos formados y, como consecuencia, el contador radiométrico vuelve a ponerse a cero.

Es más que probable que en nuestro planeta no queden recuerdos de su nacimiento, por lo que los científicos han recurrido al estudio de las rocas extraterrestres. Los meteoritos, esos fragmentos que en ocasiones impactan contra nuestro mundo, son residuos de la formación del Sol y los planetas que lo orbitan, por lo que su datación ha permitido conocer la edad de la Tierra y de todo el sistema solar, que hoy sabemos es de cuatro mil quinientos millones de años.

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