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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2008 Kimberly Sheetz

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Unidos por un beso, n.º 96 - agosto 2018

Título original: A Kiss To Remember

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-877-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Nora Simmons pasó por delante de la vieja casa victoriana situada en las afueras de Emmett’s Mill cuando iba camino de Sonora a reunirse con un cliente en potencia y lo que vio le hizo pisar el freno y casi tragarse el volante.

En el camino de entrada había un deportivo descapotable negro reluciente que, con sus ruedas de cromo y asientos de cuero, desentonaba profundamente con la casa vieja.

Nora giró su coche y se dirigió hacia la casa. Fuera quien fuera el visitante, no era de allí. Hasta donde ella sabía, nadie de Emmett’s Mill tenía un BMW descapotable, un coche que llamaría mucho la atención en una comunidad pequeña como aquélla.

Saltó de su camioneta con el móvil en la mano por si tenía que avisar al sheriff y buscó a la persona que se había colado allí sin tener derecho. Estaba harta de turistas que pensaban que sólo porque el pueblo era pequeño y pintoresco, a sus habitantes les gustaba que invadieran su intimidad. Y aunque B.J. y Corrinda estuvieran muertos, ella no pensaba permitir que unos desconocidos anduvieran por allí.

Dobló el lateral de la amplia casa y vio a un hombre altísimo de pelo negro con un corte moderno y un aura de dinero y privilegios que examinaba lo que habían sido en otro tiempo las rosas premiadas de Corrinda Hollister.

La presencia del hombre, ancho de cuerpo y muy alto, le hizo sentirse muy femenina, pero eso no le impidió dirigirse a él con ira.

—¿Desea algo?

Él se volvió sorprendido y la miró con frialdad y enarcando una ceja, como si fuera ella la que no debía estar allí.

—¿Cómo dice? —sus ojos verdes la contemplaban con dureza.

Nora contuvo el aliento y tragó saliva.

—He preguntado si desea algo. Por si no lo sabe, a la gente no suele gustarle encontrarse extraños en su propiedad. Da la casualidad de que yo conocía a la gente que vivía aquí, así que no intente decirme que eran amigos suyos. Y le advierto que, si no sube a ese coche suyo tan pijo y se larga, llamaré al sheriff. ¿Me entiende?

—Su misión como vigilante vecinal tiene su encanto pero es innecesaria. Esta casa es mía.

¡Qué valor tenía aquel hombre!

—Buen intento, pero yo sé que no es cierto —replicó ella—. Esta casa pertenecía a…

—B.J. y Corrinda Hollister, hasta hace seis meses, cuando murieron los dos en un trágico accidente de coche y dejaron la casa a su único nieto. Yo.

Nora respiró con fuerza. ¿Ben? Lo miró con más atención y al fin reconoció en él al chico al que había besado un verano.

—¿Tú eres Ben Hollister?

—Eso dice mi partida de nacimiento.

Ella observó sus hombros amplios y los músculos que se adivinaban bajo su chaqueta oscura y la saliva se le secó en la boca. ¿Dónde estaba el chico delgaducho de doce años con aparato en los dientes y el pelo caído sobre un ojo? ¿Quién era aquel hombre?

Él se volvió, como despidiéndola, y a ella sólo se le ocurrió decir:

—No, no lo eres.

Él respiró hondo.

—Lo soy y esto empieza a ser bastante irritante. ¿Quién narices eres tú?

Nora se disponía a refrescarle la memoria cuando algo, orgullo básicamente, se lo impidió. No se consideraba una gran belleza, aunque atraía las miradas de bastantes hombres, pero mucha gente decía que su personalidad hacía que resultara difícil olvidarla.

Lo miró con recelo, pero él siguió ignorándola. O era cierto que no la reconocía o era un actor fabuloso. Para ser justa, ella había cambiado tanto como él.

—Bueno, ¿me vas a decir quién eres, sí o no? Si no, ya sabes por dónde se sale.

Nora sintió tentaciones de dar media vuelta y desaparecer, pero quería ver la reacción de él cuando le revelara su identidad. Seguro que su nombre sí le diría algo y, cuando él la reconociera, ella le echaría la bronca que se había ganado por haber descuidado a sus abuelos tantos años. ¿Aquel hombre no aparecía por el funeral y ahora supervisaba la propiedad como si se tratara de un despojo de guerra? ¡Qué imbécil!

—Oye, yo…

—Nora Simmons —lo interrumpió ella.

Pero la reacción de él fue decepcionante. Apenas un pequeño brillo en los ojos.

—¿Tú eres la paisajista que hizo los jardines de la casa del lago del senador Wilkinson, la del Lago Bass?

Ella asintió con la cabeza y él le dedicó una sonrisa que mostró sus dientes blancos perfectos.

—¡Qué curioso! Pensaba llamarte esta semana. No esperaba encontrarte entrando aquí a la carga, pero me ahorras la molestia de buscarte.

—Un momento —gruñó ella—. ¿Quieres decir que no te acuerdas de mí?

—¿Debería? —él la miró con una sorpresa que parecía demasiado exagerada para ser genuina.

¿A qué jugaba? Nora se puso a la defensiva, pero decidió ver adónde quería llegar él con todo aquello.

—Ah, da igual. Sí, trabajé en la casa del lago de Jerry. Fue un proyecto divertido. ¿Decías…?

—Que me gustaría contratarte para arreglar este sitio.

El modo en que dijo «este sitio» casi consiguió hacerle perder los nervios a Nora, pero su curiosidad era mayor que su deseo de darle de puñetazos por insensible, así que hizo un esfuerzo y miró a su alrededor, a la cresta escarpada en la que se asentaba la casa.

Observó la hierba alta, los cardos y las ramas retorcidas de los madroños del Pacífico y preguntó:

—¿Qué quieres decir? ¿Qué tiene de malo?

—¿Qué tiene de malo? —repitió él con incredulidad.

Señaló las rosas muertas y las hierbas secas que flanqueaban la casa, que no se parecía en nada al hermoso oasis que había creado Corrinda a pesar de la dureza de aquel suelo que, durante el verano, se convertía en piedra si no le dedicaban una atención constante. En esa zona de Emmett’s Mill había que ser habilidoso para hacer creer algo aparte de hiedra y madroños, pero Corrinda había arrancado rosas y tulipanes amarillos a aquel terreno difícil.

—¿Te estás quedando conmigo? Es un desastre —comentó él. La miró con curiosidad—. ¿Tú no eres la mejor de la zona?

—Algunos creen que sí —gruñó ella.

Gracias a Dios, los Hollister no habían llegado a ver que su nieto se había convertido en un idiota estirado. Les habría partido el corazón. El hecho de que él nunca hubiera regresado a Emmett’s Mill después de aquel único verano, decía mucho en opinión de Nora. Su hermana Natalie le decía a menudo que no debía precipitarse en juzgar a la gente, pero Nora no creía equivocarse en ese caso. Ben Hollister era un idiota. Y si quería mostrarse obtuso, ella podía hacer lo mismo.

—¿Qué quieres que arregle?

Él señaló todo el jardín, desde la hierba hasta la fuente seca, más vieja que la misma casa.

—Todo el exterior. Ahora que he vuelto a verlo, apuesto a que el interior no está mucho mejor, pero supongo que tendré que contratar a otra persona para eso. No me extraña que no se haya vendido. En cuatro meses no ha habido ni una llamada. Por eso he decidido venir a verlo por mí mismo y me he encontrado con esto. Una casa vieja con más maleza que tierra que pide a gritos un arreglo —se volvió—. Mataré a la agente inmobiliaria por no contarme lo que había —gruñó.

—¿Vas a vender la casa?

Él miró el patio con el ceño fruncido.

—Parece que han quitado el cartel de «Se Vende». Espero que traigan otro enseguida —la miró—. ¿Ocurre algo? Te noto pálida.

—¿Vas a vender?

—Eso he dicho. Supongo que algún crío se llevaría el cartel —suspiró—. ¿Estás sorda? Repites todo lo que digo.

—No —contestó ella con indignación—. Sólo estoy sorprendida, nada más.

—¿Y por qué?

—Porque es la casa de tus abuelos y pensaba que querrías conservarla —repuso ella, esforzándose por no apretar los dientes.

—¿Por qué? —repitió él.

—¿Por qué no quieres conservar esta hermosa casa?

—Pues aunque no sea asunto tuyo, te lo diré; porque quiero usar el dinero de la venta para abrir un bufete en la zona de la Bahía. No necesito una casa en el campo; voy muy poco de vacaciones.

Se volvió y Nora sintió un momento de tristeza por un hombre que no se tomaba el tiempo de disfrutar de lo que tenía que ofrecer la vida. Recordó al chico al que había conocido un verano y se preguntó qué había sido de su curiosidad innata.

Él se giró hacia ella con irritación.

—¿Siempre haces tantas preguntas a tus clientes? No creo que sea una buena táctica de negocios.

—No necesito consejos de negocios, gracias —repuso ella—. Y normalmente no me importa lo que hagan los clientes.

Ben la miró con curiosidad.

—¿Y por qué te importa ahora?

—No me importa —contestó ella—. Sólo intento averiguar por qué quieres vender la única propiedad que tenían tus abuelos. Aunque creo que ya lo sé —la sutileza no era su punto fuerte, pero le complació ver que su comentario le molestaba—. La mayoría de la gente que conozco suele valorar un regalo, en especial uno tan valioso como éste.

Tendría que ser un idiota para no captar el insulto que ocultaba aquel comentario aparentemente inocuo, pero él no mordió el anzuelo como ella esperaba; se limitó a mirar la propiedad.

—No estoy muy contenta con mi agente inmobiliaria. Tendría que haberme informado de dónde me metía.

—¿Quién es? —preguntó Nora por preguntar, pues sólo había dos agentes inmobiliarios en Emmett’s Mill y sólo una era mujer.

—Janelle Grafton. No me dijo que fuera a ser una venta difícil. Supongo que, si te contrato, puedo crear una buena imagen y quizá el boca a boca me ayude a vender este foso de dinero.

—¿Crees que sólo porque yo sea de este pueblo, cuando la gente se entere de que he arreglado el jardín la casa se venderá más deprisa?

—Claro que lo creo. Por dos motivos. El primero es que los pueblos siempre apoyan a su gente. Y el segundo que, como ya he dicho, conozco tu trabajo y sé que es bueno.

—¿Y cómo conoces mi trabajo? Has mencionado la casa del lago de Jerry y esa casa no está en mi página web.

Él sonrió.

—Conozco a la gente indicada.

—¿Sí? Yo también. Me sé de memoria el teléfono de la casa del sheriff. ¿Cómo sabías lo de ese trabajo?

Ben levantó las manos y apretó los labios.

—Cálmate. La empresa para la que trabajo se mueve en algunos círculos políticos. Oí a Jerry presumir del trabajo que habías hecho y sentí curiosidad, así que empecé a hacer preguntas. Si te sirve de consuelo, todo lo que descubrí fue positivo. Trabajas muy bien. He visto el trabajo de otros paisajistas, pero el tuyo es el mejor.

Nora intentó no dejarse ablandar por sus halagos, ya que, aunque las palabras sí eran un cumplido, tenía la impresión de que las pronunciaba con un deje de cinismo. Lo miró a los ojos.

—Esto no es uno de esos pueblos de las películas donde los vecinos son amables y te traen tartas de manzana cuando te mudas aquí y el alcalde tiene una tienda de refrescos y organiza reuniones en un garaje. No me gusta nada que la gente venga a zonas rurales y asuma que, como no nos ahoga la contaminación ni vamos corriendo de un sitio a otro, estamos atrapados en una grieta del tiempo. Mi trabajo en la casa no supondrá ninguna diferencia. Para ser abogado, no pareces muy perspicaz.

—¿Tú siempre insultas a tus clientes potenciales?

Ella sonrió.

—Normalmente no, pero normalmente no trato con personas que van con la cabeza metida en el trasero y tienen el valor de intentar decirme de qué color es el cielo.

Él se ruborizó y se le sonrojaron las orejas.

—Ya es suficiente. Que admire tu trabajo no significa que te vaya a permitir que me sigas insultando sin ninguna provocación por mi parte.

Nora lo miró sin disimular su desdén.

—Creo que ya hemos establecido que me necesitas tú a mí y no al contrario —dijo—. A mí no me cuesta nada no aceptar este encargo. Quizá sea lo mejor. Es evidente que tú y yo no encajamos.

A él le brillaron un instante los ojos y apretó la mandíbula, pero, aparte de eso, no hubo nada más que traicionara lo que pensaba, que Nora estaba segura de que no era nada halagüeño para ella. No había sido su intención mostrarse tan grosera, pero la arrogancia de él la provocaba. Tenía tentaciones de decirle por qué no debía vender la casa, pero no quería darle ninguna ventaja.

—¿Has terminado?

Ella vaciló. El tono amable de él no auguraba nada bueno. Ben le parecía un hombre silencioso pero letal. Del tipo de personas que, cuanto más callaban, más peligrosas resultaban.

—Sí —respondió.

—Me alegro.

Avanzó hacia ella y, por primera vez en su vida, Nora sintió que había rendido el primer puesto, sin ni siquiera darse cuenta de que estaban en una lucha de poder. No podía retroceder sin parecer intimidada, pero si no ponía más espacio entre ellos, se vería obligada a mirarlo desde abajo, cosa que le haría sentirse vulnerable y bajita. Maldijo a sus hermanas por haberse llevado toda la estatura. Él estaba tan cerca que podía oler su colonia cara.

Lo miró de hito en hito, pero no sirvió de nada. En esa posición, podía ver reflejos marrones en los ojos verdes de él, entremezclados con brillos dorados. No recordaba que sus ojos fueran tan… hermosos.

Pero sí recordaba su… Bajó la vista hasta sus labios y la voz adormecida de su núcleo femenino le susurró al oído como si despertara de un sueño profundo para ofrecerle todo tipo de sugerencias tórridas que harían sonrojarse a su abuela. Ridículo. Entonces eran niños, ni siquiera lo bastante mayores para saber lo que hacían. Por qué le había dejado tanta huella entonces y se estremecía ahora sólo con estar cerca de él era un misterio que prefería dejar sin resolver.

—Tienes razón. Parece que tú y yo no encajamos muy bien, pero quiero que hagas el trabajo. Tus modales son espantosos, pero nadie puede discutir que eres capaz de hacer milagros con las plantas. Y creo que necesito un milagro para vender esta casa. Lo único, pues, que quiero oírte es si aceptas o no el encargo.

Nora no contestó enseguida. Nadie le hablaba así, y sentía tentaciones de darle un puñetazo, pero no se atrevía.

Casi le dolían los dientes de apretar la mandíbula para resistir el impulso de decirle que se quedara el trabajo, pero también se decía que debía pensar en B.J. y Corrinda. Le había dado ocasión de enmendar la mala imagen que había creado de sí mismo al ignorar a sus abuelos y él había fallado miserablemente la prueba. Su única motivación para ir allí era vender lo único que habían poseído sus abuelos y que le habían dejado con esperanza y amor.

Pensar en ello le soliviantaba, ¿pero qué podía hacer? A pesar de lo que pudiera decirle a Ben, no quería que otra persona hiciera el trabajo. Su imaginación empezaba a crear ya ideas para aquel sitio, pero se mantuvo firme. Estaba deseando hacerse cargo de aquella propiedad, pero no tenía la menor intención de admitirlo.

Puso el dedo índice en el pecho de él y lo empujó un poco para probar que volvía a estar en control.

—Acepto el trabajo, pero sólo si tú te apartas de mi camino mientras lo hago.

—Soy el que te contrata y no haré nada de eso. Tú harás lo que te diga. Para eso te pago.

—Me pagas para arreglar esta casa y que se pueda vender. Si no quieres contratar a otra persona, escucharás mis sugerencias.

—Eres imposible. ¿Nunca te han dicho que no es fácil trabajar contigo?

—No. Todos mis clientes me adoran.

—Eso me cuesta creerlo —replicó él.

—Me importa un bledo lo que creas. Lo único que me importa es que me pagues puntualmente —se volvió y se alejó con deliberación; incluso se permitió una sonrisita victoriosa. Él aprendería que no era fácil intimidarla ni impresionarla—. Ven aquí mañana a las nueve y discutiremos los detalles.

—Mañana no me viene bien —contestó él, pero ella no cedió.

—Mañana —repitió, dispuesta a largarse de allí antes de cometer una estupidez. Necesitaba recuperar fuerzas—. Mañana o nunca. Lo tomas o lo dejas.

—No eres la única persona a la que puedo contratar —replicó él.

Pero ella se encogió de hombros, abrió la puerta de su vehículo y subió. Cuando volvió a mirarlo, él tenía su agenda electrónica en la mano.

—Bien, mañana a las nueve; no llegues tarde —dijo Ben, cuando ella tenía ya el coche en marcha—. Espera un momento. ¿Tienes una tarjeta o un teléfono de contacto?

—Pues claro que sí —ella lo despidió agitando el brazo—. Nos vemos mañana.

 

 

La nube de polvo que siguió a la marcha de Nora hizo toser a Ben. Se sacudió los pantalones de traje y la camisa, pero sintió igualmente el polvo. Tendría que haber contratado a otra persona. Alguien menos difícil. Alguien que no provocara chispas antiguas en su interior cuando una luz peligrosa oscurecía sus ojos grises. Pero otra persona no habría sido la mejor y él necesitaba eso. Estaba seguro de que Nora era lo que necesitaba para vender la casa. Su currículum era impresionante a pesar del anonimato relativo de Emmett’s Mill. Tenía clientes por toda California. Clientes importantes. Su trabajo podía contribuir mucho a la venta de la casa.

Ella ya no era la niña a la que había conocido. Excepto por el mal genio. Eso le resultaba familiar.

Sí, había mentido al decir que no la reconocía, pero ella no se parecía mucho a la chica que recordaba. Recordaba una niña de pelo color miel con más nudos en el pelo que rizos y una sonrisa simpática. La encontró un día nadando en el arroyo y el pelo se le pegaba a la cabeza cuando salió del agua. Al verlo, podía haber dado señales de culpabilidad por hallarse en una propiedad privada, pero no fue así.

—¿Quién eres? —le preguntó sin vacilar, mientras se metía una mora en la boca.

—¿Quién eres tú? —contrarrestó él, no muy seguro de qué pensar de una chica con una melena salvaje cayéndole por los hombros desnudos. Llevaba un biquini rojo que cubría un pecho plano como una tabla y unos vaqueros cortos que parecían heredados de una hermana mayor. Y curiosamente, a él se le secó la boca.

—Yo he preguntado primero.

—Y yo segundo.

Ella se encogió de hombros, se metió otra mora en la boca y se dispuso a buscar más. Él no tuvo más remedio que seguirla. Ella empezó a arrancar las moras sin hacerle ningún caso.

Ben miró con miedo las zarzamoras.

—¿No hay serpientes?

Ella lo miró por encima del hombro.

—Probablemente.

—¿No tienes miedo?

—Mi padre dice que ellas nos tienen más miedo que nosotros a ellas. Si las dejas en paz, ellas a ti también. Además, la única que tiene que preocuparte es la serpiente de cascabel y ésa hace mucho ruido antes de morderte.

—¿Qué clase de ruido? —preguntó él, esforzándose por escuchar.

—Un ruido de sonajero —ella se volvió y le lanzó una mora—. Toma.

—¿Cómo sabes que no es venenosa?

La mirada que le lanzó ella le hizo sentirse como la persona más estúpida del planeta y se la comió aunque sólo fuera para conseguir que dejara de mirarlo así. La mora era dulce y jugosa, la mejor que había probado nunca.

—No sabía que se podían comer directamente del arbusto —confesó; y se situó a su lado para arrancar más.

—¿De dónde creías que salían? —preguntó ella con incredulidad.

Él se encogió de hombros a la defensiva.

—No lo sé.

—Vaya, eres muy tonto, ¿lo sabes?

—¡No lo soy!

—Cualquiera que no sepa de dónde vienen las moras es muy tonto. Tú debes de ser un chico de ciudad.

El tono despreciativo de ella resultaba aún más degradante porque había acertado.

—Sí. ¿Y qué?

—Que los chicos de ciudad son los únicos que no saben de dónde sale su comida. Mi padre dice que no deberías comer si no sabes de dónde viene.

Aquella idea resultaba horrible. Si se ponía en práctica, Ben probablemente moriría de hambre.

—¿Quién eres? —preguntó ella de nuevo.

—Ben Hollister —contestó él sin pensar; señaló con la cabeza la casa de la colina encima de ellos—. Es la casa de mis abuelos.

Ella se echó a reír.

—Ahora sé que no eres sólo tonto sino también mentiroso. Los Hollister no tienen nietos.

—Sí tienen.

—No tienen. No te he visto nunca. Si eres su nieto, ¿dónde has estado todo este tiempo?

—En Nueva Inglaterra —él levantó la barbilla y respondió con todo el desdén que estaba acostumbrado a oír en la voz de su padre—. Seguro que no sabes dónde está.

—Dondequiera que esté, parece que no hay zarzamoras.

Ella se acercó a una bici que había al lado del agua y él la siguió.

—¡Espera! ¿Cómo te llamas?

Ella se echó a reír y se alejó pedaleando.

—¡Dime cómo te llamas! —gritó él, curioso como cualquier chico de doce años que está solo en un pueblo desconocido y desesperado por hacer amigos, aunque sea una chica descarada.

La respuesta de ella llegó flotando en el viento.

—Nora.

 

 

Ben decidió hospedarse en un hotel en lugar de conducir hasta San Francisco, donde tenía un apartamento. Puesto que Nora le había hecho cambiar su agenda, no tenía sentido conducir tres horas sólo para volver unas cuantas horas después.

Nora estaba ciega si creía que Emmett’s Mill no estaba metido en una grieta en el tiempo. Cuando cruzaba en coche el pueblo dormido, se preguntó cómo había conseguido desafiar el paso del tiempo. Todo estaba tal y como lo recordaba de su infancia, con excepción de Frosty, la antigua heladería, que había desaparecido y sido sustituida por una inmobiliaria. Su abuela lo había llevado a comprar helados a Frosty el verano que había pasado con ellos. Ben hizo una mueca. Había sabido, incluso con doce años, que la visita era un modo de alejarlo de sus padres mientras finalizaban su agresivo divorcio. De adulto, había acabado por comprender que aquello había sido una bendición; habría sido un infierno estar en casa mientras ellos se destrozaban mutuamente por cualquier pequeño detalle. Pero de niño se había sentido descartado.

Se apartó de la ventana del hotel con un suspiro y se acercó a la cama. Lo invadió la tristeza al pensar en sus abuelos. Aparte de aquel verano, los había conocido muy poco. Le enviaban tarjetas por su cumpleaños, pero no se le permitía llamarlos. La relación de su padre con ellos se había estropeado por razones desconocidas para él y sólo había podido ir a verlos una vez. Cuando salió de su casa para ir a la universidad, consiguió llamarlos un par de veces en momentos de nostalgia, pero no sabía qué decirles. Para entonces, eran prácticamente desconocidos.

Cuando se enteró de que le habían dejado la casa a él y no a su padre, él se quedó sorprendido y su padre molesto. La rabia de su padre no tenía sentido para él, pero hacía tiempo que había dejado de intentar comprender sus mal humor. De hecho, apenas se hablaban. Ésa era la ventaja de vivir en estados separados. Su madre era otra cuestión. Ben reprimió un gemido. Por suerte, de momento estaba demasiado ocupada con el nuevo amor en su vida para molestar mucho a Ben. Éste confiaba en que esa vez le durara. Penny Hollister-Ulacher-McDonald-Schlitz tenía tendencia a enamorarse de los hombres menos aconsejables, incluido su padre.

Sin darse cuenta, empezó a pensar en Nora. Tendría que haberle dicho algo, mostrar que la recordaba, pero ella lo había pillado por sorpresa y no había estado preparado. Además, los rayos que le lanzaba con sus ojos grises resultaban desconcertantes. Su cuerpo había cambiado, pero su temperamento no. Él pensó que, si ella no iba a decir nada, él tampoco lo haría. Probablemente sería más fácil fingir que no se conocían. Así evitaban sentirse incómodos por los recuerdos.

Sonó su Blackberry y contestó enseguida. Leyó el mensaje de Celina, su secretaria en el exclusivo bufete de abogados de familia para el que trabajaba, y frunció el ceño.

 

Franklin dice que no. Estás en el caso Wallace. Lo siento.

 

¡Maldición! Wallace contra Wallace. Caso clásico de amor que sale mal con un niño como daño colateral. Lanzó su Blackberry sobre la cama e intentó no pensar en ello, pero aquél era un caso con el que no quería tener nada que ver. Ed Wallace era un hijo de perra despreciable con mucho dinero y no estaba dispuesto a dar ni un céntimo a su esposa a pesar de que ella había renunciado a su carrera para pagarle la universidad a él. Ahora estaba en la posición en la que se encontraban muchas mujeres cuando sus maridos triunfadores decidían cambiarlas por modelos más jóvenes. Y Franklin, socio fundador de Franklin, Mills & Donovan, quería a Ben en el caso porque lo consideraba un bastardo despiadado.

Ben se pasó las manos por el pelo. No podía seguir en Franklin, Mills & Donovan. No quería ayudar a un bastardo más a privar a su esposa de lo que le correspondía en justicia porque tenía más dinero que ella. Ben empezaba a sentirse sin alma después de cada victoria, como si fuera destruyendo su humanidad con cada mano sudorosa que estrechaba en un gesto de felicitación. Pero hasta que no reuniera capital suficiente para abrir su propio bufete, estaba atrapado allí. Franklin, Mills & Donovan estaba en la cima de la cadena alimenticia. Cuando cambiara, no sería para ir a un bufete más pequeño; por eso necesitaba abrir uno propio. Miró el coche aparcado fuera de su ventana. Si fuera suyo, lo vendería sin dudarlo. Por desgracia, sólo era un préstamo de su padre. Dale le permitía usarlo cuando estaba en la Costa Este, que era donde pasaba su padre la mayor parte del tiempo, pero las tres o cuatro veces al año que visitaba la Costa Oeste le gustaba moverse con estilo.

Y aunque su madre era rica en ese momento, gracias al cuarto marido, Ben prefería arrastrarse por las alcantarillas a pedirle dinero. Además, aunque consiguiera tragarse el orgullo y pedírselo, no había garantías de que ella se lo diera. Su dinero solía estar atado al marido de turno, y la cantidad que él necesitaba probablemente no pasaría desapercibida. Suspiró y se pasó las manos por el rostro. Su futuro, o más concretamente su cordura, dependían de que pudiera vender la casa de sus abuelos.