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Falta de Aire

 

 

José Antonio Gracia Ginés

 

 

 

© José Antonio Gracia Ginés

© Falta de Aire

 

Primera edición: 1995

Segunda edición: 2018

 

ISBN formato epub: 978-84-685-2582-2

 

Impreso en España

Editado por Bubok Publishing S.L.

 

Ésta es una obra de ficción, por lo que cualquier parecido con personas vivas o muertas será únicamente coincidencia.

 

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1

 

 

- ¿Por qué no podemos hacer nosotros la autopsia?

Daniel no se detuvo al responder, siguió caminando por el pasillo mal iluminado hacia la Sala de Autopsias con lentitud, seguido de Pedro, el estudiante que tenía asignado.

- Porque ha muerto con violencia. En estos casos le corresponde al médico forense. Nosotros no podemos hacer nada.

- Pero podremos estar presentes.

No era una pregunta. Daniel, Dani para los amigos, sonrió.

- No creo. El doctor Félez es muy cascarrabias y no le gusta ver la Sala de Autopsias llena de curiosos.

El leve tono chungón descubrió que no hablaba en serio.

- ¿No es ese tu apellido?

- ¿Me ves a mí como médico forense?

- No das la talla -bromeó Pedro.

Los 180 cm. de Dani se detuvieron en seco. Se volvió.

- No deberías cachondearte estando en el sitio que estamos.

Dieciocho años en Cataluña no habían alterado su acento aragonés.

- Además. Me debes un respeto. Soy más viejo que tú y te doblo en cursos. Dentro de... -rebuscó por los bolsillos sacando un calendario arrugado- ... de dos meses seré médico.

- Si no te catean.

- La duda ofende.

- ¿Cuántos cursos has repetido?

- ¿Antes o después de empezar la carrera?

Pedro se rió. Por su edad era improbable que hubiera repetido alguna vez.

Con cualquier otro no habría existido una conversación tan estúpida como aquella. No eran frecuentes los estudiantes de cursos avanzados que confraternizaban con los más rezagados. No solían coincidir por el hospital excepto en las prácticas, y en estos casos, al ser ambos estudiantes, se dedicaban a lo suyo, preocupándose muy poco o nada, el de cursos superiores, en enseñar al otro; demasiado tenía él con aprender. No era el caso de Dani y otros especímenes raros. Por un lado a Dani le gustaba enseñar, por otro tenía complejo de hermano mayor. Hijo único siempre había echado en falta los hermanos, pero nunca se los había imaginado mayores que él, siempre más pequeños.

Tampoco es que actuara como un hermano mayor, simplemente esta tendencia allanaba las relaciones con los otros estudiantes más jóvenes, poniéndose a su nivel. Además era sencillo. Hijo de mineros, nacido en un pueblo, seguía considerándose como tal. Ni siquiera el concepto de que estaba a punto de ascender a una clase más privilegiada en el status social había pasado por su cabeza. El era de pueblo, lo cual constituía su orgullo, y su arquetipo, el médico rural. Dieciocho años en Barcelona no habían conseguido que renunciara de sus raíces que por contra, iban ganando en grosor a medida que transcurría el tiempo.

Pedro se lo imaginaba como el típico médico decimonónico a quien muchos, al no tener dinero, pagaban en especies. Era un animal antidiluviano, una especie en extinción como consecuencia de la tecnificación y masificación de la Medicina.

Sus ideales eran completamente distintos. También Pedro era emigrante y de una clase más baja que Dani. Había crecido en los suburbios de la ciudad rayando muchas veces la delincuencia, hasta que comprendió que se podía ganar más dentro de la ley que fuera de ella. Entonces fue cuando empezó a estudiar consiguiendo una beca que se iba renovando anualmente gracias a sus buenas calificaciones.

Amaba la Medicina, pero de distinta manera que Dani. Para éste significaba casi una forma de vida. Para Pedro un medio de romper definitivamente con el pasado y un trabajo como cualquier otro. Para el mundo actual su concepto de la Medicina le parecía el más idóneo; el de Dani, anticuado. Pero Dani sería médico; él, un trabajador. Por eso le admiraba y hasta le tenía cierta envidia.

La primera vez que coincidieron fue en Pediatría. Dani se estaba peleando con un niño por coger una pastilla Joanola, que iba de punta a punta de la habitación. Pedro se quedó atónito contemplando el espectáculo con cara de alelado, mientras Dani, riendo, se revolcaba con la bata blanca, ya negra, por los suelos no dando ningún tipo de facilidades al niño, que coreaba sus carcajadas, para conseguir el trofeo.

El primer pensamiento de Pedro fue que había enloquecido.

Pero Dani tenía toda la chiquillería de Pediatría en el bolsillo. Los demás no.

De esto hacía dos años. Ahora Pedro comprendía mejor a su amigo. Dani no sería nunca médico de laboratorio, ni de hospitales, ni de enfermedades. No sería nunca rico y posiblemente pasaría penalidades y le vendría justo poder dar una educación a sus hijos. Pero era médico de personas. Para él el enfermo no era un número, ni una historia clínica. Era un ser vivo con sus penas y sus alegrías. Nunca destacaría en los ambientes médicos, ni ganaría el Premio Nobel, pero sí amado por sus pacientes.

Pedro deseó sinceramente que la realidad del crudo mundo actual no destruyera a aquel médico viejo que vivía en el joven cuerpo de su compañero.

 

 

 

 

 

2

 

 

La Sala de Autopsias era lo que menos le gustaba a Dani del Hospital de la Santa Cruz y de San Pablo. Le encantaba aquel hospital, construido según las normas de pabellones con ricos edificios de estilo modernista, una verdadera borrachera imaginativa, y con jardines, aunque mal cuidados, entre los distintos edificios.

La Sala de Autopsias, sin embargo, se le antojaba la de Disecciones de la Facultad de Medicina de Bellaterra. Para él únicamente se diferenciaban en que en ésta una quinta parte estaba ocupada por las piscinas de formol, en donde estaban sumergidos los muertos. Tampoco existían los gárfios y pescantes empleados por los estudiantes para extraer los cuerpos.

En lo demás sostenía que eran idénticas, aunque aquí el muerto tuviera un aspecto aceptable, “sano” decía, en contraposición al apergaminado de los de Bellaterra.

Había empezado a frecuentar la Sala desde tercero de Medicina, cuando estudiaba Anatomía Patológica, y habíase convertido en el ayudante extraoficial de la doctora Gutiérrez. Llevaba, pues, tres años, pero seguía sin acostumbrarse. Prefería Urgencias. Lo malo es que eran muchos los que la preferían y tuvo que conformarse en asistir los días de fiestas.

Tampoco Pedro se volvía loco por Autopsias. Pero la patología anatómica no terminaba de querer entrar en su cabeza y necesitaba una buena nota para mantener el nivel. Solicitó permiso a la doctora Gutiérrez para poder realizar más prácticas de las habituales y ésta accedió. Le gustaban los jóvenes con iniciativa. Por otra parte, ambos muchachos formaban un buen equipo de trabajo, lo que redundaba en la buena marcha del departamento de Anatomía Patológica, al permitirle estar pendiente de otras cuestiones que no fueran las de Autopsias.

Dani se detuvo en la puerta y sacó la llave.

- Cada vez que entro aquí me acuerdo de “La Noche de los Muertos Vivientes” -comentó.

- No me gustan esas películas, me dan asco.

- A mí hambre.

- ¡No jodas!

- Es cierto. Verles comer los higados y las tripas me abre el apetito. Al llegar a casa tengo que comerme un bocadillo.

Pedro lo miró circunspecto. Nunca sabía cuando Dani bromeaba o iba en serio.

- Estás de coña, ¿no?

Dani se limitó a sonreir girando la llave. La puerta se abrió con un chasquido. Tanteó la pared buscando el interruptor. Encendió la luz.

Tarareaba la música de “Tiburón”.

- Desde luego no tienes respeto a los muertos -recriminó Pedro.

- ¡Mira quien habla!

- ¿Qué quieres decir?

- Ahora me vas a decir que no te comías tus buenos bocadillos mientras disecabas en Bellaterra, depositándolos, entre bocado y bocado, encima de la barriga del fallecido. ¡Si eso es respeto!

- ¡Lo hacemos todos! ¿No lo hacías tú?

- No. En el reparto sólo me correspondió la pantorrilla.

- ¿Y quién disecó la mano que se hizo famosa en la estación del ferrocarril de Cerdanyola?

- Yo no fuí.

- No es lo que dice María.

- ¡La muy...! Bueno, pues no fuí. Sólo me limité a depositarla en el banco de la estación poco antes de pasar el último tren.

- Se armó una buena. Aún se comentaba cuando estudié yo. Y habían pasado tres años.

- Yo no tengo la culpa que la mujer que la vio al día siguiente se desmayara, ni que otros me copiaran la idea y cada dos por tres apareciera la mano en la estación.

- Sí, ya se sabía el camino sóla.

Sonrió pícaro.

- Dime, ¿qué hay de cierto de que cogiste el brazo de un muerto y lo metiste en el maletero del coche para llevartelo a casa? María dice...

- María es una cotilla.

- Pero, ¿qué hay de cierto? ¿de verdad te detuvo la policía?

Dani hizo un mohín.

- Había un control por no sé qué de la ETA., me pararon el coche y me hicieron abrir el maletero.

Pedro se rio a carcajadas.

- Estuve dos días detenido -prosiguía Dani con cara de pena- hasta que se aclaró el asunto. Y encima casi me expulsan de la Facultad.

- ¿No has hecho ninguna más?

- Tengo un expediente. No me puedo permitir el lujo de que me expulsen.

De pronto se rio al recordar.

- Deberías haberlos visto. Parecía de película. “¿Qué ha hecho con el resto del cuerpo?” -imitó con voz ronca. Volvió a reir- ¡Joder! Ahora me río, pero entonces estaba acojonado.

 

 

 

 

 

3

 

 

Hay escenas a las que uno nunca se acostumbra. A Pedro le ocurrió. En los pocos años de carrera que llevaba había visto de todo, pero nada le impresionó como aquello.

- ¿Sabías que era un niño?

- Sí -contestó lacónicamente Dani.

En la frente tenía un limpio orificio.

- ¿Quién le ha matado?

- No se sabe.

- ¿Y hemos de hacer la autopsia? -preguntó sin ganas. Una pregunta estúpida.

Dani asintió mudamente con la cabeza.

- Nos puede dar mucha información.

Pedro le miró. No reconocía a su amigo.

- ¿Cómo puedes hablar con tanta frialdad?

- Somos profesionales, Pedro. Es nuestro oficio -Dani pasó la mano por el cabello del niño, casi una caricia-. Además me gustaría saber quién es el cabrón. Ya no es el primero.

Pedro tardó en hablar.

- ¿Ha habido más casos?

- La semana pasada leí algo en el periódico.

- ¿Crees que pueden estar relacionados?

- No lo sé.

Pedro frunció el ceño.

- Bueno. De todos modos es asunto de la policía, no nuestro.

- Ya lo sé. Pero aún así...

Calló. El tono era gélido. Pedro pensó que de estar el asesino delante, Dani, el bueno de Dani, se habría tomado la justicia por su mano. Y algo le decía que no se habría arrepentido después.

La naturaleza humana era mucho más complicada que los simples esquemas que les daban en clase.

Pedro fue preparando el instrumental que se iba a utilizar tan pronto llegara el médico forense. Dani en cambio no colaboró, se dedicó a realizar un examen preliminar del cadáver.

- Posiblemente era vagabundo -comentó cuando Pedro regresó a su lado-, o algo parecido.

Señaló las ropas sucias y rotas con algún burdo remiendo para confirmar su suposición.

- ¿Ves estas señales amarillentas por los brazos y pecho?

- Cardenales.

- Exacto. Posiblemente tenga más en las piernas y espalda. Lo sabremos cuando lo desnudemos.

- ¿Malos tratos?

- Podría ser.

- Entonces no era vagabundo.

- Tampoco lo he asegurado.

Pasó la mano por el orificio de la frente.

- El agujero está limpio -prosiguió-. Le dispararon de lejos.

Pedro aún no había estudiado Medicina Legal.

- ¿Cuánto de lejos?

- Bastante. No sabría decírtelo exacto. Lo cazaron en la calle.

Pedro sintió un estremecimiento de horror en su espina dorsal.

- ¿Por qué dices cazar? -el tono era escandalizado.

- Porque es lo que parece. Le dispararon de muy lejos. ¿Y quien mataría a un niño a esa distancia?

- Quizá entró a robar, lo mataron, el otro se asustó y lo llevó a aquel descampado donde se encontró.

Dani negó.

- El disparo habría sido mucho más cercano. El agujero sería distinto. No. A este crío fueron a cargarselo al caso.

- Una deducción muy fantástica -sonó una voz a sus espaldas-. Pero probablemente acertada.

Era un hombre de unos sesenta años, pulcramente vestido bajo la bata. Cabello gris y un bigotito que a Pedro le pareció ridículo, uno de esos que son como una línea delgada, bastante populares en los años cuarenta. Iba acompañado de la doctora Gutiérrez.

- Dr. Félez. Estos son los estudiantes que nos van a ayudar. Félez y Martín.

- Daniel... -saludó.

- Doctor.

- Aún estoy esperando tu visita.

- Apenas tengo tiempo -sonrió-. Hay que estudiar.

- No sabía que se conocieran -inquirió la doctora Gutiérrez.

- Somos del mismo pueblo -dijo el Dr. Félez-. Familia lejana.

- Muy lejana -puntualizó Dani-, aunque conservemos los apellidos.

Tan lejana, pensó, que el parentesco se había perdido. En realidad se habían conocido dos años antes en las fiestas patronales del pueblo, donde les presentaron los padres del joven. El médico se ofreció a que acudiera cuando quisiera a casa, que quizá podría ayudarle. Dani tomó aquello como una promesa de compromiso, de las muchas que realiza la gente sin intención de cumplirlas y no hizo mayor caso.

- Bien -comentó el Dr. Félez cortando los saludos-. Procedamos.

Pedro estuvo a punto de preguntar por qué compartía la opinión de su amigo en cuanto a aquella muerte, pero prudencialmente optó por no hablar.

El forense se aproximó al cadáver.

- Usted -señaló a Pedro-, apunte: Varón de raza blanca, de unos... trece años. Talla de 145 cm. unos 8 por debajo de la media. La ropa bastante deteriorada. Una camisa rota, un pantalón tejano, pequeño de talla, remendado, y unas bambas de tela. No lleva calcetines... ni tampoco calzoncillos -añadió al desabrochar la pretina-. Cabello largo, mal cortado, color castaño. Iris marrón -le abrió la boca mirando en su interior-. Le faltan dos piezas dentarias, el incisivo superior y el premolar, otra rota, el incisivo inferior, y otra cariada, el otro premolar. Un tatuaje de cinco puntos, como los de un dado, en la mano izquierda. Ahora vamos a desnudarlo.

Pedro continuó escribiendo las descripciones del médico forense. El muchacho era delgado, con signos de desnutrición. Tenía cicatrices antiguas en las rodillas, probablemente desde la infancia, ninguna deformidad, un nevus en la espalda de medio centímetro de diámetro y, como había dicho Dani, varios cardenales amarillentos en brazos y piernas, alguno en el tórax y ninguno en la espalda.

Dani procedió a fotografiar el cadáver de frente y de perfil.

En la ropa no había ningún tipo de documento que pudiera servir para su identificación.

Hacía dos horas que lo habían traído al hospital y otra más que lo había estudiado preliminarmente el Dr. Félez en el lugar donde se halló. El por qué lo habían llevado allí en vez de hacerlo al departamento de Medicina Forense era un misterio para ambos estudiantes.

En el cuerpo se veía claramente la mancha verde.

- Hundimiento de la esfera ocular -proseguía el Dr. Félez-. Livideces en toda la superficie dorsal excepto en las regiones escapulares, nalgas, cara posterior de muslos, pantorrillas y talones.

Es decir, pensó Dani, el cadáver se halló boca arriba y posiblemente con los ojos abiertos. La muerte le había sorprendido. Incluso estuvo seguro que conservaba todavía una expresión de asombro en el rostro

No existía rigidez cadavérica.

- Leves signos de putrefacción, pero ausencia de insectos y larvas. Una herida de bala de entrada en la frente y otra mayor de salida por el parietal izquierdo.

Encendió un cigarrillo.

El chico estaba boca abajo.

El Dr. Félez señaló a Dani con un dedo.

- Proceda a cortar.

 

 

 

 

 

4

 

 

No comprendía aquella ocurrencia de realizar la autopsia en un hospital general. Era menos llamativo que en el Instituto Anatómico Forense y los periodistas no prestarían tanta atención, habían vertido. ¡Como si estos fueran necios!

Encogió los hombros.

Tampoco era asunto suyo. Su misión consistía en detener al asesino. Nada más.

Se preguntó qué clase de hombre era aquel. En toda su vida profesional había conocido a todo tipo de criminales, pero ninguno que se dedicara a asesinar niños vagabundos.

Paseó la vista por la sala. Sonrió a la enfermera que correspondió cortésmente antes de regresar a sus quehaceres.

Francesc llevaba diez años de comisario y su mayor éxito había sido cuatro años antes al desmantelar una red de prostitución juvenil gracias al chivatazo de uno de los chicos. Sin embargo, no había conseguido ningún ascenso por ello, únicamente unas palmaditas en la espalda por parte de sus superiores y su traslado fulminante a homicidios.

El confidente, sin embargo, había salido peor parado. La banda había intentado asesinar al muchacho y casi lo consiguió. Posteriormente alguien había matado al lugarteniente de aquella pandilla rompiéndole el craneo contra la pared. No, recordó. No le había roto el craneo, pero sí le ocasionó una hemorragia cerebral. El criminal ingresó cadáver en el hospital.

Fue su primer caso. El homicida había actuado temerariamente matándolo en el Metro a la hora punta, y nadie se había percatado de nada. No apareció ningún testigo. Nadie conocía la identidad del asesino, aunque Francesc tenía sus sospechas. Sin embargo, no movió un dedo por detener a su antiguo confidente. La banda se la tenía jurada, habían intentado matarle y el chico probablemente sólo había actuado en defensa propia.

El cómo y porqué aquella muerte ocurrió en el Metro le tenía sin cuidado. Fue uno de sus rotundos fracasos como detective. Pero había sido un fracaso premeditado. No deseaba detener a aquel chico del cual no había vuelto a saber nunca nada más.

Aquella red de prostitución había sido su caso más importante en los últimos diez años. Algo le decía que éste último podría ser trascendental para su carrera.

Vio acercarse un joven, que se detuvo a hablar con la enfermera. Esta señaló al policía y el joven miró hacia él con curiosidad. Le vio decir unas palabras a la enfermera y luego aproximarse.

- Buenos días -saludó Dani preguntándose dónde había visto antes aquella cara-. Me han dicho que desea ver al Dr. Félez.

Francesc asintió.

- Está en la Sala de Autopsias. Venga, le acompañaré.

El comisario siguió a Dani por los corredores prestando poca atención a su conversación.

- Es curioso que a los dos los hayan matado de la misma manera.

Francesc volvió a poner los pies en la tierra.

- ¿Qué quiere decir?

- Bueno, los dos casos son de las mismas características.

Dani vio un leve gesto de contrariedad en el rostro del policía. Había echado un anzuelo a ciegas para ver lo que pescaba y había conseguido una buena pieza.

- Le recuerdo -dijo fríamente Francesc- que hay algo que se llama secreto médico.

- Pero bueno -respondió inocentemente Dani-, usted conoce los casos, ¿qué secreto debo mantener?

- Me refiero a los demás. No queremos asustar a nadie.

- Comprendo. No suelo ir chismorreando lo que veo en mi profesión. Si usted no fuera el encargado de investigar estos asesinatos no habría hecho ningún comentario.

Sonrió como un bendito.

- No he querido molestarle ni ser indiscreto.

Francesc no respondió. Dani tampoco insistió. Había averiguado más de lo que esperaba.

Había pues, al menos, dos asesinatos. Ambos chicos, probablemente mendigos, asesinados por la misma mano. No conocía el otro caso, pero seguro que tendría otro balazo en la cabeza. El homicida era buen tirador, puesto que había disparado de bastante distancia. Los había esperado pacientemente para matarlos como quien caza un corzo.

Desconocía el móvil, pero pondría la mano en el fuego a que habría más crímenes.

Por otra parte la policía estaba preocupada y deseaba mantener el asunto en secreto el mayor tiempo posible.

 

- ¿Que has hecho qué?

La voz de Pedro sonó aguda.

A Dani le había faltado tiempo para contarle sus averiguaciones tan pronto el Dr. Félez les hizo salir de Autopsias, para hablar con el policía.

- Lo he sondeado.

- Pero, ¿qué te importa a tí todo esto? Eres médico, no detective. No es asunto tuyo.

- Sólo siento curiosidad.

- Pues olvídate.

- ¿Me podrías hacer una copia de la autopsia? -preguntó sin escucharle-. Quisiera estudiarla con detenimiento.

- ¿Es que sólo oyes lo que te interesa?

- ¿Tú no?

Pedro tuvo ganas de golpearlo.

- No quiero detener al asesino -insistió Dani-. Pero sí quiero saber qué clase de elemento es capaz de hacer algo así.

- Eso es fácil. Un criminal.

- No todos los criminales tienen tripas para asesinar niños.

- Sí si están locos.

- Este no está loco.

- ¿Cómo lo sabes?

- No lo sé. Lo intuyo. Por eso quiero estudiar los casos. ¿No sientes curiosidad como médico de estudiar lo que pasa por su mente?

- No soy médico.

- Pero lo serás.

Pedro no respondió. Se limitó a sostener su mirada.

 

 

 

 

 

5

 

 

En España 500.000 niños necesitan apoyo social para salir de la marginación, entre una población de ocho millones de personas que viven en el umbral de la pobreza.

Más de 50.000 menores son detenidos anualmente.

40.000 al año son atendidos por malos tratos. Entre 1000 y 3000 mueren por esta causa.

30.000 niños españoles se encuentran bajo la tutela de los Servicios de Protección de Menores.

4.000 adolescentes se fugan de casa cada año.

250.000 son explotados laboralmente.

Hay 25.000 menores hijos de emigrantes ilegales.

Dos millones de niños en situación de pobreza, perdidos en cinturones industriales cada vez más abigarrados.

Las cifras le mareaban, pero no le extrañaban. Bastaba circular por la ciudad, bajando a los Metros o andando por las calles con los ojos abiertos, para comprobar que era cierto. Sí, andar con los ojos abiertos, sin el cerrajón habitual que nos lleva a pasar delante de los pedigüeños o de los muchachos que asaltan a los automovilistas en los semáforos, con indiferencia, como si fuera algo que no nos concierne.

Entre tanto el problema de los niños abandonados va en aumento. Y a la pobreza, a la marginación y al hambre, se sumaba ahora un asesino.

Aquello le obsesionaba. Intentaba convencerse que no era asunto suyo, pero le obsesionaba, sino ¿cómo se explicaba que estuviera en aquel descampado investigando?

El cuerpo del chico no tenía escoriaciones ni ningún indicio que hiciera sospechar un traslado después de su muerte. Por tanto, había sido asesinado en el mismo sitio en que se encontró.

No tenía ninguna esperanza de encontrar algo. Después de todo habían pasado varios días, y muchos, policía, curiosos, periodistas... le habían precedido al lugar de los hechos.

Estudió la zona atentamente, pero como sospechaba no encontró nada. Por otra parte tampoco podía contar con los hallazgos de la policía.

El asesinato debía haber sido por la noche. El chaval no tenía signos de violencia física reciente ni sexual. Era un homicidio por el simple gusto de hacerlo. Igual que quien caza un conejo. ¿Por qué la idea de “caza” le obsesionaba? La verdad es que era lo único que daba una explicación lógica a todo aquello.

Dedujo que el chico debió acudir allí para dormir y no debía ser la primera vez por los restos de basura existentes.

Un cazador de niños vagabundos.

Aquello le horrorizaba.

Estaba empezando a ocurrir como en Brasil, en donde cientos de niños son asesinados impunemente cada año. Como en Colombia. Allí, para protegerse, los niños se escondían por las noches en las alcantarillas de Bogotá. Eran los gamines.

Parecían países lejanos, algo que sonaba a fantástico. Pero estaban allí mismo. Sumó mentalmente los datos que tenía recogidos. Casi tres millones en España. Tres millones de niños que molestaban a la sociedad, con problemas familiares, sociales, personales. Tres millones de niños conflictivos, explotados, muchos de los cuales se agrederían o suicidarían y otros muchos que serían los que agrederían a esa sociedad que les atacaba y se volverían peligrosos, que atacarían, robarían e incluso matarían. De víctimas se convertirían en victimarios y nuevamente en víctimas en las cárceles.

¿Y qué hacía la sociedad para evitar esto, aparte de ignorar el problema? Encerrarles en reformatorios, en orfanatos y hospicios. Instituciones que no funcionaban, obsoletas, y que, a pesar de su buena fe, se veían desbordadas por la magnitud de las cifras. Tres millones.

Se creaban instituciones nuevas como las Aldeas Infantiles, Mensajeros de la Paz, Manos Unidas, Ayuda en Acción... pero todas eran desbordadas. Tres millones y la cifra aumenta de año en año. Cifras de todas formas engañosas, porque, por ejemplo, eran 40.000 los casos denunciados anualmente por malos tratos. Pero, ¿cuántos no se denunciaban? Se calculaba un total de 400.000.

Y si sólo fuera eso.

Los niños abandonados de Santo Domingo, Brasil, Honduras, Guatemala y Colombia eran carne de cañón para el tráfico de menores hacia Estados Unidos y Europa. Aquí eran ingresados en clínicas clandestinas donde se les extraían las vísceras para su posterior transplante a hijos enfermos de padres pudientes.

Ennio de Concini, autor de series documentales, acusaba a Barcelona, Hamburgo, Nápoles y Beirut de comerciar con órganos infantiles.

El diario El Independiente, en 1991, acusaba a España de ser un punto estratégico de la ruta negra donde los traficantes blanqueaban las ganancias de tan lucrativos “negocios”. Acusaciones que eran negadas por los portavoces de la Policía Nacional. Pero Dani se decía que cuando el río suena agua lleva.

Y entonces se preguntó Dani el destino de tantos niños que desaparecían en España. ¿Era su final la prostitución, la adopción ilegal, su utilización como camellos o ser despedazados para traficar con sus órganos?

Parecía ciencia-ficción, pero no era imaginaria la cifra de niños desaparecidos, maltratados, abandonados...

Y encima el “deporte” de matarlos a tiros, como a animales, en Brasil, Colombia y ahora, parecía, en Barcelona.

Pero no sólo eran los niños marginales los atormentados. En 1992, en Aragón, 35 niños sufrieron abusos sexuales a manos de sus familiares, 400 fueron víctimas de malos tratos y agresiones psíquicas en sus propias casas, 30 chicos menores de 16 años eran alcohólicos, 29 toxicómanos y 10 se prostituían con el conocimiento de sus padres. Teniendo en cuenta que el censo aragonés era de poco más de un millón de habitantes, el porcentaje era bastante alto.

¿Cuánto sería en Cataluña cuando sólo en Barcelona eran más de tres millones de ciudadanos? No lo sabía. El gobierno catalán aún no había dado a conocer ningún estudio, tal vez porque no se les había ocurrido, tal vez porque eran más ladinos y no les interesaba dar a conocer algo escabroso en la rica Cataluña. O a lo mejor sí habían realizado y publicado dicho estudio y él no se había enterado. Todo podría ser.

Pese a la inexistencia de informes generales sí habían informes para casos especiales en Barcelona. Del Hospital Clínico, del Valle de Hebrón, de San Pablo y otros centros hospitalarios habían desaparecido niños de las Salas de Maternidad. Se produjeron siempre durante los fines de semana, cuando la vigilancia era menor. Tan sólo en 1985 la policía comprobó la venta de 17 niños. En 1989 la desaparición de menores en toda España fue de 243 y en 1990 los medios de comunicación denunciaron la existencia de redes de tráfico de niños en todo el país, principalmente Asturias, Cataluña y Las Palmas de Gran Canaria.

La mayoría de los casos era para su adopción ilegal. Por otra parte eran muchas las madres que, con previo acuerdo con su ginecólogo, el personal hospitalario y un abogado que falsificaba los documentos, accedían a vender a sus hijos a cambio de que la pareja adoptante corriera con todos los gastos de la gestación, hospitalización y parto.

Al pensar en la implicación de médicos en estos casos Dani sentía asco de su profesión.

¿Por qué lo hacían si podían cederlos legalmente? ¿Por dinero? Sí, claro, tenía que ser por dinero. Los precios oscilaban entre el medio y el millón de pesetas. Un matrimonio que no pudo pagar la tarifa exigida recibió “mercancia” barata, el niño era cojo.

¿Qué clase de sociedad era esta? ¿Cómo podía el ser humano ser tan ruín? Porque si la sociedad estaba enferma era a causa del hombre, que es quien la compone. ¿Por qué no pensaba el hombre en nosotros en lugar de yo, primero yo, después yo y otra vez yo?

Y aún hablaban los curas del Infierno.

Le extrañaba que el Infierno fuera peor que lo que existía en la Tierra.

¿Dónde estaba el Amor Cristiano que tanto cacareaban todos? Muchos iban a la Iglesia a oir misa todos los domingos y fiestas de guardar, golpeándose el pecho hipócritamente rezando mea culpa, para después al salir, mirar con horror a un mendigo y como mucho dar una limosna con que reconfortar su tierno corazoncito, creyendo, quizá sinceramente, que con aquello se ganaba un puesto en el Cielo. O bien, ignorarlos con descaro, diciéndose que trabajaran, que pidiendo ya se ganaban un jornal que para él lo quisiera; lo cual también era cierto la mayoría de las veces. Porque junto a verdaderos menesterosos existía toda una picaresca para vivir sin dar golpe.

Al final todo se reducía a lo mismo, pensó: yo, yo, yo y siempre yo.