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1

Esto no va de un reencuentro

Me encontraba en el baño de la oficina respirando hondo. O al menos intentándolo, porque de repente parecía que había demasiado aire a mi alrededor como para poder asimilarlo al ritmo adecuado.

Me eché agua en la cara sin importarme arruinar mi maquillaje. A la mierda todo. Necesitaba algún estímulo externo que me distrajera durante el tiempo suficiente como para normalizar las pulsaciones que rebotaban frenéticamente contra mi garganta.

No eran ni las nueve menos diez de la mañana, por Dios. ¿Cómo se había descontrolado tanto mi vida a una hora tan temprana? ¿Es que había hecho algo tan horrible en algún universo alternativo?

Observé mi reflejo en el espejo del baño y resoplé. Me retoqué un poco para no salir de nuevo con aspecto de haber perdido los papeles. Hasta mi pelo se había visto perjudicado. Lo cepillé con fuerza para que mis ondas color caramelo recuperaran una forma aceptable, me lo coloqué con cuidado detrás de las orejas y me pellizqué las mejillas antes de volver al mundo real; aquel en el que mi rutina se había salido de su órbita programada.

Mientras caminaba con toda la decisión que pude reunir hasta mi mesa, pensé en mis primeros pasos de esa mañana. Todo apuntaba a que podría haberse tratado de un día normal, pero el caso es que no lo había sido.

Me levanté a la misma hora y tardé en vestirme algo menos de lo habitual. Jaime había dormido en mi casa, pero lo único que quedaba de él era su olor impregnado en las sábanas y la cama revuelta, así que desayuné sola en la cocina. Después fui al metro con Les passants envolviéndome para amenizar el trayecto y crucé las puertas de la agencia sin ninguna señal que flotara a mi alrededor para avisarme de lo que estaba a punto de suceder.

Debería existir algún tipo de ley que garantice a los ciudadanos que serán avisados cuando su vida vaya a dar un giro de ciento ochenta grados. O una aplicación en el móvil para tal efecto. O… yo qué sé, algo que impida que se te quede la misma cara de gilipollas que se me quedó a mí cuando puse un pie fuera del ascensor y mi jefe me indicó que lo acompañara a su despacho.

—Tengo una videoconferencia en menos de veinte minutos. ¿Podemos vernos luego? —le dije mientras me deshacía de mi bolso.

—Solo será un segundo, Meli. Hay alguien a quien tienes que conocer.

—¿Conocer?

Como única respuesta, Pedro, mi jefe, elevó las comisuras de su boca en un gesto enigmático. A continuación hizo una seña a Magda, una de mis compañeras y mi amiga fuera de esas cuatro paredes, para que también nos acompañase. Ambas intercambiamos una mirada y seguimos sus pasos hasta cruzar el umbral de la puerta del despacho principal… y ahí me quedé.

Habría dado lo que no tengo por haber reaccionado de una manera distinta. No sé, haber sonreído, haberme hecho la interesante, la indiferente, la elegante, la ingeniosa, la… lo que sea. Pero no. Toda esa serenidad de la que tanto me gusta presumir abandonó mi cuerpo y salió volando por aquella ventana que daba a la Diagonal. La media de mis parpadeos por segundo aumentó y la textura del interior de mi boca pasó a ser algo parecido al cartón. Intenté coger aire, pero este parecía haberse vuelto tan denso que mi sistema respiratorio no lo asimilaba, así que me limité a boquear como un pececillo fuera del agua.

—¿Meli? ¿Melina? —La voz de Pedro se hizo oír por encima del zumbido que había embrujado mi cerebro.

—¿Sí?

—Decía que Lucas, aquí presente —señaló con la mano al hombre de metro ochenta y pelo negro que esperaba dentro de su despacho; el mismo que me había robado el sueño hacía siete años—, se unirá a nuestro equipo a partir de esta misma semana.

Tardé un pestañeo más en volver a centrarme en el momento actual. Empecé a reaccionar cuando Magda saludó a Lucas, tendiéndole una mano con esa educación exquisita que los caracterizaba a ambos. Aunque Lucas solo la miró a los ojos unos pocos segundos, puesto que el noventa por ciento de su atención estaba centrado en mí. En mí y en mi gesto de desconcierto. ¿Cómo mi pasado se había mezclado de pronto con mi presente?

—Lucas, ella es Melina —siguió diciendo Pedro—. Técnica de desarrollo de negocio de Le Regarder.

—E intérprete —apuntó Magda.

—E intérprete —asintió Pedro, sonriéndome satisfecho.

Yo me aclaré la garganta y les hice un gesto de cariño, intentando ganar algo de tiempo y siendo a la vez consciente de que se me agotaba. No podía evitar mirarlo de frente durante mucho más, aunque tenía demasiado claro que él no apartaba los ojos de mí. Me dolía en la piel.

—Impresionante —dijo entonces con ese tono tan… «Welcome to America». Tan de mundo.

Una palabra. Cinco sílabas solo y tuve que luchar contra todos mis instintos para no cerrar los ojos mientras su voz desataba los recuerdos que había encerrado en mi pecho durante siete largos años. Lucas. Lucas Nahuel Samaniego. Parado junto a mí, hablándome, observándome aunque yo aún no me atreviera a hacerlo.

Tragué saliva con fuerza y por fin alcé la vista hacia sus ojos, mucho más negros de lo que recordaba. Tanto que por un momento temí que su oscuridad fuera a tragarse la claridad de mis iris azules.

Ignoré el escalofrío que se empeñaba en trepar por mi espina dorsal y alargué la mano, que permaneció unos segundos en el aire mientras él me observaba con las cejas agachadas, los labios ligeramente fruncidos y sus ojos brillando intensamente.

—Lucas. —Mi voz intentó sonar firme, como un saludo muy estudiado; creo que más o menos lo conseguí.

—Meli…

Tuve que esforzarme de nuevo para no cerrar los ojos cuando su piel y la mía se rozaron. Un chispazo de electricidad recorrió mis dedos y se fundió con el espeso silencio que se adueñó del despacho cuando Lucas y yo nos miramos a la cara por primera vez. Por primera vez en siete años, se entiende. Porque aquel rostro había quedado grabado en mi mente desde el primer momento. Mientras ambos recuperábamos el aliento, me permití a mí misma estudiarlo de cerca. Su nariz perfecta, un tanto respingona. Aquella mandíbula masculina que raspaba mis mejillas cada vez que estábamos demasiado cerca. Esa boca que me llevaba al cielo y que al mismo tiempo había dejado escapar las palabras más dulces y más hirientes que me han dicho jamás. Y sus ojos. Los mismos que me contaban historias de mil viajes que no haríamos.

Recuperé mi mano en un acto reflejo cuando sus dedos se movieron, produciendo cosquillas en los míos. Justo en ese momento, Pedro soltó un carraspeo y puso una mano en mi hombro, llamando mi atención y haciendo que me centrara de nuevo en el presente.

—¿Vosotros… os conocéis?

—No —dije yo.

—Sí —dijo Lucas al mismo tiempo.

Pedro entrecerró los ojos, pasando la mirada de uno a otro sin entender. Me aclaré la garganta.

—Quiero decir que… sí, nos conocíamos, pero no tenemos trato en la actualidad. Hacía muchos años que no… que no coincidíamos.

—¿Ah, no? ¿Y de qué os conocéis?

—Estudiamos juntos —atajé yo antes de que a Lucas se le ocurriera dar cualquier otra explicación.

—¿En Francia?

—No —intervino Lucas—, aquí en Barcelona. Hace ya tiempo. Siete años, ¿no, Meli?

Me encogí de hombros.

—No lo sé. No llevo la cuenta.

Lucas se me quedó mirando, y juro que me pareció ver cómo reprimía una sonrisa. Aparté la vista de él como si la fuerza que escapaba de sus ojos quemase.

Magda nos observaba con una expresión divertida y Pedro, que seguía pendiente de nosotros, se cruzó de brazos antes de volver a hablar con voz amistosa.

—Genial. Eso nos facilitará mucho las cosas. Igual es hasta buena idea que te unas a nuestra comida de hoy, Meli. Podréis poneros al día mientras aprovechamos para charlar del futuro.

Me quedé en blanco. ¿Ese hombre se había caído de un guindo y no sabía interpretar la tensión que sin duda circulaba entre Lucas y yo o es que de pronto era tan buena actriz que lo había despistado? Nadie, jamás, podría pensar que el hecho de que Lucas y yo compartiéramos historia fuera a facilitar cualquier escenario. Ni personal, ni laboral, ni nada.

—Hoy precisamente no creo que pueda comer con vosotros, Pedro. Ya tenía planes.

—¿Qué planes? —Arrugó la frente.

«Mierda. ¿Qué planes?».

—Esto… Planes personales.

—Bueno, Meli, esto es trabajo. Que conozcas ya a nuestro futuro reportero estrella es un punto que seguro que juega más a nuestro favor que en nuestra contra. Creo que será positivo para todos que nos acompañes.

Su voz sonaba amable, como de costumbre en Pedro, pero había un deje autoritario que me aconsejaba que no discutiera con él. Intenté tragar todo lo que estaba sintiendo. Por un lado, estaba toda la situación con Lucas y el pasado que compartíamos. Por otro…, la perspectiva de que entrara a formar parte del equipo. Él iba a ser el periodista que llevaría a cabo la investigación de un proyecto muy ambicioso que daría comienzo en el mes próximo. Un proyecto que venía pactado desde muy arriba, de tan arriba que ni una de las técnicas de desarrollo de negocio de la delegación de Barcelona había conocido la identidad del periodista encargado hasta ese momento.

Miré a Lucas de reojo. Parecía sereno, muy en su sitio. Me di cuenta entonces de que él no estaba ni la mitad de sorprendido de lo que estaba yo de que la vida nos hubiera subido al mismo barco. ¿Qué me estaba perdiendo?

—Está bien —dije finalmente—. Lo anularé, no te preocupes. Mándame un correo con los detalles de la comida y allí estaré.

Pedro sonrió triunfante.

—Claro. Ahora mismo se lo digo a Mercedes. Y de paso, que se encargue de llamar al restaurante para avisarlos de que seremos uno más. Espero que te guste comer de tapas, Lucas. Aquí está muy de moda.

Lucas sonrió de oreja a oreja y, de pronto, tuve ganas de gritar. Hasta me mareé. Había olvidado su sonrisa. Las arrugas que se le forman bajo los pómulos, la manera en la que sus ojos se achican, lo blancos que son sus dientes… Me obligué a apartar la vista enseguida, aunque creo que no lo suficientemente rápido como para que él no llegara a notarlo. Empezaba a dolerme el estómago por todas las reacciones que estaba reprimiendo con tal de no mostrarme como un libro abierto ante él. Recordaba demasiado bien lo fácil que le resultaba leerme.

—Suena perfecto, señor Dafoe.

—Pedro. Llámame Pedro, Lucas, por favor. Aquí nos gusta tutearnos.

Ambos hombres se sonrieron de nuevo y, a continuación, mi jefe me lanzó un gesto interrogante.

—¿No tenías esa videoconferencia, Meli?

Parpadeé hasta entender de lo que me estaba hablando. Claro. La conferencia con Singapur. La había olvidado. Sentí los ojos de Lucas en mi sien, aunque yo no tenía ninguna intención de volver a mirarlo a la cara. No quería arriesgarme a que viera más en mí de lo que ya había visto en los últimos cinco minutos. Los más largos de mi vida, por cierto.

Consulté el reloj. Eran casi menos cuarto y necesitaría unos minutos para reponerme. Sin más, me despedí escuetamente de todos y me dirigí al servicio. Estaba demasiado turbada. Necesitaba encerrarme sola en algún sitio para hacerme de nuevo con el control de mis emociones.

—Sofi, por Dios, ¿entiendes lo que te estoy diciendo?

Después de una conferencia densa y, a todas luces, poco productiva, regresé al despacho que compartía con Sonia, mi compañera de departamento y supervisora. Aprovechando que ese día Sonia tenía una cita médica, cerré la puerta y llamé a Sofía, mi mejor amiga y la única persona que podía contenerme en ese momento.

—Sí, joder. Lucas. Lucas en tu oficina. La puñetera ley de Murphy, Mel. Cuéntame, ¿cómo ha sido? ¿Estás bien?

Apoyé la cabeza en el escritorio y di pequeños cabezazos contra la madera blanca mientras le relataba lo ocurrido: mi patética reacción inicial, aquella pose de indiferencia que traté de adoptar para no sentirme tan en desventaja en ese escenario… como si estuviera en control de la situación. Cosa que no era así. No fue así en absoluto.

Habían pasado siete años desde que había visto a Lucas por última vez. Siete. No había vuelto a saber de él durante ese tiempo. Ni siquiera lo había encontrado en ninguna red social, aunque debo reconocer que lo había buscado alguna vez después de haberlo eliminado en su día de mi cuenta de Facebook. Nada de nada. Solo silencio. Y de repente tenía que digerir no solo que nos habíamos encontrado de nuevo, sino que se había infiltrado en mi rutina para quedarse unos meses. Como la llegada de ese invierno que se cuela por las ventanas y no te abandona hasta una nueva estación.

—¿Quieres que nos veamos luego? Puedo ir a tu casa —propuso Sofía.

—No puedo. Tengo planes con la familia de Jaime.

—Ah, sí. La gran familia gitana. —Se rio de su propio chiste. A Sofía le hacía gracia que la familia de Jaime se reuniera en cualquier ocasión y que yo me viera arrastrada a acompañarlo—. ¿Qué celebran? ¿La llegada de la Cuaresma?

—No, boba. Es el cumpleaños de la niña; la sobrina de Jaime. Cumple cuatro años.

—¿Cuatro? ¿Y ya está hecha semejante tirana? Los niños de hoy en día… —Chascó la lengua—. Finge que estás con la regla y quédate en casa. Yo llevaré el postre.

Sonreí para mí.

—En realidad no tengo que fingir. Me bajó anoche.

—¡Mejor! Si alguien te pide pruebas, las tendrás.

—No puedo, Sofi. Tengo que ir. Además, tampoco es tan grave. Ya soy mayorcita. Y lo de Lucas lo superé en su momento. No debo dramatizar. —Mientras lo decía, me mordí el labio y cerré los ojos, intentando que esas palabras cobraran un mayor sentido en mi interior.

—Está bien. Pero si cambias de opinión, dímelo con tiempo para que te compre una docena de cupcakes de todos los colores.

Llegué la última a la comida con Lucas y Pedro. No es que quisiera hacerme la interesante…, aunque un poco sí. Quería que me viera llegar. Quería que leyese mi lenguaje no verbal. Quería que mi cuerpo gritase lo bien que estaba, lo exitosa que era y lo genial que me sentía conmigo misma, porque juro que era verdad. Tal vez ver a Lucas ese día me había llevado a comportarme de manera dispersa, pero en general yo era feliz con la vida que tenía. Mi familia, mis amigos, mi chico, mi trabajo y, en el centro de todo, yo. Había aprendido a quererme y a aceptarme con el paso de los años. Estaba cómoda en mi propia piel, y eso es lo que quería que Lucas percibiera en ese momento, así que… me paseé sin prisa por las mesas que cubrían el mármol del restaurante, sintiendo su mirada a lo lejos conforme me acercaba a ellos.

Para cuando me senté en una de aquellas sillas de madera, era más que consciente del repaso al que Lucas había sometido a mi cuerpo. Hasta la ropa me ardía. Lo miré entrecerrando los ojos y él apartó la vista de inmediato, dirigiéndola hacia su copa.

—Bien. Ya estamos todos —dijo Pedro pasándome una carta.

La comida transcurrió en calma. Bueno, todo lo en calma que puede transcurrir un lapso de tiempo en el que alguien se ve obligado a compartir un rato en compañía de quien marcó una etapa de su vida. Pedro me pidió que le explicara a Lucas todo sobre el plan de expansión en Singapur porque «ahora era uno más del equipo». Así que no tuve otra opción que mirarlo a la cara mientras le exponía con todo lujo de detalles aquellas estrategias que había ideado como técnica de desarrollo de la agencia de contenidos Le Regarder.

—Confieso que me gustó el modelo que me explicó Pedro. Nunca había trabajado en un sitio como este —comentó Lucas mientras nos traían el primer plato.

—Lucas se ha dedicado a la prensa la mayor parte de su carrera —explicó Pedro—. Se ha movido por toda Europa. Es bastante conocido en Alemania y en la Suiza germanófona.

—¿Te las apañas para escribir en alemán y que se te entienda? —pregunté yo. Y sí, mi tono sonó más insolente de lo que había previsto.

Lucas jugueteó con la servilleta de tela que sostenía entre sus dedos. Estábamos en un restaurante cercano a la oficina donde servían tapas típicas en platos de porcelana, pretendiendo que aquello le diera un aspecto más chic. Observé cómo las facciones que vestían su rostro, que habían permanecido relajadas a lo largo de la comida, se transformaban hasta reflejar un gesto de regocijo. O de orgullo. No lo tuve muy claro.

—Me defiendo más que bien en alemán, pero no es perfecto, claro. Para eso están los editores. Supongo que conmigo cubren el cupo de horas extra.

Asentí con lentitud, obligándome a no perder esa especie de mueca que simulaba ser una sonrisa cortés. Pedro me miraba con la frente arrugada, marcando de manera severa las líneas de expresión que el tiempo había dibujado en su cara. Me mordí instintivamente la lengua. Creo que mi jefe empezaba a contemplar la posibilidad de que, tal vez, las cosas entre Lucas y yo no fueran tan fáciles como le habían parecido en un primer momento, pero siguió mi ejemplo y no hizo desaparecer su sonrisa.

—Meli te puede confirmar que trabajar en Le Regarder tiene cosas muy buenas —siguió diciendo, dirigiendo la conversación hacia su tema favorito: lo afortunados que éramos todos de formar parte de la familia de Le Regarder—. Es cierto que invertimos mucho en la investigación de todos esos temas tan serios que luego nos encargamos de vender a países de todo el mundo. Pero también tenemos nuestra propia revista digital en la que hablamos de todo tipo de cosas, en general más ligeras, que interesan a nuestros lectores.

Pedro hizo una pausa dramática en la que aprovechó para servirse más vino. En todas las reuniones con nuevos fichajes a las que lo había acompañado soltaba el mismo rollo. Y cuando digo el mismo, es el mismo. Usaba aquellas palabras exactas una y otra vez. Ahora venía la parte en la que ofrecía la posibilidad de una rutina de trabajo flexible. Di un buen trago a mi copa mientras sonreía.

—Así que, ya sabes. Si te agobias con el reportaje y te apetece escribir algo más distendido…, puedes hablarlo con los de marketing de contenidos. O incluso con Melina si te sientes más cómodo con ella.

Lucas me dedicó una mirada fugaz que reflejaba una sonrisa que pretendía ser cómplice. Yo la ignoré educadamente, fingiendo no haberla visto, y seguimos comiendo.

Más tarde, mientras tomaban nota para el café, un grupo de ejecutivos tomó asiento un par de mesas a la derecha de la nuestra. Pedro levantó la vista y puso gesto de reconocimiento justo antes de alzar la mano y saludar a alguno de los recién llegados. Se aclaró la garganta y retiró la servilleta de sus piernas, depositándola sobre la mesa de nuevo.

—Disculpadme un momento. Tengo que ir a saludar. —Se puso en pie y volvió a dirigirse a nosotros—. Aprovechad para poneros al día. Seguro que después de tantos años tenéis muchas cosas que contaros.

Dicho esto, esbozó una sonrisa, y sus largas piernas iniciaron el camino hacia la mesa en cuestión. Lo observé mientras saludaba a aquel grupo de hombres trajeados. Apretones de manos, palmadas en la espalda y lo que Sofía llama «pechazos corporativos».

Cuando volví a centrarme en mi propia mesa, me di cuenta de que Lucas me estaba mirando. Y no mirando de manera casual, como miras a un compañero de trabajo, sino observándome. Estudiando cada uno de los pequeños gestos que se formaban en mi rostro. Analizaba mis ojos, mi nariz y mi pelo. Algo así como una especie de radiografía facial.

Me revolví algo incómoda y balanceé la copa, ya vacía, entre mis dedos. Tragué saliva, y tan concentrada estaba en mis propias reacciones que incluso fui consciente de cómo descendía por la garganta. Quise ser como Sofía, capaz de romper el hielo en cualquier situación. O como mi amigo Óscar que, aunque no se le daban demasiado bien las relaciones sociales, tenía un don para no desentonar en exceso cuando se sentía incómodo. O como yo misma delante de cualquier persona que no fuera Lucas, puesto que normalmente me desenvolvía sin problemas. Pero no. Se ve que él tenía facilidad para dificultar la afluencia de mis palabras.

—Supongo que no soy el único que no sabe qué decir —dijo finalmente Lucas, y su voz, tan profunda como hipnótica, se deslizó en mi interior hasta desatascar, letra por letra, todas aquellas contestaciones que se me cruzaron por la cabeza.

—Pensaba que tú siempre sabías qué decir. Eres periodista. Tu fuerte son las palabras.

—Hasta el orador más experto se inhibe ante el estímulo adecuado.

—¿Estímulo? ¿Ahora soy un estímulo?

—Si te soy sincero, no sé qué eres ahora. Esto es bastante… peculiar.

—Ya.

Lucas se inclinó hacia delante en su asiento, de manera que su brazo quedó aún más cerca del mío. Casi nos rozábamos. Dirigí la vista hacia allí antes de separarme un poco, y cuando lo miré a él de nuevo, vi cómo se preparaba para decir algo. Se frotó los ojos con las manos. Parecía que quisiera crear algún tipo de energía que le diera fuerzas.

—Meli… Creo que hay algunas cosas que deberíamos hablar si vamos a trabajar juntos. Lo último que quiero es que nuestros días en Le Regarder se conviertan en algo extraño.

—Estás equivocado, Lucas. Nosotros no tenemos absolutamente nada de qué hablar. No hemos tenido que cruzar una palabra en siete años; no vamos a hacerlo ahora por mucho que hayamos coincidido. Tú, tu vida y tu trabajo; yo, a lo mío. Y los ratos que debamos pasar juntos seremos dos profesionales que deben compartir tiempo y espacio por una cuestión laboral. Nada más que eso.

Se quedó callado unos segundos, mirándome con tanta intensidad que me vi obligada a apartar la vista. Después me arrepentí, por si acaso él interpretaba el hecho de que huyese de su mirada como un signo de debilidad por mi parte, así que alcé los ojos de nuevo. Los suyos, tan negros como dos pozos demasiado profundos, querían inmiscuirse en mi interior con un permiso que no les había sido concedido. Noté cómo poco a poco desaparecían todos los sonidos del restaurante. Los platos, las voces, la música de fondo. Todo fuera. Solo quedaba el sonido de nuestra respiración y el del pulso que latía con fuerza en mi cuello.

—¿No quieres saber nada de mí o de mi vida? ¿No tienes curiosidad?

—No —mentí—. Tú desapareciste y, contigo, mi interés en todo lo que a ti respecta.

—¿Y si a mí sí que me interesa saber cosas de ti?

—¿Por qué iba a interesarte de pronto mi vida? No tiene ningún sentido.

—No, no lo tiene —reconoció. Se aclaró la garganta y se acomodó en su asiento, como si él también necesitase aumentar los límites de su espacio personal. Juntó los dedos a la altura de su barbilla y sacudió la cabeza, intentando deshacerse de alguna idea intrusa—. Mira, esto no va de un reencuentro en el que nos ponemos al día después de soltarte el típico discursito de que me alegro de verte, Meli. De hecho ni siquiera me alegro. No es alegría lo que siento. Es otra cosa. Algo a lo que no sé ponerle nombre.

—Ahórratelo, Lucas. No me interesa.

—¿De verdad que no? Hasta donde yo recuerdo, eres una persona bastante curiosa.

Esa fue, sin duda, la primera patadita que dio al castillo de naipes que conformaban los recuerdos del ayer y que, ante ese primer impacto, empezó a derrumbarse. Claro que era una persona curiosa, especialmente cuando se trataba de él. Había sentido curiosidad por saber de su vida. De su pasado, de su presente y lo que esperaba del futuro. Curiosidad por conocer el porqué de todo aquello que compartía conmigo, y la naturaleza de todo lo que decidía callar, que era mucho. Curiosidad porque quise ser la primera en llegar a su interior y clavar allí una bandera que llevara mi nombre. Pero como dice el dicho, «la curiosidad mató al gato», y yo acabé fracasando en mis intentos por formar parte de las verdades que escondía.

El camarero llegó en ese momento con los cafés que habíamos pedido de postre. El solo para Pedro, que seguramente acabaría enfriándose, y dos cortados; uno para Lucas y otro para mí. El café no estaba entre mis hábitos, pero no solía decir que no a uno cuando tenía sueño o cuando quería despejarme, como era el caso en ese momento.

Mientras esperaba a que se enfriara el mío, vi cómo Lucas vertía el contenido del sobre de azúcar en el suyo y le daba unas cuantas vueltas con la cucharita plateada. Reflexioné unos segundos acerca de su actitud. Es cierto que Lucas siempre fue una persona muy dueña de sus reacciones. Sabe cómo mantener el tipo; supongo que es parte de su encanto. Pero, si me esforzaba por analizar los eventos del día, podía ver con claridad que tenía cierta ventaja en la situación. Que parecía elegir con cuidado sus palabras, como si ya las hubiera ensayado. Que cuando nos encontramos en el despacho había seguido respirando con la misma tranquilidad. Que ni siquiera hubo un mínimo atisbo de sorpresa; no reflejó ninguna emoción.

Con todo eso en la cabeza, y su último comentario aún aguardando una respuesta, me decidí a anunciar:

—Lo único de este tema que me produce curiosidad es tu reacción cuando nos hemos encontrado antes en el despacho de Pedro.

—¿Reacción? —Alzó las cejas—. No recuerdo haber reaccionado de una manera especial.

—Exacto. No has mostrado ningún tipo de sorpresa. Como si nos hubiéramos visto el día anterior.

Por la sonrisita triunfante que asomó a sus labios, supe a ciencia cierta que había estado esperando ese comentario por mi parte desde que nos habíamos quedado solos.

—Te busqué —dijo.

—¿Qué?

—Cuando Pedro me ofreció este trabajo, me costó aceptar. Volver a Barcelona no entraba en mis planes a corto plazo. No quería algo demasiado… encasillado. Pero me picó con el proyecto. Cuando por fin acepté, hizo todo lo que estaba en su mano para asegurarme que había tomado la decisión correcta y para que no me echara atrás. —Sonrió—. Me habló de su equipo. Está muy orgulloso de todos vosotros.

—Al grano —le apremié.

—Me habló de los planes de expansión en Singapur. Y mencionó que el departamento de marketing, formado por Jimena, Sonia y una tal Melina Ruiz, estaba obteniendo grandes resultados.

—¿Y? Apuesto a que hay muchas Melinas Ruiz en Barcelona.

—Ya. Por eso te busqué en Facebook. «Melina R I». Me costó dar contigo. Pero eras tú, sin duda.

Entrecerré los ojos en su dirección. Él me mantuvo la mirada, reflejando que no le avergonzaba lo más mínimo haber utilizado sus recursos de investigador para saber de mí. Sabía que en mi perfil de Facebook no habría encontrado mucha información que le diera pistas de cómo era mi vida. Para empezar, lo tenía cerrado, de manera que nadie que yo no quisiera podía acceder a mis fotos.

—¿Y qué ponía? —pregunté.

—Que trabajabas en Le Regarder, que vivías en Barcelona y que tienes una relación.

Lo dijo fingiendo no darle importancia, pero la intensidad que cruzó su rostro me indicó que realmente se había preocupado por averiguar cosas de mí. Igual incluso mantenía la esperanza de tener conmigo algún tipo de relación más allá de las horas de trabajo. Puse los ojos en blanco en mi interior solo de pensarlo.

—Debería quitarme el Facebook —contesté, dirigiendo la mirada a mi café, que esperaba en la mesa sin ser tocado—. Total, ni siquiera lo uso.

—¿Eso significa que no tienes una relación?

—Eso significa que el hecho de que tenga o no una relación no es asunto tuyo ni de nadie.

Lucas sonrió ampliamente.

—Me gusta cómo se ha desarrollado ese carácter tuyo. Si este fuera un encuentro normal, entre dos personas normales, te diría que estoy muy orgulloso de ti y de la persona en la que parece que te has convertido. —Se acercó un poco más a mí y en voz muy baja, casi susurrante, añadió—: Pero esto no es para nada normal, ¿verdad? Somos tú y yo.

Se me aceleró la respiración y decidí tragarme una risotada amarga que me brotó de dentro, pero que finalmente quedó atascada en mi garganta; en realidad aquello no me hacía ninguna gracia. No desvié mis ojos de los suyos cuando dije:

—En eso te equivocas, Lucas.

—¿En qué?

—En que no existe un tú y yo.

Gracias a algún tipo de deidad cósmica, antes de que él pudiera dar una respuesta, Pedro volvió con nosotros a la mesa. Tomó asiento de nuevo parloteando sobre lo mucho que le gusta a la gente escucharse hablar a sí misma y cogió la cucharilla del café, ajeno a la manera en la que los ojos de Lucas taladraban los míos. Suspiré y fijé la vista en el cortado que había pedido y al que no le había echado ni siquiera el azúcar. Pensé en no tomármelo, porque los latidos de mi corazón habían adquirido tanta fuerza que tal vez meterme una dosis de cafeína daría como resultado que estuviera taquicárdica el resto de la tarde. Pero aun así lo tomé, aunque solo fuera por el simple hecho de mantenerme ocupada mientras seguía a tan poca distancia de Lucas.

Cuando, un rato más tarde, salimos del restaurante en dirección a la agencia, buceé en mi bolso hasta hacerme con mi teléfono móvil. Lo desbloqueé y en la aplicación de WhatsApp localicé mi conversación con Sofía.

«Luz verde al plan en mi casa por el malestar ocasionado por la regla. Que sean dos docenas de cupcakes».

2

Como pequeñas gotitas de lluvia

Sofía entró en mi casa a eso de las siete de la tarde como un elefante en una cacharrería: de manera ruidosa, armando revuelo y parloteando sin cesar. Eso que hace cuando quiere ocultar su verdadero estado de ánimo.

—He traído cupcakes, muffins y ensaimadas. Estaban de oferta. También he cogido vino de ese malo del supermercado que tanto te gusta y un par de pizzas congeladas por si se hace tarde y queremos cenar. ¡Ah! Y palomitas. He pensado que igual luego te apetece distraerte viendo una peli.

La seguí hasta el interior de la cocina, donde descargó las tres bolsas que llevaba. Como siempre que venía, empezó a guardar la compra abriendo la nevera y algunos armarios como si estuviera en su propia casa. A continuación sacó un par de platos y sirvió aquellas bombas calóricas que había traído como merienda mientras yo, contra mi buen juicio, descorchaba la botella de vino.

Para Sofía todos los males de este mundo pueden solucionarse con la comida adecuada, así que sonreí agradecida cuando puso todas las cosas en un par de bandejas y se dirigió al salón sin más ceremonia; esa era su versión de un gabinete de crisis.

A principios de marzo, a esa hora de la tarde era prácticamente noche cerrada, así que corrí las cortinas y encendí la lámpara de pie que había junto al sofá antes de tomar asiento al lado de Sofía.

—Ahora sí —dijo llevándose el primer cupcake de la tarde a la boca—. Cuéntamelo todo.

Y yo obedecí. Desde que la conocí el primer día de universidad había sido incapaz de ocultarle nada. Nos habíamos hecho íntimas enseguida, creo que porque ambas llevábamos años buscando lo que habíamos encontrado en la otra: alguien que te escucha, que te lo da todo, que no te juzga, que te apoya y que te entiende. Yo había tenido otras amigas antes, pero ninguna como ella. Lo que más se asemejaba a lo que teníamos era mi relación con Óscar, pero los hombres son hombres, y, además, Óscar era más reservado que yo; no había tanto equilibrio en nuestra amistad.

Mientras masticaba un muffin de arándanos, le conté, punto por punto, todo lo que había ocurrido esa mañana, en especial lo que había hablado con Lucas en el restaurante cuando nos habíamos quedado solos.

Sofía me interrumpía de vez en cuando con sus «¿de verdad ha dicho eso?» o «a ver, a ver, dime exactamente cuáles fueron sus palabras» o «¿te lo dijo mirándote a los ojos?».

Cuando por fin acabé, preguntó:

—¿Crees que intentará volver a acercarse?

—No lo sé. No sé qué esperar. Me tiene despistada. Ni siquiera esperaba una conversación como la que hemos tenido hoy. —Suspiré—. Ahora mismo es alguien a quien ni siquiera conozco.

—Supongo que habrá que esperar y ver. Todavía no me lo puedo creer. Me parece una casualidad tan grande…

En su día, Sofía había sido uno de los principales testigos de mi «relación» con Lucas. Estuvo a mi lado en cada paso y en cada primera vez. Me había acompañado cuando las circunstancias así lo exigían y fue mi paño de lágrimas cuando todo acabó. Además de a mí, si a alguien más le impactaba que, en cierta forma, se reanudara el tema, era a ella.

La vuelta de Lucas era un choque. Él había sido la historia más intensa de mi juventud y, ahora, años después, no sabía qué palabras utilizar para explicar lo que suponía que hubiera regresado a mi vida.

Todo lo que había sentido en su día estaba superado, pero ¿había desaparecido del todo? Apenas unas horas después de nuestro primer encuentro en tantos años, ya me aterraba formular esa pregunta.

Sofía cambió su posición en el sofá y se apoyó en uno de los cojines antes de volver a hablar.

—No se lo vas a decir a Jaime, ¿verdad?

La miré sin entender qué pintaba Jaime en este asunto.

—¿A Jaime? ¿Para qué?

—No sé. Por eso de la sinceridad en las parejas y todo ese rollo.

Hice un gesto difuso con la mano.

—No creo que haya nada que contar. A Jaime nunca le he hablado de Lucas. Sinceramente, no veo motivo para hacerlo ahora. Dudo que vaya a traer nada bueno.

Sofía se me quedó mirando un rato y después asintió con lentitud. Seguimos comiendo y bebiendo en silencio durante unos minutos. Después hablamos de cosas sin tanta carga emocional, como de trabajo, de unos pantalones que había fichado en Zara o de la fiesta de bienvenida a Óscar del fin de semana pasado.

Mi amigo había estado viviendo en Houston tres años y acababa de volver a Barcelona en busca de un nuevo proyecto personal y profesional tras la reciente ruptura de su relación de pareja.

—¿Saldremos mañana a cenar con él? —preguntó Sofía.

—No creo. Le debo una noche a Jaime después de haberme escaqueado hoy del cumpleaños de su sobrina.

—¿Te ha dicho algo? —Compuso una sonrisa culpable.

—Ha bromeado diciendo que si estaba fingiendo para escaparme a comer guarrerías contigo.

Me encogí de hombros, a lo que Sofía contestó con una risilla.

—Nos conoce demasiado…

Le devolví la sonrisa y ambas nos quedamos en silencio mientras esperaba la pregunta que sabía de sobra que venía.

—¿Cómo os va? Ya sabes, después de la bronca de hace un par de semanas.

—Bien. Bueno, normal. —Suspiré, llevándome la copa a los labios y dando un pequeño sorbo—. Actuamos como si nada, pero creo que es cuestión de tiempo hasta que vuelva a salir el tema.

—¿Lo de vivir juntos?

—Sí. Lo de vivir juntos, lo de encontrarnos en puntos distintos… Resumiendo mucho: Jaime cree que no estoy tan implicada como él en nuestra relación. Como ninguno de los dos sabe qué hacer para acercar posturas, de momento no hablamos de ello.

—Sabes que las cosas acaban cayendo por su propio peso, ¿verdad?

Asentí, pero no se me ocurrió contestar nada que mereciese la pena, así que cambié de tema:

—Bueno, hablemos ahora de ti. Tienes que ponerme al día de cómo van las cosas con Álex.

—Uf… —contestó soltando un resoplido—. Ahora mismo, la verdad es que no van.

La historia de Sofía y Álex merecía una mención aparte. Se habían conocido en el trabajo hacía ya varios meses, justo cuando ella sacó su plaza como intérprete en la Gerencia Territorial del Departamento de Justicia de Barcelona. Álex era el abogado de una de las partes en uno de los primeros casos que le asignaron. Debido a la naturaleza del propio caso, empezaron a pasar bastante tiempo juntos. Quedaban para comer o se veían después del trabajo para tomar una cerveza rápida. Poco a poco, comenzaron a hablar de temas más personales, como de sus motivaciones, sus aspiraciones y sus inquietudes. Parecían hechos el uno para el otro; habían conectado.

¿Dónde estaba entonces el problema? Pues que Álex, a pesar de ser el hombre de los sueños de mi amiga, estaba casado. Y tenía dos hijos.

Sí, Álex tenía un matrimonio cuyo noveno aniversario ya había celebrado. Un matrimonio que jamás había ocultado, pero del que ambos parecían olvidarse cuando estaban juntos.

Sofía y yo habíamos hablado del tema lo suficiente como para saber que ella era totalmente consciente de que estaba mal sentir cosas por un hombre como Álex. Pero daban igual las horas de terapia o las veces que la sacara de fiesta para intentar que conociera a alguien, porque no había manera de que se lo sacara de la cabeza. En cuanto a Álex…, él tampoco parecía ser capaz de poner la distancia que probablemente tanto uno como otro necesitaban. Así que siguieron quedando.

Desde el principio estuve muy preocupada por el camino que estaba tomando mi amiga, que parecía no darse cuenta de hasta qué punto se estaba complicando la vida. Pero ella me aseguraba que tenían la situación controlada. Yo, que la conocía como a la palma de mi mano, sabía que lo que sentía por Álex no era algo fácil de mantener bajo control durante mucho tiempo, y, efectivamente, así fue. Los límites que debían respetar se fueron desdibujando cada vez más, hasta el punto de que Álex le confesó que sentía cosas por ella; cosas que un hombre casado no debe sentir por una mujer que no es su esposa.

Sofía siempre ha sido una persona demasiado emocional para su propio bien, así que acabó sincerándose. Le dijo que ella también sentía cosas, pero que no quería inmiscuirse en una relación.

Desde entonces, mi amiga había intentado cortar todo contacto.

—¿No has vuelto a saber nada de él en este tiempo? —pregunté, reanudando la conversación que habíamos empezado.

—Sí. Claro. Me escribe todos los días. Parece bastante desesperado por que hablemos, pero yo no estoy preparada para escucharlo. Para mí es muy duro saber que me he enamorado de un hombre que es totalmente inalcanzable. Es padre, por el amor de Dios.

Sofía era diferente a casi todas las personas que yo conocía. No por sus rasgos asiáticos —ojos rasgados, facciones delicadas y pelo lacio y negro—, ni tampoco por su mente privilegiada, que le permitió sacar una plaza de funcionaria al segundo intento, sino por esa facilidad de ser ella misma en cada situación. Por su capacidad para preocuparse por todo el mundo. Por su entrega incondicional. Había muchas cosas que me gustaban de ella y que me hacían sentirme muy afortunada de tenerla en mi vida, pero en esos momentos me preocupaba que decidiera seguir sus emociones sin tener en cuenta las consecuencias, porque, entre otras muchas cosas, Sofía era impulsiva. Estaba demostrando mucha fuerza de voluntad manteniéndose alejada de Álex, pero sabía que tarde o temprano él terminaría llegando a ella.

—Acabarás cediendo —dije con delicadeza, aunque estaba segura de que no se ofendería.

—Ya. Ya lo sé. Cuando salga de este estado de shock, necesitaré hablar con él. ¿Qué hago, Mel? ¿Qué hago con todo esto que siento? Tengo muy claro en mi cabeza que él no es el hombre para mí, pero aquí —se señaló el pecho—, aquí creo que nos merecemos una oportunidad. Él siente lo mismo que yo. Lo sé. Lo siento cada vez que estamos juntos. ¿Por qué nos hemos tenido que conocer en estas circunstancias?

Reflexioné sobre sus palabras con bastante tristeza. Sofía no se merecía una historia imposible. Se merecía a alguien que la hiciera más fuerte de lo que ya era.

Mientras seguíamos bebiendo tiradas en mi sofá, mi mente continuó dando vueltas a algo concreto que había dicho; algo acerca de saber que alguien no es la persona indicada para ti y aun así sentir que quieres acercarte. Por supuesto, ante ese pensamiento Lucas volvió a mi cabeza.

Es curioso, tantos años reprimiendo los recuerdos y poco a poco estos se iban infiltrando en mi cerebro como pequeñas gotitas de lluvia en un techo agrietado.

Estando sentada allí junto a mi mejor amiga, en plena crisis tanto para una como para otra, me puse a recordar. Rasqué la superficie de una herida que había cicatrizado años atrás. No lo pude evitar. Y habría dado lo que fuera por conseguir guardármelo dentro durante más tiempo y no traerlo de nuevo a mi mente.