A mis hijos, Constanza y Esteban,
quizá algún día lectores del Quijote

El desdichado don Miguel

El barbero Nicolás y el padre Pedro estaban muy preocupados por su amigo don Alonso Quezada. El día anterior, un vecino se había encontrado a don Alonso molido a golpes en el campo y lo había traído de vuelta a casa, medio desmayado y gritando que era un caballero andante. El padre y el barbero le habían dado una tisana, que por el momento lo tenía roncando como un bebé.

Convencidos de que don Alonso había perdido la cabeza por leer demasiados cuentos fantasiosos, el cura y el barbero decidieron revisar su biblioteca para deshacerse de todos aquellos libros que podrían haber enloquecido a su amigo. Algunos se salvaron pero muchos otros fueron lanzados al fuego, aunque no tenían la culpa de que don Alonso se los hubiera tomado tan en serio.

Después de revisar los libros sobre caballeros y magos, examinaron otros menos fantásticos, pero también peligrosos para mentes como la de don Alonso. De repente el barbero tomó en sus manos un librote y leyó:

—¡Aquí hay un libro llamado La Galatea, de un tal Miguel de Cervantes!

Al oír esto, el cura sonrió y dijo:

—Hace años que Cervantes es amigo mío, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Este libro suyo tiene buenas ideas: cuenta algunas cosas, pero no las acaba. Será mejor esperar a ver la segunda parte que ha prometido: quizá con eso la obra podría ser perdonada. Por ahora, guárdelo en su casa.

El barbero Nicolás no lo pensó dos veces. Guardó el libro mientras decía:

—¿Cómo es eso de que su amigo es más versado en desdichas que en versos?

—Es sólo una forma elegante de decir que es un buen escritor con pésima suerte —respondió el sacerdote—. No he conocido a nadie con tan mala pata. La última vez que lo vi acababa de salir de la cárcel. Ahora vive en Madrid con sus hermanas y se la pasa lamentándose de que nadie quiera publicar sus cuentos, que son muy buenos, ni representar sus obras de teatro, que no son tan buenas.

El barbero escuchó lo que le contaba el cura, asintió con la cabeza, se encogió de hombros y dijo:

—No sé si sea mala suerte. ¿No será que su amigo tiene mala actitud ante la vida?

El padre lo pensó un poco.