Para Laura,
una de los caballeros blancos.

 

 

 

 

 

 

Busco el rostro que tuve
antes de que se hiciera el mundo.

WILLIAM BUTLER YEATS,
Antes de que se hiciera el mundo

 

 

Demos gracias al espejo por revelarnos
únicamente nuestra apariencia.

SAMUEL BUTLER,

Erewhon

PRÓLOGO

 

Arriba

Persephone estaba de pie en la cima pelada, con la amplia falda de su vestido marfil azotándole las piernas y la melena blanquecina y rizada ondeando a su espalda. Parecía vaporosa, inmaterial, como si el viento la hubiera arrastrado hasta aquellos peñascos y la hubiera dejado enganchada en uno de ellos. Allí arriba, sin árboles que lo detuvieran, el aire soplaba con ferocidad. Abajo, el mundo exhibía todo el esplendor del otoño.

A su lado esperaba Adam Parrish, con las manos enterradas en los bolsillos de sus pantalones de lona manchados de grasa. Aunque parecía cansado, su mirada era mucho más clara que la última vez que Persephone lo había visto. Siempre concentrada en las cosas importantes de verdad, Persephone llevaba mucho tiempo sin pararse a recordar cuántos años tenía. Y sin embargo, al mirar ahora al chico, se asombró de lo... lo nuevo que parecía. Su expresión descarnada, el encorvamiento adolescente de sus hombros, la energía frenética que desbordaba...

«Hace un día excelente para estas cosas», pensó Persephone. Era fresco y encapotado, sin interferencias de la energía solar, de las fases de la luna o de la maquinaria de alguna obra cercana.

–Ese es el camino de los muertos –dijo, alineándose con el sendero invisible. Nada más hacerlo, notó que en su interior despertaba un zumbido placentero; era una sensación no muy distinta de la que obtenía al ordenar los lomos de los libros en un estante.

–Te refieres a la línea ley –replicó Adam.

Persephone asintió con serenidad.

–Compruébalo por ti mismo.

El chico avanzó hasta pisar la línea, y su cara se giró para observar su recorrido con tanta naturalidad como si fuera una flor buscando el sol. A Persephone le había llevado mucho más tiempo dominar aquel arte; no obstante, ella, a diferencia de su joven pupilo, no había hecho ningún trato con un bosque sobrenatural. Hacer tratos no era lo suyo. En general, no se le daba demasiado bien trabajar en equipo.

–¿Qué ves? –le preguntó.

El muchacho parpadeó, y sus pestañas del color del polvo acariciaron el inicio de sus mejillas. Como Persephone era quien era, y además el día era realmente excelente para aquellas cosas, percibió de inmediato lo que estaba viendo el chico. No tenía nada que ver con la línea ley. Era el suelo de una bonita mansión, salpicado de figurillas hechas añicos. Una carta oficial, en un papel con sello de las autoridades del condado. Un amigo convulsionándose a sus pies.

–Me refiero a lo que ves fuera de ti –le recordó Persephone en tono suave.

Lo que ella veía en el camino de los muertos era un cúmulo tal de acontecimientos y posibilidades que ninguno de ellos sobresalía entre los demás. Persephone era mucho mejor vidente cuando sus amigas Cala y Maura estaban junto a ella: Cala, para seleccionar sus percepciones, y Maura para ponerlas en contexto.

Adam parecía tener potencial para esto último, pero le faltaba experiencia para reemplazar a Maura... «No», se dijo Persephone, «esa no es la palabra». Las amigas no se podían reemplazar. Se esforzó por buscar otro término, uno que fuera más adecuado.

«Rescatar». Sí, eso era: lo que se hacía con los amigos era rescatarlos. ¿Pero necesitaría Maura que la rescataran?

Si Maura estuviera con ella en la montaña, Persephone habría sabido la respuesta a esa pregunta. Aunque si Maura estuviera allí, la pregunta no habría tenido razón de ser.

Soltó un largo suspiro.

Últimamente suspiraba mucho.

–Veo cosas –dijo Adam, con las cejas fruncidas en un gesto de... ¿concentración? ¿Incertidumbre?–. Más de una. Son como... como los animales de Los Graneros. Veo cosas... que duermen.

–Sueñan –asintió Persephone.

En el instante en que Adam había mencionado a los durmientes, estos se habían situado en la primera línea de su consciencia.

–Son tres –añadió.

–¿Tres qué?

–Tres en particular –murmuró Persephone–. A los que hay que despertar... No, no. Dos. Hay uno que no debe despertar.

Aunque a Persephone nunca se le había dado muy bien distinguir qué estaba bien y qué estaba mal, en este caso no le cabía duda de que el tercer durmiente estaba... mal, de algún modo.

Durante unos minutos se quedó allí de pie, junto al chico –«Adam», se recordó a sí misma; cada vez le resultaba más difícil dar importancia a los nombres de pila–, sintiendo el pulso de la línea ley bajo sus pies. Una y otra vez, con suave insistencia, Persephone trató de encontrar la vibrante hebra de Maura en la enredada madeja de energía.

A su lado, Adam volvió a encerrarse en sí mismo. Como siempre, lo que más le interesaba era lo único que no podía llegar a conocer: su propia mente.

–Fuera –le recordó Persephone.

Adam contestó sin abrir los ojos, en un tono tan suave que sus palabras casi se deshicieron en el viento.

–No quisiera ser maleducado, pero me pregunto por qué merece la pena aprender esto.

Persephone se asombró: ¿cómo podía el chico creer que era de mala educación hacer una pregunta tan razonable?

–Cuando eras un bebé –respondió–, ¿qué crees que te empujaba a querer hablar?

–¿Con quién estoy aprendiendo a comunicarme?

–Con todo –contestó Persephone, complacida por lo rápido que lo había entendido el chico.

 

En medio

Cala estaba anonadada por la basura que tenía Maura acumulada en su habitación del 300 de Fox Way, y no se privó de decírselo a Blue.

Ella no contestó. Estaba revisando un montón de papeles junto a la ventana, con la cabeza torcida en un gesto de concentración. Desde este ángulo era exactamente igual a su madre: compacta, atlética y difícil de derribar. Poseía una extraña belleza, a pesar de los trasquilones que se había hecho al cortar ella misma su pelo negro y de que llevaba una camisa a la que había pasado por encima una segadora de hierba. Aunque tal vez fueran precisamente esas cosas las que la hacían bella... ¿Cuándo se habría puesto tan guapa, tan mayor, a pesar de no haber crecido ni un centímetro? Aquella debía de ser la evolución normal en las chicas que se alimentaban solo de yogur, claro.

–¿Has visto estos, Cala? –preguntó–. Son muy buenos.

Aunque Cala no sabía a qué se refería Blue, estaba segura de que era verdad. Blue no era del tipo de personas que hacen elogios falsos, ni siquiera a su propia madre. Aunque era cortés, no se esforzaba por resultar agradable. Lo cual era toda una ventaja, claro, porque la gente que hacía esfuerzos por caer bien irritaba profundamente a Cala.

–Tu madre es una mujer con muchos talentos –gruñó. El caos de aquella habitación le estaba quitando años de vida. A Cala le gustaban las cosas sólidas, fiables: los ficheros bien organizados, los meses de treinta y un días, el lápiz de labios morado... A Maura le gustaba el caos–. Y uno de sus mayores talentos es ponerme de los nervios.

Cala agarró la almohada y se vio asaltada por una riada de sensaciones. En un solo instante, percibió dónde había comprado Maura la almohada, la forma en que la doblaba bajo su cuello, las lágrimas que habían mojado la funda y el contenido de cinco años de sueños.

El teléfono del servicio de videncia sonó en la habitación contigua, rompiendo la concentración de Cala.

–Mierda –masculló.

Cala poseía el don de la psicometría: a menudo, le bastaba con tocar un objeto para saber de dónde procedía y notar los sentimientos de su dueño. Pero aquella almohada tan usada contenía demasiados recuerdos para darles un orden lógico. Si Maura estuviera allí, a Cala no le habría costado nada aislar los recuerdos útiles.

Pero si Maura estuviera allí, no habría tenido por qué hacerlo.

–Blue, ven.

La chica le puso una mano en el hombro con ademán teatral, y su talento amplificador natural agudizó de inmediato el de Cala. Vio las noches de desesperanza e insomnio de Maura. Sintió la marca que había dejado la mandíbula sombreada del señor Gris en la funda. Contempló lo que había soñado Maura en su última noche allí: un lago de aguas lisas como un espejo y un hombre vagamente familiar.

Cala resopló.

Era Artemus: el antiguo amante de Maura, desaparecido hacía mucho.

–¿Encuentras algo? –preguntó Blue.

–Nada útil.

Blue retiró la mano bruscamente, consciente de que Cala era tan capaz de captar pensamientos en los humanos como en las almohadas. Sin embargo, a Cala no le hacía falta ningún don de videncia para adivinar que la expresión tranquila y razonable de Blue no se correspondía con el fuego que ardía en su interior. Las clases estaban a punto de comenzar, el amor se respiraba en el aire, y la madre de Blue había desaparecido hacía más de un mes en una misteriosa búsqueda que solo ella conocía, dejando atrás a su nuevo –y homicida– pretendiente. Blue era un huracán a punto de golpear la costa.

«Ay, Maura...», pensó Cala con el estómago encogido. «Te dije que no te marcharas».

–Toca eso –dijo Blue señalando un cuenco de adivinación negro y grande, que estaba caído en la alfombra desde que Maura lo había usado por última vez.

Cala no aprobaba la videncia en cuencos o en espejos, ni en nada que implicara sondear el misterioso éter del espacio-tiempo para manipular lo que se extendía al otro lado. Técnicamente, la videncia no era peligrosa: solo implicaba meditar frente a una superficie reflectante. Pero en la práctica, a menudo implicaba separar el alma del cuerpo, y el alma era una viajera frágil.

La última vez que Cala, Persephone y Maura se habían atrevido a hacer magia con espejos, Nevee, la hermanastra de Maura, había desaparecido de manera accidental.

Al menos, a Cala nunca le había gustado Nevee.

Sin embargo, Blue tenía razón: el cuenco era el objeto que más respuestas podía ofrecerles.

–De acuerdo –accedió Cala–, pero no me toques. No quiero que esto se haga aún más potente de lo que ya es.

Blue alzó las manos como si quisiera mostrar que estaba desarmada.

Cala rozó el borde del cuenco con gesto reticente, y de inmediato una nube oscureció su visión. Estaba dormida, soñando. Caía por una profundidad eterna de agua negra. Una versión simétrica de ella se alzaba disparada hacia las estrellas. Algo metálico se le hincó en la mejilla. Un mechón de pelo se le adhirió a la comisura de la boca.

¿Cómo encajaba Maura en aquello?

Una voz desconocida y estridente resonó en su cabeza. Entonaba una cantinela con cierto retintín:

Reinas y reyes,
reyes y reinas,
Blue Lily, lirio azul,
coronas y pájaros,
espadas y cosas,
Blue Lily, lirio azul.

Súbitamente, la visión de Cala se aclaró.

Volvía a ser ella misma.

Y por fin podía ver lo que había visto Maura: tres durmientes, uno claro, otro oscuro y otro a medio camino entre los dos. Supo que Artemus estaba bajo tierra. Supo que nadie podía salir de aquellas cavernas a no ser que lo fueran a buscar. Supo que Blue y sus amigos formaban parte de algo mucho más grande, algo gigantesco que se estiraba y se despertaba lentamente...

–¡BLUE! –rugió Cala, comprendiendo por qué sus esfuerzos tenían tanto éxito de pronto.

En efecto: Blue, a su lado, le había apoyado una mano en el hombro, y eso había hecho que la visión fuera mucho más intensa.

–¿Qué tal? –preguntó.

–¡Te dije que no me tocaras!

Blue se encogió de hombros, en absoluto arrepentida.

–¿Qué has visto?

Carla suspiró, aún inmersa a medias en aquella otra dimensión de la conciencia. Una y otra vez, la invadía la sensación de que, en cierto modo, se estaba preparando para entablar una batalla que ya había mantenido.

Lo que no recordaba era si había ganado la vez anterior.

 

Abajo

Maura Sargent no podía sacudirse la idea obsesiva de que el tiempo había dejado de funcionar. No es que se hubiera detenido, exactamente, sino que había dejado de avanzar del modo que Maura estaba acostumbrada a considerar «normal»: minutos que se sumaban hasta formar horas que, a su vez, formaban días y semanas.

Maura estaba empezando a sospechar que estaba viviendo el mismo minuto una y otra vez.

Aquella sensación tal vez hubiera obsesionado a algunas personas. Otras podrían haberla pasado por alto. Pero Maura no era como la mayoría. Había empezado a ver el futuro en sus sueños cuando tenía catorce años. Había conversado con su primer espíritu cuando tenía dieciséis. Había expandido su visión para contemplar el otro lado del mundo cuando tenía diecinueve. El tiempo y el espacio eran dos bañeras en las que Maura chapoteaba a placer.

Así pues, aunque Maura sabía que había cosas imposibles, le constaba que una caverna en la que el tiempo se detuviera no era una de ellas. ¿Cuánto llevaba allí? ¿Una hora, dos? ¿Un día, cuatro? ¿Veinte años? Las pilas de su linterna no se habían agotado aún.

«Pero si el tiempo no se mueve en este lugar, no se agotarán jamás, claro».

Se deslizó por el túnel, trazando franjas de luz del suelo al techo mientras avanzaba. No le apetecía estrellarse la cabeza contra un saliente inesperado, pero tampoco le apetecía caer en una sima sin fondo. Ya había pisado varios charcos bastante profundos, y sus gastadas botas estaban llenas de agua.

Lo peor de todo era el aburrimiento. Tras una infancia vivida en la pobreza en plena Virginia Occidental, Maura había desarrollado una gran independencia, una altísima tolerancia hacia las incomodidades y un humor bastante negro.

Y sin embargo, aquella... monotonía...

Era imposible contarse chistes a una misma.

La única pista de que el tiempo tal vez se moviera de algún modo extraño era que, a veces, Maura olvidaba a quién buscaba allá abajo.

«Mi objetivo es Artemus», se recordó a sí misma. Diecisiete años atrás, había dejado que Cala la convenciera de que Artemus simplemente se había escapado. Tal vez, en aquel momento, había preferido creerlo. Pero, en el fondo, siempre había sabido que su desaparición formaba parte de algo mayor; que ella misma formaba parte de algo mayor.

Posiblemente.

Hasta el momento, lo único que había encontrado en aquel pasadizo eran dudas. Aquel no era el tipo de sitio que Artemus, tan amante del sol, habría elegido. Si acaso, tal vez fuera el tipo de lugar en el que alguien como Artemus podría morir. Maura estaba empezando a arrepentirse de la nota que había dejado antes de marcharse. Decía lo siguiente:

Glendower está bajo tierra. Yo también.

En el momento de escribirla, le había parecido muy ingeniosa; el texto estaba diseñado para enfadar o inspirar, dependiendo de quién lo leyera. En cualquier caso, lo cierto era que lo había escrito pensando que estaría de vuelta al día siguiente.

Ahora, la revisó y modificó mentalmente:

Me voy a una caverna sin tiempo en busca de mi ex novio. Si parece que voy a perderme la graduación de Blue, venid a echarme una mano.

P.D. Cenar solo pastel no es sano.

Siguió caminando. Ante ella, la oscuridad era negra como la tinta; detrás de ella, también. El haz de la linterna iluminaba detalles sueltos: un bosque de estalactitas incipientes en el techo. Una lámina de agua en la pared.

Aun así, no se había perdido. La razón era sencilla: hasta el momento, el camino no se había bifurcado. La única opción era avanzar hacia la profundidad.

Maura aún no tenía miedo. Hacía falta algo muy especial para atemorizar a alguien que chapoteaba en el espacio y el tiempo como si fueran dos bañeras.

Usando una estalactita resbaladiza como asidero, se aupó para pasar por una abertura estrecha en la roca. La escena que halló al otro lado era complicada. El techo estaba lleno de pinchos; el suelo estaba lleno de pinchos. Era un espacio infinito, imposible.

Y entonces, una gota de agua cayó al suelo y lo disolvió en una sucesión de ondas, estropeando momentáneamente el espejismo. Era un lago subterráneo. La superficie oscura reflejaba las estalactitas amarillentas del techo, creando la ilusión de que era un pavimento erizado de púas.

El verdadero fondo del lago no se veía. Podía tener cinco centímetros de profundidad, podía tener medio metro, podía carecer de fondo.

Ajá. De modo que al fin había llegado. Maura había soñado con aquello. Y aunque seguía sin tener miedo, notaba que su corazón se estremecía inquieto dentro del pecho.

«Podría volver a casa, sin más. Conozco el camino».

Pero si el señor Gris había estado dispuesto a arriesgar la vida por lo que quería, ella podía ser igual de valiente. Maura se preguntó brevemente si seguiría vivo, y se sorprendió al darse cuenta de lo mucho que deseaba que sí lo estuviera.

Volvió a revisar la nota mentalmente:

Me voy a una caverna sin tiempo en busca de mi ex novio. Si parece que voy a perderme la graduación de Blue, venid a echarme una mano.

P.D. Os pongáis como os pongáis, cenar solo pastel no es sano.

P.P.D. No os olvidéis de llevar el coche al taller para que le cambien el aceite.

P.P.P.D. Buscadme en el fondo de un lago reflectante.

 

Entonces, una voz le susurró algo al oído. Era alguien de su futuro o tal vez de su pasado; alguien muerto, vivo o dormido. En realidad, no era un susurro, sino una voz ronca: la voz de alguien que llevaba mucho tiempo llamando sin encontrar respuesta.

Pero Maura sabía escuchar.

–¿Qué has dicho? –preguntó.

Y la voz volvió a susurrar: «Encuéntrame».

No era Artemus. Era alguien más, alguien que se había extraviado, estaba a punto de extraviarse o se iba a extraviar en el futuro. En aquella caverna, el tiempo no era lineal: era un lago reflectante.

 

P.P.P.P.D. No despertéis al tercer durmiente.

1

 

–¿Te parece que todo esto es real? –preguntó Blue.

Estaban sentados entre los robles, bajo un insólito cielo azul. A su alrededor, del suelo húmedo brotaban piedras y raíces. La calima que los rodeaba no se parecía en nada al día otoñal, frío y encapotado que habían dejado atrás. Anhelaban el verano, y Cabeswater les había concedido su anhelo.

Richard Gansey Tercero, tumbado boca arriba, contemplaba el azul tibio y borroso del cielo que asomaba entre el ramaje. Con su pose indolente y su atuendo informal –pantalones chinos y jersey amarillo limón con cuello de pico–, parecía el heredero hedonista y descuidado del bosque que se extendía a su alrededor.

–¿A qué te refieres? –preguntó.

–A lo mejor, cuando venimos aquí, todos nos quedamos dormidos y tenemos el mismo sueño.

Blue sabía que eso no era cierto, pero le reconfortaba y le emocionaba al mismo tiempo pensar que estaban conectados, que Cabeswater representaba algo en lo que todos pensaban cuando cerraban los ojos.

–Sé bien cuándo estoy despierto y cuándo sueño –replicó Ronan Lynch.

De la misma forma en que Gansey era suave y orgánico, difuso y homogéneo, Ronan era oscuro, afilado y disonante, un abrupta figura en relieve sobre el fondo del bosque.

Adam Parrish, acurrucado en el suelo y vestido con un mono raído y grasiento, levantó la cabeza para hablar:

–¿Ah, sí?

Por toda respuesta, Ronan emitió un desagradable gruñido a caballo entre el sarcasmo y la alegría. Él, como Cabeswater, era un hacedor de sueños. Si no conocía la diferencia entre la vigilia y el sueño, era porque, para él, carecía de importancia.

–Tal vez tú seas un producto de mi sueño –le espetó.

–En ese caso, gracias por la dentadura perfecta –repuso Adam.

A su alrededor, Cabeswater zumbaba de vida. Sobre sus cabezas revoloteaban bandadas de pájaros que no existían fuera de aquel bosque. En algún lugar cercano, un arroyo borboteaba sobre un lecho de rocas. Los árboles eran viejos y grandiosos, cubiertos de musgo y liquen.

Tal vez porque sabía que aquel bosque tenía consciencia propia, a Blue le parecía una criatura sabia. Si dejaba vagar su mente, casi podía sentir que el bosque la escuchaba. Era una sensación difícil de explicar, como si alguien tuviera la mano suspendida justo encima de la piel de Blue pero no llegara a tocarla.

Recordó las palabras de Adam: «Antes de entrar en la caverna, debemos ganarnos la confianza de Cabeswater».

Blue no acababa de comprender qué significaba para Adam estar tan estrechamente conectado con el bosque, haber prometido que sería sus manos y sus ojos. En ocasiones, sospechaba que ni el mismo Adam lo comprendía del todo. Pero a instancias del chico, todos habían regresado una y otra vez al bosque y habían caminado entre los árboles, explorando con cautela y evitando llevarse nada. Todos habían rodeado la entrada de la caverna en la que tal vez estuvieran Glendower... y Maura.

«Mamá».

La nota que su madre había dejado, hacía ya un mes, no indicaba ninguna fecha de regreso; de hecho, ni siquiera indicaba si Maura se proponía regresar. Así pues, resultaba imposible saber si su tardanza se debía a que estaba en dificultades o a que no quería volver aún. ¿Habría más madres en el mundo que desaparecieran en una cavidad subterránea en medio de sus crisis de madurez?

–Yo no sueño –intervino Noah Czerny. Dado que estaba muerto, era más que probable que tampoco durmiera, pensó Blue–. De modo que esto debe de ser real.

Real... pero suyo. Solo de ellos.

Durante un rato más –¿minutos, horas, días? ¿Qué era el tiempo, en aquel bosque?–, los cinco disfrutaron de aquella paz.

Algo alejado, Matthew, el hermano menor de Ronan, parloteaba con su madre, Aurora, feliz de encontrarse allí con ellos. Los dos, madre e hijo, eran criaturas angélicas de pelo dorado, como si el propio bosque los hubiera creado. A Blue le habría gustado odiar a Aurora por su origen –era, literalmente, una mujer soñada por su marido– y porque poseía la capacidad de concentración y el intelecto de un cachorrito. Pero no podía: Aurora mostraba una bondad y una alegría inagotables, y era tan inevitablemente adorable como su hijo pequeño.

No: Aurora no habría abandonado a su hija justo antes de acabar el instituto.

Lo que más enfadaba a Blue de la desaparición de Maura era que no sabía si preocuparse o enfadarse. De modo que oscilaba absurdamente entre las dos cosas hasta que, de vez en cuando, se quedaba exhausta y dejaba de sentir nada.

«¿Cómo ha podido hacerme esto, precisamente ahora?».

Blue apoyó la mejilla en una roca cubierta de musgo tibio e hizo un esfuerzo por apaciguar sus pensamientos. Su capacidad de amplificar la clarividencia también avivaba la extraña magia de Cabeswater, y no quería causar otro terremoto o provocar una estampida.

De modo que se puso a conversar con los árboles.

Primero pensó en pájaros que cantaban; aunque tal vez la palabra no fuera cantar, sino desear, anhelar o soñar. Era un pensamiento tumbado de lado, una puerta entornada en su mente. Cada vez era más consciente de cuándo lo hacía bien y cuándo no.

Un extraño gorjeo, agudo y desafinado, sonó en el cielo sobre ella.

Blue pensó-deseó-anheló-soñó el rumor de las hojas agitadas por el viento.

Por encima de su cabeza, los árboles agitaron las ramas formando palabras susurradas y difusas. Avide audimus.

Pensó en una flor de primavera. Un lirio azul, como su nombre.

Un pétalo azul cayó blandamente en su pelo. Otro se posó en el dorso de su mano y se deslizó como un beso por su muñeca.

Gansey abrió los ojos al notar la lluvia de pétalos que rozaba lánguidamente sus mejillas. Al separar los labios, curioso como siempre, uno le cayó en la boca. Adam estiró el cuello hacia atrás para contemplar aquella tormenta fragante que se precipitaba a su alrededor como un sinfín de mariposas lentas y azules.

El corazón de Blue estalló de júbilo.

«Es real, es real, es real...».

Ronan se volvió hacia Blue con los ojos entrecerrados, y ella no apartó la vista.

Era un juego con el que Ronan Lynch y ella se entretenían a veces: «¿Quién apartará la vista primero?».

Siempre empataban.

Ronan había cambiado durante el verano, y ahora Blue no se sentía tan ajena al grupo. No porque conociera mejor a Ronan, sino porque le daba la impresión de que tampoco Gansey o Adam lo conocían demasiado bien. Ronan los retaba a descifrarlo de nuevo.

Gansey se incorporó apoyándose en los codos. De su pelo cayó una nube de pétalos, como si llevara un largo tiempo dormido.

–Bueno, creo que ha llegado la hora. ¿Lynch?

Ronan se levantó y se situó con gesto adusto junto a su madre y su hermano Matthew, que dejó de hacer aspavientos como un oso de feria. Aurora agarró la mano de Ronan y se la acarició sin que él protestara.

–Vamos –le dijo a Matthew–. Hay que marcharse.

Aurora contempló a sus hijos con una sonrisa dulce. Ella se quedaría allí, en Cabeswater, haciendo lo que hicieran los sueños cuando nadie los veía. A Blue no le sorprendía que cayera en un profundo letargo si abandonaba el bosque, porque era imposible imaginarla en el mundo real. Más imposible aún era la idea de crecer junto a una madre como ella.

«Mi madre jamás desaparecería sin más ni más. ¿No?».

Ronan rodeó la cara de Matthew con las manos, aplastando sus rizos rubios, y clavó los ojos en los de su hermano.

–Vete al coche y espéranos –le ordenó–. Si no estamos de vuelta a las nueve, llama a casa de Blue.

El chico le devolvió la mirada con expresión apacible. Sus ojos, del mismo azul que los de Ronan, eran infinitamente más inocentes que los de su hermano.

–¿De dónde saco el número?

–Matthew, concéntrate –dijo Ronan sin soltarle la cabeza–. Ya hemos hablado de esto. Quiero que pienses. Dime, ¿de dónde sacarás el número?

Su hermano pequeño soltó una risa suave y se palmeó un bolsillo.

–Ah, es verdad –dijo–. Está programado en tu teléfono. Ahora me acuerdo.

–Puedo quedarme con él –ofreció Noah.

–Gallina... –masculló Ronan.

–Para, Lynch –intervino Gansey–. Es buena idea, Noah, si de verdad te apetece quedarte.

La naturaleza fantasmal de Noah hacía que precisara de alguna fuente de energía para ser visible. Tanto Blue como la línea ley eran poderosas baterías espirituales, por así decirlo; esperar en el coche que tenían aparcado allí cerca habría debido ser más que suficiente para él. Pero a veces, no era la energía lo que le fallaba a Noah, sino el coraje.

–Se portará como un valiente –dijo Blue propinándole un puñetazo amistoso en el brazo.

–Eso, como un valiente –repitió Noah.

El bosque aguardaba, escuchando y murmurando. El borde inferior del cielo parecía más gris que el azul de arriba, como si la energía de Cabeswater estuviera tan concentrada en ellos que hubiera olvidado bloquear el mundo exterior.

En la boca de la cueva, Gansey se detuvo y dijo:

De fumo in flammam.

–Del humo a las llamas –tradujo Adam para que Blue lo entendiera.

La cueva. La. Cueva.

Todo lo que contenía Cabeswater era mágico, pero la cueva era aún más extraña porque aún no existía cuando encontraron el bosque. O tal vez sí que existiera, pero en un lugar diferente.

–Comprobad el equipo –indicó Gansey.

Blue volcó su vieja mochila. Un casco (de ciclista, usado), unas rodilleras (de patinadora, usadas) y una pequeña linterna (de propaganda, usada) rodaron por el suelo junto a una navaja rosa de resorte. Mientras ella empezaba a ponerse las prendas, Gansey vació su bolsa al lado. Él llevaba un casco (de espeleología, usado), rodilleras (de espeleología, usadas) y una linterna (marca Maglite, usada), además de varios rollos de cuerda nueva, un arnés y una selección de mosquetones y anclajes de metal.

Blue y Adam miraron boquiabiertos las cosas esparcidas, incapaces de creer que Richard Campbell Gansey III hubiera comprado objetos de segunda mano. Sin advertir su asombro, Gansey eligió un mosquetón y lo sujetó a un tramo de cuerda mediante un complejo nudo.

Blue lo comprendió un segundo antes que Adam: las prendas estaban usadas porque ya pertenecían a Gansey. A veces, les resultaba difícil recordar que su amigo había vivido antes de conocerlos.

Gansey empezó a desenrollar un largo cable de seguridad.

–Recordad lo que hemos acordado. Iremos atados unos a otros; si notáis algo que os alarme lo más mínimo, dad tres tirones. ¿Sincronizamos los relojes?

Adam se miró la muñeca.

–El mío no funciona –dijo.

Ronan comprobó su reloj negro de marca y negó con la cabeza.

Aunque aquello no la tomó del todo por sorpresa, Blue no puso evitar sentirse desconcertada, como una cometa que hubiera quedado suelta por el cielo.

Gansey funció el ceño como si compartiera sus pensamientos.

–Tampoco me funciona el teléfono. Dale, Ronan.

Mientras el aludido gritaba una frase en latín, Adam se inclinó hacia Blue y se la tradujo: ¿Es seguro entrar ahí?

«¿Y sigue ahí mi madre?»

La respuesta llegó con un siseo de hojas y un crujido gutural, más inhumano que las voces que había oído Blue anteriormente: Greywaren semper est incorruptus.

–Siempre seguro –tradujo Gansey rápidamente, ansioso de probar que no era un completo inútil para el latín–. El Greywaren siempre estará seguro.

El Greywaren era Ronan. Fueran lo que fueran para aquel bosque, Ronan era más importante.

Incorruptus... –masculló Adam–. Nunca pensé que oiría esa palabra aplicada a Lynch.

El aludido lo observó, tan ufano como podía estarlo una serpiente de cascabel.

«¿Qué quieres de nosotros?», preguntó Blue para sus adentros mientras entraban en la cueva. «¿Cómo nos ves? No somos más que cuatro adolescentes colándose en un bosque muy antiguo».

Al otro lado de la entrada se abría un espacio extrañamente silencioso. Los muros eran de tierra y roca, raíces y piedras, todo del mismo color que el pelo y la piel de Adam. Blue rozó una hoja de helecho que se enroscaba con timidez, el último rastro de vegetación antes de que el sol desapareciera. Adam giró la cabeza y escuchó con atención, pero solo se oía el golpeteo amortiguado y ordinario de las pisadas de los cuatro.

Gansey encendió su linterna, pero la luz apenas arañó la oscuridad del túnel cada vez más angosto. Uno de los chicos estaba temblando levemente. Blue no hubiera sabido decir si era Adam o Ronan, pero notaba cómo el cable se estremecía en su arnés.

–Ahora que lo pienso, preferiría haber venido con Noah –dijo Gansey de pronto–. Vamos, todo el mundo adentro. Ronan, no olvides ir dejando las señales según avanzamos; contamos contigo para hacerlo. No me mires así, anda; di que sí con la cabeza como si me hubieras entendido. Estupendo. ¿Sabes qué? Dáselas mejor a Jane.

–¿Qué? –protestó Ronan con expresión herida.

Blue tomó las señales, que eran unos discos de plástico con flechas impresas. No fue consciente de lo nerviosa que estaba hasta tenerlos en las manos y darse cuenta de lo mucho que agradecía tener algo concreto que hacer.

–Ronan, quiero que tú vayas silbando, tarareando o cantando para controlar el tiempo –dijo Gansey.

–No me jodas –replicó Ronan–. ¿Yo?

Gansey escudriñó el túnel.

–Te sabes un montón de canciones de cabo a rabo, y me consta que puedes silbarlas exactamente con el mismo ritmo una y otra vez porque te las tuviste que aprender para los concursos de música irlandesa.

Blue y Adam intercambiaron una mirada de regocijo: lo único mejor que ver cómo alguien le sacaba los colores a Ronan era ver cómo le sacaban los colores y al mismo tiempo le obligaban a silbar tonadillas sin parar.

–Vete a freír puñetas –respondió Ronan.

Gansey esperó, impertérrito.

Ronan sacudió la cabeza. De pronto, esbozó una sonrisa malvada y empezó a cantar:

Squash one, squash two, s...

–¡Eh, esa no! –protestaron Adam y Gansey al mismo tiempo–. No pienso escuchar eso durante tres horas –remachó Adam.

Gansey señaló a Ronan hasta que este se resignó y empezó a silbar entre dientes una animada tonadilla.

Y con eso, se internaron en la oscuridad.

 

«Más abajo».

El sol desapareció. Las raíces dejaron paso a las estalactitas. El aire tenía un olor húmedo y familiar. Los muros brillaban como algo vivo. De cuando en cuando, Blue y sus compañeros debían vadear charcas y arroyos; el sendero estrecho e irregular por el que avanzaban había sido excavado por el agua, y esta aún no había rematado su labor.

Cada vez que Ronan completaba diez veces la canción, Blue dejaba un marcador en el suelo. Viendo cómo disminuía el montón que llevaba en la mano, se preguntó hasta dónde llegarían, y cómo sabrían siquiera si se estaban acercando. Le resultaba difícil creer que hubiera un rey escondido allí abajo, y más difícil aún imaginar dónde estaría su madre. Aquel no era un lugar en el que vivir.

Blue se esforzaba por no añorar, esperar, llamar ni imaginar a Maura; lo último que quería era que Cabeswater fabricara una copia de su madre. Quería la de verdad. Quería la verdad.

El camino se hizo más empinado. La propia oscuridad resultaba fatigosa; Blue empezó a anhelar luz, cielo, espacio. Le daba la impresión de que la habían enterrado viva.

Adam resbaló y extendió un brazo para mantener el equilibrio.

–¡Eh, no toques las paredes! –le pidió Blue.

Ronan dejó de silbar por un momento.

–¿Por qué? ¿Hay gérmenes cavernarios?

–Es malo para las estalactitas.

–No fastidies...

–¡Ronan! –exclamó Gansey desde el principio de la fila sin volverse siquiera; a la luz de las linternas, su jersey amarillo parecía gris–. Sigue con tu tarea, ¿quieres?

Ronan acababa de empezar a silbar de nuevo cuando Gansey desapareció.

–¿Cómo? –exclamó Adam, y un instante después cayó al suelo de bruces y empezó a resbalar, con los brazos extendidos.

Blue aún no había asimilado lo ocurrido cuando Ronan la aferró por detrás. El cable que llevaba a la cintura se tensó y a punto estuvo de derribarla a ella también. Pero Ronan tenía los pies bien plantados en el suelo, y sus dedos aferraban los brazos de Blue con tanta fuerza que le hacían daño.

Adam seguía en el suelo, pero había dejado de deslizarse.

–¡Gansey! –llamó, y su voz resonó con un toque lastimero en el vacío que se abría ante él–. ¿Estás ahí abajo?

Porque Gansey no había desaparecido: había caído en una sima.

«Menos mal que estamos atados», pensó Blue.

Los brazos de Ronan la seguían aferrando; Blue podía sentir cómo temblaban, aunque no habría sabido decir si era por el esfuerzo o por la preocupación. Ronan no había dudado ni un segundo en sujetarla.

«No puedo dejar que eso se me olvide».

–¿Gansey? –repitió Adam, y esta vez, tras su llamada se ocultaba algo terrible. La capa de seguridad que cubría su voz resultaba demasiado exagerada para ser convincente.

Tres tirones. Blue notó cómo el cable que la unía a Adam se estremecía.

Adam apoyó la frente en el suelo lodoso, visiblemente aliviado.

–¿Qué pasa? –preguntó Ronan–. ¿Dónde está?

–Suspendido del cable, supongo –respondió Adam, con una inseguridad que le hizo volver al acento de su Henrietta natal–. Me aprieta tanto el arnés que creo que va a cortarme en dos. No puedo acercarme. El suelo resbala; me caería detrás de él.

Blue se libró del agarrón de Ronan y dio un paso tentativo hacia el lugar donde había desaparecido Gansey. La cuerda que la unía a Adam se aflojó, pero el chico no se deslizó hacia la sima.

–Adam, si no te mueves, creo que puedes servir de contrapeso –dijo lentamente–. Ronan, tú quédate ahí. Si pasa algo y empiezo a resbalar, ¿podrías frenarme?

La linterna sujeta al casco de Ronan se movió cuando su dueño asintió, iluminando una columna embarrada.

–Estupendo –repuso Blue–. Voy a echar un vistazo.

Avanzó despacio junto a Adam, cuyos dedos se clavaban inútilmente en el lodo junto a su mejilla.

Y estuvo a punto de caer por el agujero.

No era extraño que a Gansey le hubiera pasado inadvertido. Había un tramo de roca y luego, de pronto... la nada. Blue movió la cabeza adelante y atrás para iluminar la sima con su foco y solo vio negrura. El abismo era demasiado ancho para distinguir el otro lado, y demasiado profundo para ver su fondo.

Lo que sí se veía era el embarrado cable de sujeción que se hundía en las tinieblas. Blue encendió su linterna y apuntó hacia abajo.

–¿Gansey?

–Aquí –respondió la voz del chico; sonaba más cerca de lo que Blue hubiera esperado, y también más tranquila–. Lo que pasa es que... creo que estoy teniendo un ataque de pánico.

–¿Qué tú tienes un ataque de pánico? Acabo de inventar una nueva norma: antes de desaparecer repentinamente, hay que dar cuatro tirones al cable. ¿Te has roto algo?

Se hizo una larga pausa.

–No –respondió Gansey al fin, y de algún modo, la voz con la que había pronunciado aquella única sílaba le hizo comprender a Blue que no bromeaba al hablar de su pánico.

A Blue nunca se le había dado bien tranquilizar a la gente, y menos cuando ella misma no estaba nada tranquila. Aun así, lo intentó:

–No te preocupes, Gansey; aquí arriba estamos bien sujetos. Solo tienes que encontrar la forma de trepar. No vas a caer más abajo.

–No es eso –respondió Gansey con voz quebradiza–. Tengo algo en la piel que me recuerda a...

Su voz se apagó.

–Será agua –sugirió Blue–, o lodo. Todo está embarrado. Di algo más para que pueda enfocarte.

Silencio. Solo se oía la respiración de Gansey, rasposa y entrecortada. Blue volvió a buscarlo con el haz de luz de su linterna.

–También pueden ser mosquitos. Los mosquitos viven en todas partes –añadió Blue con voz animada.

Más silencio.

–Y hay unas dos docenas de especies de escarabajos que viven en las cuevas –prosiguió–. Lo leí hoy, antes de venir.

–Avispas –susurró Gansey.

El corazón de Blue se contrajo.

Mientras la adrenalina se extendía por sus venas, trató de serenarse: sí, una sola picadura de avispa podría matar a Gansey; pero no, no había avispas en las cuevas. Y aquel no era el día en que Gansey moriría, porque ella había visto su espíritu tal como sería en la noche de su muerte, y aquel espíritu llevaba un jersey de Aglionby mojado por la lluvia. En absoluto llevaba unos chinos y un jersey amarillo chillón con cuello de pico.

Por fin, la luz de su linterna lo encontró. Colgaba fláccido del arnés, con la cabeza gacha y las manos sobre los oídos. El haz de luz recorrió sus hombros, que se estremecían. Estaban salpicados de barro y suciedad, pero en ellos no había ningún insecto.

Blue volvió a respirar.

–Mírame –le ordenó–. Gansey, no hay avispas.

–Ya lo sé –murmuró él–. Por eso he dicho que creo estar teniendo un ataque de pánico; porque sé que no las hay.

Lo que no dijo, pero los dos sabían, era que Cabeswater siempre escuchaba con atención.

Y eso significaba que Gansey debía dejar de pensar en avispas. Pero ya.

–¿Sabes qué? –dijo Blue–. Estoy empezando a mosquearme contigo. Adam está tirado en el barro para sujetarte. Ronan se va a ir a casa.

Él soltó una risita átona.

–Sigue hablando, Jane.

–¡Pero es que no quiero! Lo que quiero es que agarres de una vez ese cable y subas aquí arriba, porque los dos sabemos que eres perfectamente capaz de hacerlo. ¿Por qué voy a seguir hablando?

Él levantó la cabeza y Blue pudo verle por fin la cara, mugrienta e irreconocible.

–Porque hay algo debajo de mí que hace un zumbido, y tu voz lo tapa.

Un escalofrío recorrió la espalda de Blue.

Sí: a Cabeswater se le daba muy bien escuchar.

–Ronan –llamó en voz baja Blue volviendo la cabeza–. Nuevo plan: Adam y yo vamos a tirar para sacar a Gansey de ahí ya mismo.

–¿Qué? Ese es un plan de mierda –saltó Ronan–. ¿Por qué tenemos ese plan de repente?

Blue dudó; no quería gritarlo.

Pero Adam, que había estado escuchando, dijo con voz tranquila y clara:

Est aliquid in foramen. No sé... ¿Apis? ¿Apibus? Forsitan.

No es que el latín sirviera para ocultarle nada a Cabeswater: lo que quería era evitarle el trago a Gansey.

–No –replicó Ronan–. No, para nada. No es eso lo que hay ahí abajo.

Gansey cerró los ojos.

«Yo lo vi», pensó Blue. «Vi su espíritu tal como será el día en que muera, y no llevaba esta ropa. No va a ocurrir así. No es ahora sino más tarde, más tarde...».

Ronan siguió hablando, ahora en voz más alta.

–No. ¿Me oyes, Cabeswater? Dijiste que estaría seguro aquí. ¿Qué somos para ti? ¿Es que no somos nada? Si lo dejas morir, no estarás velando por mi seguridad. ¿Lo entiendes? Si ellos se mueren, yo me moriré también.

Blue empezó a percibir el zumbido que salía de la sima.

Adam alzó la voz, medio amortiguada por no poder levantar la cara del suelo.

–Yo hice un trato contigo, Cabeswater. Soy tus manos y tus ojos. ¿Qué crees que verán mis ojos si él se muere?

El zumbido se hizo más intenso. Sonaba... numeroso.

«No son avispas», pensó o deseó o anheló o soñó Blue. «¿Qué somos para ti, Cabeswater? ¿Qué soy yo para ti?».

–Hemos fortalecido la línea ley, Cabeswater –dijo en voz alta–. Te hemos fortalecido a ti. Y seguiremos ayudándote, pero tú también tienes que ayudarnos a nosotros...

Una ola de oscuridad se elevó de la sima y devoró la luz de su linterna. El rumor explotó. Era una especie de coro de crujidos, de aleteos. Las plumas llenaron la sima y ocultaron a Gansey.

–¡Gansey! –gritó Blue, o tal vez fuera Adam o Ronan.

Y entonces, algo aleteó frente a su cara, seguido de inmediato por otro algo. Un cuerpo menudo esquivó por poco la pared; otro se precipitó contra el techo. Los rayos de las linternas quedaron seccionados en mil pedazos titilantes.

El sonido de las alas... Aquel sonido...

No eran avispas.

¿Murciélagos?

No.

Cuervos.

Aquel no era un lugar para cuervos, y aquella no era la manera en que se comportaban los cuervos normales. Y sin embargo, no dejaban de brotar por la boca de la sima, como si la bandada fuera infinita. Por un momento de confusión absoluta, Blue creyó que todo había sido siempre así: cuervos revoloteando a su alrededor, plumas rozándole las mejillas, garras arañando su casco. Luego, de improviso, los cuervos empezaron a graznar en oleadas que cada vez se hicieron más rítmicas, más cantarinas, hasta disolverse en palabras:

Rex Corvus, parate Rex Corvi.

El Rey Cuervo, dejad paso al Rey Cuervo.

Una lluvia de plumas cayó sobre ellos mientras los pájaros se precipitaban en tromba hacia la boca de la cueva. Blue creyó que el corazón le iba a estallar por lo enorme de aquel momento, aquel preciso momento.

Luego se hizo el silencio, o al menos, los sonidos se apagaron hasta quedar ahogados por el tumultuoso corazón de Blue. En el suelo, junto a Adam, se estremecían docenas de plumas.

–Esperad –dijo Gansey–. Salgo ya.

2

 

Adam Parrish era un tipo solitario.

No existe un buen antónimo para la palabra «solitario». Tal vez se podría sugerir «gregario» o «sociable»; sin embargo, el hecho de que estas dos palabras tengan definiciones dispares ilustra a la perfección la razón por que «solitario» carece de reverso exacto. No significa «solo», ni «huraño», ni «esquivo», aunque es verdad que «solitario» puede contener todas esas palabras.

Ser una persona solitaria implica una separación interna, una sensación de otredad, de ser ajeno.

Adam no siempre estaba solo, pero siempre se sentía solitario. Incluso dentro del grupo, perfeccionaba cada vez más su capacidad para mantenerse aparte. Era más fácil de lo que cabría esperar; los otros se lo permitían. Sabía que había cambiado al alinearse más estrechamente con la línea ley aquel verano. Seguía siendo él mismo, pero tenía más poder. Él mismo, pero menos humano.

Si hubiera estado en el lugar de sus amigos, él también habría observado en silencio cómo se separaba lentamente de ellos.

Era mejor así. Nunca había pasado tanto tiempo sin pelearse con nadie. Llevaba semanas sin enfadarse.

Ahora, el día posterior a su incursión en la cueva de los cuervos, Adam montó en su cochecito cutre y se alejó de Henrietta para cumplir el encargo de Cabeswater. Sentía el pulso lento de la línea ley a través de las suelas de los zapatos; si no se concentraba, los latidos de su corazón acababan por acompasarse con ella hasta sonar al unísono. Aquella conexión, potente y compleja, lo reconfortaba y lo alteraba a partes iguales; Adam había dejado de saber si la energía era una amiga muy poderosa o si había llegado a convertirse en él mismo.

Echó un vistazo preocupado al indicador del combustible. Le llegaría para ir y volver, pensó, siempre y cuando no tuviera que internarse demasiado en los montes dorados por el otoño. Aún no sabía bien lo que Cabeswater quería que hiciera; sus peticiones llegaban a Adam a lo largo de noches inquietas y días punzantes, haciéndose visibles lentamente como objetos que emergieran a la superficie de un lago. Lo que sentía ahora –una incómoda sensación de algo incompleto– no estaba claro todavía; pero las clases estaban a punto de reanudarse, y Adam tenía la esperanza de dejar el asunto resuelto antes del principio del curso. Aquella mañana había forrado el lavabo con papel de plata, lo había llenado de agua y había tratado de practicar la clarividencia. Solo había conseguido atisbar vagamente un paraje, una dirección hacia la que viajar.

«Iré viendo el resto a medida que me acerque. Espero».

Pero en vez de ver más claro, lo que hacía su mente era volver una y otra vez a la voz de Gansey en la caverna, el día anterior. Su fondo trémulo. Su miedo, un miedo tan profundo que Gansey no era capaz de salir trepando del agujero aunque no había nada material que se lo impidiera.

Adam nunca hubiera pensado que Richard Gansey Tercero guardaba un cobarde en su interior.

Se recordó a sí mismo acuclillado en la cocina de la caravana de sus padres, repitiéndose una y otra vez que tenía que hacer caso a Gansey y marcharse. «Mete lo que necesites en el coche y lárgate, Adam».

Pero se había quedado, colgado en la sima de la ira de su padre. Otro cobarde.

Le daba la impresión de que necesitaba revisar todas las conversaciones que había mantenido con Gansey en su vida para reinterpretarlas a la luz de lo que ahora sabía.

Cuando divisó la entrada de Skyline Drive, sus pensamientos giraron abruptamente hacia Cabeswater. Aunque nunca había visitado el lugar, Adam, como buen lugareño de Henrietta, sabía que se trataba de un parque natural que se extendía por las montañas Blue Ridge, siguiendo la línea ley con una precisión inquietante. Ante él se abrían tres carriles que terminaban en sendas cabinas achaparradas de color castaño. Unos cuantos coches se alineaban frente a ellas.

Los ojos de Adam se toparon con el cartel de las tarifas. No se había caído en la cuenta de que tendría que pagar para entrar. Quince dólares.

Aunque no había logrado determinar el lugar exacto en el que tenía que cumplir el encargo de Cabeswater, Adam sabía que se encontraba al otro lado de aquellas cabinas. No había otra manera de entrar.

Pero también sabía lo que llevaba en los bolsillos. Y, desde luego, no alcanzaba la suma de quince dólares.

«Puedo volver otro día».

Pero estaba harto de hacer las cosas otro día, de otro modo, de un modo más barato, esperando a que estuviera Gansey para limar las aristas de las cosas. Se suponía que aquel era un encargo para él solo, algo que podría hacer gracias a su poder extraído directamente de la línea ley.

Sin embargo, la línea ley no podía ayudarle a pagar un peaje.

Si Gansey hubiera estado allí en su Camaro, le habría dado los billetes sin darle mayor importancia. Ni siquiera lo habría pensado dos veces.

«Algún día», pensó Adam. «Algún día».