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Editado por Harlequin Ibérica.

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28001 Madrid

 

© 2018 Dinah Dinwiddie

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Seducida por un escocés, n.º 217 - mayo 2020

Título original: Seduced by a Scot

Publicada originalmente por HQN™ Books

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-141-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Epílogo

Nota de la autora

Glosario

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

Una de las cosas más maravillosas de la profesión de escritor es conocer a tantos lectores de todas partes del mundo. Empezamos con un amor común por los libros y, después, algunos de esos conocidos se convierten en amigos íntimos. Gracias a Bridget Costedot, de Francia, y a Sandra Schwab, de Alemania, amigas y lectoras que me han ayudado con las partes en francés y alemán de este libro.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Stirling, Escocia

1758

 

A Calum Garbett no le estaba permitido conocer la felicidad. Si alguna vez se acercaba a ella, su mujer y su hija descendían sobre él en picado y destruían cualquier posibilidad de que la alcanzara.

Lo que estaba sucediendo en la sala era la gota que colmaba el vaso. Pensar en todo el dinero y el trabajo que había dedicado a fundar Forja Carron, y ver cómo todo eso se le escapaba entre los dedos… Le había costado mucho esfuerzo establecer una buena relación con Thomas Cadell, un inglés que tenía un taller de forja propio, y que podía enseñar a los escoceses las técnicas más modernas del oficio. Esas técnicas podían ahorrar tiempo y dinero, y le permitirían dar empleo a más escoceses.

Él se había ganado un puesto entre las mejores industrias de Escocia. Si eso no fuera cierto, el duque de Montrose no estaría sentado a su lado en aquel momento, dispuesto a invertir dinero en el negocio y a beneficiarlo con su influencia.

Como parte del trato, había ofrecido la mano de su hija Sorcha. Y, en realidad, le había hecho un gran favor, porque sus posibilidades de encontrar marido no eran muchas. Su hija no era muy agraciada, para ser sinceros, y cuando se la presentaban a los posibles pretendientes, los candidatos rechazaban la oferta.

Pues bien, le había encontrado un pretendiente a su hija, pero ella lo iba a echar todo a perder y, además, con el apoyo de su madre. Y todo porque el joven con el que tenía que casarse se había enamorado de la bellísima y esquiva Maura Darby. Su pupila.

Él había acogido a Maura en su hogar hacía doce años cuando el padre de la muchacha, su mejor y más antiguo amigo, había muerto. Maura se había quedado sola en el mundo, y él la había llevado a casa por generosidad y por decencia. Se había sentido feliz haciéndolo, en parte, porque la muchacha aportaba una buena cantidad de dinero y, además, su presencia no iba a afectarle en absoluto.

Sin embargo, había subestimado el desaire que eso iba a suponer para Sorcha. Y, también para su esposa, que se había puesto en contra de la muchacha desde el primer día.

Y aquel resentimiento había aumentado con el paso del tiempo. A medida que las niñas crecían, por mucho que hiciera su esposa por mejorar el aspecto de su hija, la pobre Sorcha tenía una nariz protuberante y los ojos torcidos, mientras que Maura se había convertido en una mujer muy bella, con el pelo negro como la tinta y los ojos azules como un cielo invernal. Y, cuanto más bella se volvía Maura, más intentaba su esposa alejarla de ellos. Al final, Sorcha había sido la primera en recibir una oferta de matrimonio, con ayuda de la señora Garbett, que había hecho prácticamente de todo, salvo encerrar a la pobre Maura.

La muchacha lo había soportado todo sin quejarse. Él suponía que se había acostumbrado a llevar vestidos usados, a que le quitaran sus cosas y se las entregaran a Sorcha, un gatito cuando tenía trece años y un precioso manguito que le regaló una amiga por su vigésimo cumpleaños. Y eso eran solo las cosas que él sabía.

Pero lo que había ocurrido durante los últimos quince días había convertido a Sorcha en una fiera. Era un desastre.

Tenía entendido que una de las doncellas había visto cómo se besaban Maura y el prometido de su hija, el señor Adam Cadell. Como la sirvienta sabía que aquello era una afrenta imperdonable hacia su señora, había ido corriendo a decírselo al ama de llaves que, a su vez, se lo había dicho a su mujer, que había bajado las escaleras corriendo y gritando y había entrado al despacho, donde el padre de Adam, Thomas Cadell, y él, estaban cerrando el trato en presencia del duque de Montrose.

La señora Garbett iba seguida por su hija, cuyos sollozos tenían el poder de aumentar el tamaño de su nariz. Y ambas iban seguidas por la madre del joven, la señora Cadell, que negaba que su hijo hubiera cometido ningún error. Y, por último, iba el señor Adam Cadell, que aducía que la mujer, Maura, que acababa de cumplir veinticuatro años, mientras que él solo tenía veinte, se había abalanzado sobre él, y que él no había sabido qué hacer.

Aquel estúpido lascivo quería convencerlos a todos de que era un pobrecito muchacho al que habían acosado.

Rápidamente, se había reunido un tribunal de tres hombres confusos en el salón: el duque de Montrose, Thomas Cadell y él mismo, Calum Garbett. Él ordenó que llevaran a su presencia a la sirvienta para que diera su versión de los hechos. También fue convocada Maura, la acusada, que permaneció cruzada de brazos y mirándolos a todos con una actitud desafiante.

–Vi a la señorita Darby con la espalda apoyada en la pared mientras el señor Cadell la besaba –dijo la sirvienta, con los ojos clavados en el suelo.

–Yo estoy seguro de que era al revés –dijo Adam, esperanzadamente.

Calum miró a Maura.

–¿Señorita Darby?

–Fue exactamente como lo vio Hannah, señor, sí.

A él no le parecía que Maura se hubiera abalanzado sobre Adam si estaba arrinconada contra la pared, pero ella acababa de confesar que lo había besado, y no sabía qué hacer.

–Bueno, bueno –dijo, con inseguridad–. Tiene que prometer que no volverá a suceder.

–¡Señor Garbett! –gritó su esposa, con histeria–. ¿Acaso no va a defender el honor de su hija?

Dios Santo, ¿le estaba diciendo que retara en duelo al joven? Si había una muerte en su casa, sería un gran escándalo.

–¡Papá –gritó su hija, de un modo estridente–. ¡No voy a casarme con él! ¡Lo odio! ¡Y odio a Maura! ¿Por qué tuviste que traerla a casa?

Calum notó una tremenda opresión en el pecho. Empezó a picarle tanto la cabeza, que habría dado cualquier cosa por poder quitarse la peluca y rascarse para poder pensar con claridad. Si no había boda, no habría trato, y su fundición, que estaba destinada a ser una joya económica de Escocia, quebraría. Se puso en pie lentamente.

–No nos apresuremos, querida.

–¿Que no nos apresuremos? –gritó Sorcha–. ¡Es la segunda vez que besa a mi prometido!

Ah, sí. La primera vez, Maura había dicho que el chico la había atrapado en el jardín, donde nadie podía verlos, y la había besado. Como era de esperar, el chico lo había negado rotundamente. Las dos familias se habían puesto de parte de él.

–Yo no lo he besado –dijo Maura, con una calma sorprendente, teniendo en cuenta toda la histeria que flotaba en el ambiente–. Él me sorprendió en el pasillo y me besó, señor –añadió, y miró al estúpido joven–. Por favor, diga la verdad, señor Cadwell.

–¡Cómo se atreve! –gritó la señora Cadwell–. ¡Parece que no conoce cuál es su sitio!

Pero, entonces, se dio la vuelta, y le dio a su hijo tal golpe en la nuca con la palma de la mano que el joven dio dos pasos hacia delante.

–¡Es una seductora, palabra! –exclamó Adam, frenéticamente, y miró a su alrededor con la esperanza de encontrar una cara comprensiva. No la encontró.

–No quiero que Maura siga aquí, papá. ¡No quiero tenerla cerca! –insistió Sorcha.

Calum miró a Thomas, que estaba tan confuso como él. Calum no sabía qué hacer con Maura. No podía meterla en un baúl y encerrarla para siempre en la buhardilla.

–¡Señor Garbett! –exclamó su esposa–. ¡Tiene que mandarla lejos de aquí!

–Está bien, está bien. Entiendo que hay sentimientos heridos –dijo con sequedad, e intentó pensar. ¿Su primo? Hacía muchos años que no veía a David Rumpkin. Vivía en la que había sido la casa solariega de su padre, cerca de Aberuthen. Era un viejo charlatán y nunca había conseguido ganarse la vida de un modo decente, pero él pensaba que sí estaría dispuesto a hospedar a Maura, a cambio de una cantidad de dinero, hasta que se solucionara aquella debacle.

Se giró hacia Maura, que le devolvió la mirada con calma, casi como si estuviera retándolo a que creyera a aquel estúpido muchacho y la mandara lejos. Aquella expresión suya, tan fría, le produjo un escalofrío que le recorrió la espalda.

–La mandaré con mi primo por el momento, ¿de acuerdo? –dijo, sin apartar los ojos de Maura–. Vive en Aberuthen, en una bonita casa cerca de un lago. ¿Te parece bien, Maura?

Ella ni siquiera se movió. No dijo ni una palabra. Sin embargo, la injusticia irradiaba de ella en forma de un calor que los alcanzaba a todos.

–Entonces, ¿la va a enviar a casa de su primo con todos los privilegios que ya le hemos concedido todos estos años? –preguntó su esposa, con indignación–. Ha destruido la felicidad de mi hija y, por eso, debe devolvernos toda la amabilidad con la que la hemos tratado.

–Pues sí –dijo la señora Cadell, con un gesto de desdén–. Debería sufrir las consecuencias de seducir con sus encantos a un joven inocente.

«Inocente, y un cuerno», pensó Calum.

–¿Qué quiere, señora? –le preguntó a su esposa–. ¿Una libra de su carne? Porque no tiene ni un penique.

En realidad, sí lo tenía, pero él no estaba dispuesto a separarse del estipendio.

–Tiene un collar –dijo su esposa.

A Maura se le escapó un jadeo.

–No –dijo.

–¿Que no? –repitió la señora, con una expresión de rabia–. ¡Cuando pienso en todos los vestidos, zapatos y comidas que se te han proporcionado!

–Los vestidos y los zapatos fueron primero de Sorcha, ¿no? –dijo Calum, pero nadie le estaba escuchando.

–Ese collar lleva muchos años en mi familia –dijo Maura–. Es lo único que me queda de ellos.

–Pues gracias a Dios, porque, así, puedes pagar la enorme deuda que tienes con nosotros.

–Señora Garbett –dijo Calum, con firmeza.

–¿Qué, señor Garbett? –le espetó ella.

No iba a servir de nada. Su esposa estaba enfurecida, Sorcha estaba llorando y la señora Cadell estaba intentando convencer a su marido de que volvieran a Inglaterra. Y todo aquello, delante del duque de Montrose, que permanecía estoico y en silencio.

Qué estaría pensando de ellos. Seguramente, que eran un hatajo de pueblerinos. Él se sentía completamente mortificado por aquel espectáculo. Habría dado cualquier cosa por que terminara. Miró a su mujer y supo que, si no conseguía su venganza, no dejaría de quejarse en toda la vida. Le dijo a la doncella:

–Ve a buscar el collar.

–No –gritó Maura, frenética–. ¡No podéis quedároslo!

Pero Hannah ya había salido corriendo de la habitación.

Calum se estremeció y miró a Maura. Era obvio que aquello le causaba un gran dolor, porque se le habían llenado los ojos azules de lágrimas.

–Me duele tener que decírtelo, pero será mejor que recojas tus cosas. Tienes que irte hasta que se haya celebrado la boda, ¿de acuerdo?

–No va a haber ninguna boda –anunció Sorcha, entre lágrimas, y salió corriendo de la habitación, con la nariz enrojecida precediendo sus pasos.

Maura se irguió lentamente y lo miró de un modo que hubiera aterrorizado a cualquier hombre. Después, se marchó.

–Gracias a Dios –dijo la señora Cadell–. No debería tener a una mujer como esa en su casa, señor Garbett, si no le importa que se lo diga. Es una seductora.

El cobarde de Adam asintió.

Calum deseaba con todas sus fuerzas defender a Maura, pero se estaba jugando demasiado. Cuando se hubiera celebrado la boda, enviaría a alguien a buscarla y arreglaría las cosas con ella, y ella lo entendería todo.

Maura salió de la casa aquella misma tarde.

Por desgracia, la ruptura entre los Cadell y los Garbett no se resolvió con tanta facilidad, porque Sorcha y su madre se negaron a aceptar las disculpas de la familia de su prometido.

Dos días después, Thomas Cadell y Calum Garbett se reunieron de nuevo con el duque de Montrose para ponerle al corriente de la situación con respecto a su empresa conjunta.

–Si sigo adelante, mi esposa me cortará la cabeza –dijo Thomas.

–Y, si yo sigo adelante, mi esposa me cortará los testículos –añadió Calum, con una expresión sombría.

El duque de Montrose, que había permanecido en silencio durante toda la explicación, dijo, por fin:

–Tal vez exista un modo de remediarlo. Conozco a todo un experto en resolver problemas.

Calum y Thomas lo miraron con sumo interés.

–¿Quién es? –preguntó Calum.

–Se llama Nichol Bain –dijo el duque–. Es un hombre que tiene mucha experiencia en este tipo de problemas.

Tomó una pluma, la mojó en el tintero y escribió el nombre y la dirección. Después, deslizó el papel hacia Calum.

–Puede ser que no apruebe sus métodos, pero le agradará el resultado. Avíselo rápidamente si quiere su fundición, señor.

Aquella misma noche, Calum envió un mensajero a Norwood Park, la dirección de Nichol Bain en Inglaterra.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

El señor Nichol Bain esperaba que, cuando volvieran a encargarle la resolución de un problema, se tratase de un asunto que requiriera ingenio y discreción considerables. Una situación con consecuencias trascendentales, como el problema que había resuelto para el duque de Montrose hacía unos años. Justo en el momento en que el duque se postuló para ocupar un escaño en la Cámara de los Lores, empezó a correr el rumor de que había asesinado a su esposa. Eso sí que era un problema peliagudo.

Se habría conformado, incluso, con el tipo de problema que había resuelto en nombre de Dunnan Cockburn, un hombre afable y heredero único de una dinastía escocesa del comercio del lino que, sin saber muy bien cómo, se había introducido en los círculos del juego y había caído en las garras de los prestamistas menos indicados de Londres. El patrimonio de Dunnan estaba jurídicamente vinculado a su apellido, lo cual significaba que no podía venderlo como quisiera, sino que la ley le obligaba a preservarlo para futuras generaciones. Con astucia, él se las había arreglado para encontrar un abogado que supo desvincular una pequeña parte de las tierras de los Dunnan del patrimonio para poder venderla y obtener la astronómica cifra de tres mil libras que permitieran pagar la deuda. Después, había tenido que utilizar toda su diplomacia para conseguir un compromiso por parte del ingenuo Dunnan y hacer un trato con algunos de los tipos más desagradables de Londres.

Sin embargo, el problema con el señor Garbett y el señor Cadell no se parecía en nada a los dos anteriores. Lo habían llamado desde la mansión de los Garbett, que estaba cerca de Stirling, para solucionar una pelea entre jóvenes prometidos, algo que, en su opinión, deberían haber resuelto los adultos que había en la sala. Por desgracia, algunas veces la gente se dejaba llevar por las emociones en vez de razonar. El señor Garbett y el señor Cadell no necesitaban su ayuda. Lo que necesitaban era apartarse de sus alteradas esposas y pensar.

Así pues, Nichol había aprovechado sus debilidades y había negociado el pago de unos honorarios muy altos a cambio de resolver aquel juego de niños en nombre de los dos inversores en la forja del hierro. Para él, la tarea era una diversión y una forma de mantener la mente ejercitada antes de abordar el siguiente encargo, en el que figuraban un rico comerciante galés y un barco desaparecido.

En primer lugar, se reunió con Sorcha Garbett, que le pareció una muchacha tan inmadura como poco atractiva. Le pidió que le explicara por qué había roto su compromiso, a ser posible, sin lágrimas.

La señorita Garbett estuvo media hora despotricando sobre lo mal que la había tratado siempre una tal señorita Maura Darby que, aparentemente, había sido expulsada de la casa de los Garbett y que, según Sorcha, llevaba años acosándola. Durante aquella diatriba de media hora, mencionó a su prometido de pasada, y lo describió como un hombre poco avispado que no entendía las estratagemas de las mujeres. Sin embargo, la señorita Darby era todo lo contrario.

–La pupila de su padre parece una encantadora de serpientes –comentó él, aunque lo hizo para su propia diversión.

–No es tan encantadora –respondió la señorita Garbett, con un gesto de desdén–. No es tan lista como piensa, ni es tan guapa.

–Ah, ya entiendo. Bien, señorita Garbett, si me permite que se lo pregunte, ¿quiere usted al señor Cadell?

Ella se puso el pañuelo encima de su considerable nariz y se encogió delicadamente de hombros.

Él se agarró las manos a la espalda y fingió que examinaba una figurita de porcelana.

–Entonces, ¿le atrae la idea de convertirse en señora de una gran casa?

Ella alzó los ojos y lo miró.

–He visto la casa que tienen los Cadell en Inglaterra, y puedo decir, sin dudarlo, que es más grande que el Palacio de Kensington.

Ella bajó el pañuelo y abrió unos ojos como platos.

–¿Más grande que un palacio?

–Sí.

Sorcha se mordió el labio y miró de nuevo su regazo.

–Pero él quiere a Maura.

–No –dijo Nichol. Se agachó junto a la muchacha, tomó una de sus manos y dijo, con la expresión grave, cuidadosamente–: Él no quiere a la señorita Darby.

–¿Y cómo puede estar tan seguro? –preguntó ella, entre lágrimas.

–Porque soy un hombre, y sé lo que piensa un hombre en los momentos de puro deseo. Ese muchacho no estaba pensando en el resto de su vida, créame. Cuando piensa en usted, piensa en la compatibilidad y en los muchos años de felicidad que tiene por delante en su vida conyugal con usted.

Quizá estuviera exagerando un poco, pensó.

La señorita Garbett hizo una mueca de desdén.

–Está bien, supongo que podría darle otra oportunidad. Pero a Maura, ¡no! ¡Nunca más! Ni siquiera se moleste en pedírmelo.

–No, no se lo pediría.

–Bah, tendrá que hacerlo –dijo Sorcha–. Porque mi padre la quiere mucho, más que a mí.

–Eso no es posible –respondió Nichol, para calmarla–. Tiene que creerme, señorita Garbett. Su padre quiere más la forja que a la señorita Darby. Y la quiere más a usted que a la forja.

Ella se irguió en el asiento y, con un suspiro de cansancio, miró por la ventana.

–¿La casa de los Cadell en Inglaterra es de verdad tan grande como un palacio?

Problema resuelto. Nichol se puso de pie.

–Más grande. Tiene dieciocho chimeneas en total.

–Dieciocho –murmuró ella.

Nichol se marchó a un pequeño despacho a hablar con el señor Adam Cadell. Aunque tenía veinte años, seguía siendo desgarbado, como si no hubiera dejado atrás el crecimiento de la adolescencia. Adam lo miró con cautela.

–Bueno –dijo Nichol, y se acercó a un mueble para servirse un oporto. Sirvió una copa también para el muchacho.

–Se ha metido en un buen lío, ¿eh?

El joven tomó la copa de oporto y la apuró de un trago.

–Sí –dijo, con la voz ronca.

–Entonces, ¿quiere usted a la señorita Darby?

El chico se ruborizó.

–Por supuesto que no.

«Claro que sí», pensó Nichol. Le dio un sorbito a su copa de oporto y preguntó:

–A propósito, ¿la dote de la señorita Garbett es muy grande?

–¿Por qué? –preguntó el joven. Al ver que Nichol no respondía, se tiró con nerviosismo del bajo del chaleco–. Bastante grande, sí –dijo al final.

–¿Tan grande como para poder construirse una casa en la ciudad?

–¿En Londres?

–Sí, en Londres, si quiere. O en Edimburgo. O en Dublín –dijo Nichol, encogiéndose de hombros.

El señor Cadell frunció la frente con un gesto de desconcierto.

–¿Qué tiene que ver eso con esta boda?

–A mí me parece obvio.

El muchacho lo miró con confusión. Para él no había nada obvio, salvo su lujuria.

–Si comprara una casa en una de esas ciudades… Sin duda, conocería a muchas debutantes bellas que estarían dispuestas a hacerse amigas de su esposa, ¿no?

Adam Cadell siguió mirando fijamente a Nichol.

–Cientos de ellas –añadió Nichol para darle más énfasis a sus argumentos.

El joven se sentó en el sofá y se agarró las manos.

–No lo entiendo.

Nichol dejó la copa de oporto.

–Lo que le sugiero, señor Cadell, es que se case con su heredera y se dedique a vivir la vida. Ella tendrá los hijos que desea, la casa que desea, los vestidos… Y usted tendrá la sociedad. Salvará el importante negocio de su padre y todo el mundo será feliz de nuevo.

–Ah –dijo Adam Cadell, y asintió lentamente. Comenzaron a brillarle los ojos, pero el brillo desapareció–. Pero es que Sorcha no me va a aceptar si la pupila está por aquí.

Así que la señorita Darby se había convertido en una mera pupila.

–Ya no está aquí –dijo Nichol.

–No, pero va a volver. El señor Garbett le tiene mucho afecto. No va a dejar que siga alejada de la casa. Ella seguirá siendo parte de esta familia.

Nichol reflexionó.

–Si la situación de la pupila cambiara, por supuesto, a otras circunstancias aprobadas por el señor Garbett, pero que la alejaran de esta casa, ¿podría usted encontrar la manera de disculparse adecuadamente ante su prometida?

–Sí –dijo el joven, asintiendo con entusiasmo–. Por supuesto. Olvidaría por completo a la señorita Darby.

–Pues, entonces, déjemelo a mí –dijo Nichol, y le tendió la mano.

El señor Cadell se la estrechó con debilidad.

–Gracias, señor Bain.

Nichol se dio cuenta de que la solución iba a servir para dos problemas a la vez. Seguramente, aquella era la situación más fácil que se había encontrado en los últimos quince años.

Salió de casa de los Garbett y fue a la posada en la que se estaba alojando, en Stirling. Escribió una carta a Dunnan Cockburn, su antiguo cliente, y alguien a quien podía considerar un amigo. En realidad, él no tenía amigos, porque nunca había permanecido mucho tiempo en ninguna parte. Además, había aprendido a muy temprana edad a callarse lo que pensaba para que nadie pudiera utilizar aquella información en su contra. Y, finalmente, había descubierto que la amistad se basaba en la capacidad de compartir sentimientos. Él no compartía los suyos y, por eso, tenía muy pocos amigos.

Lord Norwood era uno de ellos. Había conocido al conde mientras trabajaba para el duque de Montrose. Norwood era el tío de la nueva lady Montrose, y se había quedado admirado, o se había divertido, con su forma de llevar el asunto entre el duque y su sobrina. Fuera cual fuera el motivo, había querido que él se mantuviera cerca y parecía que disfrutaba con su compañía, aunque, con frecuencia, le enviaba a ayudar a sus influyentes amigos.

Nichol consideraba un amigo a Dunnan porque habían pasado mucho tiempo juntos. Dunnan estaba siempre dispuesto a agradar a los demás y tenía muy buen humor, a pesar de sus muchos problemas. Vivía en una gran finca con su madre viuda y, aunque había conseguido superar su problema con el juego, los dos habían decidido que tendría menos posibilidades de recaer si se casaba con la mujer adecuada, alguien que lo reconfortara y lo aconsejara con franqueza, y que lo mantuviera vigilado.

–Vas a buscarte una esposa, ¿verdad? –le había preguntado Nichol la última vez que habían estado juntos.

–Por supuesto, por supuesto –respondió Dunnan–. Es algo que tengo que hacer, está entre mis prioridades.

Por desgracia, Dunnan aún no había encontrado a la candidata. Así pues, parecía un arreglo perfecto para todo el mundo, y él estaba seguro de que el señor Garbett lo aceptaría. La señorita Darby estaría bien cuidada y su marido iba a honrarla. La trataría muy bien y le daría afecto. Parecía que Dunnan estaba impaciente por casarse.

Nichol le envió la carta y esperó dos días hasta que llegó la respuesta:

 

Sí. Si tú me la recomiendas, Bain, me considero afortunado y le abriré mis brazos, mi corazón y mi casa.

 

Esa era la reacción que él esperaba, y se sintió muy contento del resultado. Tan contento, de hecho, que pensó en llamar a su hermano, a quien no veía desde hacía muchos años. Últimamente le había estado pesando mucho la distancia que había entre ellos. Quería mucho a Ivan. Su hermano vivía en la casa familiar, que no estaba lejos de Stirling; al menos, eso era lo que le había dicho en su última carta. Sin embargo, Ivan no había vuelto a responderle a las cartas que le había enviado aquellos últimos años.

Él no estaba muy seguro del motivo, pero no iba a saberlo si no hablaba con su hermano. Para Ivan, aquello iba a ser todo un shock, puesto que hacía más de doce años que él se había marchado de casa. Aquello era otro asunto diferente, un asunto que no tenía una solución fácil. Pero, con respecto a Ivan, a Nichol sí le gustaría saber qué había sucedido.

Tal vez ya fuera hora de ir a verlo.

No obstante, lo primero era lo primero. Se arregló con ayuda de un muchacho a quien contrató como ayuda de cámara y se puso en marcha para explicarles al señor Garbett y al señor Cadell su plan para acabar con el desencuentro entre sus familias.

Tal y como sospechaba, todo el mundo aceptó la propuesta con entusiasmo, salvo la señora Garbett, que no creía que la señorita Darby debiera tener un buen matrimonio. Pero, al enfrentarse a la posibilidad de que la pupila de su marido volviera con ellos, aceptó de mala gana lo que había propuesto Nichol.

A finales de aquella semana, Nichol y Gavin, su nuevo mozo, se prepararon para hacer un viaje de varios días hasta una casa solariega que estaba cerca de Aberuthen, donde debían recoger a la señorita Darby.

Llegaron a su destino al día siguiente. Estaba nevando suavemente, y el mozo iba temblando en la montura, aunque Nichol le había dado su manta para que se la echara sobre el abrigo.

–Gavin, ¿cómo vas?

–Bien, señor –respondió el chico.

–Llegamos enseguida –le aseguró Nichol, mientras salían del pequeño pueblo de Aberuthen en dirección a la finca, siguiendo las indicaciones que le había dado Garbett.

Esperaba que la casa fuera parecida a la de Garbett, pero se llevó una desagradable sorpresa al ver que era mucho más pequeña y que estaba muy descuidada, casi ruinosa. Tenía una sola torre en un extremo, cubierta de enredadera, y el resto era una construcción cuadrada como una caja. Solo salía humo de una de las cuatro chimeneas, y había varias ventanas cuyos cristales rotos habían sido reemplazados con tablones de madera.

Gavin y él desmontaron y miraron hacia la casa. No salió nadie a recibirlos, y el mozo lo miró con expectación.

–Voy a ver si puedo despertar a alguien –le dijo Nichol. Le entregó las riendas y señaló con un gesto de la cabeza el establo, que era otra construcción en mal estado–. Da de comer y beber a los caballos. También hay comida en la bolsa para ti, ¿de acuerdo? Come y entra en calor. En cuanto resuelva la situación aquí, nos marcharemos.

Gavin asintió y se llevó a los caballos hacia el establo.

Nichol se encaminó a la puerta y llamó tres veces. Nadie respondió. Casi había decidido que la casa estaba completamente vacía cuando oyó ruido. La puerta se abrió de repente y en el vano apareció un hombre sujetando un farol. Llevaba una bata y un camisón manchados de comida. Estaba muy obeso y tenía las piernas separadas, como si quisiera sostener todo su peso. No se había afeitado y tenía el pelo largo y sucio, flotando alrededor de la cabeza y los hombros. También tenía mucho pelo en las orejas.

Nichol disimuló la sorpresa. Eran casi las dos de la tarde y parecía que aquel hombre acababa de levantarse.

–¿Ha venido a buscar a la chica? –le preguntó con la voz enronquecida.

–Sí, en efecto –respondió Nichol.

El hombre extendió la mano con la palma hacia arriba.

–Pues págueme primero.

Diah… Parecía que el primo de Garbett era un zafio.

–¿Podría entrar? Hace bastante frío.

El hombre soltó un gruñido, retrocedió unos pasos y se inclinó con un gesto de burlona cortesía. Nichol entró a un vestíbulo lleno de capas, botas y montones de turba. El hombre cerró la puerta y caminó, arrastrando los pies, hacia el pasillo.

Nichol lo siguió hacia una sala. Era un comedor repugnante. Había comida podrida y heces de perro por el suelo, y dos canes dormían junto a la chimenea. Uno de ellos se puso en pie y se acercó a olisquearlo. Después, volvió a su sitio.

Nichol miró a su alrededor y preguntó:

–¿Ha muerto su ama de llaves, señor Rumpkin?

–Qué gracioso. ¿Lo ha enviado mi primo para entretenerme, o para pagarme por haber alojado a la bampot? –le preguntó el hombre.

Nichol sacó una bolsa de monedas del bolsillo de su abrigo y se la entregó al hombre, que había vuelto a abrir la palma de la mano. El señor Rumpkin la abrió y comenzó a contar rápidamente. Mordió una de las monedas para asegurarse de que era de oro y, cuando quedó satisfecho, señaló unas escaleras que había al otro lado del pasillo.

–Está allí arriba. Se ha atrincherado.

Nichol no podía reprochárselo.

–¿Cuánto lleva ahí?

–Dos días –respondió Rumpkin. Nichol no respondió, a causa de la sorpresa, y Rumpkin alzó la vista–. ¡No me mire así! Le envié comida, pero no la tocó.

Sin duda, la muchacha debía de temer que le contagiaran la peste. Nichol no podía creer que el señor Calum Garbett hubiera enviado a aquel infierno a su pupila. La conciencia le exigió que sacara de allí a la señorita Darby lo antes posible.

–¿Qué habitación es?

–La torre –dijo Rumpkin, con la voz ronca. Se sentó a la mesa, tomó una cuchara y siguió comiendo algo que había en un cuenco.

Nichol se dio la vuelta para no tener arcadas. Salió al pasillo y subió las escaleras rápidamente. En el rellano vio una puerta cerrada, a la izquierda, junto a la que había una bandeja de comida intacta, cubierta con un trapo.

Llamó con energía a la puerta, y dijo:

–Señorita Darby, por favor, abra. Me llamo Nichol Bain y me ha enviado su benefactor, el señor Garbett.

Pasó un instante hasta que empezó a oír algo de movimiento. Esperó que se abriera la puerta, pero se llevó un gran susto, porque algo parecido al cristal chocó violentamente contra el otro lado de la madera. ¿Acababa de arrojar algo la muchacha contra la puerta?

Nichol volvió a llamar, con más suavidad en aquella ocasión.

–Señorita Darby… por favor. El señor Garbett me ha enviado para hacerle una propuesta y creo que le va a gustar. Él quiere que salga usted de aquí cuanto antes. Por favor, abra la puerta.

Silencio.

Él apoyó las manos a ambos lados del marco. No había previsto que tuviera que convencerla para marcharse; por el contrario, había pensado que la muchacha saldría corriendo a la primera oportunidad.

–Le prometo que lo que tengo que decirle será mejor que cualquier cosa que pueda encontrar aquí.

Oyó que la señorita Darby arrastraba algo pesado por el suelo, como si estuviera poniendo un mueble contra la puerta.

–Ya se lo advertí –dijo Rumpkin a su espalda. Nichol miró por encima de su hombro, hacia atrás. El señor Rumpkin había subido las escaleras con una botella de alcohol en la mano. Le dio un buen trago y añadió–: Es una fiera.

Nichol se giró de nuevo hacia la puerta.

–Ya es suficiente, señorita Darby, ¿de acuerdo? Su benefactor está deseando encontrar una solución para usted, y lo que ha planeado va a ser de su agrado. Pero tiene que abrir la puerta para poder escucharlo.

Silencio.

Nichol estaba empezando a perder la paciencia.

–Señorita Darby, insisto en que salga inmediatamente –dijo, con severidad.

Puso la oreja contra la puerta y escuchó atentamente. ¿Eran imaginaciones suyas, o pudo oír una risa baja al otro lado?

Sí, claramente, eran risas.

Nichol perdió la paciencia por completo. Él estaba orgulloso de su capacidad para mantener la calma en situaciones en las que los demás perderían los estribos, pero aquello le resultaba muy molesto. No estaba dispuesto a dejarse tratar con tanta grosería por una joven a quien solo él podía ayudar.

Se apartó de la puerta. El señor Rumpkin seguía allí, bebiendo. Se limpió los labios con la manga y repitió:

–Se lo advertí.

Nichol lo rodeó y caminó hacia las escaleras.

Una de las cosas que había aprendido durante todos aquellos años resolviendo problemas ajenos era que, cuando se cerraba una puerta, siempre se abría otra. El truco estaba en encontrarla.

Y él iba a encontrarla.