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Pedro Paz Soldán y Unanue

Memorias de un viajero peruano

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9816-462-6.

ISBN ebook: 978-84-9953-339-1.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La vida 9

Capítulo I 11

Capítulo II 20

Capítulo III 28

Capítulo IV 35

Capítulo V 44

Capítulo VI 55

Capítulo VII 62

Capítulo VIII 74

Capítulo IX 83

Capítulo X 88

Capítulo XI 95

Capítulo XII 104

Capítulo XIII 109

Capítulo XIV 112

Capítulo XV 120

Capítulo XVI 129

Capítulo XVII 133

Capítulo XVIII 144

Capítulo XIX 154

Capítulo XX 160

Capítulo XXI 167

Capítulo XXII 173

Capítulo XXIII 184

Capítulo XXIV 189

Capítulo XXV 195

Capítulo XXVI 202

Capítulo XXVII 211

Capítulo XXVIII 221

Capítulo XXIX 234

Capítulo XXX 240

Capítulo XXXI 253

Capítulo XXXII 261

Capítulo XXXIII 266

Capítulo XXXIV 272

Capítulo XXXV 280

Capítulo XXXVI 286

Capítulo XXXVII 292

Capítulo XXXVIII 299

Capítulo XXXIX 305

Capítulo XL 309

Capítulo XLI 315

Capítulo XLII 324

Capítulo XLIII 331

Capítulo XLIV 343

Capítulo XLV 353

Capítulo XLVI 362

Capítulo XLVII 372

Capítulo XLVIII 378

Capítulo XLIX 382

Capítulo L 388

Capítulo LI 393

Capítulo LII 398

Capítulo LIII 405

Capítulo LIV 411

Capítulo LV 417

Capítulo LVI 423

Capítulo LVII 429

Capítulo LVIII 436

Capítulo LIX 441

Libros a la carta 451

Brevísima presentación

La vida

Pedro Paz Soldán (1839-1895). Perú.

Su nombre original era Juan de Arona. Fue un notorio poeta, periodista y viajero.

El presente volumen relata los avatares de un recorrido por España, Francia, Alemania, Hungría, Italia, Egipto, Turquía, Grecia entre otros países.

Capítulo I

La salida de Lima. Mi Mentor. Novedades para mí. Iglesias arruinadas. Apóstrofe. El Istmo. Colón y Cartagena. San Tomás. La travesía. Southampton. Londres. París. Comparación. De París a Bayona. Burdeos. Mi equipaje. Los campos de allá y los de acá. Bayona y Biarritz.

El 12 de Abril de 1859 zarpaba yo del Callao para Europa por la única línea y vía posibles en esa época, que eran vapores ingleses y Panamá San Tomás. Sin darme cuenta yo ni dársela mis padres, habíamos seguido una excelente gradación en mis viajes marítimos: a la edad de nueve años se me llevaba a Arequipa, navegando desde el Callao hasta Islay en compañía de mi propio padre; a los diecisiete, para combatir los estragos de mi rápido crecimiento, se me embarcaba en un buque de vela, el bergantín «Boterin», que me llevó hasta Iquique en veinticuatro días con escala en Cerro Azul, y al regreso en Arica. Después de haber hecho mis primeras armas amorosas en Tacna, volví a Lima por vapor. A los dieciocho navegaba hasta Valparaíso, entre cuyo puerto y Santiago pasé cosa de un año; y por último, ahora, antes de cumplir los diecinueve, me embarcaba para el más largo y provechoso de mis viajes, de los cuales y de su recuerdo puedo extraer todavía hoy, a la formidable distancia de tantos años, inefables fruiciones e inagotables enseñanzas.

Mi mentor (un verdadero Mentor) por esta vez, era un médico español de Victoria, el doctor don Faustino Antoñano, que después de haber sido el médico de la hacienda de mi padre, así como su hermano el capellán, por espacio de ocho años, se volvía a Europa. Este hombre, tan singular por su carácter como por su inteligencia, me había visto crecer y estudiar a la sombra paterna, y había tenido una parte considerable, que yo mismo le otorgaba voluntariamente atraído por su ascendiente, en mi educación moral.

Por su humor, aticismo y originalidad parecía de la estirpe de los Cervantes, con cuyos retratos presentaba, además, su fisonomía una cuasi identidad. Esta es la mejor prueba del españolismo que caracteriza a este célebre autor.

Por su austeridad, estoicismo y costumbres era un pagano de la escuela de Catón, que como es sabido preocupó fuertemente a sus contemporáneos con la originalidad de su tipo moral. Campechano de carácter, recio de constitución, aunque pequeño y flaco él mismo cuidaba de sus caballos y sus arreos de montar, fanático por la vida independiente y montaraz del campo, y al par hombre culto, fino y sagaz en sociedad; así como, llegado el caso, parecía del temple varonil del manco de Lepanto.

Por muchos años, hasta la edad de veintitrés a veinticinco por lo menos, este amigo ejerció en mí una influencia tan irresistible como tierna. A su instigación, a mi llegada de Chile y a sus empeños debí este viaje a Europa; que hace época en mi vida; y si algunas cualidades apreciables de carácter poseo, después de Dios y mi padre, a él las debo.

La lluvia, los relámpagos y los truenos y la feraz vegetación que me esperaban, cosas comunes para la mayor parte de los habitantes de la tierra, debían ser maravillas de inagotable interés para el hijo de la pobrísima costa del Perú, en donde todos esos accidentes no nos son conocidos sino por las novelas y pinturas. No hablaré de mis asombros al ver una vegetación feraz en la isla de Taboga; y relampaguear, tronar y llover a hilos en las Antillas; ni de lo paupérrimamente dotado que en lo físico se me figuró este Perú costanero que habitamos, donde jamás se ha visto un árbol grande, una tupida selva que infunda al alma pavor religioso y que la eleve; un río azul, navegable para balsas siquiera; sino trazos de ríos, torrentes alborotados y rojizos; alborotados y turbios como si quisieran dar idea del estado de cosas en el ánimo y mente del peruano; donde nunca se oyó el trueno; donde jamás un fosfórico relámpago abrió nuestros ojos a la contemplación de lo eterno, despegándose del escuálido huano a que viven condenados, donde jamás una lluvia copiosa azotó nuestras relajadas fibras y levantó de la tierra ese delicioso olor a búcaro que la tierra parece ofrendar al cielo en pago del refrigerio que recibe, y en donde ningún edificio, hecho de miserable caña y barro, puede vivir siglos, y hacer que el póstero (sic) enternecido exclame: «¡He aquí la casa de mis antepasados!».

¿Hay antepasados entre nosotros, hay siquiera un pasado?

¿Cómo diablos, añadía continuamente mi monólogo, puede haber poetas en esa tierra, donde nunca se ha visto a Dios, donde nunca se ha conversado con él?; ¿qué digo? ¿Dónde no se malicie siquiera?

¿Dó están las extensas superficies cerúleas que reflejan su imagen? ¿Dónde las vastas sábanas verdes, las numerosas montañas que acreditan su paso? ¿Dónde las detonaciones atmosféricas, las retumbantes cascadas o el variado gorjeo de los pájaros que en diversos tonos puedan hablarnos de Dios?

No en balde nuestra poesía, ficticia, artificial y postiza como la vegetación de la isla de Malta, que desde lejos anuncia que sus raíces no penetran en el suelo que las soportan, sino que se quedan entretenidas entre los mantos de una tierra vegetal traída de fuera; no en balde, repito, nuestra poesía está tan destituida de originalidad.

Y el hombre, que podía suplir a todo; el hombre, ¿qué hace o qué dice allí desde tantos años? ¿Qué hace o qué dice?

—¡Viva Fulano!

—¡Vivaaaaa!

—¡Muera zutano!

—¡Mueraaaaaa!

—Voilà l’homme américain.

El día de jueves santo a las seis de la mañana llegamos a Panamá habiendo estado antes dos horas en Taboga, que como toda esa costa es muy bonita por su fertilidad. Panamá, aunque triste y atrasada, tiene una belleza; la de un paisaje melancólico. Por todas partes está rodeada de montes cubiertos de verdura, y a primera vista se diría que la población acaba de salvarse de un gran incendio porque todas las paredes, que son de piedra, están ennegrecidas y al mismo tiempo vestidas de espeso musgo, como si todo fuera un montón de ruinas.

Algunas que debieron ser buenas iglesias parecen ahora huertas abandonadas; porque su recinto está poblado de árboles, conservándose en pie los muros exteriores y la fachada.

¡Sombras triviales! ¿Qué me decís de mis antepasados? ¿Qué es de aquel fiscal u oidor de la Audiencia de Panamá, don Diego de Paz Soldán? ¿Qué es de su yerno, el capitán del fijo, el español de Carrión de los Condes, don Manuel Antonio de Paz y Castro?

¿Qué es de mi tatarabuelo y de mi bisabuelo?

Pero el horrible calor de Panamá, superior a toda ponderación, no me permitía muchos éxtasis, mucho más cuando ya contaba con la contestación a mis apóstrofes; y después de haber bebido sendos vasos de agua con coñac, salí para Colón atravesando el Istmo en cuatro horas. El trayecto por el ferrocarril es delicioso. La vista no puede extenderse porque va uno encajonado entre una vegetación tan prodigiosa, que no se ve tierra o suelo, estando todo cubierto de verdura, y como el terreno es generalmente quebrado, los árboles se presentan como si nacieran los unos sobre los otros. El tren marcha rápidamente algunas veces, y otras con lentitud, para evitar un descarrilamiento por estar los rieles muy torcidos.

Nos embarcamos en Colón ese mismo día, en un vapor muy grande (comparado con los del Pacífico) y zarpamos a las diez de la noche. Al tercero llegamos a Cartagena, que no visité temeroso de que el vapor me dejara: vista de abordo me pareció bellísima y finalmente el 30 de abril a las nueve de la mañana llegamos a San Tomás.

En el acto se arrimó a nuestro vapor el que debía conducirnos a Europa que era el «Magdalena», y comenzó el trasbordo de nuestros equipajes. El «Magdalena» era el más pesado vapor de la Compañía, como que usaba emplear dieciocho y veinte días en una travesía que los otros desempeñaban en doce o quince.

Como no saldríamos hasta el siguiente, pasamos el día en tierra, y al anochecer volvimos a bordo. San Tomás era lo más pintoresco, alegre y aseado que hasta allí había visto. El 1.º de mayo comíamos opíparamente y en todo sosiego en el «Hotel del Comercio», mi Mentor y yo, cuando retumbó el cañón del vapor Magdalena como diciendo lacónica pero estruendosamente: me voy. Era el vozarrón de un gigante. Enseguida comenzó a repiquetear angustiosamente la campanilla de a bordo: era la voz del mismo gigante que daba sus últimos adioses a la costa americana y que debía estar a cuatro leguas de distancia por lo menos cuando tan apagada se oía.

Todo esto me lo imaginé al oír esa temible despedida pronunciada en dos tonos tan distintos; y, además, me parece decir que el corazón me dio un vuelco dentro del pecho; que el Doctor saltó, y yo también, del asiento; y que ambos lanzando a varios platos todavía vírgenes una mirada de inenarrable tristeza, preñada de irrevelables emociones, nos trasportamos a escape a nuestra nueva morada, que después de tanta prisa manifestada, no levantó sus anclas hasta las ocho de la noche.

Días tuvimos en que el mar por muy bello y muy pacífico habría podido rivalizar con el tocayo de otro lado; otros borrascosos, que nos descompusieron el timón y nos tuvieron como paralizados por dos días. El frío llegó a hacerse tan intenso, para mí al menos que me puse dos pantalones uno sobre otro, y pasaba el día sentado en una silla ante la barandilla de la máquina (y también otros pasajeros) gozando del calor de la chimenea o al amor de la lumbre como se suele decir. Uno de los pasajeros hembras, la señora Bataillard me traía tan divertido con su cómica, cotadura de tortuga, que no pude menos de enderezarle allá en mis adentros la siguiente quintilla:

Si madama Bataillard

llega a caerse en el mar,

como su cuerpo es tonel,

podrá flotar sobre él

sin tener que batallar.

Otro, que era un capitán de ejército español, nos costeó la diversión una noche en que habiendo penetrado la marejada en su camarote, se lanzó despavorido por la oscura y solitaria cámara en pos de socorro, y dando tropezones con los muebles y trastos gritaba despavorido: «¡Mozo! camarote, water ¡Water! ¡camarote!».

Finalmente llegamos a Southampton el jueves 19 de mayo a las nueve de la mañana y media. La verde campiña después de diecinueve días de la aridez de agua y cielo, presentaba un aspecto mágico.

Reinaba el florido mayo, que en Lima es tan polvoroso, tan árido y tan pobre como los otros meses de la zodiacal corona; y reinaba también el florido mayo de mi vida...

Registraron mi equipaje en la aduana, recorrimos rápidamente gran parte de la población y a las tres de la tarde salimos en el ferrocarril para Londres, yendo embelesados en todo el trayecto con el aspecto de los verdes campos y de las blancas manadas de carneros diseminados por ellos. Los potreros o dehesas donde pastaban, me parecían preciosos jardines, y no los que había visto en Lima, que ojalá se parecieran esos jardines a los potreros de Inglaterra sino como los que conocía por pinturas. Los diversos senderos o caminillos abiertos en todo sentido en el verde campo, parecían cortados a cuchillo, y blanqueaban a los lejos como esas tiras de lienzo blanco con que solemos cruzar las matizadas alfombras de nuestras cuadras, para que no se maltraten.

Los árboles se dibujaban en el azul del cielo que les servía de fondo, primorosamente recortados por la podadera y la tijera. Esta vegetación comparada a la del Istmo de Panamá que yo venía a ver, se asemejaba a ella como una capilla recién construida y que se lava diariamente, puede parecerse a un vetusto templo, grandioso y solitario, deteriorado y húmedo, con sus piedras ennegrecidas y cubiertas de hiedra, y que tanto pone admiración como miedo. Aquella inspira ideas bellísimas y ligeras; éste, pensamientos elevados y profundos, recogimiento.

En la primera se piensa en lo mundano, ante este otro, en el pasado, en lo futuro, en lo eterno, en Dios.

Aquí cada hombre vale un hombre me decía yo durante el trayecto; y con un agregado de tales hombres, no hay Estado que no florezca y prospere, sea cual fuere su forma de Gobierno, mándelo hombre o mujer, ciudadano idóneo o ciudadano inepto. He aquí porque entonces y después nunca he hecho votos exclusivos por el advenimiento de la República universal, sino por el perfeccionamiento universal del hombre, obtenido por la educación, y sobretodo, por el trabajo; entiéndalo bien el pueblo de Lima.

A las seis de la tarde llegamos a Londres y fuimos a apearnos al hotel español de Bastidas, hotel inmejorable, y en el que se sirve por ocho chelines diarios (dos pesos fuertes). Visitamos (rápidamente también, porque en estas ciudades para ver las cosas como uno debe y desea verlas es necesario dedicar un día entero y acaso más a cada una de ellas) visitamos, pues, rápidamente el Túnel, el Palacio de Cristal, San Pablo, el Jardín de plantas, el palacio de Hampton Court en las cercanías, y el lindo lugar campestre conocido con el nombre de Richmond, a donde se va por ferrocarril.

Siguiendo a los pocos días para París, tomamos el tren de Folkstone, trayecto de dos horas y nos embarcamos para Boulogne con un mar de los más tranquilos, a cuyo puerto llegamos en dos horas y media. Desde allí hasta París el ferrocarril se detiene en varias estaciones siendo la más notable la de Amiens. A las once de la noche entramos en la gran ciudad yendo a parar al hotel de Madame La Folie rue Vivienne. Mi mentor siguió para Victoria ansioso de ver a los suyos y la tierra natal después de una ausencia de ocho años; y yo buscando un recogimiento doméstico más confortable me trasladé al Hotel Moscou, Cité Bergere.

Mis primeras vírgenes impresiones al pasar de Londres a París, fueron las que experimenta el que salta de lo grande a lo pequeño.

La capital de Inglaterra es una ciudad espléndida y suntuosa, en la que no hay más que hacer que echarse a andar para tropezar con monumentos admirables; en París es necesario buscarlos. En Londres los hombres, los caballos, los edificios, el cielo (la atmósfera, porque el cielo poco se ve) todo tiene un sello adusto y sombrío; sus calles son muy anchas y poseen grandes aceras, circulando incesantemente innumerables carruajes e individuos. En París el cielo, los caballos, los edificios, los hombres y las mujeres presentan aspecto menos grandioso, pero mucho más risueño y simpático. Los caballejos de los coches de alquiler parecen pulgas cuando se viene a ver esos desmesurados cuadrúpedos, más grandes que el cab o handsome que arrastran, y que cruzan como flechas por la ciudad del Támesis.

Hay en París muchas calles angostas desaseadas, solitarias y sin aceras, siendo lo más brillante los Bulevares: inmensas calles llenas de gente, de carruajes, de animación y de alegría. Estos Bulevares son como grandes ríos que reciben el tributo de las calles y callejuelas laterales.

Los ingleses son serios y caballerescos los franceses, los parisienses al menos, chispeantes, vivarachos, inquietos y a veces petulantes. Sin hacer más observaciones por ahora sobre ciudades y tipos tan conocidos y familiares a todos, volemos a España, centro de las ilusiones y aspiraciones de la mayor parte de los hispanoamericanos, y especie de Meca literaria de todos los que seguimos esta carrera en las antiguas colonias.

El 9 de junio de 1859 a las nueve de la mañana me dirigí a la estación respectiva y tomé pasaje hasta Bayona. Un empleado se apoderó de mi equipaje, y creyendo yo que ya no tenía que pensar en él, como en Boulogne, me entré al vagón y partimos; siendo esta mi primera y única inadvertencia en cuatro años de viaje.

Disfrutando siempre de una bella y pintoresca perspectiva llegamos a Burdeos a las diez de la noche. Pero antes de nuestro arribo, un francés con quien había entrado en conversación, me hizo advertir, porque se ofreció, lo de mi equipaje, que con seguridad se quedaba en la gare de París por mi omisión en sacar la papeleta.

Felizmente, añadió, puede usted reclamar lo de Bayona por telégrafo y se lo mandarán en el acto.

Débilmente, como se ve, pagaba mi noviciado en el arte de los viajes; y tan débilmente, que todas mis cartas de recomendación y todo mi caudal que ascendía a unos mil quinientos francos, venían conmigo en mi bolsillo, en donde con sabía previsión los puse al salir de la Cité Bergere.

A las seis de la mañana siguiente continué mi viaje, no sin haberme permitido la noche anterior algunas libertades con la linda chica de Azpeitia que me sirvió de camarera en el Hotel. La muchacha era cerril como una cabra, sin que le faltara sus rasgos humanos.

De Burdeos a Bayona la perspectiva cambia de aspecto. En esos inmensos llanos con su fisonomía agreste y sus aguas verdosas y detenidas, se divisa al fin el triunfo de la naturaleza. He atravesado una pequeña parte de Inglaterra, la Francia de norte a sur, y no he visto sino campos cultivados con tal esmero, con tal simetría, y con tal elegancia, que más bien parecen jardines formados con solicitud para el recreo de algún gran señor.

En el Perú los caminos se forman... con el tráfico; nadie se encarga de abrirlos ni de mantenerlos en buen estado; por este motivo son desiguales, incómodos, feos y muchos de ellos, casi todos, peligrosos. ¡Y se les llama generalmente, sin duda por absurdo eufemismo, caminos reales!

Las bestias suelen ser los Colones de esas malas trochas.

Ninguno de los europeos campos que hasta aquí he visto presenta la estupenda vegetación del Istmo de Panamá; mas ¡qué diferencial! Al atravesar aquel país se ve una naturaleza salvaje y montaraz, recuerdo bien vivo y bien patente de las penalidades que pasaron los primeros y heroicos hombres blancos que arribaron a ese continente, los españoles.

Una naturaleza que, abusando de la completa libertad en que la deja el hombre indolente, y más aún, impotente, se entrega como es natural a sus más raros caprichos. Inútil es asomarse por las ventanillas del vagón en busca del horizonte, a derecha e izquierda, casi sobre los mismos rieles, espesas y negras cortinas de verdura se extienden impidiendo el libre paso de la vista como si ocultaran misterios de terrible revelación.

Los troncos y las raíces de los árboles desaparecen entre el tupido follaje.

Ya se miran espantosas quebradas cuya profundidad no sé ni sospechar, porque la vegetación sombría y majestuosa lo cubre todo, como una barrera donde se estrellan las investigaciones, como un mudo sarcasmo a la curiosidad del viajero; ya grandes y elevadas cumbres en las que no distinguiéndose sino el follaje de los árboles apiñados y en ascensión progresiva, parece que los unos nacieron sobre los otros, como he dicho.

Todo esto lejos de ser feo es bellísimo, bien que de una belleza lúgubre y melancólica, que nada tiene de desagradable y sí, mucho de halagüeña. Allí nada habla del hombre; en todo resalta Dios. Esos árboles cuya copa se pierde de vista; ese indecible silencio que reina en rededor; la opacidad del cielo entoldado por tanta ramazón; la completa desolación de los lejanos y oscuros bosques en donde inútilmente se fija la mirada; todo ese conjunto en fin es el triste y grandioso emblema de la creación universal; campo infinito y mudo por donde con tanto deleite vuela incesantemente la imaginación del hombre sin sacar nada. Al recorrer los campos de Europa me ha fastidiado a veces tanta prolijidad; ver árboles donde parecen que fueran pegando las hojas una por una y midiendo las distancias con un compás. La vagancia está prohibida así en las campiñas como en las ciudades; y no debe ninguna rama u hoja viciosa ir a errar por el ambiente desprendiéndose del completo follaje o cuerpo social del árbol.

He deseado naturalidad en la naturaleza y he echado de menos el Istmo de Panamá, donde cuando se oye un ruido en el imponente silencio se puede y se debe temblar, porque es indicio de que entre las intrincadas ramas va saltando alguna fiera o deslizándose un reptil.

Habiendo salido de Burdeos como llevo dicho, a las seis de la mañana, estábamos en Bayona a la una del día. Unos españoles se apoderaron de mí al apearme del coche, ofreciéndome cada cual conducirme a la mejor posada. Me dejé guiar por uno de ellos y fui llevado a una de aspecto muy miserable.

Mi primer paso fue dirigirme al telégrafo a reclamar mi equipaje, y aunque el despacho que hice pasó las indispensables palabras, me costó diez francos y medio.

Con el objeto de dar un paseo por Biarritz tomé la diligencia que me condujo a él en tres cuartos de hora. Biarritz es una linda y risueña población, situada a las orillas del mar donde se ve la embocadura del río Bayona.

Biarritz es el Chorrillos de Europa, y a él acuden todos los años en el verano a tomar baños, innumerables familias; algunas tan ilustres como el Emperador y la familia imperial, que se hospedan en el castillo construido a pocos pasos del mar, y como a dos cuadras del bañadero general.

Permanecimos un gran rato en la playa respirando un aire puro y gozando con la vista de un cielo azul y de un mar lo mismo, aunque no muy pacífico, y en el que se bañaban algunas familias. Nos hicimos servir de comer en el Hotel d’Espagne, en donde nos dieron una excelente y barata comida.

Una vez recibido mi equipaje de París, hice visar mi pasaporte por el cónsul de España, saqué un boleto de diligencia hasta Vergara, que me importó cinco pesos, y el 14 de junio muy de madrugada usé por primera vez ese modo de viajar de que no tenía una idea práctica, que los pesados coches de viaje chilenos en que más de una vez había doblado la cuesta de Zapata y la de Prado, camino de Santiago.

Capítulo II

De Bayona a Vergara. Behovia. Irún. San Sebastián. Una diligencia. Tolosa. Una hermosura lugareña. Vergara. El seminario. El coche correo Bilbao. Pepa la del telégrafo. Hospitalidad bilbaína. Portugalete y Algorta. Alrededores y romerías. Vitoria. Mi Mentor. La Florida. Pueblos circunvecinos. Burgos y Valladolid. Mi historia de viajero

A las cuatro y media de la mañana, con la sombrera, el paraguas y el sobretodo a cuestas, trajes de viaje que solo por monada pueden usarse en Lima, dejaba el hotel del Panier fleuri a que me había mudado, y me encaminaba a la estación de diligencias perturbando con mis pasos el sueño de los bayonenses; que a juzgar por el silencio de las calles debían dormir a pierna suelta. Sonaron las cinco, pocos minutos después chasqueó el látigo del mayoral y partimos.

El fresco de la madrugada, el chasquido del látigo, las sartas de cascabeles de las mulas sonando alegremente, todo me traía a la memoria esas vivaces comedias de Tirso en que la diligencia hace un papel principal; y también la de Bretón titulada: Un día de campo. Yo había tomado un primer asiento en primera berlina, único asiento bueno en una diligencia, no obstante sus vastas proporciones y diversos compartimientos. Traía a mi derecha a un español que regresaba de Cuba después de doce años de ausencia, y a un zambo que debía ser su criado. A las ocho llegamos al pueblo de Behovia cuyo río es el límite entre Francia y España. Al entrar en el largo puente unos soldados, franceses, nos pidieron nuestros pasaportes; y al salir de él, otros ya españoles, hicieron lo propio. Pocos momentos después entramos en Irún, primer pueblo español.

Yo era ya amigo de mi vecino. Con él y otros dos españoles que venían en la berlina de atrás o interior, entramos en un café, tomó cada cual una gran taza de leche sola o con café, según su gusto, se registraron nuestros equipajes y continuamos nuestra marcha.

Yo estaba aburrido, ahogado, harto de Inglaterra y Francia (naciones que poco después debían constituir mi mayor encanto) de vagar solo, y con fiebre por verme en España. Poco diestro en el inglés y el francés y en el conocimiento de esos dos países, el mes pasado en ellos se me había hecho muy largo; así es que con doble regocijo que el finísimo s’il vous plait de los franceses, oía pronunciar a trochemoche con un acento heroico, todo el vocabulario escandaloso español, que es uno de los más ricos.

A las diez, y hacia el fin de la carretera, divisé a San Sebastián, situado en una planicie entre varios pintorescos cerros, y a la misma orilla de un mar bello azul y tranquilo, cuyas olas imperceptibles casi como angostas cintas de encaje, se desenvuelven dulcemente en una serena y arenosa playa.

San Sebastián me pareció mil veces más lindo que Bayona y Tolosa (de Francia). Aquí almorzamos. Las muchachas o chicas como dicen los españoles, que nos sirvieron a la mesa, parecían escogidas ad hoc por lo guapas que eran, distinguiéndose sobretodo por el vivo color y frescura de su semblante y por la ingenuidad de sus modales. Un francés que ha venido en la berlina interior vocifera horriblemente porque no le sirven merluza. Finalmente suelta la frase sacramental, creyendo que como en Francia va a surtir un gran efecto:

—No volveré más a este hotel.

—Bien —contesta una de las muchachas con una espontaneidad muy española.

El gabacho se quedó estupefacto, y para reponerse apuró un vaso de vino navarro que tenía al lado.

Terminó el almuerzo y continuamos nuestro viaje. Como en Panamá, habría deseado lanzar al viento algunas indagaciones sobre mis antepasados: ¿Qué es de los Ureta y Arambar, mis mayores por el lado materno de mi padre? La curiosidad filial me perseguía por todas partes, sin tiempo ni medios para poder satisfacerla, removiendo el pesado olvido que cae sobre las generaciones tan pronto como desaparecen del haz de la tierra.

La Diligencia volaba por la fácil carretera, habiéndose operado, además, un cambio de pasajeros: mis dos compañeros de berlina quedaron en San Sebastián, pasando a ocupar sus asientos los otros dos españoles de interior, y quedando en lugar de estos, dos viajeras más, españolas, y el francés. Antes de seguir adelante será bueno dar idea al lector peruano de lo que es una diligencia de España. Es un carruaje a la manera de un ómnibus aunque ancho y sólido y con separaciones transversales. El primer coche o compartimiento delantero es la berlina, cuyas dos esquinas son los únicos asientos buenos hablando de una manera absoluta. Allí se viaja como en un coupé o trois quarts cualquiera. El asiento del medio es menos bueno, porque el prójimo a quien le toca no puede reclinar la cabeza en la noche con la comodidad que sus dos colaterales. Detrás de la berlina viene el interior, con seis u ocho asientos, a tres o cuatro por banda, y sin más vista que las ventanillas de los lados. Los asientos están paralelos o vis a vis, en el mismo orden que los tres de la berlina. Por último: la Rotonda, que es la parte trasera del coche y en la que los asientos están distribuidos en forma semicircular.

Él o la Imperial es lo que en un ómnibus sería el pescante. Allí pueden ir tres o cuatro pasajeros de frente, a todo aire y gozando de soberbia vista; por lo que el asiento ese tiene sus partidarios, no obstante ser el más barato de todos. Aunque posee una capucha y un cuero para las piernas, es demasiada intemperie y demasiada altura para una jornada un poco larga, mucho más si llueve o si anochece.

El resto del techo del coche sirve para los equipajes, que van cubiertos con un cuero, por lo que tal vez se llama esta parte de la diligencia, la vaca. El pescante va debajo del Imperial y delante del vidrio de la berlina, cuyos pasajeros entran casi siempre en conversación con el mayoral, que es el nombre del cochero.

Los tiros de mula son tres o cuatro; y en una de las delanteras va montado un muchacho postillón a quien llaman el delantero. El zagal es un infeliz que se apea a cada paso a picar las mulas, colgándose de las bridas y siguiendo así una vez que emprenden el galope. Su asiento es al lado del mayoral.

El francés, que hablaba bastante bien el castellano, se dedicó inmediatamente a requebrar a una de las pasajeras, que lo soportaba con dulce resignación. Nosotros abríamos la ventanilla de comunicación y nos divertíamos con la escena.

Llegamos a Tolosa. El francés se apea del coche y bebe cerveza.

Seguimos atravesando una multitud de pueblecillos. El camino es todo sumamente quebrado, no lográndose ver ni una fanegada siquiera completamente plana. Y como todo está verde y por todas partes casitas blancas con sus tejados rojos, la vista es muy deliciosa y caprichosa.

En un pueblecillo cerca de Vergara vi de paso solamente, una mujer joven, tan bella, que me llamó la atención, desde la ventana de piedra gris que le servía de marco, como una Virgen de Murillo en su nicho. Saqué la cabeza por el vidrio y la estuve mirando hasta que fue posible. Sus mejillas parecían hechas de puro carmín, por manoseada que sea la comparación, y sus labios un clavel en botón recién arrancado del tallo. Estaba vestida con aseo y buen gusto. Jamás se hubiera podido aplicar mejor que entonces aquella frase tan común en casos análogos, de perla en muladar, porque la tal hermosura parecía en realidad una fresca y linda rosa en un campo estéril y quemado; como que una vez que se apartaban los ojos de esta mujer, real y sencillamente hermosa como la naturaleza que la rodeaba; todo, inclusive su misma casa, presentaba un aspecto de miseria, de tristeza y de oscuridad. A pesar de todo, su rostro estaba risueño y satisfecho como el de aquel que nada desea, y sus miradas límpidas se paseaban por la angosta y oscura calle de la aldea, donde lo único que se veía era aldeanos sentados en el dintel de su puerta, fumando su pipa, y niños jugueteando.

Al fin la perdí de vista, como todos los panoramas rápidos que deleitan a los modernos viajeros, y a las seis de la tarde acompañado de magníficos truenos, de relámpagos y de una gruesa lluvia, llegué a Vergara. Las tempestades ya no me sorprendían porque las veía casi diariamente, y era uno de los espectáculos que más me encantaban.

En Villarreal se quedaron mis dos compañeros de berlina, y el francés pasó a mi lado para estar mejor y para consolarse de la ausencia de sus dos Dulcineas, que se apearon entre Tolosa y Villarreal. Conversamos largamente, ya en francés, ya en español, manifestándome su horror de que hubiera dejado París por la Península, a la que solo debería, me aconsejaba, conceder una permanencia de quince días, instalándome siempre en el hotel francés. En Vergara nos separamos.

Este día, 14 de junio de 1859, era el más agradable que pasaba de los dos meses que llevaba en Europa. El hotel de Vergara respiraba soledad, y creo que no había más huésped que yo. Desde mi ventana veía montes verdes y elevados por todas partes, que parecían dispuestos a tragarse la humilde población; vizcaínos con sus boinas generalmente azules, algunos canónigos con su panza infaliblemente muy pronunciada, colegiales con uniforme y en cuadrilla, gente del pueblo, etc.

Eran las seis y media de la tarde, y probablemente en Vergara como en todas partes, tal hora correspondía a la del paseo.

La noche cayó profundamente silenciosa; no se percibía otro ruido que el de la lluvia y los truenos; y cuando éstos cesaban, el de un pobre riachuelo que corría lentamente a la falda del cerro, una cuadra frente de mi ventana.

Al día siguiente en compañía de don Miguel de Larraza, respetable vecino del lugar a quien había ido yo recomendado, visitamos el célebre Seminario, que es inmenso. Uno de sus directores, el sacerdote don Ángel Segura, nos lo paseó todo, rememorando los diversos peruanos que allí se habían educado; unos en años anteriores como don Clemente Noel y don Ramón Azcárate, otros en los días de don Ángel, como los jóvenes Echenique (Pío y Juan Martín), Villacampa y varios más.

Los Echeniques, proseguía don Ángel, estaban muy envanecidos con la presidencia de su padre. Yo les decía: miren ustedes que torres muy altas suelen caer, y después supe su caída desastrosa.

El 16 a las siete de la mañana salí a Bilbao, en el correo, cochecito en el que pueden caber cuatro personas y en que metieron seis. Siendo todos casi de una misma edad, muchachos, jóvenes, estudiantes, lo pasamos charlando jovialmente, gritando, cantando, todo efecto de las botellas que bebimos, y de la edad que es el verdadero champaña. Era la juventud en viaje... al porvenir.

A las dos de la tarde, acompañado fielmente de una tremenda lluvia, llegué a la capital de Vizcaya yendo a hospedarme en una casa de huéspedes llamada Pepa la del Telégrafo, calle del Correo, en la que estuve muy bien. En esta como en otras casas bilbaínas y como en la del jabonero, el que no cae, resbala, porque hay la preciosa costumbre de tener los ladrillos constantemente bruñidos, encerados y almagrados; y hay en ellos que aprender a andar como se aprende a patinar.

Como la posada solo tenía seis cuartos a lo más, andaban los huéspedes de dos en dos, siendo yo tan afortunado, que me tocó por compañero de cuarto un joven español de Lima que me era muy familiar, don José María Zubieta. Fuera de la casa de don Mariano San Ginés, hombre pudiente de la localidad a quien iba yo recomendado, se me ofrecieron algunas, más también por las meras recomendaciones que llevaba; lo que consigno aquí para que se vea lo hospitalaria que nos es España a los hispanoamericanos. Bilbao, especialmente, fue para mí como una sucursal de Lima.

Portugalete que dista más de dos leguas de Bilbao y que es como su puerto, fue el objeto de mi primera excursión. Una mañana a las diez nos embarcamos para él en un bote que se empeñó en proporcionarnos un amigo, y con intención de seguir hasta Algorta, en donde, como en Bilbao, tenía interés en visitar familias de españoles de Lima, por todas las cuales fui acogido y agasajado casi con alborozo.

Cerca del puente de Luchana viendo que el bote tenía ganas de irse a pique, y que los remeros podrían componerlo muy bien después que se rompiera, mas no salvamos, porque eran oficiales de carpintería y no marineros, saltamos a tierra y seguimos a pie hasta Portugalete, andando más de una legua entre pedregales y atolladeros.

Llegamos. Algorta estaba al frente. Era preciso atravesar un arenal. Resigneme y con pie resuelto entré en ese pequeño Sahara: media hora después, medianamente molido y casi sin resuello llegué a la interesante y solitaria poblacioncita.

Entre las familias que visité, había una anciana que solo hablaba vascuence, y que sabedora de mi amistad con su nieto en Lima, me miraba enternecida, lloraba y colocada en el dintel de la puerta, hablando vascuence y con señas muy expresivas me decía que de ninguna manera saldría yo de la casa, amenazando al mismo tiempo con la mirada y con el puño al español que me había conducido, y que quería dar por terminada la visita.

Tuve que quedarme a pasar el día con esa y otras familias, entre ellas la de Menchaca. Aun a la mañana siguiente se oponían a que partiera. Eran unos agasajos arequipeños. La abuela me abrazó y me besó. Era abuela de José Antonio Aguirre, cuyo nombre figurará al frente de estas Memorias cuando formen un volumen, pues a su memoria y a la de mi padre están dedicadas. Un caballito que desaparecía entre mis largas piernas y que era de magnífico trote, me trajo a Bilbao en dos horas, sirviéndome de guía un muchacho a pie. El más constante de mis acompañantes era don Vicente de Diego, dependiente de San Ginés y que tenía para mí el raro mérito de ser tío político de la señorita Matilde Orbegozo, incipiente poetisa bilbaína cuya fama he visto crecer después desde este hemisferio.

Estuve en el teatro algunas veces. Por las tardes me iba al Arenal, especie de alameda muy agradable que está en la misma población; o bien al Campo de Volatín, otro paseo por el estilo, aunque mucho más grande y retirado. La población es bastante aseada y mejor de lo que yo creía, llamándome la atención la plaza nueva que está hecha con mucho gusto y simetría.

Por esos alrededores emprenden los muchachos bilbaínos unos desafíos a pedradas que llaman pedradeos.

Una y mil veces visité los interesantes alrededores y más interesantes romerías, entre ellas las de Albia y San Adrián; y después de ocho días muy gratos salí para Victoria, adonde me llevaba únicamente el anhelo de ver a mi mentor instalado en su casa; de conocer a su familia, y Vitoria, con cuyas hiperbólicas alabanzas había entretenido mi impresionable infancia y excitado mi imaginación, en la soledad de un valle del Perú, el doctor don Faustino Antoñano.

El viaje fue de un día en diligencia. El amigo cariñoso me esperaba en el parador, que no obstante su modesto nombre, era un elegante restaurant-café. Permanecí unos días en casa del Mentor, tomando fuerzas en sus consejos para la serie de estudios y viajes que me proponía emprender, y muy ajenos ambos a la idea de que nunca más nos volveríamos a ver. Y así fue. A pesar de mi larga permanencia en Europa en donde siempre estuvimos en activa correspondencia epistolar; a pesar de que sus años no pasaban de la madurez, a poco de mi vuelta a América, la antigua y oculta enfermedad que a ojos vistas minaba la salud de ese hombre inestimable, lo llevó al sepulcro.

Su muerte, sus últimos instantes fueron dignos de él. Hasta la hora postrera estuvo anunciando al más crecido de sus deudos los instantes que le quedaban de vida; y pidiéndole finalmente que lo volviera del lado de la pared, expiró.

Durante los cinco años anteriores en que había sido mi compañero, mi amigo y mi maestro en la hacienda de mi padre en el valle de Cañete, le comunicaba a aquel con ruda franqueza las observaciones que hacía sobre mi carácter. La más frecuente era esta «Don Pedro: este niño tiene más trastienda que un viejo de cien años; tiene más conchas que un galápago; dedíquelo usted a la diplomacia». Otra, «este niño tiene una curiosidad de monja; todo lo quiere saber; hay que darle un librito titulado: “El por qué de todas las cosas”».

No menos se interesaba por mí su hermano el capellán, el Padre Antoñano. Tratándose en esos días de mandarme a Lima al colegio, fue uno de los que intercedieron a mi favor, enderezándole a mi padre, de sobremesa, una décima destinada a propiciarlo. De ella apenas recuerdo los seis últimos versos que decían así:

Esto se puede componer

diciendo: Domingo, vete;

Pedrito queda en Cañete

haciendo progresos tales,

que supera a sus iguales

y a los de mayor caletre.

Los días los pasábamos en la casa, ya leyendo en común, ya haciendo recuerdos del hogar cañetano, ya disertando sobre mi porvenir, que mi Mentor se complacía en figurarse glorioso. Por las tardes me llevaba al lindísimo paseo de Vitoria llamado La Florida, poblado en su mayor parte de esbeltos chopos.

Otras veces emprendíamos la caminata a los pueblos circunvecinos. El Doctor se encerraba a jugar el tradicional tresillo con los curas, y yo me iba abajo a ver danzar a los aldeanos bajo de los árboles y al son del tamboril.

Por la noche a la luz de la Luna regresábamos a Vitoria, atravesando hileras de corpulentos árboles, de que no tenemos idea en Lima.

En Burgos, adonde pasé enseguida, estuve dos noches. Visité la gran Catedral y continué mi viaje a Valladolid deteniéndome en esa antigua capital de España, un día y una noche.

Mis muy pocos años, y el pequeñísimo mundo y círculo en que había crecido, me ponían en malas condiciones para ser un viajero de fuste desde luego. Así mis correrías por España no fueron sino sentimentales o de impresiones. Mi incuria era tan grande, que ni tornaba un apunte, ni estudiaba nada, ni aún frecuentaba ciertos círculos. Y a no ser por las cartas que escribía a mi padre y que él tuvo el celo de coleccionar fielmente, me habría sido imposible redactar esta primera parte o introducción de mis verdaderos viajes.

Por fortuna mi marasmo no debía durar mucho; y cuando dos años más tarde salía de París para emprender la gran peregrinación cuyo relato ocupa la casi totalidad de este libro, era enteramente otro hombre. El viajar fue entonces para mí un oficio, un arte, una ciencia, una tarea. Cuadernitos de bolsillo recibían diariamente mis apuntes escritos con lápiz y en francés; un herbario, las flores de la Suiza y de la Grecia; y hasta en un álbum consignaba, registraba las cuentas de los hoteles de los lugares que recorría, pegadas en sus páginas.

El lector mismo notará una considerable diferencia entre la narración de estas primeras páginas y la de las que siguen. Si en esa segunda y tercera parte de mi viaje no he sacado el aprovechamiento debido, no fue al menos, me cabe esta satisfacción, porque yo no hubiera puesto de mi parte cuando estuvo al alcance de mi capacidad.

De Valladolid a Madrid pasé una noche en la diligencia.

Capítulo III

Madrid. El verano. El Retiro y el Prado. Tipos que circulaban. Un noble español. Los toros. Horchaterías valencianas. El Escorial don Antonio Gil y Zárate. Don Julián Romea. La Granja. Un cura cubano. Un caballero andaluz. En Segovia se goza. El Acueducto Valencia. El Grao. Cabañal y Cañameral

Habiendo salido de Valladolid a las dos de la tarde, a la mañana siguiente a las diez llegaba a la célebre villa del madroño, donde me encontré con un calor infernal, desesperante. Madrid es una villa hermosísima: por desgracia caía yo en la peor época y estación, en pleno verano, como con razón me lo anunciaban desde París. Era un calor africano el que reinaba, y en las calles brotaba un fuego, como el que puede sentirse en la boca de un horno, y calentaba el cuerpo de tal manera, que su contacto habría bastado para asar un trozo de carne cruda. A veces se levantaba una ligera y poco durable ráfaga (de viento) que mejor no lo hiciera, porque lejos de traer algún refrigerio, parecía una bocanada de procedencia directa del infierno. Este mismo calor engendra la consiguiente plaga de moscas pegajosas y otros bichos peores, y desarrolla en las calles una fetidez tan fuerte, que quema los párpados, análoga a la de Valparaíso en esta misma época, y que tal vez acredite la falta de agua abundante en los desagües de las casas.

Tal es Madrid en el mes de junio.

Con frecuencia llueve recio, truena y relampaguea, lo que empeora el tiempo, tal vez el ábrego o viento de África, que azota la cara con el agua y el polvo que arrastra.

Las familias y personas pudientes emigran en esta época, unas al extranjero, otras a las provincias vascongadas, y muchas a los varios Chorrillos de sierra que posee la Corte. El más notable por su excelente clima y por concurrir a él la Reina, era el Real Sitio de San Ildefonso de la Granja, distante catorce leguas; el Escorial, que dista siete; Segovia, más allá de la Granja.

Los que no pueden emigrar, no tienen más veraneo que el siguiente: a las cinco de la mañana en punto (porque un minuto después ya sofoca el calor) a los jardines del Retiro, que en estos meses son el Respiro, porque solo ahí y de madrugada se puede respirar; y por la noche el Salón del Prado, a instalarse en una de las sillas de alquiler que por su recinto abundan, unas de esterilla metálica, o de rejilla como dicen en España, otras de paja. El fresco que proporciona ese vespertino y nocturno paseo es simplemente debido a que lo riegan, empapan y encharcan a mano, a fin de que se levante del suelo de una manera artificial, lo que buenamente no baja de la atmósfera.

Nada más bullidor, más animado, más brillante que ese verdadero salón madrileño: figúrese el lector limeño, (si licet parvis componere magna), la parte central de nuestra escueta alameda de los Descalzos, el paralelogramo comprendido entre las verjas, lleno de buena sociedad distribuida en grupos de tertulia o circulando, mientras los carruajes desfilan acompasadamente o permanecen apostados al exterior, bajo la luz del gas.

Los muchachos y otros pregoneros se desgañitan anunciando ¡cerillas! (fósforos de cera), agua fresca (que llevan en unos cántaros) con azucarillos; y los periódicos y periodiquillos nocturnos, muchos de ellos satíricos. Yo sentado solo y triste en mi silla, desconocido para todos, imberbe, asistía a las conversaciones de derecha e izquierda sin poder tomar parte en ellas, ¡no estábamos en Lima!, sin ser notado siquiera.

La mayor parte de los personajes para quienes había llevado cartas de recomendación, estaban veraneando fuera de Madrid. Entre los tipos que circulaban, acaso dos solamente me eran conocidos; el del bizarro militar, General don Juan Zavala limeño de nacimiento con su levita abotonada hasta arriba y su pantalón de dril blanco; y el historiador chileno don Diego Barros Arana, que en compañía de Benjamín Vicuña Mackenna, según supe después, trashumaba por Madrid, y a quien por su larga y seca catadura llamaban los chicos, Milord, no obstante su amarillo pellejo y los cerdosos pelos de su cara.

Las únicas cartas de recomendación que pude colocar fueron las que llevé para don Manuel Pardo y Salvador, primo hermano del que años después debía ser Presidente del Perú, y para el marqués de Oviedo. Este último me trató con bastante política, y habiéndole encontrado un domingo en el Café, nos sentamos juntos, llevándome después al despacho de billetes para los toros que se corrían al siguiente día, y obsequiándome la entrada.