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RAÍCES SUELTAS

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Joaquín Muñoz Calero

 

PARTE I

EL ARISTÓCRATA

LA VISIÓN DEL OLFATO

NO SIEMPRE SE GANA

RUIDOS SUBLIMES

MALA CONCIENCIA

HIJA DEL HUMO

BALÓN PORTEÑO

GUANTES CAÍDOS

BRONCE Y CAL

ENTRE CUERDAS Y TAMBORES

A LA MEMORIA DER QUEJÍO

AMOR GUERRILLERO

DORADA Y ALBINA

SUEÑOS ERRANTES

EL ENCARGO

BRILLO OSCURO

EL PESO DE LAS IDEAS

VENA ARTÍSTICA

CAÑERÍA SENSIBLE

EL VIEJO EBANISTA

LA FRAGATA IDEOLÓGICA

EN MARZO

LA ORDEN DE LA SANTA DESGRACIA

EL DESERTOR

LA SAGACIDAD DEL INSPECTOR

TU MANO

PARTE II

RENCOR SOMBRÍO

MAULLIDOS EN LAVAPIÉS

HONOR SUICIDA

ALGODÓN SANGRIENTO

CLASES MOBILIARIAS

EL VIEJO INGENIERO

LLANTO Y SAL

PERDIDA

LA VOZ DEL PAISAJE

TRUFAS Y AMISTAD

VUELO PARDO

EL DOLOR DEL FRACASO

MUÑONES A JUEGO

VERSOS BLANCOS

EL ENFRENTAMIENTO

LA PLEGARIA

Bubok Publishing S.L., 2013

1ª edición

ISBN digital: 978-84-686-4132-4

Safe Creative: 1307085396516, 8/07/2013

Propiedad intelectual: 16 / 2013 / 6059

Impreso en España / Printed in Spain

Editado por Bubok

Dedicado a Marisa y Olga

Soñé ser arquitecto y comencé a crear edificios, avenidas, calles y plazas para formar una ciudad armónica, pero resultó una obra caprichosa y desordenada, pues yo no conocía el oficio.

Sin embargo, me sentí cómodo en aquel caos y continué la construcción sin pautas ni control hasta que las sombras de una larga noche cubrieron la ciudad.

Me encontré perdido entonces en mi propio laberinto y quise, a tientas, salir de allí. Al no lograrlo, me senté en una acera sin saber qué hacer.

Cuando menos lo esperaba, una llamita se agitó a lo lejos y me encaminé hacia ella.

Al verme salir, mi mujer y mi hija apagaron el mechero.

Fue un dulce despertar.

PARTE I

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«El absurdo y la mesura juegan al corro de la patata»

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Querido lector,

Te escribo desde una clínica de esas que atienden a quienes sufren desvaríos. Nada grave, ya que la cosa podría haber sido peor. Todavía no tienen claro el motivo, pero fue una extraña maldición lo que me trajo aquí.

Según el Pastillas —un celador—, los primeros días no hice más que recorrer los pasillos de un lado a otro dándome contra las paredes como si fuera un juguete de top manta.

La doctora insiste en que me vendría bien hablar con alguien, que eso ayuda. Te preguntarás: «¿Y, por qué conmigo?». Pues porque hace tiempo perdí la pista de los pocos colegas que tenía. ¡Hasta mi novia me dejó! Sólo me queda Ámbros —un amigo reciente que me ha ayudado con el asunto de la maldición— y mi padre, que lo está pasando mal.

No quisiera molestarte con mis cosas. Lo que vas a leer ya se lo llevé a la revista en la que trabajaba de becario, pero pasaron de lo mío como del hambre en Somalia. No es probable que vuelva por allí.

Todo viene desde que me encargaron una tarea «especial». Me llamó la atención, ya que en los pocos meses que estuve apenas me daban trabajo ni me dirigían la palabra.

Quise empezar cuanto antes pero no sabía cómo, y no me fiaba de nadie; aquello estaba lleno de estirados. Únicamente el señor Martín, de la Sección de Sucesos, me tenía aprecio: me invitaba los viernes, a la salida, a tomar la «cañita». Un poco ácido, el tío, pero siempre decía lo que pensaba.

—Señor Martín, me han endilgado un marrón que no merezco, usted que conoce el percal me dirá. Cuando el jefe me llamó creí que iba a ser para otra cosa, pero debo tener cara de lo que soy.

Me hizo sentar en el tresillo de su despacho, me miró como si fuera a nombrarme su único heredero y me largó el asunto como quien cuenta un chascarrillo a un amigo de toda la vida. ¡Yo sé distinguir una orden cuartelera! ¡Joven sí, pero ya no me corto al afeitarme!

Al acabar, me echó el brazo al hombro como si fuéramos a ir de copas mientras me acompañaba a la salida mirando en plan camaleón: con un ojo al reloj de pared y con el otro al teléfono: parcía esperar un soplo urgente sobre la herencia de la Marquesa o el juicio del Torero. Me dijo que en cuanto acabase la política de recortes impuesta por no sé quién y se plantease el tema de las contrataciones se me tendría muy en cuenta.

Quise darle las gracias, pero me dio puerta, sin más.

—Oye, Lucas —me dijo el señor Martín—, ¿por qué no vas al grano? ¿Acaso crees que a mí me gusta lo que hago? En cuanto me «bendiga» la loto, me abro a mejor vida, ¿entiendes?

—Pues, pues eso, que el jefe quiere que me plante en algún asilo o centro de ancianos y salga de allí «con material suficiente para escribir un artículo en el que se cuente cómo se lo montan los abuelos a costa del pobre contribuyente». Tal cual lo dijo.

Según él, se sacará mucho provecho porque nuestros lectores empiezan a hartarse de tanto escándalo de bragueta, separaciones millonarias, capotazos al Fisco y demás, y hay que encontrar otro tipo de noticias que nos ayuden a enderezar el negocio.

Dijo que había que probar con colectivos a los que se les caigan los mocos y desbarren hasta producir asco; que eso sería rentable ahora que estamos en crisis y la gente necesita ver que a otros les va peor.

—¡Pero, leches! —gritó el señor Martín— ahora se trata de tocarles las pe… a los viejos. No cabe duda de que en esta casa sabemos «innovar», hay que joderse. Pues, ya sabes, busca contactos, inventa motivos, fabrica argumentos, lo que sea, pero cuélate en algún centro de esos lo antes que puedas y cumple. De lo contrario, no será aquí donde recibas tu primera «limosna» mensual. Una lástima, porque tendría que tomarme la birra del viernes brindando con el granito de la barra del bar.

¡Ah!, te aconsejo que no hables aquí sobre este asunto: mis colegas son tan vanidosos que se quemarían a lo bonzo antes de ofrecer ayuda a un nonato como tú por miedo a contaminarse, así que imagínate en estos tiempos, donde el curro se defiende con cuchillo en la boca, parche en el ojo y el pie sobre la cabeza de cualquiera que pretenda descollar.

Eso es lo que tienes delante, chico: o te mueves o te conviertes en sal sin importar hacia dónde mires.

Para mi sorpresa, fue mi padre quien, a la hora de la cena, me ayudó en el asunto. Resulta que teníamos un pariente, hermano de mi difunta madre y, como ella, aragonés de esos que echan pulsos al Moncayo y se ríen de las ventiscas en una de esas residencias especiales para ancianos a quienes la senectud ha perjudicado más de la cuenta sus cerebros.

Los familiares o ellos mismos recurren a este tipo de instituciones; los primeros porque no aguantan las molestias que acarrea el fallo de meninges de los viejos, y estos últimos porque no soportan al resto del mundo, especialmente cuando ese resto es la propia familia.

Estaba situada en la falda de un monte, en plena sierra de Guadarrama.

Mi padre sabía cosas de él, pero llevaba más de veinticinco años sin hablarle desde que cometió el «delito» de donar sus bienes a una asociación para la protección y ayuda a niños huérfanos del Magreb.

Decidí contactar enseguida. Le escribí una carta hablándole de mi interés por completar el árbol genealógico y otras milongas por el estilo.

Lo hice con el miedo de recibir la callada por respuesta porque imaginaba que con su avanzada edad ni siquiera se daría cuenta de lo que le estaba pidiendo, pero al cabo de unos días recibí esta carta:

«Rodrigo Aparicio Beltrán

LA DEHESA. Residencia de mayores

Camino viejo del ventisquero.

Guadarrama.

Madrid

Marzo de 2013

Lucas Rosales Aparicio

C/ San Jacobo, 42, bajo B.

Madrid.

Mi ignorado sobrino Lucas,

Me entristece enterarme después de tantos años de que mi hermana menor ha muerto, y más de que lo haya hecho sin ahorrarse el error de traer un hijo como tú a este desquiciado mundo. Nada se me dijo, aunque no me sorprende sabiendo con quién se desposó. El lenguaje zafio y barriobajero que empleas en tu carta no admite dudas sobre el parentesco, pues aún recuerdo cómo se expresaba tu padre en la época en que Eva sucumbía a sus embustes. Era un vividor de poca monta, y dudo mucho que haya cambiado.

La tuya es la primera carta que recibo de un familiar desde que estoy aquí, y eso me inquieta, pues, al igual que el resto de los residentes, me he habituado a la ausencia de relaciones con la gente del exterior. Cuando algún visitante se deja caer por este escondido paraje lo hace por última vez. Y es cosa que agradecemos, pues el contacto con las familias, además de aburrirnos, nos deprime.

A nosotros nos basta con contar, escribir o escuchar historias que retroceden, adelantan o se retuercen en el tiempo según el ánimo con que saltamos de la cama cada día. Por lo demás, nos limitamos a ver algo la televisión, unas veces para conciliar el sueño, y otras para facilitar el vómito y dejar el cuerpo y la mente libre de toxinas.

Sobran argumentos falaces e hipócritas consideraciones como las que tú empleas para contactar conmigo. Sobre todo si lo haces, como es el caso, en una carta tan larga y zafia.

La construcción del árbol genealógico de una familia sobre la que apenas recuerdo algo más que vulgaridad y aires pretenciosos, propios de quienes han carecido de méritos personales de forma crónica, no justifica mi participación en tan descabellado proyecto.

Lo único que puedo ofrecerte es la posibilidad de observar la decadencia plácida de unos viejos olvidados y algo locos que sólo aspiran a morir sin molestar a nadie.

Sólo te pido… ¡No!, te exijo que cuando te persones aquí, me digas los verdaderos motivos que te animan, y procures ser franco, pues resulta más fácil descubrir la estupidez que invade a los jóvenes que la locura que alumbra a los que jugamos al escondite con el tiempo».

Nada más leer la carta me entró el canguelo y se me descompuso el labio —me tiembla en ciertos casos—. Nunca esperé esa clase de respuesta.

Sin embargo me animé al enterarme de que algunos residentes, entre los que figuraba mi tío, habían logrado, con la ayuda del Ayuntamiento, que se impartiesen cursos de escritura creativa en la propia residencia, y se convocase en el salón de actos de ésta un certamen anual con sus nominaciones y premios correspondientes.

Llamé a los profesores del Centro Cultural del pueblo, que coordinaban la actividad, con el fin de obtener información previa. Estaban perplejos, no sabían si la actividad literaria tenía algo que ver, pero eran mayoría los ancianos que superaban los noventa años y seguían tan frescos.

Añadieron que las clases no servían de mucho, ya que los residentes escribían o contaban sus relatos sin respetar ninguna premisa. Parecían más el producto de experiencias propias. Yo fui testigo de ello. Todavía no sé si disfrutaban confundiéndome o metiéndome miedo en el cuerpo.

En fin, la cosa estaba en marcha, así que me planté con las herramientas: portátil, boli, bloc, grabadora y poco más a la puerta de la residencia, después de perderme unas cuantas veces por caminos de cabras, porque aquello está donde al Apóstol le dio un calambre.

Me hicieron pasar a una salita y, después de un rato, se presentó mi tío. Me quedé pasmado: parecía el clon de Valle-Inclán: la barba, el traje, las gafitas y todo lo demás. Era muy alto, estrecho de hombros y con aires de militar del siglo pasado —fue legionario durante un tiempo, según me dijo él mismo.

No me estrechó la mano, permaneció erguido como un soldadito de plomo mirándome con los ojos muy abiertos. Luego preguntó:

—¿Y bien?

—¿Cómo? —pregunté, a mi vez, algo cortado.

—¿Acaso tu memoria no alcanza más allá del último episodio de entrepierna? ¿Qué te dije en mi carta?

Me sorprendió que tuviera una voz tan fuerte, pues no cuadraba con su edad ni con la delgadez y la blancura de la cara. Enseguida caí en lo que quería, así que le largué el asunto sin embustes —total, ¿para qué?—. Añadí que me vendría bien que me introdujese en el ambiente de la residencia, que eso facilitaría mucho el trabajo.

El viejo se quedó pensando un rato y luego reaccionó:

—La ignorancia de quienes te envían está a la par de su interés torticero en presentar las actividades que entretienen a viejos como carnaza para lectores de dudoso instinto, miserable intelecto y peores entrañas.

Luego miró al techo sin decir palabra. Yo entendí la cosa, así que empecé a recoger la cartera, las llaves del coche y lo demás, y, cuando ya me iba hacia la puerta, me atronó con una voz tan profunda que me detuve de inmediato:

—Si accedo a ello tendrás que asumir el compromiso de que al terminar tu mezquino trabajo o bien en el momento en que yo te lo pida, te irás y no volverás por aquí durante el resto de tu vida o, al menos, de la mía. La gente de tu edad no nos aporta nada, sólo valéis para complaceros en solitario como monos mientras escucháis música enlatada.

Me dio un subidón y tuve que frenar las ganas de abrazar al viejo a pesar de su jodido carácter. Le dije que contara con ello, y le propuse empezar ya mismo, cosa que aceptó. Así que, él delante y yo detrás como un pollito recién nacido, nos encaminamos al interior de las instalaciones en busca de historias raras con las que pudiera esquivar el desempleo.

Aquello era como un antiguo monasterio: muchos pasillos, dependencias gerenciales y de servicios sanitarios, biblioteca, celdas convertidas en habitaciones más o menos decentes, un gran patio porticado y abierto a un cielo en el que las nubes circulaban siempre con prisa; comedor, lavabos cuarteleros y otro patio cubierto del que luego hablaré.

Todo ello en medio de una enorme dehesa de pinos con millones de pajaritos que piaban y cagaban todo el día sin parar.

Al entrar en el patio descubierto me encontré un ambiente parecido al de las ferias de los pueblos: ancianos de ambos sexos por todos lados, algunos sentados en bancos de piedra charlando como si estuviesen de romería —sólo les faltaban las migas, el porrón y las cartas—, otros de pie, solos o formando corrillos. Me extrañó no ver a nadie jugando a la petanca.

A los que hacían su vida en este patio y en la dehesa les llamaban los Tiernos, y a los que preferían esconderse del sol, los Oscuros. Mi tío me dijo que a estos últimos no merecía la pena escucharlos, que no era saludable, y no me dio más explicaciones.

Me aconsejó empezar la caza de historias allí mismo, en el patio, y así procedimos. Él se limitaba a presentarme a la gente y luego se esfumaba. La cosa era fácil, pues todos parecían dispuestos a contar o leer algún escrito sin que se lo pidiesen. Bastaba con conectar el micro camuflado, aproximarse a alguna persona o grupo y grabar.

Sería casualidad, no sé, pero parecían tener un nivel intelectual por encima de lo que uno encuentra en la calle. Muchos de aquellos ancianos quizá tuviesen las meninges algo perjudicadas por la edad, pero el aburrimiento no formaba parte de sus vidas.

Eso sí, la mala baba y la ternura de los relatos que escuché en el patio y la dehesa, en nada se parecían a las historias, más bien sórdidas, que contaban los Oscuros.

EL ARISTÓCRATA

En una esquina, próximo a nosotros, se encontraba un individuo alto y algo curvado hacia atrás que andaba a su bola y en círculos dando grandes zancadas como si quisiera pillarse a sí mismo. Parecía enfadado con el suelo, ya que en ningún momento bajaba la vista. Llevaba las solapas de la chaqueta subidas de forma que le tapaban en parte unas patillas rizadas, grandes y rubicundas.

Tenía el aspecto de ser un guiri auténtico, de esos con cara achispada que parecen guardar siempre una botella de whisky en el bolsillo. Le llamaban el Aristócrata.

Mi tío se acercó a él y le dijo:

—Señor McAndrew, este rufián que tengo junto a mí es mi sobrino, Lucas Rosales Aparicio, un proyecto más que dudoso de periodista, de esos que jamás han oído hablar de Emilio Romero ni entienden de casta. Ha venido para escuchar directamente de sus labios, si lo tiene a bien, esa historia suya por la que siento especial devoción, como sabe.

Tras una breve disculpa, mi tío se marchó dejándome solo con el extranjero. Enchufé el micro y terminé de presentarme contándole una trola sobre la marcha, a ver si se arrancaba. No tuve que insistir; se dignó mirarme y empezó a largar:

—Le diré, señor periodista: nunca creí lo que se decía acerca de la paz de las residencias de montaña, pero lo cierto es que desde que me trajeron a ésta, tan alejada de mi país, jamás me he sentido mejor. Es difícil expresar la grata sensación que en mí causa el olor a pino mientras escucho el canto de los pájaros y me deleito al contemplar cómo la nieve del invierno oculta con su blancura el verdín que fluye de la tierra. Eso no lo enturbia ni el recuerdo del dolor que aún flagela mis sienes ni la amargura que siento al evocar mi pasado.

Vivo plenamente cada instante con la intensidad que la paz de la sierra y la pureza de los vientos proporcionan. No me preocupa el futuro. Ese concepto escapó de mi mente en algún momento para yacer con la nada.

Intentaré satisfacer su curiosidad, pues entiendo que la molestia de subir desde el llano a este rincón perdido evidencia la seriedad de sus intenciones. Sin embargo, le pido que no me interrumpa, ya que el largo aislamiento podría hacer que mis reacciones no se compadeciesen con el diálogo normal al que usted estará seguramente acostumbrado.

A continuación comenzó a narrar su historia:

«Todo fue por culpa de la cruel enfermedad que anidó en mi cabeza en plena juventud, cuando no se es consciente del lado oscuro de las cosas ni se esperan otras desgracias que las que deparan los amoríos y correrías propias de esa edad. Yo no podía resistir más tiempo en aquellas condiciones. Los rasgos, cada vez más agrios de mi cara, denotaban el agravamiento de mi carácter. Y no era sólo el espejo del lavabo el que me escupía cada mañana la amarga verdad, pues el dolor se acentuó hasta hacerme ver el mundo de forma cruel y torticera: como un caleidoscopio de múltiples caras que proyectase distintas suertes de sufrimiento.

Mi conversación se ensombreció de pesimismo; rezumaba malos augurios para quienes se aproximaban a mí, especialmente para mendigos y discapacitados. A todos les vaticinaba yo, sin justificación alguna, peores desgracias que las que ya sufrían, generando en ellos tal desánimo que los vecinos y amigos del condado comenzaron a evitarme para mostrar su rechazo a mi cruel comportamiento.

El doctor Frederick, viejo amigo de la familia, se personó en la mansión a requerimiento de mi padre, sir Thomas McAndrew, con la finalidad de hacerme un chequeo y prescribir algún tipo de tratamiento que remediase la fatiga y me devolviese la sonrisa. Se hacía necesaria mi presencia en las cacerías, recepciones y demás actos sociales, propios de nuestra posición, sin crear situaciones indignantes.

Finalizada su labor, el médico nos comunicó de forma directa y sin ambages sus impresiones:

—No podría asegurarlo, pero es muy probable que se trate de una deformación paulatina de cierto tejido en el cerebelo que requiere un tratamiento inmediato. De no hacerlo —dirigió la vista a mi padre— su hijo podría terminar suicidándose para evitar el dolor creciente que, sin duda, le traería la enfermedad. He oído que ciertos casos parecidos a este han encontrado solución en manos del doctor Stevenson, un afamado cirujano del Brain Health Center de Londres que, al parecer, sustituye con éxito la materia desgastada por ciertas células extraídas de personas sanas recién fallecidas.

Ya se sabe que las intervenciones en esa parte del cuerpo son arriesgadas, pero quizá si llevara usted allí al muchacho…

Al cabo de unas pocas semanas, después de la operación quirúrgica, regresé a casa. La servidumbre me miraba con cara de sorpresa. El mayordomo, persona poco dada al halago, me dijo que lucía una sonrisa hospitalaria y cierto aire deportivo nunca antes observado en mi persona. Era como si yo hubiese encontrado, «gracias a Dios», las señas de identidad con que se reconocía desde siempre a todos los McAndrew en la región.

Mi padre no cabía en sí de gozo y me autorizó a acompañarle a los distintos actos y eventos. Parecía haber perdido el miedo al ridículo que en el pasado sufrió por mi culpa.

Pensé con deleite en las carreras de galgos, las puestas de largo, los partidos de cricket, las onomásticas familiares… Pero, lamentablemente, fue la defunción del reverendo Hayeck la que marcó el estreno de mi nuevo carácter. Para mi padre era importante mostrar condolencias a los familiares del fallecido, cuyo cuerpo se exponía en la abadía desde primeras horas de la mañana.

Casi todo el condado estaba allí: feligreses, amigos y allegados; tantos que se hacía obligado esperar en los jardines y aledaños para entrar.

La llegada de nuestro viejo Rolls no pasó desapercibida. El panadero, ya jubilado y carente de una pierna desde su infancia, al vernos se salió de la fila apoyándose en su muleta con la intención de ayudarnos a bajar del coche y ofrecer sus respetos a mi padre. Lo hizo no sin cierta prevención, pues sólo unos meses antes, espoleado por la enfermedad que me asolaba, yo le había deseado en público la pérdida de la otra pierna, siguiendo así la tónica empleada con todos los tullidos que se interponían en mi camino.

Quise compensarle con el mejor de los tratos, recibirle con amplia sonrisa y brazos abiertos como se hace con un familiar al que no se ve desde hace largo tiempo, pero en ese preciso momento, y para mi desgracia, comencé a experimentar un cambio extraño. Era como si otra persona hubiese invadido mi cerebro y comandase mis actos. Sin llegar a poner el pie en el suelo, miré al hombre desde el pescante del coche y le dije:

—¡Qué suerte tienes, panadero, de ser cojo! ¡Cómo te envidio! Tu andar lento y cansino te da tiempo para pensar antes de actuar; por ello tus pasos son seguros. La agilidad de los que tenemos sanas ambas piernas es precisamente nuestra perdición, ya que con frecuencia nos llevan con premura adonde no queremos. Eso nunca te ocurrirá a ti. Te felicito por ello, mi buen amigo.

Luego, continuamos a pie nuestro camino dejando atrás al panadero, imagino que consternado e intentando averiguar si mis palabras fueron dirigidas por conmiseración o por simple chanza. Yo me encontraba profundamente avergonzado, ya que en ningún caso quise tratarle así, y miré a mi padre por el rabillo del ojo. Como era de esperar, un rostro noble como el suyo jamás dejaba entrever preocupación alguna en público; su reacción vendría después, una vez de vuelta a la mansión.

Al cruzar el pórtico nos encontramos al ordenanza del santo lugar junto a las puertas ojivales manteniendo el orden entre visitantes y devotos. Al pobre hombre le faltaba un ojo debido a un accidente en una mina de Gales en la que faenó cuando era mozo. Al vernos, el leal empleado nos facilitó el acceso hacia el lujoso ataúd, dispuesto al final del pasillo central, bajo el gran cuadro de San Jorge. Al terminar, se inclinó ligeramente ante mi padre en actitud de respeto.

De nuevo, no pude contenerme y, sin darle tiempo para erguirse, le hablé de la siguiente forma:

—¡Querido ordenanza, qué no daría yo por tener solamente un ojo! Al contrario que tú, me veo obligado a tener dos. Con uno veo lo bueno del mundo, pero con el otro todo lo malo y eso me entristece. Mi dicha nunca será completa. ¡Ojalá me quede tuerto de este último algún día, así contemplaré sólo el lado amable de la vida como es tu caso!

Y añadí:

—¡Por algo será que al Espíritu Santo de los católicos se le representa únicamente con un ojo!

Sin sopesar la reacción del pobre diablo y sin mirar a mi padre, cuyo interior imaginaba yo como un volcán al borde de una sacudida, nos fuimos directos a dar el pésame a los familiares del reverendo, apiñados junto a un ataúd tan cubierto de flores que apenas se veía la magnífica madera de cerezo labrado con que estaba hecho.

Al contemplar a aquellas personas lacrimosas y compungidas, con las miradas bajas y arracimadas en perfecto silencio, sentí una vez más brotar, para mi desgracia, un deseo irreprimible que me llevó a interrumpir las palabras de mi padre, que en aquel momento expresaba su pesar. Elevé la voz sobremanera rompiendo el recato que demandaba el lugar y la ocasión, y sentencié:

—Mis distinguidas damas y muy estimados señores, no hay nada mejor que la muerte para una familia de bien como la que forman todos ustedes. Ninguna hipocresía enturbia jamás el pensamiento íntimo que invade a una familia cuando un pariente muere. Las lisonjas, envidias, traiciones o el odio, que son moneda corriente en las relaciones entre parientes vivos, se transforman en sentimientos puros de cariño y respeto propiciados por el recuerdo del familiar desaparecido.

Es probable que algunos de ustedes no se hayan visto desde el último entierro familiar, décadas atrás, y por ello hayan tenido que recurrir a preguntarse los nombres unos a otros —ya se sabe cómo el tiempo arruina los cuerpos y oscurece las miradas—, pero sólo en ocasiones como esta estarán ustedes tan juntos y abrazados, créanme.

No desesperen por el hecho de tener que separarse al terminar el acto y partir cada uno a su destino para retomar la vida, pues la muerte se encargará otra vez de acercar distancias, despertar recuerdos, mostrar raíces y avivar cariños fraternos. ¡Mi más sincera enhorabuena!

Todo suspiro, quejido o conato de tos quedó suspendido en el aire; fue como si un viento helado hubiese cruzado la capilla y convertido los cuerpos en estalactitas. Nada se movió: los pañuelos lacrimosos quedaron a medio guardar, las caras vueltas hacia mí, el dolor de aquella gente congelado. Mi padre me indicó que le aguardara a la salida y se quedó allí con ellos, imagino que intentando remediar lo imposible.

Me fui con el alma deshilachada. El sentimiento de culpa me pesaba tanto que quise caer muerto y enterrado bajo cualquiera de las lápidas que cubrían aquel suelo sagrado que yo pisaba de camino a la salida.

Ya en el atrio, me cubrí el rostro con las manos y pedí perdón al Creador como nunca antes lo hiciera. Le aseguro, joven, que la vergüenza es para la moral como la lija para la madera. Me sentí desnudo, solo, desamparado y a merced de mí mismo.

Estando allí en el soportal, aguardando apenado a mi padre, alguien me separó las manos con que yo cubría mi cara. Lo hizo con la suavidad del terciopelo, y luego me miró con los ojos más dulces que uno puede imaginar. ¡Ojalá siga viva la querida señorita Émily!, mi antigua maestra de escuela. La pobre pensó que mi tristeza tenía su causa en la muerte del reverendo.

Con mis manos entre las suyas dimos un paseo por el jardín de la abadía mientras me hablaba como años atrás, cuando de niño me sentaba frente a ella y me enseñaba los números y las letras…

—¡Joven McAndrew! ¡Cuánto tiempo! Está usted hecho todo un hombre ¡Qué lástima encontrarnos en estas circunstancias, ¿verdad?! Pero, levante el ánimo mi querido muchacho. Piense que el buen reverendo ya no sufre más, que nos mira complaciente desde el Paraíso, que allá le encontraremos para unirnos algún día a su gozo.

La miré con sentimiento de gratitud infinita. Era como si alguien me hubiera rescatado después de caer en una gruta oscura llena de lodo y miasmas. Quise decirle lo más tierno que una dama pudiera escuchar de labios de un joven caballero como yo. Mi estima y consideración hacia ella eran ciertas como la tenue lluvia que en aquel momento salpicaba nuestras caras. Pero de nuevo la cabeza me traicionó:

—¡Señorita Émily! ¡Qué feliz encuentro! Ni las marcadas arrugas que surcan su piel ni el andar cansino, propio de la avanzada edad ni el hablar tembloroso que sale de su marchita boca, y mucho menos la pérdida de su antiguo encanto, logran mermar un ápice su bondad. ¡Cómo me gustaría que los años corriesen por mí con la misma celeridad con que lo han hecho sobre usted! Sólo el tiempo ensancha el espíritu y hace a las personas sabias, buenas y dignas.

Me congratulo al pensar que pronto se unirá usted al reverendo en el goce infinito ¡Qué suerte! Yo, sin embargo, tendré que esperar durante largos años a que mi salud se resquebraje para irme de este mundo. Después colgarán mi retrato junto a la colección de pinturas de la biblioteca; la que inmortaliza la grandeza y antigüedad de mi familia. ¡Qué felicidad, cuando eso llegue!

En ese momento la lluvia se espesó, quizá para ayudar a la pobre anciana a ocultar las lágrimas. Ella abrió su paraguas y, con la cara inclinada hacia el césped, se alejó de mí llevándose el mayor abatimiento en aquellos ojos que fueron testigos de mis travesuras infantiles. No la volví a ver.

Pero fue peor lo que sucedió algo más tarde, a la salida del templo. Michelle Lennox, una preciosa muchacha, hija de un artesano del pueblo con la que yo solía tontear antes de que empezaran a atormentarme los dolores, vino a saludarme con un niño de muy corta edad cogido de su mano. El crío era producto de su matrimonio con un rico hacendado de la comarca con el que se casó antes de enviudar poco tiempo después.

—¡George McAndrew! Alguien me dijo que te habían operado con éxito de aquel mal de cabeza que te traía loco. Ahora veo con alegría lo acertado de la noticia. Tu cara disipa cualquier duda y trae a mi memoria algunos buenos recuerdos del pasado. Mira —me dijo señalando al niño—, este es Timothy, mi hijo, quien, desde la muerte de su padre, da luz a mi vida y alivia mi soledad.

Me quedé embelesado mirando a Michelle sin hacer el menor caso al niño, pues la viudedad no sólo no había menguado un ápice su belleza, sino que la había ensalzado de alguna forma. Ahora perfeccionaba su figura con algunas libras más de peso que daban equilibrio y mayor armonía a su cuerpo…


Al llegar a este punto de la narración, el Aristócrata detuvo su historia para decirme:

—Disculpe, señor periodista, mi franqueza en lo relativo a cuestiones sexuales, pero en línea con lo que dijo un gran sabio austriaco, soy de los que piensan que cada ser humano, desde que nace, tiene una prenda íntima del sexo contrario incrustada en la frente, aunque eso, lejos de ser una enfermedad, es lo que entretiene a tanto desesperado.

¡Ah!, ya sé por qué me mira de esa forma. Efectivamente, hay quienes la llevan del mismo sexo que el propio. Eso es algo natural y lo respeto profundamente, pero no es mi caso, créame.

Bueno, sigamos con la historia, si la paciencia lo acompaña:

Estuve a punto de sugerirle a Michelle que retomásemos nuestra anterior relación sin perder más tiempo, pues me pareció vislumbrar en ella la posibilidad de una respuesta positiva a tal propuesta. Pero, de nuevo, tuve que escuchar cómo mis propias palabras me traicionaban sin piedad.

—¡Vaya, Michelle!, compruebo con deleite cómo la hermosura encaja en tu cuerpo como un delantal en una campesina. Como algo más te deseé yo en un tiempo, pues el placer carnal anulaba mi sensatez y no distinguía diferencias de cuna. Ahora, la atracción que siento por ti es mayor si cabe, pero no puedo romper las tradiciones.

Me hubiera gustado tener una esposa de mi condición con la que viviera momentos gratos como lo hiciste tú con tu marido, y luego se muriese con presteza para evitar que recuerdos prosaicos de la vida conyugal y doméstica arruinasen la feliz viudedad. ¡Qué gran marido tuviste! ¡Qué sentido de la oportunidad! ¡Qué forma de preservar con su desaparición el amor puro; de librarlo de contaminación mundana!

Y para terminar de redondear el desastre, me despedí de ella de la siguiente forma:

—Perdona que me retire, Michelle, pues tu felicidad me hace sentir a mí en la más profunda tristeza. No confío en que alguna vez tenga yo igual suerte.


Michelle se fue dándome la espalda con un rápido movimiento que me supo a desprecio.

Sin apenas tiempo para reflexionar sobre lo acontecido con la joven madre, se me echó encima Tom, un buen chico conocido y querido por todos que tenía la desgracia de ser algo retrasado. Ya se sabe lo afectuosos que estos niños pueden llegar a ser, así que me propuse atenderle de la forma más tierna y considerada.

El muchacho quiso estrechar mi mano y, una vez más, sufrí para mi vergüenza el fatídico cambio de carácter. Ignoré de forma ignominiosa sus palabras entrecortadas y su brazo tendido mientras le decía:

—¡Caramba, Tom! Me sorprende el grado de excelencia que has alcanzado en estos meses en el noble arte de la comunicación. Ni siquiera yo, después de haber frecuentado los mejores colegios, he llegado a dominar el sonido de las vocales de nuestra hermosa lengua. Damos por sentado que lo importante son las consonantes y olvidamos la importancia de la musicalidad que desprenden las vocales al colgarlas de forma atinada. Creemos que lo práctico en el hablar es la velocidad y la profusión de frases hechas, y renunciamos como patanes a la cadencia y la carga emotiva con que se debe acompañar toda alocución, diatriba o simple charla.

Me gustaría, Tom, que una vez transcurrido el penoso episodio del presente funeral, encontrásemos algún tiempo en nuestras agendas para que me enseñases a interactuar con los demás. Quedamos, pues, emplazados para ello. De momento tengo que dejarte, ya que otros asuntos requieren mi atención en este desgraciado día. ¡Que Dios ilumine tu camino!».

El Aristócrata dio por finalizada su historia y me dijo:

—En fin, creo, mi querido señor… Lucas, ¿verdad?, que estos breves recuerdos que ahora vienen a mi mente prueban la inutilidad de aquella intervención quirúrgica con que se pretendía recuperar mi salud, pues sólo valió para trastocar mi odio hacia los viejos, los tullidos y los desgraciados en desprecio y burla.

Añadiré, si me lo permite, que no soy hombre de ciencia, pero movido por la curiosidad quise averiguar la procedencia del material biológico trasplantado a mi atormentado cerebro. Me dijeron que se lo habían extirpado al cadáver de un famoso político de la nación que acababa de morir. Alguien en cuyo discurso no había lugar para la compasión. Sus arengas buscaban la complacencia de sí mismo y la satisfacción de intereses partidistas en lugar del encuentro de la verdad y la solución de la penuria.

Al parecer, la donación póstuma de su cuerpo fue la única acción digna que realizó en toda su pérfida vida.

Así pues, rogué a mi padre que me interviniesen de nuevo, en la creencia de que más valía que vaciasen mi cabeza de burlas y chanzas y restituyesen el odio primitivo, a pesar de los dolores, pues al menos aquél era auténtico y no banal como la lisonja que oculta el vil desprecio.

Más no me pudieron restituir las células originales y me quedé así, como usted ve. Luego me trajeron a España, lo más lejos que pudieron. Yo creo que estoy recuperado, pero hay quien opina que mi locura es aún mayor que antes, pues hablo con las flores y los pájaros. Dicen que mis ojos sólo se abren para mirar los pinares, mi nariz al olor de la tierra mojada por la lluvia y mis oídos al jadeo de la hierba cuando crece.

Luego, como si le hubiera entrado una grave inquietud, el Aristócrata me dijo todo preocupado:

—¡Por favor!, le ruego que no publique nada sobre mí. No soy noticia. Se trata sólo de simples recuerdos de un aristócrata que alivia su soledad con el rocío de las alboradas.

Dicho aquello, se dio la vuelta y se abrió hacia una especie de túnel que unía el patio con la gran dehesa. Creí que se daba el piro sin más, pero de pronto el míster o lo que fuera, comenzó a gritarme mientras se alejaba:

—¡Oiga, joven, le sugiero que guarde con el mayor celo posible el regalo que Dios ha depositado en su sabia lengua, pues nunca escuché en boca alguna palabras tan directas, llanas y oportunas! ¡Ojalá a mí me hubieran educado tan bien como a usted! Sin ideas curvas y retóricas oblicuas que impiden el entendimiento entre personas de bien.

Y se alejó dándome la espalda, con las manos ocultas en los bolsillos de su chaqueta, dejando fuera los pulgares como hacen los gentlemen de las pelis. Se esfumaba estirado como un palo mientras yo me preguntaba qué co… de palabras inteligentes escucharía de mí. ¡Joder, si él mismo me dijo que me guardara la húmeda! ¡Si no me dejó colocar ni una puñetera pregunta en todo el rato!

Me lo tomé tan a mal que me llevé las manos a la boca a modo de bocina y le grité:

—¡Ojalá le hubieran trasplantado a usted el cerebro de un espantapájaros, so mamón!.


No me respondió