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Jorge L. Tizón

PSICOPATOLOGÍA
DEL PODER

Un ensayo sobre la perversión y la corrupción

Herder

Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes

Edición digital: José Toribio Barba

© 2014, Jorge L. Tizón

1.ª edición digital, 2015

ISBN DIGITAL: 978-84-254-3435-8

Depósito Legal: B-13020-2015

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Herder

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Índice

Introducción

1. La política de las emociones en la tardomodernidad

2. Provocando el shock: de-simbolización del miedo y de-sublimación de la agresión intraespecífica

3. «Burbuja» sanitaria y «burbuja» psicosocial

4. La relación intrusiva y la organización relacional perversa

5. ¿Banalidad del mal o venalidad del mal?

6. ¿Podemos hablar de un contexto psicosocial de perversión?

7. Eros, Ares, Poder, porno

8. La falta de conciencia de la globalización de la especie

9. El envejecimiento de los sistemas políticos y la democracia

10. Duelos no elaborados y negación-disociación de la memoria de la propia historia

11. El eterno retorno de la política: diez tesis sobre la coyuntura psicosocial actual

12. A modo de coda esperanzadora. Hay alternativas, pero ¿son posibles sin reparación o sin sufrimiento?

Referencias bibliográficas

 

Introducción

La difícil situación social y psicosocial actual en los países de Europa y, particularmente, en este ámbito que, al menos de momento, llamamos «España» o «Estado español», me han llevado a escribir estas líneas. Una situación en la que el elemento descollante es la llamada «crisis económica», que estalló en 2008 y que en 2015 aún no tiene visos de equilibrarse, entre otras cosas porque, en realidad, se trata de una crisis política y social provocada, y no meramente de una crisis económica clásica. Creo que estamos inmersos en una grave coyuntura, en una auténtica convulsión social que, a diferencia de otras anteriores, ha sido provocada, puesta en marcha, desarrollada y al menos parcialmente dirigida por las élites dominantes en nuestros países. En lo que sí coincide con otras crisis anteriores es en que a gran parte de la sociedad le toca «pagar los platos rotos», fenómeno habitual en las crisis, pero que coincide en esta con que las élites dominantes han seguido aumentando, incluso exponencialmente, sus beneficios, manteniendo además sus privilegios. Por el contrario, la inmensa mayoría de la población ha visto devaluar sus bienes, sus ahorros, sus pensiones, su formación y sus conocimientos, las conquistas sociales en educación, servicios sociales y sanidad, tan trabajosamente logradas a lo largo de siglos…

En este contexto conviven cotidianamente manifestaciones de protesta de ciudadanos indignados, junto con grandes grupos sociales tan sometidos al desánimo, a la confusión, a la desesperanza, al empobrecimiento progresivo vivido como irremediable, que ya ni tan siquiera se deciden a lanzarse a la calle a protestar. Un contexto en el que los casos de venalidad, delincuencia sociopolítica organizada y corruptelas varias y omnipresentes de las élites dirigentes han sacado a la luz la profunda corrupción, la corrupción estructural con la cual nos habíamos acostumbrado a vivir sin parar mientes en la misma, sin ser conscientes de ella.

Algo similar está ocurriendo en todos los países de nuestro ámbito sociocultural. Al menos, en la mayoría, aunque en el nuestro, como en Grecia, quede patente tal vez con más claridad porque la ruptura de la burbuja deformadora de la corrupción, las falsedades sociales, las mentiras, las econo-suyas y los «fascinismos» ha sido y sigue siendo más aparatosa y brusca. Pero, a mi entender, se trata de un fenómeno generalizado en nuestras formaciones económico-sociales. Por ello, adquiere aún mayor gravedad, si cabe: en países enteros se están practicando políticas económicas seguramente suicidas a medio y largo plazo (y esto es literal, pues el número de suicidios, homicidios y muertes en las salas de espera de hospitales aumenta en ellos). Pero, además, ¿cómo explicar que se estén practicando dichas políticas suicidas para con los ciudadanos –especialmente los jóvenes– la organización social, la productividad de esos países, la estabilidad y la creatividad de sus poblaciones, el bienestar solidario de sus miembros, el equilibrio ecológico? ¿Cómo explicarnos que una y otra vez, país tras país, políticos y hombres públicos que suben al poder cedan ante misteriosas y al tiempo clarísimas propuestas antidemocráticas y corruptas, y practiquen políticas diametralmente opuestas a las que han prometido defender antes de ascender al mismo? ¿Cómo entender que la población no acabe de rebelarse contra ellos y Europa entera no se haya visto sacudida por movimientos y revueltas sociales aún mucho más profundos y revolucionarios que los que están ocurriendo en países como España, Grecia, Islandia, Portugal, Italia, Irlanda…? ¿Cómo digerir que una parte importante de la población siga votando a políticos convictos y confesos de mentiras, trampas, deshonestidades e incluso delitos flagrantes? ¿Cómo explicarnos la corrupta colusión con esas tergiversaciones que llevan a cabo gran parte de los medios de información, convertidos a menudo en medios de persuasión y propaganda al por mayor y vías para burdas manipulaciones de la población? Por mucho que, en el caso de los media, para dar apariencia de independencia y capacidad informativa, sus objetivos reales se oculten tras el tanga de sus secciones de «corrupción» y «casos y tribunales», su pervivencia como medios de comunicación cada día es más difícilmente defendible.

Así, día tras día, y medio tras medio, nos informan de interminables y repetidas noticias sobre los múltiples casos de delincuencia, especialmente económica y fiscal, protagonizados por políticos, empresarios, dirigentes y hombres o mujeres públicos… Pero su uso como procedimiento de distracción (desviación de la atención) queda patente en el cuidado con el que tales medios de comunicación tratan de evitar que el goteo (¿o marea?) de delitos e imputados pueda relacionarse con la esencia de los mecanismos sociopolíticos que los facilitan, impulsan y permiten, y que son consustanciales con la corrupción actual de las democracias occidentales: utilización masiva y dramáticamente des-equilibrada de los medios de propaganda por parte de los grupos conservadores de este estado de cosas; leyes a favor de los beneficios rápidos e inmediatos, especulativos; leyes del suelo favorecedoras de todo tipo de especulaciones inmobiliarias y antiecológicas; leyes territoriales que priman baronías y esencialismos variados para disimular la falta de democracia real, de democracia cercana a los núcleos vivenciales de la población; leyes y constituciones que priman el bipartidismo y a los grandes partidos tradicionales por encima de la democracia real, de la posibilidad de cambio y de las iniciativas de la población; penas máximas para los «alborotadores» y los «antisistema» y lenidad total para los corrompedores, etcétera, etcétera, etcétera.

Por eso los suplementos y las secciones que tratan sobre «tribunales» o «sociedad» se han hecho ya comunes en casi todos los medios de comunicación actuales, incluso en los pocos que quedan respetables. En último término, no son sino el remedo contemporáneo del «pan y circo» romano. Son otra forma oblicua de manejar a la población y sustituir la participación ciudadana… pero dando la impresión de «transparencia», un elemento fundamental en la era del Big Data y de los ciudadanos-consumidores.

Mi propósito en las páginas que siguen es colaborar en la comprensión de esa situación, aportar algunas ideas para entenderla. Deseo hacerlo partiendo de perspectivas desde las que me parece que no se ha reflexionado suficientemente, al menos hasta ahora: desde la psicología, la psicopatología y el psicoanálisis.1 En ese sentido, parto de la afirmación de que una parte del desarrollo de «la crisis», así como las generalizadas incertidumbres ciudadanas ante ella, tiene que ver con la relevancia de la perversión en la organización social, en nuestras formaciones sociales contemporáneas y, por lo tanto, en buena parte de sus grupos dirigentes e instituciones sociales. Sin embargo, como veremos, cuando hablemos de perversión evitaré adoptar una noción moral o ideológica de la misma. Por ejemplo, la de los múltiples coros atemorizados que una y otra vez nos adormecen con el mantra de la «pérdida de valores de nuestra sociedad». En este tema de la «pérdida de valores» prefiero ser muy directo: ¿Valores? ¿De qué valores se está hablando, a qué valores se hace referencia? Echeverría (2007), en unas lúcidas páginas sobre el tema explicando su perspectiva pluriaxiológica, habla de al menos doce tipos de valores: básicos, epistémicos, técnicos, militares, políticos, económicos, socioculturales, jurídicos, ecológicos, estéticos, religiosos y morales. ¿De cuáles de ellos hablan los corifeos de la «pérdida de valores» en abstracto? ¿Y para qué y para quién sirven esos valores que añoran? Por eso, prefiero hablar aquí de un concepto y una realidad palpable e investigable (la perversión) y no de una supuesta pérdida etérea de otros conceptos también etéreos y mal definidos (unos «valores» no enunciados y la pérdida de los mismos).

Como la perversión, además de un sentido moral, tiene un sentido psicológico, la psicopatología ha intentado definirla. Voy a partir, pues, de alguno de esos intentos de definición psicopatológica. El objetivo: que el lector, y, en general, el ciudadano, cuente con más elementos para percibir y entender nuestra situación psicosocial; que las fuerzas que promueven el cambio social puedan manejar otras perspectivas y conceptos para reconocer elementos clave de esa estructura social y psicosocial, así como de las personas, los grupos y las castas que la mantienen y extienden.

Dada la amplitud y la extensión del tema, y mis menguadas posibilidades para tratarlo con la profundidad y la extensión que merecería, voy a circunscribirme en mi reflexión a cuatro vértices psicológicos y antropológicos: la psicología y la política de las emociones y del miedo en la tardomodernidad; la organización perversa de las relaciones humanas; la evolución de la conciencia sobre la globalización, y la incapacidad para elaborar el duelo, con las dificultades consecutivas para unas relaciones, una cultura y una política basadas en la reparación, la gratitud y la integridad. Cuatro vértices o puntos de vista, entre otros muchos, con los que, como psiquiatra, psicólogo y trabajador de la sanidad pública me parece que puedo hacer ciertas aportaciones para la reflexión y la comprensión de lo que está pasando en la vida social.

Y puesto que vamos a intentar reflexionar sobre la coyuntura actual, creo que he de ser directo y definir lo más claramente posible los presupuestos de los que parto. Aunque en los apartados finales de este libro (capítulos 9 y 11) volveré sobre el tema, aquí, de entrada, tan solo quiero delimitar ese punto de partida, ya iniciado más arriba. En mi opinión, la situación social actual debe ser considerada muy grave, no solo a nivel económico, sino político y social, puesto que pone en duda la vigencia de todo el modelo de política que se difundió en los países tecnológicamente desarrollados, en particular europeos, desde al menos la «edad moderna»: la democracia parlamentaria basada en los partidos políticos y en la organización social inspirada en los ideales de la Revolución Francesa de «libertad, igualdad, fraternidad».

Mi propósito, pues, es reflexionar sobre esta situación desde una óptica no habitual, o, al menos, no habitual en la política tradicional (de izquierdas y de derechas): una perspectiva que tenga en cuenta los conocimientos y los puntos de vista psicológicos, psicosociales y antropológicos.

 

1. En realidad, fue un grupo de psicoanalistas, el consejo de redacción de Temas de Psicoanálisis, el que me insistió en que escribiera unas reflexiones iniciales sobre el tema, que en este libro amplío y diversifico.

 

1. La política de las emociones
en la tardomodernidad

Las emociones tienen muy mala prensa y, en especial, durante los últimos dos o tres siglos. Pero esa perspectiva negativa de la emocionalidad es mucho más antigua: en nuestra cultura comenzó al menos desde que Platón y el estoicismo propusieran como antitéticas la razón y las pasiones. En ese sentido, el ideal estoico sería una vida guiada por los principios de la razón y la virtud, dominada por la ataraxia. El bien y la virtud consistirían en vivir de acuerdo con la razón, evitando las pasiones, entendiendo que la pasión es lo contrario a la razón: algo que ocurre, que nos mueve, que no se puede controlar. Las reacciones emocionales, e incluso el dolor y el placer, pueden y deben dominarse a través del autocontrol ejercitado por la razón, la impasibilidad (apátheia) y la serenidad (ataraxia).

Además, al menos desde entonces, se desarrolló en nuestra cultura una doble disociación: la disociación entre mal y bien pasaba a radicarse en la disociación entre alma (entendida sin pasiones) y cuerpo (entendido como asiento de las pasiones). El bien proviene del alma y el mal, del cuerpo. El dominio de las pasiones, de las emociones, no entendidas como método de conocimiento (Nussbaum, 2007), ni, por supuesto, orígenes de la ética (Nussbaum, 2006; Solomon, 2007), pasó a ser requisito indispensable de la moralidad, algo en lo cual el cristianismo, a pesar de su invocación del amor, colaboró ampliamente durante siglos: ante la requisitoria ética de qué hacer con las pasiones, una moral occidental reinante durante milenios ha prescrito reiteradamente su control y dominio.

Más tarde, en los últimos tres siglos, el racionalismo, el empirismo y varias formas de materialismo y monismos mecanicistas colaboraron en convertirlas en las bestias negras de la humanidad, a las que había que alejar, controlar, exorcizar. Durante esos siglos se las contrapuso otra vez con «la razón», el pensamiento, lo intelectual, lo cognitivo, la ciencia, el progreso, el desarrollo humano… Como si «la razón», el pensamiento racional, pudiera crecer sin asentarse sobre la modulación de las emociones durante el desarrollo del ser humano en relación, durante un desarrollo que siempre es radicalmente interpersonal, intersubjetivo… y pasional. Hoy, sin embargo, la perspectiva monista del desarrollo de la mente y el cerebro (basada en las emociones, vividas en la relación y dando lugar al pensamiento, incluso el más abstracto) es ya un axioma básico en la psicología del desarrollo, la psicología experimental, el psicoanálisis relacional, la neurofisiología, la genómica… Empero, esta concepción aún no domina en la cultura y la política de masas, en muchas formas de psicoanálisis y psicología y, desde luego, no ha impregnado suficientemente disciplinas como la psiquiatría, la medicina y otras profesiones asistenciales.

Desde mi punto de vista, la respuesta insuficiente, la falta de contestación masiva ante las estafas generalizadas en las que han consistido tanto la crisis económica como las supuestas medidas contra ella puestas en marcha por los grupos políticos y económicos dominantes, tiene mucho que ver con las emociones de cada uno de nosotros y de los grupos sociales y políticos más representativos de cada sociedad y Estado.1 Solo incluyendo ese ámbito explicativo podremos entender la (relativa) ausencia de respuestas indignadas y airadas ante las pérdidas de posiciones y poder adquisitivo por parte de los asalariados y las clases medias de nuestras sociedades; o ante las políticas de «recortes» y privatizaciones corruptas de bienes públicos, es decir, ante nuevas estafas a los bienes sociales conseguidos con el esfuerzo político, social y económico de generaciones de ciudadanos. Es evidente que los grupos dirigentes en nuestras sociedades están administrando certeramente el miedo y otras emociones, según la doctrina del shock (Klein, 2007) y según los conocimientos adquiridos durante decenios en prestigiosas universidades, think tanks, fundaciones ideológicas privadas y demás medios de captación de conocimientos y expertos para la formación y la consolidación de grupos dominantes. Hace más de un siglo que vienen creándose (o apadrinándose) prestigiosos centros de conocimiento, universitarios y extrauniversitarios, con el claro propósito de usar su producción para la consolidación del Poder realmente existente. Por ejemplo, utilizando conocimientos y datos procedentes de la psicología social, la neurofisiología, la psicofarmacología… Para ello, desde luego, ya en un segundo momento, es indispensable la colaboración, no solo de los medios de comunicación, sino de determinados «servicios» y «agencias», más o menos secretas, grupos militares y de espionaje, contraespionaje y contrainsurgencia y, además, de las propias poblaciones.

Por ejemplo, el componente emocional de la percepción de la existencia de amplias variaciones interhumanas, unido certeramente con la desinformación, ha sido utilizado para crear políticas de anticomunismo, antiterrorismo, antiarabismo, racismo y demás antis disociadores (Varvin y Volkan, 2003; Klein, 2007; Tizón, 2011). Hasta el extremo de que, a menudo, el chovinismo y la proyección han llegado a servir en nuestras democracias como argamasa fundamental de una identidad profundamente agrietada por las deficiencias y la irracionalidad crecientes en nuestro sistema social. Con más de cien desahucios al día en varios países europeos; con millones y millones de parados (en algunos momentos de este siglo, con más de seis millones de parados oficiales en nuestro país,2 más de la cuarta parte de la gente en edad de trabajar); con cerca de dos millones de hogares españoles sin ningún ingreso conocido o reconocido; con los recortes arbitrarios de los derechos sociales y políticos adquiridos durante siglos por las clases trabajadoras y oprimidas; con el desmantelamiento acelerado de sistemas asistenciales públicos de larga tradición y cierta eficiencia demostrada, tales como la sanidad y la educación públicas, es decir, organizadas y financiadas solidariamente, ¿cómo es que con todos esos procesos en marcha la población no se haya rebelado contra el miedo ni levantado contra el sistema?

A nivel estructural, posiblemente es cierto que una causa de la aparente parálisis de la población ante las estafas de que es objeto tiene que ver con la esencia psicosocial del neoliberalismo, que ha progresado espectacularmente en la consecución de sujetos introdeterminados, liberados de la ortopedia externa del poder biopolítico amenazante de su supervivencia (Han, 2014). Sin embargo, tal introdeterminación, más que ir dirigida al placer y al amor (la solidaridad), ha acabado regida por la autoexigencia, la culpa, la extenuación, el consumismo… La libertad corre el riesgo de dejar de ser un placer relacional, interpersonal, para convertirse en un nuevo imperativo que se persigue desde la propia introdeterminación. Liberación no es lo mismo que liberalización, ni que neoliberalismo. El refinado manejo emocional que conlleva el pensamiento neoliberal, el Big Brother amable, en lugar de hacer a los individuos sumisos intenta hacerlos dependientes. Emocionalmente dependientes. De ahí la presión por conseguir y difundir «emociones positivas», repetida cotidianamente como otro mantra: el objetivo es seducir más que prohibir; lograr dependencias emocionales introdeterminadas más que forzar. El ciudadano del tardocapialistmo neocon3 (neoconservador y neoliberal), más que consumir cosas, consume «emociones líquidas», y así queda mucho más personalmente comprometido en el proceso de la propia dominación. Por eso el buen manager del neoliberalismo se parece cada vez más a un entrenador emocional, en lugar de asemejarse a un ejecutivo, un adoctrinador, un argumentador o un directivo al uso tradicional.

Para entender el abrumador avance y casi triunfo por goleada del pensamiento neoliberal es cierto que el primer elemento que hemos de tener en cuenta es la mencionada falta de democracia real de los medios de comunicación de masas en cualquiera de los países avanzados: su concentración en manos de los poderes económicos dominantes, unida a las capacidades de influencia y control que les proporcionan el uso científico de las emociones individuales y colectivas, le confieren un poder nunca antes soñado por esas élites y castas dominantes. Por eso, la lucha por hacerse con el control de esos poderes mediáticos es la primera escaramuza que se abre ante cada cambio en la política de los partidos y los grupos de poder económico tradicionales.

El segundo elemento que explica parcialmente esa baja capacidad de oposición a las estafas generalizadas a las cuales se está sometiendo a la mayoría de la población europea tiene que ver con la pérdida de la capacidad de movilización por parte de la izquierda política y la izquierda del sistema, que eran quienes se suponía que deberían responder activamente ante tamaños desafueros (Rancière, 2011; Bodei, 2014). Ciertamente: hoy es una descripción y una constatación. Pero esa realidad, a mi entender, posiblemente se asienta en problemas y escotomas muy anteriores: entre ellos, su torpe y persistente visión de las emociones y la política de las emociones, estrechamente racionalista y difícilmente diferenciable, en la práctica, de la política emocional de la derecha más conservadora… pero sin el uso oportunista que esta realiza de las emociones. Es decir, una política de las emociones esencialmente capitalista primitiva que no tiene en cuenta la capacidad de manejo emocional del neoliberalismo. ¿O conocen ustedes aportaciones suficientemente conocidas de la psicología de las emociones a las políticas de la izquierda o, en general, a la marcha de la sociedad y sus instituciones?

El desprecio por estos temas o, más allá, la ignorancia, casi estulticia, es tal, que normalmente, nuestros médicos hacen largos estudios de más de diez años de duración sin que nadie les haya enseñado o ayudado a pensar sobre las emociones básicas, su número, su tipo, su función… Sin embargo, la mayoría trabajará toda su vida en entrevistas interhumanas, como todos los profesionales de la asistencia y los servicios sociales y personales, es decir, en situaciones en las cuales, por definición, las emociones juegan un papel crucial. Lo harán, pues, sin casi conocimiento de la vida emocional e incluso despreciando su valor para la organización de la sociedad y la asistencia. Y no digamos nada de la ausencia de formación de todo el aparato de justicia, servicios sociales, servicios comunitarios y de «bienestar social» sobre estos temas. Las emociones siguen siendo algo molesto hasta ese extremo. Se margina así de nuestros conocimientos, por ejemplo, la profunda y primitiva radicación de la moral en el asco y la vergüenza, ya señalada por Freud (1905), lo cual nos desarma notablemente ante las perversiones de la moral (Mèlich, 2014) y, en el ámbito clínico y social, nos impide utilizar tales emociones como indicadores o elementos de conocimiento en la relación.

En sentido contrario, hoy podemos observar directamente desde nuestros sofás, sin tapujos, sistemas de control político y social cada vez más difundidos (y, al parecer, aceptados) en nuestras sociedades y cada vez más basados en una utilización manipuladora de esas emociones individuales y colectivas. Así, podemos observar cómo el miedo, el asco y la ira se infunden para favorecer la incorporación del desprecio, las deformaciones o el desconocimiento respecto a clases, grupos y personas oprimidas, sumergidas, emigradas, reprimidas, secundarias, «antisistema», nominadas o expulsadas de la casa, expropiadas, desahuciadas, ahogadas en los mares o en los desiertos que llevan hacia el norte exuberante de consumo desde un sur exuberante de hambre y pobreza… Observemos la fruición, el placer, probablemente un placer sadomasoquista disociado, con el cual grupos sociales oprimidos colaboran y atienden voyeuristamente a las nominaciones, las expulsiones, los juicios públicos previos, los escarnios de todo tipo… Observemos cómo los propietarios y detentadores del poder de los medios de comunicación controlan, organizan y difunden productos basados en un uso masivo, aunque zafio, de las emociones: tertulias vocingleras sobre temas nimios o sobre intimidades personales, reality shows impresentables, directamente voyeuristas-escopofílicos en sus formas y en sus delicuescentes objetivos, compra-venta de informaciones y personas cuya máxima aspiración es tener unos minutos de tele, informativos transmutados en diarios de sucesos y casos con el fin de difundir el miedo, el asco, la ira, los estereotipos emocionales más empobrecidos y empobrecedores…

Todo hace patente que los que deberían oponerse a esas zafias manipulaciones, la izquierda ideológica y política, o no las atienden, no valoran su importancia, o no saben por dónde entrarle al tema. Entre otras cosas porque hace decenios que quedaron perdidas en el conflicto entre logos y mitos, entre racionalidad y afectividad, tan consustancial en nuestro momento cultural, en el ser humano logomítico de nuestros días. O, porque más atrasadamente incluso, han quedado prendadas y prendidas del racionalismo. A pesar de que sabemos que tanto el discurso mítico, sin el correctivo de la conciencia crítica, como el discurso lógico, racionalista, sin la matización obligada por lo mítico y la afectividad, han arrastrado a la cultura occidental a los «totalitarismos de un solo discurso» (Duch, 2002), mediante los cuales se han intentado encapsular los diversos ámbitos y modos biológicos, psicológicos y sociales de la existencia humana, y achatar la posibilidad de vivir experiencias (y no solo líquidas y múltiples vivencias sin profundidad).

Todo ello ha llevado a que los detentadores reales de los medios de propaganda puedan decir lo que deseen y como lo deseen con casi total desprecio de la cultura, la verdad, los valores de la solidaridad, los principios éticos básicos (que solo valen para mí y mi casta, pero no para «los malos»)… A menudo, su poder y su autoconfianza son tan grandes que llegan a hacerlo ufanándose pornográficamente de su poder, su capacidad de control y manipulación…

¿Cómo no pensar entonces en Melanie Klein y en su descripción de determinados «mecanismos psicológicos» tales como las defensas maníacas (Klein, 1934, 1946)? Cuando observamos una y otra vez esas situaciones, creo que, como poco, hemos de recordar que control, triunfo y desprecio fueron su genial descripción de lo que llamó las «defensas maníacas», los sistemas cognitivo-emocionales y conductuales de intentar evitar la culpa y la necesaria reparación o, como hoy diríamos, de intentar reorganizar in extremis el impacto emocional que nos producen determinadas relaciones interhumanas. La negación maníaca es siempre defensiva. Ante peligros de hundimiento depresivo o de disgregación psicótica, tratará de controlar todo lo que nos pueda recordar la culpa, la catástrofe o nuestras vulnerabilidades más profundas. Por eso suele incorporar sentimientos de desprecio y triunfo para con los perdedores y para con todos los que intentan recordar esas realidades… En vez de sentir temor por nuestra fragilidad o insuficiencia, o bien pena, culpa, deseos de reparar, el uso de las «defensas maníacas» nos permitirá exhibir poder, desprecio, superioridad, distancia con respecto a los «inferiores» (Williams, 1993).

Un buen ejemplo de tales actitudes son los estereotipos acerca de los «moros», «los sudacas», los «terroristas», los «antisistema»: a todos ellos hay que controlar, despreciar, ganar… Sobre todo, hay que evitar sentir y pensar en cómo vienen y por qué vienen, qué aspectos deficitarios, fraudulentos o genocidas de nuestro sistema social hacen que tengan que aparecer, que se vean obligados a intentar instalarse entre nosotros abandonando a sus seres queridos, sus tierras, culturas y paisajes, sus vidas anteriores…

¿Cuál puede ser el motivo de tales reacciones maníacas, tan generalizadas en ciertos grupos sociales dominantes y en nuestra coyuntura? ¿Hasta qué punto estamos colaborando en el desprecio y la anulación de las emociones vinculatorias y el deseo vinculatorio? (Steiner, 1985; Tizón, 2011). ¿Qué oscura percepción hay de la mentira cada vez más generalizada y del fracaso de nuestro sistema social y político?

Toda burbuja falseadora maníaca, desde este punto de vista psicoanalítico, implica una percepción más o menos consciente o inconsciente de fragilidad, vulnerabilidad, inestabilidad… Por eso hay que usar esas defensas extremas, a pesar del relativo éxito logrado por el neoliberalismo en la creación y difusión de diversos estereotipos empobrecedores. El primero de todos, el estereotipo empobrecedor acerca de la democracia: en vez de un sistema social mediante el cual administrar mayorías y minorías para el progreso en los conflictos sociales, va quedando convertida en un sistema rigidificado y poco operativo de representación (teatral) en el que se vota cada cuatro años a determinados personajes, en un mero mercado más… pero de votos. Y, además, se vota a esos personajes en función de las emociones creadas en los diversos grupos sociales por manipuladores sociales expertos a sueldo de élites y castas ajenas a los poderes democráticos. Y se los vota sin retroacción, con unas exiguas posibilidades de exigir posteriormente las correspondientes responsabilidades… Algo bien diferente, por cierto, a la democracia real, que tiene que ver sobre todo con el cultivo de las diferencias y la capacidad de integración de tales diferencias, y no con el dominio totalitario de supuestas mayorías, creadas mediante manipulaciones emocionales más o menos descaradas realizadas desde poderosas empresas de comercialización de datos y márquetin.

Un alto en estas reflexiones. He de aclarar ya desde aquí la prudencia con la que, como psicólogos, psicoanalistas y psicoterapeutas, que no como ciudadanos, hemos de hablar de estos temas. Suponiendo que nuestras teorías y modelos estuvieran probados para nuestras disciplinas, eso no implica que lo estén para otras. Ni siquiera que sean aplicables y útiles. Por eso, como otros psicólogos y psicoanalistas antes que yo, las propongo como elementos meramente heurísticos y hermenéuticos, explicativos e interpretativos. Ciertamente, una perspectiva epistemológica de las ciencias sociales y, en general, del conjunto de las disciplinas tecno-científicas habla de las «teorías fractales» y la «teoría general de sistemas», modelos epistémicos que pueden permitir y facilitar esa utilización de teorías, modelos y esquemas entre unas disciplinas y otras. Pero, así como estoy cada vez más escamado del uso acrítico que se realiza hoy de términos psicopatológicos fuera de la psicopatología, también me preocupa el uso acrítico de modelos psicológicos para otras ciencias y ámbitos. Hablar de «psicosis social», «psicosis en los mercados», «psicosis de masas», «perversión de masas», «perversión de objetivos», «perversión de los programas políticos», «histeria generalizada», «locura del sistema» y hasta de «edificios enfermos» no hace sino radicalizar la penuria de conceptos explicativos o el uso oscurecedor de los mismos con intereses que, como poco, consisten en ocultar la pobreza teórica de quien los utiliza… Cuando no, simplemente, practicar nuevas versiones de «juegos de trileros».

 

1. Con perspectivas y objetivos algo diferentes a las que utilizaré aquí, ese tema ha sido tratado por diversos autores: por ejemplo, N. Klein (2007), Camps (2011), Han (2014)…

2. Digo tan solo «posiblemente», pues las falsedades vertidas en las múltiples estadísticas oficiales y no oficiales sobre el tema se han enraizado tan profundamente en la contabilidad oficial, que hoy en día nadie puede tener una seguridad mínima sobre el desempleo real en nuestro país. Hasta ese dato clave para la sociedad y la economía resulta hoy estructuralmente falseado.

3. Recojo aquí el término neocon aplicado hace decenios al neoliberalismo por la izquierda francesa, como juego de palabras humorístico entre con, como abreviatura de conservador, y con, en francés, cerdo. Determinada izquierda norteamericana alternativa antisistema llegó incluso a presentar a un cerdo como candidato presidencial con el eslogan «¿Por qué conformarse con un medio-cerdo para presidente si puede usted votar a un cerdo completo?» (Do it, años setenta).