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Índice

Cubierta

El rapto de Europa

La flecha de Zenón

Un tenebroso reflejo

Recuerdos europeos

La caída de los profetas

La cuestión de Bruselas

Confusión ant igua

Tres fábulas europeas

Notas

Créditos

Cómo ser europeos

El rapto de Europa

¿Cómo se convierte uno en europeo? Para empezar, siéndolo, cualidad que se adquiere, por ejemplo, naciendo en los Países Bajos. Se podría conseguir, al parecer, el mismo resultado en Sicilia, en Prusia Oriental, en Laponia o en Gales, pero siendo, como soy, un europeo de tipo holandés, prefiero circunscribirme aquí a esta variedad. Convertirse en holandés es menos complicado de lo que se piensa. Quienquiera que esté dispuesto, en la persona de sus ancestros, a rechazar el asalto del mar, a secar las tierras, a dejarse gobernar durante la Edad Media por borgoñones, a trocar, ya en el amanecer de los tiempos modernos, ducados y condados por un conjunto de provincias y a federar éstas en una República de los siete Países Bajos unidos; quienquiera que tenga a bien guerrear contra España durante ochenta años, colonizar un archipiélago del otro extremo del mundo, defender unos cuantos restos de monopolio librando batallas navales con los ingleses (pueblo que, siglos después, conserva la amargura de cada derrota bajo forma de expresiones como «double Dutch», «Dutch uncle» o «going Dutch»1; quienquiera que desee, Bátavo resucitado, dejarse enrolar un tiempo por un hermano de Napoleón en un sueño francés de grandeza imperial y, cien años más tarde, ser aniquilado durante cuatro años por ejércitos alemanes, no sin haber persistido, al mismo tiempo, en contar, comer arenque, comerciar, mantener seca su tierra y también, gracias a Dios, en pintar, inventar microscopios y relojes de péndola, en afinar el derecho marítimo y acoger a europeos de todos los orígenes expulsados de sus respectivos paraísos; quienquiera, por fin, que albergue las mejores intenciones respecto al resto del mundo, las proclame a diestro y siniestro y no pare hasta haberlas realizado, convencido de conocer el mundo mejor que el propio interesado, por haberlo practicado durante siglos y haber acumulado su conocimiento en calidad de comprador, vendedor, administrador y víctima; quienquiera, en una palabra, que acepte asumir la carga de ser a la vez muy, muy pequeño y un poquito grande, ése es holandés. Y por poco que su padre y su madre permanezcan en el sitio debido durante el período prescrito, podrá incluso serlo de nacimiento y satisfacer entonces la primera condición requerida para ser europeo, y quizá también, en consecuencia, convertirse en uno.

«Unicidad» y «pluriformidad», he intentado hallar en mi vida la traducción de estos términos abstractos. Porque, si soy europeo (y espero empezar a lograrlo, a la larga, al cabo de sesenta años de trabajo encarnizado), eso significa sin duda que la pluriformidad europea influye en mi uniformidad holandesa. Si así es, y lo es seguramente en mi caso, quizá valga la pena comprobar si las etapas del proceso se dejan reconstituir. Si acabo de enumerar todo lo que mis ancestros han realizado o sufrido, no se trata de una simple boutade. ¿Acaso no es cualquier ciudadano, entre muchas otras cosas, un producto, un punto de convergencia, un receptáculo de su pasado nacional? Está, para expresar la idea de forma más paradójica, encaramado en la cúspide de una pirámide histórica, y debe, al mismo tiempo, mantenerla en equilibrio sobre su cabeza. Es a la vez imposible y obligado. El producto de la historia debe, conscientemente o no, cargar con esta historia. Está escrita en su carácter nacional, en su lengua, en su herencia social y cultural, y se trata aquí de una herencia que no se puede rechazar; ya se es algo antes de nacer; así fue como, el 31 de julio de 1933, me convertí, aparte de en un representante del sexo masculino, en un holandés del siglo XX. Me fueron necesarios muchos años para empezar a extrañarme por eso, considerando la infinidad de posibilidades distintas de tiempo y de lugar, y la posibilidad única de otro sexo. La perplejidad se encontraba en el seno de la actitud de Jorge Luis Borges respecto a la existencia y al mundo y, a decir verdad, no veo bien cómo podría ser de otro modo: con sus oropeles intercambiables, esas manifestaciones de predestinación lógica y de azar absurdo que determinan en el espacio y el tiempo nuestra individualidad, tan importante para nosotros y sin embargo tan efímera, parecen a veces más próximas de una forma de ficción que de lo que llamamos convencionalmente «realidad». Todos escribimos la novela de nuestra vida pero, por vías misteriosas, uno o más autores parecen haber puesto su granito de arena en la intriga con tanta indiscreción como autoridad.

He escrito en uno de mis libros que el recuerdo es como un perro que se acuesta donde le place, y eso se aplica, en cualquier caso, a mi propia vida. De mis primeros cinco años de ciudadanía holandesa, apenas recuerdo nada y me tentaría ver en ello la consecuencia de la estrepitosa conmoción que, el 10 de mayo de 1940, convirtió en europeo al niño de seis años que era yo: me refiero a la entrada de las tropas alemanas en mi país. Tampoco esto es una boutade, creo en este tipo de cosas, aunque haya tardado en darme cuenta de ello. Desde hace unos años, y para mi placer, vivo en Berlín varios meses al año, y tuve que esperar hasta ese momento para caer en la cuenta de que el alemán era el primer idioma extranjero que hubiera oído jamás y por eso mismo constituía la primera manifestación de la pluriformidad europea que se me hubiera presentado o, mejor dicho, que se me hubiera impuesto. Anteriormente, ya había sido admitido en el seno materno de la Iglesia católica romana, institución específicamente europea a pesar de sus pretensiones de universalidad. Bien es verdad que, dada mi temprana edad, no estaba yo verdaderamente presente en esa ceremonia, aunque me proporcione una singular satisfacción el pensar que las primeras palabras dirigidas por un desconocido a mi cabeza todavía calva hayan sido latinas, fórmulas escritas en esa lengua marmórea que revestiría un día tanta importancia para mí, matriz y genitora a la vez de todas las lenguas europeas cuya belleza, claridad y sensualidad polimorfas se convirtieron en el panorama intelectual de lo que leo y lo que oigo, sin que pueda en ningún momento acercarme tanto al misterio de las palabras como en mi irreemplazable lengua materna. Y es un homenaje rendido a la vez a la pluriformidad y a la unicidad el no poder expresar mejor la admiración y el amor por el francés, el catalán, el portugués, el castellano y el italiano que a través del idioma en que escribieron Hadewych, Ruusbroec, Vondel, Van Eeden, Multatuli, Couperus, Achterberg, Slauerhoff y muchos otros, cuyos pensamientos y poemas serán para ustedes letra muerta; ese idioma del que no podría prescindir ya que, sin él, el último matiz y la idea más recóndita no podrían encontrar su expresión.

Volvamos a Europa, a mayo de 1940. Heinkels y stukas bombardean el aeródromo de Ypenburg, cerca de mi casa, mi padre ha instalado una butaca en el balcón y contempla el espectáculo. En mi recuerdo, no dice palabra. Más tarde, se produce el bombardeo de Rotterdam, el horizonte teñido de rojo. El niño de seis años había sido presa de un temblor continuo, que intentaban erradicar lavándole la espalda con agua helada. Entre tanto, proseguía la redacción de la novela de mi vida, sin que pudiera yo hacer nada. Poco después, se oyó por la radio y en la calle el idioma en que un día leería a Hölderlin, Handke, Mann y Goethe y pronunciaría las palabras de mis discursos tras haberlas hecho traducir.

De la posguerra, recuerdo la desnudez y el vacío. Una vez más, alguien había intentado unificar Europa por coacción y, una vez más, la tentativa había resultado un fracaso, porque es imposible gobernar Europa según un esquema hegemónico. La pluriformidad no es digerible por un organismo único, es necesaria una alquimia completamente distinta y extremadamente misteriosa. No habíamos llegado a eso en aquella época y, según mi modesta opinión, seguimos sin alcanzarlo hoy en día, a menos que se atribuya al dinero el poder mitológico de arrogarse aquello a lo que las almas no están dispuestas; pero el alma es sin duda una categoría que actualmente dudamos en invocar, aunque sólo sea por su carácter intangible.

Mientras tanto, pasaba yo esos años vacíos en internados monásticos, una forma milenaria de establecimiento escolar, indisolublemente ligada a la historia de la civilización europea. Mis primeras lecturas de la prensa me enseñaron los apellidos de Adenauer y De Gasperi, de Thorez y Togliatti, de Franco y Salazar, de Stalin y Molotov, de Churchill y Eden, pero, al mismo tiempo, los monjes franciscanos y agustinos me contaban, a través de Homero, las aventuras de un hombre que no dejaría de interesarme, y yo leía, gracias a Ovidio (final del libro II, principio del libro III), la historia de los orígenes divinos de Europa, la historia del dios, tan enamorado de una hija de rey, que se transformó en toro y la raptó llevándola sobre su lomo. Los que ignoran o han olvidado algo del desarrollo de los hechos pueden remitirse al final del libro II. Blanco como la nieve «que ningún pie ha maculado con su huella» es el vellón del toro enamorado, sus cuernos son pequeños, pero de forma perfecta, como cincelados por mano de artista. Ya la virgen Europa no siente casi temor hacia él, «pronto se acerca y ofrece flores a su hocico níveo» (mox adit et flores ad candida porrigit ora); bajo su disfraz, el divino amante está arrobado de felicidad y le besa las manos; ella se instala sobre su lomo y ya está, ya la tiene, se levanta, se dirige hacia el mar y desaparece con ella hacia la isla invisible: «trémula, su vestido ondula a tenor del viento...» (tremulae sinuantur flamine vestes).

Fue «en aquella época». Hoy en día, Europa somos nosotros, y tendremos que raptarnos a nosotros mismos, lo cual requiere un poder mágico que las meras leyes, directivas y uniones monetarias no bastan para suscitar. Los que así lo creen no nos conocen, y al decir «nos» entiendo, curiosamente, que no se conocen a ellos mismos.

¿Qué más me enseñaron los buenos hermanos? Mientras en Nuremberg se emprendía la liquidación psíquica y física del horror, aprendía yo la historia nacional y europea sin la cual, en virtud de la posología vienesa, no se reconocería, o sea no se conocería, uno mismo, ni en su unicidad holandesa ni en su pluriformidad europea. Pero me enseñaron más cosas: de repente, cantidades infinitas de palabras y de sintagmas extranjeros se apiñaron para penetrar en los almacenes vivos de mi cerebro, palabras no sólo latinas o griegas, sino también francesas, alemanas e inglesas. En su mayor parte, espero, permanecen allí todavía. Al principio, no eran más que palabras; más tarde, se aglomeraron en construcciones, textos, poemas, relatos, filosofías, y cada palabra nueva me transvasaba un poco de ese sistema totalizante de afectos, de modos de pensamiento, de carácter y de historia que cada una de esas lenguas extranjeras lleva intrínsecos, pero en mis esfuerzos balbucientes para articular esa alteridad que encierran los signos lingüísticos, ya entonces entendía, creo, toda su inadecuación. Había en ello una pluriformidad soñada, pero de dos dimensiones; las palabras no eran libres, no vivían en su hábitat natural, en estado salvaje; el león era un león de verdad, pero sin desierto a su alrededor; eran palabran aprisionadas en la jaula del diccionario, de la sintaxis, de la gramática; si de verdad quería aprender a conocerlas, tenía que ir a verlas in situ, en su lugar de origen, tenía que irme de viaje.

Philip en de AnderenFrankfurter Allgemeine ZeitungThe GuardianLe MondeVrij NederlandLa VanguardiaLa RepubblicaDiario de NoticiasL’Osservatore Romanohaggis

¿Me permiten terminar en un tono más ligero? En una ocasión, intenté poner término a la incomodidad de esa situación, y lo hice del único modo a mi alcance: en el orden de la ficción. Quería agrandar mi querida patria hasta que alcanzara las dimensiones de la mitad de Europa. Para ello, la empuñé por el lugar en que su parte inferior acaba en apéndice, o sea la provincia de Limbourg, cerca de Maastricht para más señas, y estiré dicha provincia para obtener un corredor que atravesara los Alpes y desembocara en Eslovenia, tras lo cual los Países Bajos se ensanchaban de nuevo para cubrir el conjunto de los Balcanes hasta la frontera griega (no me atreví a ir más lejos). Esa nueva provincia de nuestro reino, la bauticé Países Bajos del Sur: un territorio montañoso aún no afectado por la nivelación universal del progreso técnico, donde la identidad local tenía todavía un lugar, donde se hablaba un holandés medieval, donde la imaginación no estaba todavía anegada en una funesta uniformidad y donde la unidad resultaba de una pluriformidad auténtica. El narrador de ese libro representaba a una especie rarísima: un español que hablaba el holandés. La novela se titulaba En las montañas de Holanda y, tras los inevitables episodios dramáticos, los protagonistas conocerían una larga felicidad (aunque la historia no dice si tuvieron muchos hijos). Ignoro quién transformará en realidad la ficción de una Europa unida y sé aún menos en qué momento lo hará, pero estoy seguro de que hará falta una multitud de autores para garantizar un desenlace feliz a trescientos cincuenta millones de protagonistas de novela.

Discurso pronunciado con ocasión del Beck Forum, Primer Premio de la Ciudad de Munich, 17 de noviembre de 1991.