La navaja de Ockham
Colombia, Venezuela y otros ensayos
RAFAEL ARRÁIZ LUCCA
@rafaelarraiz

Prólogo

Los ensayos reunidos en este libro, convocados por el filo taxonómico de La navaja de Ockham, trabajan dos ámbitos espaciales: Colombia y Venezuela, así como gravitan alrededor de dos ejes temáticos: la historia política y la literatura. Al final, como una suerte de coda que acota y completa, una brevísima sección, Orbis y biblos, añade algunos puntos de vista.

Tanto los ámbitos espaciales como los ejes temáticos son invitaciones para la curiosidad intelectual que me domina. Lejos de haber contradicción entre ellos, son parte de la misma búsqueda por lograr que la navaja pode la tinta sobrante y deje solo la esencial. Por supuesto, afirmar que eso se intenta no quiere decir que se logre; eso lo arbitrará el lector, en ningún caso quien se afana en la tarea.

Escritos en distintos momentos y en dos ciudades antagónicas (Caracas y Bogotá), he hecho lo posible por ahorrarles arrugas a los lectores sin cambiar el sentido original de los textos. Si alguno de estos ensayos desata un mínimo episodio de alegría en quien los lea, me daré por satisfecho. Me sentiré en comunión con un desconocido que experimenta la misma repentina felicidad que provoca en mí la lectura reveladora.

RAL

La navaja de Ockham

Alguna vez leí algo sobre este principio, «la navaja de Ockham», pero hasta ahora no había tenido la oportunidad de rastrear su origen y significado, así como de comprender su importancia. Lo primero: quien busque en los libros de Guillermo de Ockham alguna alusión al principio que lleva su apellido no hallará nada. La importancia de este fraile franciscano inglés para la historia de la filosofía política crece con los años. Su obra fue una suerte de puente entre el final de la escolástica y el mundo moderno. Se le consideró un hereje. Se cree que nació entre 1280 y 1288; se sabe que murió en 1349 y en sus escritos estampó la frase que dio origen al principio: Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem. Es decir: «No debe presumirse la existencia de más cosas que las necesarias».

El primero que aludió a este postulado como «la navaja de Ockham» fue el matemático irlandés William Rowan Hamilton, en 1852, quinientos años después de fallecido el fraile. la navaja a la que alude Hamilton es la cuchilla que usaban los amanuenses medievales para retirar la tinta sobrante una vez escrita la palabra sobre el papel. No se trata de una navaja de afeitar. A partir de entonces, y como por arte de magia, la denominación forma parte de los primeros rudimentos de epistemología, de economía, de lingüística y, en general, de toda aquella disciplina en la que haya que elegir. Por esto último, quizás, su popularidad no ha dejado de crecer en la comunidad científica, percolando desde allí hacia el mundo del «común de los mortales», donde nosotros la atajamos con beneplácito.

Cualquier contingencia desemboca en una emboscada: hay que decidir. Esta urgencia nos determina varias veces al día, desde lo básico (cuál pasta escojo en los anaqueles del mercado) hasta lo trascendental (qué estudio, con quién vivo), pasando por cómo analizo los hechos en el ámbito profesional.

Al día de hoy, la navaja de Ockham se expresa de la siguiente manera: en igualdad de condiciones, entre varias opciones, la que tiene más probabilidades de ser la correcta es la más sencilla. Ofrezco dos ejemplos elementales. Se escucha el paso acelerado de unos cascos de caballo afuera, mientras un grupo de gente está dentro de la casa. Se ofrecen dos respuestas. Son cebras. Son caballos. Según el principio invocado, naturalmente son caballos. Es muy poco probable que una cebra ande suelta por allí. El segundo ejemplo: cae una naranja de su árbol. Tres respuestas: la tumbaron unos muchachos con una pedrada; cayó por su propio peso; la tormenta de anoche la desprendió. Evidentemente, la segunda.

Conviene anotar que la navaja de Ockham no es una ley; es una teoría y, en tal sentido, funciona dependiendo del caso, de modo que no es un norte infalible que se aplica a toda casuística, sino un indicador inicial de un camino epistemológico. Además, conviene advertir que el principio no apunta hacia que siempre lo más simple y sencillo sea lo mejor, sino que entre varias posibilidades es «muy probable» que la respuesta más sencilla sea la correcta. Nótese que no decimos que «es la correcta». En pocas palabras, la navaja de Ockham al día de hoy puede ser una bitácora, pero no es infalible. Es perfectamente posible que la respuesta más compleja sea la correcta.

La navaja de Ockham es un instrumento teórico medieval, pero bien podría haber sido diseñada en la India de los upanishads, ya que en estos se comparte la aversión por lo redundante. También ha podido ser piedra angular de la practicidad anglosajona, tan avenida a lo esencial y alejada del florilegio barroco. Entre los upanishads hay uno que parece cortado por la navaja de Ockham: no sobra ni falta nada y es tan preciso que es difícil imaginar que alguien tuviera que escoger entre otras opciones para cada verso. Se lee en el Brihadaranyaka, IV.4.5:

Tú eres lo que es el profundo deseo que te impulsa.
Tal como es tu deseo es tu voluntad.
Tal como es tu voluntad son tus actos.
Tal como son tus actos es tu destino.

Intentamos a lo largo de las páginas que siguen tener a mano la navaja de Ockham, sin llegar a la ortodoxia de creer que es el único instrumento posible. No obstante, no cabe la menor duda de que buena parte de los desafíos que nos ofrece la realidad anidan en nuestra propensión a alejarnos de lo elemental, creyendo que la verdad está lejos de allí, cuando lo más probable es que esté velada por una trama de confusiones, malentendidos, falacias ad hominem e interesados enredos que premeditadamente nos distraen de la nuez esencial. Digo con Antonio Machado:

El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve.

Avancemos navaja en mano, lista para podar, como dicen que hizo Ockham con las barbas de Platón, que era amigo de sembrar de entidades innecesarias el asunto sobre el que se debía tomar una decisión. De modo que aquella navaja que se usaba para podar la tinta sobrante también fue útil para podar las barbas del filósofo griego. Anida en mí la imagen de Aristóteles afeitando las barbas de su maestro Platón, con quien las diferencias fueron tantas que cualquiera que afirme que hay dos maneras de estar en el mundo occidental, la aristotélica y la platónica, no se equivoca. Innecesario afirmar que la navaja de Ockham es un instrumento que se aviene perfectamente en las manos de un aristotélico y se hace inasible para un platónico.

Breves anotaciones sobre la naturaleza del ensayo

Cuando comencé a escribir con frecuencia diaria, hace ya cuarenta años, no imaginaba que sería el ensayo el género que cultivaría con mayor insistencia. Suponía entonces que, después de la poesía, se me iría imponiendo la narrativa, pero ello no ha ocurrido y el ensayo se ha ido apoderando de buena parte de mi afán de escribidor. Desde hace tiempo su naturaleza se me presenta como un desafío por investigar. Quizás sean propicias estas líneas introductorias al corpus ensayístico aquí recogido para hacer públicas algunas anotaciones.

Suele apuntarse que el género nace con Michel de Montaigne en el siglo XVI, cuando el autor hizo de su propia circunstancia la materia de su escritura literaria. Entonces, Montaigne había dejado de ser alcalde y, subido al último piso de su torre particular, escribía sobre lo divino y lo humano, sin abandonar la perspectiva personal. Otros señalan que Francis Bacon estaba haciendo lo mismo en idéntico tiempo y se cuenta con suficientes pruebas de ello. Otros estudiosos anotan que, en Japón, el ensayo había surgido antes que en Occidente, pero esa otra tradición es todavía tan ignota para nosotros que no me atrevo a seguir la especie, por bien fundamentada que esté. En todo caso, fue durante esta centuria de anunciación de la Modernidad occidental cuando algunos primeros autores se licenciaron para divagar, para pensar en voz alta, para ensayar respuestas, para aproximarse a un fenómeno desde distintos ángulos, o desde uno solo, e intentar iluminar sus contornos. Aunque en algún pasaje recurrían a la estructura del relato, no se proponían narrar de manera exclusiva; y aunque el tono del discurso pudiese ser poético, no estaban poetizando de manera unívoca. Ensayaban y, en la tarea, echaban mano de narraciones o giros poéticos, pero transitaban otros caminos.

El lúcido humanista mexicano Alfonso Reyes llamó al ensayo «el centauro de los géneros», aludiendo a su naturaleza híbrida, mitad hombre, mitad caballo; y ciertamente así es el género, pero Reyes se refería al ensayo literario primordialmente. No estaba en las primeras filas de su mente el ensayo académico, regido por pautas científicas, que prescribe la formulación de hipótesis, el planteamiento de problemas, el basamento en fuentes documentales y la argumentación sustentada en razonamientos lógicos. Quizás tampoco pensaba don Alfonso en el ensayo político, histórico, sociológico o económico, sino fundamentalmente hablaba sobre el ensayo de su mundo: el de la literatura.

En este libro que el amable lector tiene en sus manos, hallará ensayos académicos y literarios. Tanto unos como otros causan distintos placeres para quien los escribe y, presumiblemente, para quien los lee. Los primeros se redactan lentamente, después del acopio de fuentes, después de haber trasegado el tema, de haberlo discutido con colegas o alumnos. Se inician con la conciencia de comenzar una navegación larga, con períodos de calma y otros de tormentas. La estructura que va a seguirse se determina antes de la escritura, al punto de que el esqueleto capitular se diseña previamente, aunque durante el curso de la travesía pueda sufrir algunas modificaciones. Las conclusiones no asoman su rostro hasta tanto la convivencia con el texto, durante semanas, haya hecho su trabajo. Entonces emergen algunas ideas concluyentes; podría decirse que por «arte de magia», pero no es así. Lo que ocurre es que la dificultad inicial, la ceguera primeriza, se supera de tal manera que parece mentira que de la oscuridad se haya llegado a la luz, cuando se creía imposible.

El ensayo académico se acompaña de citas textuales, a las que se invoca en el momento preciso y siempre con pertinencia; igual puede ocurrir en el ensayo literario. Nada peor que una cita que no viene al caso, que no contribuye con la luminosidad del texto. El ensayo académico es de naturaleza dialogal: conversa con otras aproximaciones al mismo tema y se trenza en discusiones con ellas, o las incorpora al discurso, pero siempre está en son de diálogo. Su sociabilidad es proverbial, ya que ocurre dentro de una trama cultural, en el laberinto de una comunidad científica. En las antípodas de esta sociabilidad, el ensayo literario puede cocinarse en tales fuegos de la intimidad que puede discurrir como un soliloquio, al punto tal que el Ser mismo se torna en objeto único de la reflexión. Esto es impensable en el ensayo académico, cuya existencia real se revela cuando entra en diálogo con la comunidad profesional que le espera. Sería absurdo tejer un ensayo académico sin pretensiones dialogales o intimista; para ello está el otro, o la fuerza personal de la poesía.

Puede afirmarse con justicia que la libertad no halla espacio franco dentro de los límites del ensayo académico, pero siempre que hablemos de la libertad de ensayar sin parámetros, sin límites, ya que estos le son consustanciales al ensayo ordenado por las pautas de la ciencia. La libertad encuentra ámbito en la escogencia de los temas, en la resistencia a la ideologización, en la búsqueda de la verdad sin cortapisas de ningún tipo, en la claridad y valentía de las conclusiones. Es cierto que el ensayo literario es, por su propia naturaleza, un espacio para el libre arbitrio, al que la arbitrariedad perjudica tanto como la irracionalidad. No hay puente entre la libertad y la irracionalidad. Dicho de otro modo: por más que el ensayo literario navegue en aguas libérrimas, estas no pueden acercarse a la irracionalidad sin incurrir en falta grave, ya que el pensamiento es el eje sobre el que gira tanto un ensayo literario como otro académico. Sin pensamiento no hay ensayo y pensar supone unos pasos, un método, un conocimiento de un «estado del arte», una historia.

El científico social, político o histórico suele desdeñar el ensayo literario; incluso el crítico literario de formación científica suele hacerlo, y ello es comprensible desde la perspectiva de quien asume el ensayo académico, pero no desde las ideas o de la experimentación del placer del verbo, ya que estas pueden plantearse tanto en un ensayo académico como en uno literario, según la caracterización que venimos haciendo. De modo que es necio prescindir de la reflexión ensayística al margen de las pautas de la academia por el solo hecho de que no las siga, y viceversa. Tanta luz puede haber en uno como en otro: esto es lo importante.

En lo personal, debo confesar que los dos sirven a mi sed intelectual y que ambos me son propicios, dependiendo del tema, la exigencia, el tiempo con el que cuento y, por supuesto, la naturaleza del trabajo que enfrento. Entre una biografía y una novela histórica, sé cómo trabajar la biografía; en la otra me siento como caminando por terreno minado, o infringiendo tal cúmulo de prescripciones que no sabría qué hacer con mi conciencia. Y aquí rozo un tema latinoamericano que se expresa en una pregunta: ¿por qué hemos sido tan proclives a novelar la historia, basados en fuentes documentales trabajadas por los historiadores, y hemos sido tan poco dados a la biografía? No lo sé, pero la intuición me indica que al responder hallaremos un rostro con unos lunares y verrugas que no nos gustará contemplar.

Y el lector se preguntará, ya al final de estas líneas: por qué he incurrido en ambos ensayos, por qué no me he conformado con uno de los dos procederes. Mi formación inicial de lector me acercó al ensayo literario, mientras mis estudios de Derecho me hicieron abrevar en ensayos científicos. Entonces, mi juventud no lidiaba a placer con ellos. Fue luego, al reiniciar estudios formales, cuando cursé una especialización en Gerencia de Comunicaciones Integradas, y luego, al concluir una maestría en Historia de Venezuela, cuando me acerqué al ensayo académico desde otra edad y con otro goce, con un goce profundo, debo confesar. El mismo que experimenté cuando concluí mi tesis doctoral en Historia, después de haberme ejercitado con tres biografías (Raúl Leoni, Arturo Úslar Pietri y Juan Liscano) escritas con todas las de la ley académica, y espero que amenas como una buena novela.

Una de las tareas que más tocan a mi puerta es la de intentar comprender lo que ocurre; quizás por eso escribo ensayos: es una manera de dialogar con lo que leo, que me ayuda a entender el mundo. También, al escribirlos organizo el caos natural de mis ideas, que solo hallan cauce cuando se estructuran, cuando son llevadas hasta la casa de la gramática, de un orden.

Colombia

Después de todo, ¿qué puede hacer un latinoamericanista con un país donde los dictadores militares son prácticamente desconocidos, donde la izquierda ha sido congénitamente débil y donde fenómenos como la urbanización y la industrialización no desencadenaron movimientos «populistas» de consecuencias duraderas?

David Bushnell

Colombia y Venezuela: un ensayo impresionista

Viví tres años en Bogotá. Entre septiembre de 2010 y julio de 2013 avancé por sus calles con una botella de agua en la mano, buscando contrarrestar los estragos que causaban los 2600 metros de altura en mi sistema circulatorio hipertenso y mis incipientes problemas con el azúcar. A veces había que detener la marcha y buscar oxígeno en el respirar pausado que facilitaba un banco de una plaza; otras, había que ingerir corriendo un litro de agua para licuar la sangre y ayudar su paso por sus caminos naturales, dificultados por la espesura que provoca la falta de oxígeno. Entonces, experimenté algo que jamás me había ocurrido antes: mi cuerpo se hizo presente y ocupó todo el espacio diciendo: «Ocúpate de mí, ponme cuidado». Eso hice, inevitablemente. Con todo y el terror que le tengo a los médicos y los exámenes de laboratorio tuve que acudir a ellos buscando nivelarme, recuperar un mínimo equilibrio.

Ahora que escribo estas líneas desde los 800 metros de altura de Caracas advierto que no lo logré plenamente. Mis años de Bogotá estuvieron signados por mi cuerpo diciéndome a horas variables del día, pero sobre todo en las mañanas: «aquí estoy, vengo a someterte otra vez, ocúpate de mí». No obstante y lo anterior, no tenía ninguna posibilidad de vivir en Bogotá sin trabajar, de modo que presenté mis títulos en la Universidad del Rosario y me aceptaron como profesor-investigador. Di entre uno y tres cursos por semestre, pero me quedaba tiempo para investigar, leer y escribir, y eso hice, siempre con la botella de agua al lado.

Leí mucho sobre Colombia, pregunté todo lo que pude a mis colegas profesores, participé en la formidable tertulia histórico-literaria de Alfonso Ricaurte. Conversé mucho con colombianos entrañables: Camilo Gutiérrez Jaramillo, Mauricio Acero, Álvaro Pablo Ortiz, Enrique Serrano, Eduardo Barajas Sandoval, Juan Londoño, Diana Plata Alarcón, Juan Carlos Guerrero, Juan Estéban Constaín, Darío Jaramillo Agudelo, Juan Gustavo Cobo Borda, Paula Quiñones, Enver Torregrosa, Guillermo Martínez, Mauricio Lleras, entre otros. Tuve, además, la fortuna de conversar muchas veces con mis amigos los expresidentes Belisario Betancur Cuartas y Andrés Pastrana Arango, a quienes no perdía oportunidad de interrogar sobre historia política colombiana y siempre fui correspondido con el mayor afecto y simpatía colombo-venezolana; lo mismo hice con Carlos Lleras de la Fuente, hijo de Carlos Lleras Restrepo, y abrevé en un manantial de información valiosísima sobre su país. Lo mismo hice con Alfonso López Caballero, hijo de Alfonso López Michelsen, y un buen amigo conocedor de los vericuetos del alma colombiana.

De modo que tomé en tres años un curso de inmersión colombiana intensivo, apuntalado por un conjunto significativo de libros que ahora conservo y consulto en mi biblioteca caraqueña. Buena parte de las amistades bogotanas que cultivé eran amigos previos de Guadalupe Burelli, mi esposa, quien pasó parte de su infancia allá, cuando su padre era embajador de Venezuela en Colombia.

Dicho todo lo anterior como aperitivo, pasemos ahora a los platos fuertes y al postre y, sobre todo, a la sobremesa, cuando suelen ocurrir las confesiones valiosas. Antes, les recuerdo el adjetivo de este ensayo: «impresionista». No puedo sino consignar impresiones que pudieran abrir puertas de investigación, siempre en juego de comparaciones entre nuestros hermanos vecinos y nosotros.

Lo primero que salta a la vista como una enorme diferencia entre un país y otro es que en Colombia prácticamente no ha habido inmigrantes, en comparación con Venezuela. Resulta extraño ir a una panadería en Bogotá y que no la atienda un portugués; sorprende constatar que la oferta gastronómica china es ínfima, casi inexistente; lo mismo ocurre con la italiana, minúscula en comparación con la de cualquier ciudad venezolana. ¿Qué ocurre? Colombia no recibió oleadas migratorias gigantescas, sí, gigantescas, como Venezuela. A partir de la guerra civil española y con motivo de la Segunda Guerra Mundial a las costas venezolanas llegaron millones de inmigrantes portugueses, italianos de los pueblos del sur, canarios y gallegos, pero también asturianos, extremeños, vascos y catalanes, judíos, libaneses, sirios y una larga y variadísima nómina de forasteros. Nada similar ocurrió en Colombia, salvo los inmigrantes libaneses en Barranquilla, en una escala notablemente menor a la venezolana. ¿El motivo? Nada de que enorgullecernos los venezolanos: el petróleo, por una parte, y por otra, un Instituto Técnico de Inmigración y Colonización fundado, durante la presidencia de Eleazar López Contreras (1936-1941), que buscaba inmigración selectiva para un país despoblado. De modo que dos factores se suman: el viejo problema de la despoblación en Venezuela y la súbita presencia del maná petrolero. Ya para la década de los años 50, Venezuela cuenta con uno de los ingresos per cápita más altos del planeta. Saquen sus cuentas: menos de 7 millones de habitantes y una explotación petrolera diaria de 2 millones de barriles. Una barbaridad. ¡Ni tontos que fueran los europeos que huían de la guerra y la post-guerra en irse a un país pobre teniendo al lado uno rico, cuando huían precisamente de la pobreza!

Por las causas que fueren, los venezolanos se vieron obligados a recibir a millones de inmigrantes y, según testimonios de ellos mismos, no siempre fue «miel sobre hojuelas» el recibimiento, pero la verdad es que se fueron aclimatando ambos factores: el extranjero que llegaba y el criollo que los recibía. Gústenos o no, lo cierto es que la tolerancia con el forastero, con el extraño, se hizo práctica avenida o forzosa. Cuando comienzo un curso en la Universidad Metropolitana en Caracas suelo pedirles a los alumnos que levanten la mano quienes tengan abuelos extranjeros: casi el 90  % del salón lo hace; hice lo mismo en la Universidad del Rosario en Bogotá en los años en que enseñé allá: apenas el 10 % la levantaba y, en algunos casos, nadie la levantó. Son dos combinatorias sociales radicalmente diferentes. Este es un hecho precioso para quien quiera adelantar una investigación sobre el tema. Lo consigno en estas líneas y tan solo apunto que el conmovedor nacionalismo colombiano guarda relación con esto y, también, el dolorosísimo desamor y desdén del venezolano por su país está vinculado con esto que señalo.

Todo tiene su vuelta: es cierto que el sentido cosmopolita y tolerante del venezolano es celebrable, pero también lo es que la maleta está lista para irse y echar pestes del país como si dejaran atrás una epidemia sin remedio conocido. No es menos cierto que el amor por su país que viví en Colombia debe tener que ver con este sentido de pertenencia de decenas de generaciones de nacionales, que se casan unos con otros y no tienen en la memoria afectiva otra patria que la colombiana.

Lo anterior engendra otro hecho que advertí en Colombia en todos los estratos sociales. Me refiero a la pasión genealógica. La gran mayoría sabe de dónde viene su familia, a cuál oficio se dedicaron, con quiénes están emparentados. Insisto en aclarar que esto no es un interés exclusivo de las élites colombianas; es un fervor genealógico extendido. Esta curiosidad se vive en Venezuela en algunas viejas familias de distintas ciudades del país, pero no es interés común ni cultivado por todos los miembros de estas familias. ¿Las causas? Muchas, pero sin duda hay un escollo insalvable para estas aficiones: los extranjeros que llegaron, en su mayoría, quemaron sus naves con sus países de origen y sus hijos o nietos venezolanos saben poco o nada de sus antepasados. Esto me recuerda una pregunta que alguna vez le formularon a Borges sobre los argentinos. Le preguntaron: «Maestro: ¿de dónde descienden los argentinos?». Afirmó: «De los barcos».

En todo caso, salvo en casa de unos parientes míos que son asiduos al crucigrama genealogista, y no me excluyo de esta afición memorística, no me había visto envuelto en tantas disquisiciones donde se intentaba desenredar el origen familiar de otro. Por supuesto, en estos temas como en otros se erigían voces insufladas de autoridad y, con lamentable frecuencia, se escuchaba un susurro racista. Tomemos en cuenta un dato: en la combinatoria social colombiana la presencia africana es menor que en la venezolana, así como es notablemente mayor la indígena en Colombia que en Venezuela. No es de extrañar que para las élites urbanas –en cada ciudad colombiana hay una élite distinta con sus propios resortes y tradiciones– el tema colonial de la «limpieza de sangre» no quedara completamente sepultado en el siglo XVIII y, por lo contrario, no faltan quienes lo ventilen todavía a estas alturas, cuando la democracia colombiana lleva años de andadura.

Imposible no señalar en estos momentos que la democracia política colombiana cuenta con instituciones más sólidas que la venezolana, pero también es imposible dejar de apuntar que la democracia social venezolana es más profunda, si tomamos como medida la existencia residual de una sociedad estamental colonial. No exagera quien afirme que la inercia de la sociedad estamental colombiana, virreinal, está más presente allá que acá, en la tardía Capitanía General de Venezuela. En consecuencia, la movilidad social, el ascenso social en Venezuela ha estado más determinado por la tenencia de dinero que por la observancia de pautas de abolengo o por las tradiciones, que es lo mismo. En otras palabras: perviven restos de la sociedad estamental virreinal bogotana, en algunos casos hasta con buena salud, mientras de la sociedad estamental colonial venezolana no. Entre otras razones porque la vigencia de la Cédula real de Gracias al Sacar en Venezuela fue profunda, y muchos pardos adquirieron «derechos de ciudadanía» como si fueran blancos, para molestia honda de los mantuanos caraqueños, mientras en Colombia no eran muchos los pardos, y muchos menos los capaces de contar con los recursos para materializar la famosa cédula real y lograr que sus hijos morenos fueran tenidos por blancos. No olvidemos que esto era crucial: si no eran tenidos por blancos no podían asistir a la escuela, porque para entrar a ella se exigía «limpieza de sangre».

Cómo no ver una diferencia sustancial entre Colombia y Venezuela en el papel que la Iglesia católica tuvo en uno y otro país. Los jesuitas estaban fundando un Colegio Mayor en Bogotá en 1603, el de San Bartolomé, mientras la Universidad Católica Andrés Bello se funda en 1953. Naturalmente, el énfasis de la Corona española en América en cuanto a su obligación evangelizadora estuvo puesto en los lugares donde había gente para evangelizar; de allí que los virreinatos de Nueva España, Perú y Bogotá –este último tardío (1723)–, se erigieron donde las culturas originarias eran fuertes, en algunos casos multitudinarias y, por supuesto, obligantes en cuanto al apostolado requerido para la conversión de los paganos politeístas en fieles monoteístas.

Pero la influencia de la Iglesia católica imantó todo el modelaje cultural colombiano porque no solo tuvo en sus manos la educación sino porque las relaciones entre los hombres, las relaciones sociales, estuvieron signadas por sus valores y costumbres. ¿Pasó algo distinto en Venezuela? Sí, ya que la presencia de esta institución fue menor, menos omnipresente. De allí que sus principios pedagógicos de entonces, basados en la obediencia como valor máximo, en Venezuela entraran con menos potencia en el sistema circulatorio de las creencias y de las costumbres, mientras en Colombia forman parte casi del ADN. Innecesario señalar que la Iglesia católica del período colonial, lejos de propender a la tolerancia y la convivencia, aupaba lo contrario. Era fundamentalista y, además, sustentaba el «Derecho Divino de los Reyes» y se lo entregaba en bandeja de plata a la monarquía. De modo que no exagera quien afirme que la presencia de la Iglesia entonces traía consigo principios monárquicos y absolutistas en proporción a la densidad de su ocupación. Su ausencia, por lo contrario, traía cierta laxitud que era vista desde las atalayas del autoritarismo como expresión de la anarquía y esta, naturalmente, era motivo para su más enérgica condena y reparo, cosa que la Iglesia hacía de mil amores.

Catar cuánto de la violencia que ha padecido Colombia durante décadas es consecuencia, en alguna medida, del autoritarismo y la intolerancia reinante en la sociedad es harina de un costal distinto a estas impresiones. No obstante, algo nos dice que no está descaminado quien penetre en esta selva advirtiendo este talante fundamentalista e inquisidor de su Iglesia católica colonial. Por otra parte, los problemas venezolanos no tienen fuente en los excesos que ha podido producir la Iglesia en el modelaje cultural de la sociedad. Nuestros problemas, quizás, partan precisamente de la falta de un orden político y jurídico coercitivo, de la visión desinstitucionalizada del mundo. Pero toda moneda tiene dos caras: en Venezuela disentir ha sido práctica común que se tolera fácilmente, mientras en Colombia disentir es un agravio, como alguna vez me explicó mi amigo el narrador Enrique Serrano. Esto conduce a que las palabras pesen más allá que aquí. Es natural: si lo que digo puede ser fuente de una ofensa grave, cuido mi lenguaje; si lo que digo puede recogerse o tolerarse, pues mi lenguaje es tan dúctil como impreciso. Lo que digo pesa menos. Allá hay gravedad, aquí liviandad. No sabría optar por uno u otro extremo; solo sé que un punto más cercano al equilibrio sería mejor, más llevadero.