image

Image

Jean-Jacques Lafaye nació en Saint-Germain en Laye (Francia) en 1958. Desde 1979, ha dedicado varios artículos, conferencias y homenajes a la figura literaria y moral de Stefan Zweig, y ha contribuido a la edición francesa de su Montaigne.

Fundador de una asociación sobre “Ética y política”, publica regularmente en la revista diplomática Politique Internationale (París) y en el diario ABC (Madrid). En 1999 publicó 12 vidas para la música, de Bach a Rachmaninov (Editorial Juventud).

Stefan Zweig es uno de los escritores más relevantes y prolíficos del siglo XX. Partiendo de textos, hasta hoy inéditos en nuestro país (correspondencia, artículos, manifiestos, etc.), y de fragmentos concretos de su conocida autobiografía El mundo de ayer y otros de sus libros, ahondamos en uno de los aspectos más decisivos y, a la vez, menos conocidos de su pensamiento y de su vida. En esta obra, Zweig pone de manifiesto, de manera clara y contundente, su posición como judío y su peculiar forma de entender el judaísmo. Su pasión es el ser humano, por lo tanto, ser judío no es otra cosa que una forma de humanismo y un modo de ser universal. Alejado de cualquier postulado reductor, la reivindicación es absolutamente espiritual y cultural. Con sus opiniones acerca de la palestina judía, de la diáspora y de la Europa en los albores del nazismo alemán, descubrimos a un hombre lúcido, crítico, y una conciencia lírica. Un testimonio literario y moral.

STEFAN ZWEIG
Y EL CANDELABRO

Image

STEFAN ZWEIG
Y EL CANDELABRO

DESTINO Y JUDAÍSMO

JEAN-JACQUES LAFAYE

Traducción
Josep Forment Forment

Image

Título original: Stefan Zweig, un aristocrate juif au coeur de l’Europe

Primera edición: octubre de 2012

Publicado por:

© Jean-Jacques Lafaye, 1999

Printed in Spain

Diseño de portada: Glòria Falcó

Producción del ePub: booqlab

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

A Patrick Modiano, con gratitud

ÍNDICE

En el corazón de Europa

El siglo en tinieblas

De Petrovitz a Petrópolis

La estrella del judaísmo

A las puertas de un nuevo humanismo

NOTA DEL TRADUCTOR

Los fragmentos a pie de página numerados del 1 al 33 pertenecen a la obra de Zweig El mundo de ayer, publicado en castellano por la editorial El Acantilado. Nosotros publicamos estos fragmentos según la traducción de esta edición que proviene directamente de su idioma original, el alemán, cuyos traductores son J.Fontcuberta y A.Orzeszek.

Image

Calle de Salzburgo dedicada a Stefan Zweig

Acerquémonos con respeto a un aristócrata judío. Stefan Zweig es una mente realmente excepcional, una conciencia para la humanidad. Con una entrega casi mística, su pasión espiritual es inseparable de la psicología, de la historia, de la creación literaria y de las obras maestras del arte. La creación humana, en todas sus facetas más destacables, toman en él un valor sagrado, y nunca cesó de rendirle homenaje, con su compresión más sutil, y de amarla intensamente a través del don de su escritura.

Zweig significa, en alemán, «ramo»; todo un presagio para, no solo uno de los grandes mensajeros de la paz, sino también para un maestro de la compasión: Stefan Zweig, si tenemos en cuenta la densidad de su obra, su amplio e ilustrado abanico de curiosidades, siempre escogidas con extrema precisión, tenía una misión asignada mediante los hombres de su tiempo que, literariamente, podría compararse a la repercusión que tuvo su compatriota salzburgués, Mozart.

En efecto, la obra de Zweig —ensayos, biografías, relatos— es como el telar de un tejedor incansable, que llevaría hasta la extenuación, de esos tres modelos de su particular inventiva. Algunos han visto en él la maquinaria de un éxito legendario que obtuvo en vida, aunque quizá simplemente compusiera, siguiendo el modelo del músico enamorado, la Obra que se había propuesto. Desde la alzada colina de Kapuzinerberg, contemplaba, con la nobleza y la discreción que lo caracterizaban, su ciudad natal, incrustada en una belleza natural, propia de una antigua ciudad minera cuyo oro supo glorificar lo mejor de los espíritus creativos, aunque más tarde encubrió la guerra con los peores especímenes de la barbarie humana. ¿Cómo no sentirse conmovido por esta cruel contradicción?

Cuando nos acercamos a la casa de Zweig en Salzburgo, recorremos el camino de la Pasión de Cristo con sus catorce estaciones, imponentes y bellas. El corazón se aflige cuando se recuerda su trágica vida con su enigmático suicidio, que se nos presenta como un secreto que parece desvelar tantas verdades ignoradas. Como si la obra culminara el destino de su propio autor. En este preciso instante, nada más cabe el silencio: la compasión retenida ante el santuario de un alma malherida. Si nos remitimos a ese febrero de 1942, cuando decide morir, en las tinieblas del mundo, en ese momento en el que confluyen la oscuridad y el maleficio, se produce a nivel planetario la guerra fratricida —aunque toda guerra es fratricida—, la estupidez y la ofuscación llevados a su máxima expresión, la deportación y exterminio de judíos, de zíngaros, de los opositores, en su punto álgido, para acabar con los eslavos y las comunidades consideradas «inferiores».

Zweig, desde Brasil, era consciente de esta tragedia sin precedentes, y si tenemos en cuenta el destino que tuvieron los judíos en Europa, donde la mayoría de ellos nunca más regresaron, no podemos evitar pensar en su muerte como una premonición, aunque también como un sacrificio voluntario de un hombre físicamente a cubierto, pero que quiso, rotundamente, adherirse a esa tragedia común. Un gran escritor, a la vez que un guía moral y profeta, que captaba las vibraciones más sutiles del mundo, las comprendía y se anticipaba. Su sensibilidad era ofrecida a los demás.

En su último mensaje, Zweig concluyó con estos términos: «¡Doy la bienvenida a todos mis amigos! ¡Ellos, que todavía son capaces de ver destellos de luz al alba tras la larga noche! ¡A mí me devora la impaciencia, y me anticipo!». Lucidez y desesperación ante un desastre imposible de olvidar, impaciencia de seres exigentes, Zweig creía en el regreso de la luz en los límites de la noche. Para él, cualquier tiempo pasado era más determinante que el presente: arqueólogo de las pasiones humanas y rapsoda de los eternos desgarros con los que la cruda realidad azota al corazón. Ya con su obra acabada, un presente insostenible y un futuro demasiado limitado e improbable, nada lo retenía.

Sería injusto confundir la grandeza de un personaje como él con la dolorosa fugacidad de su ruina. Su obra está ahí, con sus fuentes y afluentes, sus descubrimientos y sus evidencias, como todo aquel que es próximo y que cada vez más nos revela aspectos inéditos. La posteridad recuerda siempre a las figuras más relevantes, aquellas que supieron alcanzar la cima del Olimpo humano. Pronto, Zweig será reconocido junto a un Goethe o un Balzac, pero todavía no ha transcurrido el tiempo suficiente para superar el rechazo que presupone reconocer a los contemporáneos. El ser humano siente repudio ante las mentes privilegiadas y el talento; solo el paso del tiempo, con su bondad manifiesta, permite que surjan las leyendas y que el recuerdo otorgue cierta justicia que nunca existió mientras vivían. Incluso así, tratándose de un gran autor, algunos aspectos son todavía desconocidos o literalmente obviados, a pesar de la gloria que siempre lo acompañó.

El judaísmo de Stefan Zweig sirve deliberadamente para ejemplarizar su meta: la unión habitual entre judaísmo y desdicha, que, en este autor, uno de los más célebres de su época —y que su difusión internacional lo convertían en el autor europeo más reconocible del planeta—, se convierte en una parábola lógica, y casi estética, cuando decide poner fin en su paraíso brasileño. De la Viena de fin de siglo a la Petrópolis del fin del mundo... del imperio del bienestar al desamparo y la tragedia de la caída, de la cuna a la tumba; los seres humanos siempre están en marcha. Pero, en este caso, el judaísmo pretende explicar sus objetivos sin recurrir a sus orígenes y no se esfuerza en retomar la servidumbre de los grandes «elegidos», tesoros de la sabiduría y la razón, discretos descendientes de los conquistadores del espíritu, que se centraban en el estudio y la escritura de la tradición inmemorial.

El mismo Zweig sobrellevaba su judaísmo sin la más mínima ostentación. Y el motivo es muy simple: para él no era un problema, pero tampoco una razón para enorgullecerse. Todo en medio de esa Viena literaria y artística donde el judaísmo era más una regla que una excepción. Se trataba de vivir apasionado por la espiritualidad y sus frutos, más que de pertenecer y mantener unos lazos. Pero leamos y releamos para avanzar en nuestro descubrimiento. Lo que más importa, acerca del nuevo siglo, es resaltar los detalles tan singulares, las constantes de una vida que se confunde con la propia conciencia humana, y devolver la palabra a los textos; él, quien reconocía en las palabras la posibilidad de reconquistar nuevos significados. Como si el lenguaje fuera un signo sagrado, una tierra donde cultivar un jardín celestial.

EN EL CORAZÓN DE EUROPA

Image

Stefan Zweig

El milenario y cristianizado imperio austrohúngaro fue la cuna de una nueva vida para aquellos judíos que pudieron liberarse de los antiguos guetos, además de sus ancestros, para convertirse, al alba del siglo XX, y a través de su capital Viena, en el centro de la vida artística y creativa. Stefan Zweig nos recuerda que «en la catedral de San Esteban, los príncipes aliados de la cristiandad se habían arrodillado en acción de gracias por haberse salvado de los turcos».1 A partir de aquí, cada uno parece encontrar su lugar y la sociedad emerge expandiéndose según sus conveniencias, ya que «en ningún otro lugar era más fácil ser europeo y sé que, en parte, debo a esta ciudad, que ya en tiempos de Marco Aurelio defendía el espíritu romano, universal, el haber aprendido temprano a amar la idea de la colectividad como la más sublime de mi corazón».2

En estas memorias, El mundo de ayer, añade que «la adaptación al medio del pueblo o del país en cuyo seno viven, no es para los judíos solo una medida de protección externa, sino también una profunda necesidad interior. Su anhelo de patria, de tranquilidad, de reposo y de seguridad, sus ansias de no sentirse extraños, los empujan a adherirse con pasión a la cultura de su entorno. Y, seguramente, en ninguna otra parte —salvo en la España del siglo XV— esta unión se realizó tan fructífera y felizmente como en Austria».3

A menudo, el sentimiento patriótico de los austríacos quiere remarcar su independencia y peculiar carácter para desmarcarse de la influencia que tiene la burguesía en el arte y en la vida. Pero es en vano: «Cuando, en una ocasión, durante la época antisemita, se intentó fundar un llamado “teatro nacional”, no comparecieron autores ni actores ni público; después de unos meses, el “teatro nacional” fracasó estrepitosamente, y este ejemplo puso de manifiesto, por primera vez, que las nueve décimas partes de lo que el mundo celebraba como cultura vienesa del siglo XIX era una cultura promovida, alimentada e incluso creada por la comunidad judía de Viena».4

En ese contexto, el antisemitismo secular adopta formas moderadas inscritas dentro de un debate público que no destapa ningún ataque personal ni hace uso de argumentos racistas, ya que el emperador Francisco José ¡vela por el respeto de todos sus conciudadanos!, «incluso cuando Lueger, el líder del Partido Antisemita, llegó a alcalde de la ciudad, no cambió un ápice su trato en la vida privada, y debo confesar que yo, personalmente, como judío —ni en la escuela ni en la universidad ni en la literatura— nunca tropecé con el más mínimo obstáculo o menosprecio».5

Eran tiempos para creer en una civilización que moldeaba las esperanzas de nuestra época: «La libertad de acción era considerada —algo casi inimaginable hoy— como algo natural y obvio; la tolerancia no era vista, como hoy, con malos ojos, como una debilidad y una flaqueza, sino que era ponderada como una virtud ética».6

Zweig, por parte materna, era de origen patricio; los Brettauer, banqueros procedentes de Ancona en Italia. Poseían sucursales en distintos países de Europa e incluso en Estados Unidos, donde la tradición en el seno de la comunidad judía ya mostraba una clara voluntad por realizar acciones caritativas. Representan el futuro de Europa, preparan la «patria universal». En su casa, se es políglota de nacimiento y consciente de que hay que tener un compromiso con el mundo, y convertirse, a menudo, en protectores de la aristocracia tradicional.