Cubierta

Madre coraje

Dolores Aveiro y Paulo Sousa Costa

Traducción de Olga Hernández Moreno

Plataforma Editorial

Para todos los que aman a sus hijos.

Índice

  1.  
    1. Introducción
  2.  
    1. I. La «princesa» Maria
    2. II. Internada en el hospicio
    3. III. Un mensaje del Cielo
    4. IV. La otra mujer
    5. V. Las fugas del orfanato
    6. VI. Infeliz regreso a casa
    7. VII. Visiones de la madre
    8. VIII. Adolescente sin vida
    9. IX. Casada deprisa
    10. X. Madre sin experiencia
    11. XI. Emigrante fugaz
    12. XII. Vivir para los hijos
    13. XIII. El hijo que Dios obligó a tener
    14. XIV. Aparición de un talento
    15. XV. Abejita, vuela, vuela
    16. XVI. Dejar a Ronaldo partir
    17. XVII. Un océano de lágrimas
    18. XVIII. El corazón de Ronaldo en peligro
    19. XIX. Say what?
    20. XX. El peor partido de su vida
    21. XXI. Luchar contra el cáncer
    22. XXII. ¡Olé!
    23. XXIII. La abuela Dolores
    24. XXIV. La reina madre
  3.  
    1. Entre Madeira y Madrid, con amistad
    2. Agradecimientos

Introducción

Hay personas que tienen una vida tan atribulada que parece que hayan nacido para sufrir, como si formaran parte de una estirpe que está en el mundo únicamente para aglutinar todo lo malo que pueda sucederle a una persona. La mayoría de estos seres humanos, los llamados «desafortunados», se resignan a lo que la vida les ofrece, dándose por vencidos ante las dificultades que, día tras día, van apareciendo. Sin embargo, incluso al comprender desde muy jóvenes que la suerte no es igual para todos, hay personas que no se detienen para quejarse; que, en lugar de eso, tratan de superar todos los obstáculos.

Dolores Aveiro es una de esas personas a las que la mala suerte —mejor dicho, la tragedia— llamó a su puerta y entró sin permiso. Con tan solo cinco años de edad, le comunicaron que nunca más volvería a ver a su madre. Desde ese día, experimentó todo lo que pueda entrañar una vida desgraciada, desde el abandono en un orfanato, pasando por las palizas por parte de su madrastra, hasta una gran carencia de comida en la mesa.

A pesar de haber crecido entre grandes dificultades, Maria Dolores nunca se ha dejado vencer por el infortunio, siempre ha buscado la luz al final del túnel, a pesar de ver siempre más túnel que luz. Si bien es cierto que le arrancaron sus sueños bruscamente, también lo es que nunca perdió la determinación de luchar.

Maria Dolores no tenía pruebas de que algún día todo fuera a ser diferente, sino todo lo contrario; había fuertes indicios de que la vida continuaría tratándola como a una renegada del rebaño de Dios, a quien a menudo imploraba consuelo. Incluso sin argumentos ni soluciones para que la vida la sonriera, nunca se rindió. En lugar de eso, fundó una familia basada en el valor que para ella era el más valioso de todos: el amor, su gran baza, su principal escudo contra las atrocidades que la vida le iba enviando. En su más reciente lucha, le dijo al cáncer al «oído» que desapareciera, porque aún no había llegado su hora.

Esta es la inspiradora historia de Maria Dolores dos Santos Aveiro, una mujer que conocí hace aproximadamente cuatro años. Desde entonces, fui oyendo algunas historias de su pasado y enseguida me di cuenta de que no se trataba solo de una madre, sino de un padre, de un abuelo y de una abuela, todo en una sola persona.

Es una mujer que recogió las enormes piedras que encontró en su largo camino y construyó a su alrededor un castillo de amor, para que sus hijos comprendieran la verdadera esencia de la vida, la única luz cuando el túnel parece no tener fin. Una mujer como hay pocas en el mundo, a quien este libro le hará, finalmente, su justo homenaje.


P. D.: Una madre con esta fibra solo podía engendrar al mejor jugador de fútbol del mundo...

PAULO SOUSA COSTA

I LA «PRINCESA» MARIA

«Y, de repente, mi padre se quedó solo, con cinco hijos que cuidar, sin recursos y sin mi madre para ayudarlo.»

El año viejo, exhausto, anunciaba su último suspiro. Había llegado la hora de dar paso a su sucesor, que iba a reinar en los próximos 365 días. Era un día frío, pero sin memoria de lluvia o sol; esta certeza la proporcionaba el calendario, que marcaba el postrero día del mes de diciembre. Terminaba el año 1954. Era Portugal, pero no en el territorio continental. Podía tratarse de un día más, de otro año, en un sitio cualquiera, pero quiso la historia que esta fecha constituyese el primer día del resto de la vida atribulada de un bebé de sexo femenino: Maria Dolores dos Santos Viveiro. La tierra escogida para recibir a esta chiquilla fue Caniçal, donde las casas distaban entre sí lo suficiente como para advertir que había pocas; cuando se construían juntas, era únicamente por el deseo de que así fuera, y no por algún motivo relacionado con la falta de espacio. Había tierra en abundancia. En aquellos tiempos, el cemento y el alquitrán no habían conquistado el territorio todavía. No es que hoy ya lo hayan logrado en aquella zona, pero en esa época la naturaleza reinaba aún más.

En esos tiempos, nacer en la isla de Madeira era una circunstancia que podía verse desde dos perspectivas: un enorme privilegio, dada la inigualable belleza natural de la región; o un golpe de mala suerte, pues el aislamiento entrañaba dificultades inevitables.

Pero todo se complicaba aún más cuando el lugar de nacimiento se encontraba aislado, como renegado por la tierra madre, en el extremo este de la isla, con caminos extraños y difíciles de pisar, donde habitaban poco más de novecientas personas, y en donde el agua corriente era una mera ilusión de los que osaban soñar.

En el Caniçal de la década de 1950, la vida era muy dura. Sus gentes, de trato fácil, miraban hacia el mar con una mezcla de emociones: era el vientre que daba a luz a su sustento, pues permitía llevar pescado a las mesas de las familias; pero también era el mar el que engullía a sus hijos en los días de tormenta. Seguía siendo el mar que abrazaba a sus tierras, pero, al mismo tiempo, los apartaba del resto de la vida, del resto de las personas.

Al pisar Caniçal por primera vez, le embarga a uno la nítida sensación de que nacer allí, en aquella época, tenía que haber sido como encontrarse de espaldas al mundo. A un lado, está la inmensidad vacía del Atlántico, y al otro, una tierra que, con los enormes montes y caminos rocosos, simboliza una barrera prácticamente infranqueable, por lo menos, para aquellos que no disponían de otro medio de transporte que los pies, exhaustos y no siempre calzados.

Quien vive allí afirma que ya se ha habituado a la distancia y al aislamiento. Sin embargo, no deja de ser curioso que esta tierra hubiera sido, en el distante siglo XV, el patio trasero de Portugal, en donde se podía hallar a los hijos de Tristão Vaz —el primer capitán donatario de la Capitanía de Machico— persiguiendo y capturando perdices, conejos, jabalíes y pavos reales para sus banquetes. Hasta el rey don Manuel disfrutaba de tan noble festín cada vez que se desplazaba a la tierra donde abundaban los carrizos, que por ese motivo había recibido el nombre de Caniçal, o sea, carrizal.

Casi cuatro siglos después de que se fundara esta población, la familia Viveiro recibió a su primera hija en una casa forrada de paja, como tantas otras en aquella tierra. Un año antes, la cigüeña ya había traído a un niño, a quien pusieron el mismo nombre del padre. El cabeza de familia, José Viveiro, hombre de pocos recursos, pero con mucha vitalidad, veía así llegar a su pequeño reino a una princesa de ojos abiertos de par en par, como los de quien quiere aprenderse el mundo en un solo día. A la madre, Matilde, sin obviar el cansancio del parto, se la veía feliz. Tenía en brazos a su primera hija, que recibiría el mismo nombre de la princesa María, hija del rey don Pedro IV (don Pedro I de Brasil), quien, según cuenta la historia de finales del siglo XIX, llegó a la bonita región de Madeira en busca de un ambiente saludable para su debilitada condición física. Pero, al contrario que a la princesa, que se llamaba María Amelia, a la nueva «princesa» Maria se le añadiría el nombre de Dolores.

En el día del registro del bebé Maria Dolores dos Santos Viveiro, hubo otro niño igualmente registrado a su lado, como si se tratara de su gemelo. Su hermano, José. Con un año ya cumplido, sus padres lo llevaron por primera vez al registro. A fin de evitar la multa por no haber dado a conocer el nacimiento de José en el momento debido, el registro de ambos hermanos se realizó de manera simultánea.

Enseguida llegaron tres retoños más y quedó así completa la filiación: tres niñas y dos niños. Laurentina, Florentina y Jorge fueron los últimos herederos del «trono».

Si ya sin niños el matrimonio Viveiro vivía con dificultades, con cinco hijos que alimentar la situación empeoró. Había poco para comer y casi nada para vestir o calzar. Los tiempos eran difíciles. Las limitaciones de Caniçal se convirtieron en un obstáculo para que el padre, José, pudiera conseguir que la calidad de vida de la familia mejorase. El futuro era negro. Solo un golpe de suerte, un trabajo inesperadamente rentable, podría sacar a esta familia de la pobreza. Una casa sin condiciones e infantes creciendo a la velocidad de quien quiere ser mayor en poco tiempo no auguraban cambios favorables. Por suerte, la inocencia propia de los niños no les permitía percibir que, tal vez, estuviesen condenados a una infancia pródiga en dificultades.

Debido a las limitadas condiciones, el padre de familia, motivado por la frustración de poseer poco o nada que darle a sus hijos, comenzó a desvincularse y a refugiarse numerosas veces a muchos kilómetros de Caniçal: permanecía largos períodos en Funchal, y dejaba solos a la mujer y a los cinco críos.

Transcurrían los días y las dificultades aumentaban. El sustento de aquella casa provenía únicamente de la actividad de la madre, Matilde, que encontraba en el bordado el único medio de alimentar a sus hijos.

José Viveiro no daba señales de querer asumir las riendas de la situación, y los problemas aumentaban al ritmo del crecimiento de los niños. Ya no era únicamente comida y ropa lo que faltaba; el amor y el cariño escaseaban desde hacía mucho tiempo. Un padre desvinculado de la familia, una madre demasiado ocupada al intentar sustentarse y, sobre todo, aquella cantidad de hijos eran los condimentos suficientes para que el calor de un simple abrazo no existiera en la vida de esas criaturas.

Una noticia terrible

Transcurridos unos años, en 1960, la isla de Madeira no había cambiado mucho, así como la vida en Caniçal y, en especial, en el hogar de la familia Viveiro. Ya con cinco años, Maria Dolores dos Santos comenzaba a ser consciente de que no todo estaba bien en el seno familiar. Veía a sus hermanos pasar por las mismas dificultades que ella: los otros niños del vecindario llevaban siempre los pies calzados. La palabra «hambre» adquirió una importancia diaria, ya que la comida era algo raro en la pequeña mesa de la casa.

Con la impotencia de una niña de su edad, Maria Dolores sabía que no podía hacer nada para cambiar el curso de su vida ni el de su familia. A pesar de su edad y de las difíciles circunstancias, la pequeña Dolores ya desempeñaba un papel protector para con sus hermanos, como si quisiera ayudarlos a encontrar un camino diferente del que la vida les señalaba; como si esa fuera su misión, como si tuviese edad para tareas de gran responsabilidad. A menudo, cerraba los ojos y fingía que todo iba bien, que había comida, que su ropa era nueva y que sus pies estaban abrigados con bonitos zapatos de princesa. La «princesa» Maria. En realidad, como cualquier otra chiquilla, Dolores únicamente deseaba jugar con sus hermanos, correr contra el viento con los brazos abiertos y pasar horas jugando con muñecas, aunque pertenecieran a una vecina amiga suya.

Un día como otro cualquiera, con las mismas dificultades y los mismos sueños de siempre, a dos semanas de cumplir los seis años, recibió una noticia que cambió su vida para siempre.

Estaba jugando en la humilde casa de su abuela materna, como hacía siempre que su madre tenía que trabajar, cuando una vecina entró con el ceño fruncido y dijo:

—Su hija, Matilde… ella… se sentía mal y ha ido al hospital de urgencia.

Por la reacción de su abuela, la noticia que acababa de oír solo podía ser grave. Asustada y sin entender por qué su madre estaba enferma, Maria Dolores sintió que su corazón se llenaba de añoranza, un corazón demasiado pequeño para soportar tanta tristeza. Ni siquiera podía ir a ver a su madre, ya que el Hospital dos Marmeleiros, donde estaba ingresada, se encontraba en Funchal, una distancia imposible de recorrer sola.

Dos días de angustia más tarde, llegó la noticia que nadie quería oír. Matilde, de treinta y siete años, había fallecido en la cama del hospital, pues no había resistido el ataque al corazón que había sufrido. Su madre había muerto. Una mujer joven, con una vida que no le había dado tregua, dejaba a cinco hijos huérfanos. Cinco niños que no entendían a dónde se había ido su madre, un sitio al que los adultos llamaban Cielo, ni la razón por la que jamás volverían a verla.

II INTERNADA EN EL HOSPICIO

«Después de la muerte de nuestra madre, en un momento en que necesitábamos tanto afecto, se nos abandonó en un orfanato de Funchal.»

Viudo y con cinco hijos, José Viveiro se encontró con el peor de los escenarios que podría haberse imaginado. No tenía ni el tiempo, ni la disposición ni el dinero para asumir la tarea que se le presentaba. Cuidar de sus hijos nunca había sido su vocación, todo lo contrario, y ahora no tenía otra solución que renunciar a ellos. Tan solo uno se quedaría con su padre, el hijo mayor, José. Los demás, siguiendo el consejo del párroco de Caniçal, se irían a vivir a Funchal, a un hospicio que albergaba a niños huérfanos, donde podrían tener un buen seguimiento y una educación más adecuada.

No era precisamente el escenario que Matilde había ideado para sus hijos: que vivieran lejos de sus padres y que crecieran sin las raíces familiares que toda madre desea conservar. En una acción del destino, en un par de días, todos los sueños de Matilde fueron destruidos, los suyos y los de sus hijos, entre los que destacaba Maria Dolores, la mayor del grupo de chiquillos deportados a un lugar tan lejano, en Funchal, del que tanto habían oído hablar, pero donde nunca habían estado.

El internamiento en el hospicio no era la única mala noticia que deparaba a la pequeña Maria Dolores. Las separaciones no habían terminado. Debido a que contaban con edades distintas, Dolores, de seis años, y su hermana Laurentina, de cuatro, irían a la misma institución; los otros dos, Jorge, de nueve meses, y Florentina, de tres años, serían internados en una institución situada al lado de la primera, que acogía a los infantes más pequeños en régimen de guardería.

De un solo golpe, a Maria Dolores la vida le había quitado a su madre, a su padre y a su hermano mayor, y no sabía cuándo se reencontraría con ellos; y, a pesar de que en apariencia estuvieran cerca, sus otros dos hermanos pasaron a tener un nuevo hogar, lejos de ella. A su lado, únicamente permanecería Laurentina. Era lo único que le quedaba después de haber tenido una familia que llenaba la casa.

Una nueva vida

En una mano, Dolores portaba una pequeña bolsa donde cabía toda su ropa; en la otra, agarraba la mano pequeña y trémula de su hermana. Parada frente a la enorme entrada de su nueva morada, flanqueada por su padre y por el párroco, contemplaba aquella imponente fachada. Nunca había visto nada igual. Ni siquiera cuando se permitía soñar con cosas que solo los sueños pueden mostrar.

Sentía una mezcla de emociones. Era una casa de dimensiones terroríficas, pero, al mismo tiempo, con una grandeza acogedora. Una escalera sin fin lideraba el camino a una puerta doble de madera gruesa y marrón, que estaba abierta aguardando a las nuevas inquilinas. Por encima de la enorme puerta, la casa seguía creciendo y tenía una ventana de tamaño tan desproporcionado que rivalizaba con la ostentación de sus puertas. A ambos lados de la ventana, se veían otras ventanas, y más ventanas aún, casi tantas como en las casas de su parroquia. En la parte superior, donde la pared del edificio parecía terminarse, estaban escritas unas palabras que ella no comprendía. Debía de ser el nombre de la casa en la que viviría con su hermana, quien entendía aún menos lo que estaba ocurriendo allí y se empeñaba en no soltar su mano.

Con el cuello hacia atrás, llena de curiosidad, como queriendo desafiar el equilibrio, se estiró para ver hasta dónde llegaba la casa. Arriba, en la azotea, vio una gran cruz de piedra que parecía apuntar hacia el cielo, el sitio donde vivía ahora su madre. Con pasos temerosos, pero, al mismo tiempo, intrigados, entró en su nuevo mundo sin soltar la mano de la pequeña Laurentina.

El Hospício Princesa D. Maria Amélia acababa de recibir a dos nuevas «princesas». El noble edificio lo mandó construir en 1853 doña Amelia de Beauharnais, esposa del rey don Pedro IV, en memoria de su hija María Amelia, que se trasladó a Funchal para curarse de la tuberculosis que padecía, pero que fallecería a los veintiún años. La casa, otrora pensada para albergar a personas con enfermedades pulmonares, tenía un cariz religioso y servía para hospedar a niños a los que la vida hubiera privado de la presencia de los padres. La «princesa» Maria Dolores fue recibida por las monjas con los brazos abiertos. Ellas le inculcarían los valores de Dios. A ella y a su hermana.

Todo había sido muy rápido. En un abrir y cerrar de ojos, Maria Dolores había cambiado la incomodidad amigable de su hogar en Caniçal por la comodidad severa de una casa que no era suya, con gente que no conocía.

A pesar de su edad inocente, Dolores sabía que la vida nunca volvería a ser lo que había sido. Una nueva vida había comenzado —nuevas reglas, nuevas costumbres—, cuya parte menos desagradable era tener ropa nueva, ¡incluso con derecho a zapatos! Además, tendría comida en la mesa a sus horas.

La adaptación no fue fácil, principalmente por lo mucho que añoraba a su madre, por quien había empezado a rezar, dadas las enseñanzas religiosas que había recibido en su nuevo hogar. La palabra «Dios» era compañía obligatoria en el día a día. «Iglesia», «misa», «hermanas» y «padres» entraron en su vocabulario, así como las reglas de un sistema de enseñanza y de educación muy exigente; los errores eran perdonados por Dios, pero no por sus representantes en la Tierra, pues los castigos eran parte de la vida cotidiana.

Las hermanas eran implacables: a quien se portaba mal, le esperaban castigos severos para que no volviera a repetir la hazaña. Precisamente porque «solo se puede enderezar el árbol cuando es pequeño», Maria Dolores y su hermana estaban en la edad perfecta para enmendar sus modales y aprender a vivir de acuerdo con las exigencias morales de la religión católica. El régimen era otro. «Disciplina» y «organización» pasaron a ser sus consignas. A menudo, en una esquina, con los ojos muy abiertos y vivos, Dolores trataba de comprender la actividad organizativa que la rodeaba.

Como tantos otros niños de su edad y fruto de los traumas acumulados, Maria Dolores se hacía pis en la cama con cierta frecuencia. A veces, por puro descuido; otras, como una forma clara e inconsciente de llamar la atención por su sufrimiento. Implacables, para que no volviera a repetirse tal episodio, las hermanas aplicaban el castigo típico de la época: falda arriba, trasero desnudo y unos fuertes azotes con ortigas recién recolectadas especialmente para ese propósito. Con algunos niños del orfanato, era remedio santo, pero, en el caso de Dolores, únicamente aumentaba su dolor en el alma; es más, el episodio se repetía una y otra vez.

Era una práctica común de la época. En los espacios religiosos, los castigos por mal comportamiento eran la lógica educativa, que llegaban, en algunos casos, a castigos corporales. Maria Dolores no fue una excepción y, a medida que pasaba el tiempo, se iba volviendo más revoltosa y pagaba por un comportamiento cada vez menos propio de su edad.

Una simple excursión a misa en compañía de los demás niños podía ser motivo de otro castigo. Para quien se quedara dormido durante la larga homilía, el sacerdote tenía como recompensa, cuando regresaba al hospicio, una bolsa de papel que se colocaba en la cabeza del culpable, con una apertura en el área de los ojos. Así permanecían hasta que órdenes superiores les permitían retirar dicha máscara, ante la risa de los compañeros. Maria Dolores llevó varias veces la satírica bolsa en la cabeza. Las noches de insomnio muchas veces las compensaba con un repentino cierre de ojos durante la misa, que casi nunca pasaba desapercibido a la atenta mirada de la madre superiora.

Maria Dolores se transformaba en una niña cada vez más triste e inquieta. Lloraba por la ausencia de su madre y la distancia de sus hermanos y de su padre, a pesar de que este nunca le había regalado ni una caricia cuando compartían el mismo techo. Maria Dolores no tenía ninguna relación familiar con las hermanas del hospicio, pero, al igual que los otros niños, encontraba en ellas algo de afecto. Lo peor era cuando tenía que permanecer con los brazos abiertos durante mucho tiempo, sentada en una silla en mitad del salón, frente a quien se encontrase allí. Todo por culpa de algo que supuestamente no debía haber hecho y por lo que debía ser corregida enseguida, según la opinión de las hermanas.

Las horas, los días y las semanas transcurrían, y llevaban más sufrimiento a una chiquilla que crecía atrapada en una vida que no había elegido. Los errores de Dolores eran más que los propios de su edad, pero eran un grito de alguien que quería decir que existía, una niña que casi nunca recibía la visita de su padre, que nunca se había vuelto a reunir con sus hermanos y que sentía una responsabilidad inocente de proteger a su hermana, la única presencia visible de su pasado, que también crecía con las mismas dudas, los mismos miedos y las mismas frustraciones.

Preguntas y más preguntas golpeaban a la pequeña Dolores:

—¿Qué es el Cielo? ¿Dónde está mi madre? ¿Por qué no puedo vivir con mis hermanos y con mi padre, si ellos no están en el Cielo? ¿Por qué tengo que vivir aquí, sola, con mi hermana? ¿Cuándo volveré a mi casa?