portada

Acerca de la autora


Rosario Castellanos (México, D. F., 1925-Tel Aviv, Israel, 1974). Novelista, poeta, ensayista y diplomática. Ejerció el magisterio en la UNAM y en las universidades de Wisconsin y Bloomington, y en la Hebrea de Jerusalén. Colaboró en suplementos culturales de los principales diarios y revistas especializadas en México y en el extranjero. Recibió los premios Chiapas, Xavier Villaurrutia, Sor Juana Inés de la Cruz y Carlos Trouyet. El FCE ha publicado también de su autoría Poesía no eres tú: obra poética 1948-1971 (1972), Mujer que sabe latín (1984) y Meditación en el umbral: antología poética (1985), entre otros títulos.

Balún Canán


Rosario Castellanos


Fondo de Cultura Económica

Primera edición (Letras Mexicanas), 1957

Segunda edición, 1961

Tercera edición (Lecturas Mexicanas), 1983

Edición (Conmemorativa 70 Aniversario) 2004

Quinta edición (Colección Popular), 2007

Segunda reimpresión, 2009

Primera edición electrónica, 2010

D. R. © 1957, Fondo de Cultura Económica

Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

Empresa certificada ISO 9001:2008

URL del Fondo de Cultura Económica

Comentarios:
editorial@fondodeculturaeconomica.com

Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-0490-3

Hecho en México - Made in Mexico

A Emilio Carballido

A mis amigos de Chiapas

Musitaremos el origen. Musitaremos solamente la historia, el relato.

Nosotros no hacemos más que regresar; hemos cumplido nuestra tarea; nuestros días están acabados. Pensad en nosotros, no nos borréis de vuestra memoria, no nos olvidéis.

El libro del consejo

Primera Parte

I

—…Y entonces, coléricos, nos desposeyeron, nos arrebataron lo que habíamos atesorado: la palabra, que es el arca de la memoria. Desde aquellos días arden y se consumen con el leño en la hoguera. Sube el humo en el viento y se deshace. Queda la ceniza sin rostro. Para que puedas venir tú y el que es menor que tú y les baste un soplo, solamente un soplo…

—No me cuentes ese cuento, nana.

—¿Acaso hablaba contigo? ¿Acaso se habla con los granos de anís?

No soy un grano de anís. Soy una niña y tengo siete años. Los cinco dedos de la mano derecha y dos de la izquierda. Y cuando me yergo puedo mirar de frente las rodillas de mi padre. Más arriba no. Me imagino que sigue creciendo como un gran árbol y que en su rama más alta está agazapado un tigre diminuto. Mi madre es diferente. Sobre su pelo —tan negro, tan espeso, tan crespo— pasan los pájaros y les gusta y se quedan. Me lo imagino nada más. Nunca lo he visto. Miro lo que está a mi nivel. Ciertos arbustos con las hojas carcomidas por los insectos; los pupitres manchados de tinta; mi hermano. Y a mi hermano lo miro de arriba abajo. Porque nació después de mí y, cuando nació, yo ya sabía muchas cosas que ahora le explico minuciosamente. Por ejemplo ésta:

Colón descubrió la América.

Mario se queda viéndome como si el mérito no me correspondiera y alza los hombros con gesto de indiferencia. La rabia me sofoca. Una vez más cae sobre mí todo el peso de la injusticia.

—No te muevas tanto, niña. No puedo terminar de peinarte.

¿Sabe mi nana que la odio cuando me peina? No lo sabe. No sabe nada. Es india, está descalza y no usa ninguna ropa debajo de la tela azul del tzec. No le da vergüenza. Dice que la tierra no tiene ojos.

—Ya estás lista. Ahora el desayuno.

Pero si comer es horrible. Ante mí el plato mirándome fijamente sin parpadear. Luego la gran extensión de la mesa. Y después… no sé. Me da miedo que del otro lado haya un espejo.

—Acaba de beber la leche.

Todas las tardes, a las cinco, pasa haciendo sonar su esquila de estaño una vaca suiza. (Le he explicado a Mario que suiza quiere decir gorda.) El dueño la lleva atada a un cordelito, y en las esquinas se detiene y la ordeña. Las criadas salen de las casas y compran un vaso. Y los niños malcriados, como yo, hacemos muecas y la tiramos sobre el mantel.

—Te va a castigar Dios por el desperdicio —afirma la nana.

—Quiero tomar café. Como tú. Como todos.

—Te vas a volver india.

Su amenaza me sobrecoge. Desde mañana la leche no se derramará.

II

Mi nana me lleva de la mano por la calle. Las aceras son de lajas, pulidas, resbaladizas. Y lo demás de piedra. Piedras pequeñas que se agrupan como los pétalos en la flor. Entre sus junturas crece hierba menuda que los indios arrancan con la punta de sus machetes. Hay carretas arrastradas por bueyes soñolientos; hay potros que sacan chispas con los cascos. Y caballos viejos a los que amarran de los postes con una soga. Se están ahí el día entero, cabizbajos, moviendo tristemente las orejas. Acabamos de pasar cerca de uno. Yo iba conteniendo la respiración y arrimándome a la pared temiendo que en cualquier momento el caballo desenfundara los dientes —amarillos, grandes y numerosos— y me mordiera el brazo. Y tengo vergüenza porque mis brazos son muy flacos y el caballo se iba a reír de mí.

Los balcones están siempre asomados a la calle, mirándola subir y bajar y dar vuelta en las esquinas. Mirando pasar a los señores con bastón de caoba; a los rancheros que arrastran las espuelas al caminar; a los indios que corren bajo el peso de su carga. Y a todas horas el trotecillo diligente de los burros que acarrean el agua en barriles de madera. Debe de ser tan bonito estar siempre, como los balcones, desocupado y distraído, sólo mirando. Cuando yo sea grande…

Ahora empezamos a bajar la cuesta del mercado. Adentro suena el hacha de los carniceros y las moscas zumban torpes y saciadas. Tropezamos con las indias que tejen pichulej, sentadas en el suelo. Conversan entre ellas, en su curioso idioma, acezante como ciervo perseguido. Y de pronto echan a volar sollozos altos y sin lágrimas que todavía me espantan, a pesar de que los he escuchado tantas veces.

Vamos esquivando los charcos. Anoche llovió el primer aguacero, el que hace brotar esa hormiga con alas que dicen tzisim. Pasamos frente a las tiendas que huelen a telas recién teñidas. Detrás del mostrador el dependiente las mide con una vara. Se oyen los granos de arroz deslizándose contra el metal de la balanza. Alguien tritura un puñado de cacao. Y en los zaguanes abiertos entra una muchacha que lleva un cesto sobre la cabeza y grita, temerosa de que salgan los perros, temerosa de que salgan los dueños:

—¿Mercan tanales?

La nana me hace caminar de prisa. Ahora no hay en la calle más que un hombre con los zapatos amarillos, rechinantes, recién estrenados. Se abre un portón, de par en par, y aparece frente a la forja encendida el herrero, oscuro a causa de su trabajo. Golpea, con el pecho descubierto y sudoroso. Apartando apenas los visillos de la ventana, una soltera nos mira furtivamente. Tiene la boca apretada como si se la hubiera cerrado un secreto. Está triste, sintiendo que sus cabellos se vuelven blancos.

—Salúdala, niña. Es amiga de tu mamá.

Pero ya estamos lejos. Los últimos pasos los doy casi corriendo. No voy a llegar tarde a la escuela.

III

Las paredes del salón de clase están encaladas. La humedad forma en ellas figuras misteriosas que yo descifro cuando me castigan sentándome en un rincón. Cuando no, me siento frente a la señorita Silvina en un pupitre cuadrado y bajo. La escucho hablar. Su voz es como la de las maquinitas que sacan punta a los lápices: molesta pero útil. Habla sin hacer distingos, desplegando ante nosotras el catálogo de sus conocimientos. Permite que cada una escoja los que mejor le convengan. Yo escogí, desde el principio, la palabra meteoro. Y desde entonces la tengo sobre la frente, pesando, triste de haber caído del cielo.

Nadie ha logrado descubrir qué grado cursa cada una de nosotras. Todas estamos revueltas aunque somos tan distintas. Hay niñas gordas que se sientan en el último banco para comer sus cacahuates a escondidas. Hay niñas que pasan al pizarrón y multiplican un número por otro. Hay niñas que sólo levantan la mano para pedir permiso de ir al “común”.

Estas situaciones se prolongan durante años. Y de pronto, sin que ningún acontecimiento lo anuncie, se produce el milagro. Una de las niñas es llamada aparte y se le dice:

—Trae un pliego de papel cartoncillo porque vas a dibujar el mapamundi.

La niña regresa a su pupitre revestida de importancia, grave y responsable. Luego se afana con unos continentes más grandes que otros y mares que no tienen ni una ola. Después sus padres vienen por ella y se la llevan para siempre.

(Hay también niñas que no alcanzan jamás este término maravilloso y vagan borrosamente como las almas en el limbo.)

A mediodía llegan las criadas sonando el almidón de sus fustanes, olorosas a brillantina, trayendo las jícaras de posol. Todas bebemos, sentadas en fila en una banca del corredor, mientras las criadas hurgan entre los ladrillos, con el dedo gordo del pie.

La hora del recreo la pasamos en el patio. Cantamos rondas:

Naranja dulce,
limón partido…

O nos disputan el ángel de la bola de oro y el diablo de las siete cuerdas o “vamos a la huerta del toro, toronjil”.

La maestra nos vigila con mirada benévola, sentada bajo los árboles de bambú. El viento arranca de ellos un rumor incesante y hace llover hojitas amarillas y verdes. Y la maestra está allí, dentro de su vestido negro, tan pequeña y tan sola como un santo dentro de su nicho.

Hoy vino a buscarla una señora. La maestra se sacudió de la falda las hojitas del bambú y ambas charlaron largamente en el corredor. Pero a medida que la conversación avanzaba, la maestra parecía más y más inquieta. Luego la señora se despidió.

De una campanada suspendieron el recreo. Cuando estuvimos reunidas en el salón de clase, la maestra dijo:

—Queridas niñas: ustedes son demasiado inocentes para darse cuenta de los peligrosos tiempos que nos ha tocado vivir. Es necesario que seamos prudentes para no dar a nuestros enemigos ocasión de hacernos daño. Esta escuela es nuestro único patrimonio y su buena fama es el orgullo del pueblo. Ahora algunos están intrigando para arrebatárnosla y tenemos que defenderla con las únicas armas de que disponemos: el orden, la compostura y, sobre todo, el secreto. Que lo que aquí sucede no pase de aquí. No salgamos, bulbuluqueando, a la calle. Que si hacemos, que si tornamos.

Nos gusta oírla decir tantas palabras juntas, de corrido y sin tropiezo, como si leyera una recitación en un libro. Confusamente, de una manera que no alcanzamos a comprender bien, la señorita Silvina nos está solicitando un juramento. Y todas nos ponemos de pie para otorgárselo.

IV

Es una fiesta cada vez que vienen a casa los indios de Chactajal. Traen costales de maíz y de frijol; atados de cecina y marquetas de panela. Ahora se abrirán las trojes y sus ratas volverán a correr, gordas y relucientes.

Mi padre recibe a los indios, recostado en la hamaca del corredor. Ellos se aproximan, uno por uno, y le ofrecen la frente para que la toque con los tres dedos mayores de la mano derecha. Después vuelven a la distancia que se les ha marcado. Mi padre conversa con ellos de los asuntos de la finca. Sabe su lengua y sus modos. Ellos contestan con monosílabos respetuosos y ríen brevemente cuando es necesario.

Yo me voy a la cocina, donde la nana está calentando café.

—Trajeron malas noticias, como las mariposas negras.

Estoy husmeando en los trasteros. Me gusta el color de la manteca y tocar la mejilla de las frutas y desvestir las cebollas.

—Son cosas de los brujos, niña. Se lo comen todo. Las cosechas, la paz de las familias, la salud de las gentes.

He encontrado un cesto de huevos. Los pecosos son de guajolote.

—Mira lo que me están haciendo a mí.

Y alzándose el tzec, la nana me muestra una llaga rosada, tierna, que le desfigura la rodilla.

Yo la miro con los ojos grandes de sorpresa.

—No digas nada, niña. Me vine de Chactajal para que no me siguieran. Pero su maleficio alcanza lejos.

—¿Por qué te hacen daño?

—Porque he sido crianza de tu casa. Porque quiero a tus padres y a Mario y a ti.

—¿Es malo querernos?

—Es malo querer a los que mandan, a los que poseen. Así dice la ley.

La caldera está quieta sobre las brasas. Adentro, el café ha empezado a hervir.

—Diles que vengan ya. Su bebida está lista.

Yo salgo, triste por lo que acabo de saber. Mi padre despide a los indios con un ademán y se queda recostado en la hamaca, leyendo. Ahora lo miro por primera vez. Es el que manda, el que posee. Y no puedo soportar su rostro y corro a refugiarme en la cocina. Los indios están sentados junto al fogón y sostienen delicadamente los pocillos humeantes. La nana les sirve con una cortesía medida, como si fueran reyes. Y tienen en los pies —calzados de caites— costras de lodo; y sus calzones de manta están remendados y sucios y han traído sus morrales vacíos.

Cuando termina de servirles la nana también se sienta. Con solemnidad alarga ambas manos hacia el fuego y las mantiene allí unos instantes. Hablan y es como si cerraran un círculo a su alrededor. Yo lo rompo, angustiada.

—Nana, tengo frío.

Ella, como siempre desde que nací, me arrima a su regazo. Es caliente y amoroso. Pero tendrá una llaga. Una llaga que nosotros le habremos enconado.

V

Hoy recorrieron Comitán con música y programas. Una marimba pequeña y destartalada, sonando como un esqueleto, y tras la que iba un enjambre de muchachitos descalzos, de indios atónitos y de criadas que escondían la canasta de compras bajo el rebozo. En cada esquina se paraban y un hombre subido sobre un cajón y haciendo magnavoz con las manos decía:

—Hoy, grandiosa función de circo. El mundialmente famoso contorsionista, don Pepe. La soga irlandesa, dificilísima suerte ejecutada por las hermanas Cordero. Perros amaestrados, payasos, serpentinas, todo a precios populares, para solaz del culto público comiteco.

¡Un circo! Nunca en mi vida he visto uno. Ha de ser como esos libros de estampas iluminadas que mi hermano y yo hojeamos antes de dormir. Ha de traer personas de los países más remotos para que los niños vean cómo son. Tal vez hasta traigan un tren para que lo conozcamos.

—Mamá, quiero ir al circo.

—Pero cuál circo. Son unos pobres muertos de hambre que no saben cómo regresar a su pueblo y se ponen a hacer maromas.

—El circo, quiero ir al circo.

—Para qué. Para ver a unas criaturas, que seguramente tienen lombrices, perdiéndoles el respeto a sus padres porque los ven salir pintarrajeados, a ponerse en ridículo.

Mario también tiene ganas de ir. Él no discute. Únicamente chilla hasta que le dan lo que pide.

A las siete de la noche estamos sentados en primera fila, Mario y yo, cogidos de la mano de la nana, con abrigo y bufanda, esperando que comience la función. Es en el patio grande de la única posada que hay en Comitán. Allí paran los arrieros con sus recuas, por eso huele siempre a estiércol fresco; los empleados federales que no tienen aquí a su familia; las muchachas que se escaparon de sus casas y se fueron “a rodar tierras”. En este patio colocaron unas cuantas bancas de madera y un barandal para indicar el espacio reservado a la pista. No hay más espectadores que nosotros. Mi nana se puso su tzec nuevo, el bordado con listones de muchos colores; su camisa de vuelo y su perraje de Guatemala. Mario y yo tiritamos de frío y emoción. Pero no vemos ningún preparativo. Van y vienen las gentes de costumbre: el mozo que lleva el forraje para las bestias; la jovencita que sale a planchar unos pantalones, arrebozada, para que todos sepan que tiene vergüenza de estar aquí. Pero ninguna contorsión, ningún extranjero que sirva de muestra de lo que es su patria, ningún tren.

Lentamente transcurren los minutos. Mi corazón se acelera tratando de dar buen ejemplo al reloj. Nada.

—Vámonos ya, niños. Es muy tarde.

—No todavía, nana. Espera un rato. Sólo un rato más.

En la puerta de calle el hombre que despacha los boletos está dormitando. ¿Por qué no viene nadie, Dios mío? Los estamos esperando a todos. A las muchachas que se ponen pedacitos de plomo en el ruedo de la falda para que no se las levante el viento; a sus novios, que usan cachucha y se paran a chiflar en las esquinas; a las señoras gordas con fichú de lana y muchos hijos; a los señores con leontina de oro sobre el chaleco. Nadie viene. Estarán tomando chocolate en sus casas, muy quitados de la pena, mientras aquí no podemos empezar por su culpa.

El hombre de los boletos se despereza y viene hacia nosotros.

—Como no hay gente vamos a devolver las entradas.

—Gracias, señor —dice la nana recibiendo el dinero.

¿Cómo que gracias? ¿Y la soga irlandesa? ¿Y las serpentinas? ¿Y los perros amaestrados? Nosotros no vinimos aquí a que un señor soñoliento nos guardara, provisionalmente, unas monedas.

—No hay gente. No hay función.

Suena como cuando castigan injustamente. Como cuando hacen beber limonada purgante. Como cuando se despierta a medianoche y no hay ninguno en el cuarto.

—¿Por qué no vino nadie?

—No es tiempo de diversiones, niña. Siente: en el aire se huele la tempestad.

VI

—Dicen que hay en el monte un animal llamado dzulúm. Todas las noches sale a recorrer sus dominios. Llega donde está la leona con sus cachorros y ella le entrega los despojos del becerro que acaba de destrozar. El dzulúm se los apropia pero no los come, pues no se mueve por hambre sino por voluntad de mando. Los tigres corren haciendo crujir la hojarasca cuando olfatean su presencia. Los rebaños amanecen diezmados y los monos, que no tienen vergüenza, aúllan de miedo entre la copa de los árboles.

—¿Y cómo es el dzulúm?

—Nadie lo ha visto y ha vivido después. Pero yo tengo para mí que es muy hermoso, porque hasta las personas de razón le pagan tributo.

Estamos en la cocina. El rescoldo late apenas bajo el copo de ceniza. La llama de la vela nos dice por dónde anda volando el viento. Las criadas se sobresaltan cuando retumba, lejos, un trueno. La nana continúa hablando.

—Una vez, hace ya mucho tiempo, estábamos todos en Chactajal. Tus abuelos recogieron a una huérfana a la que daban trato de hija. Se llamaba Angélica. Era como una vara de azucena. Y tan dócil y sumisa con sus mayores. Y tan apacible y considerada para nosotros, los que la servíamos. Le abundaban los enamorados. Pero ella como que los miraba menos o como que estaba esperando a otro. Así se iban los días. Hasta que una mañana amaneció la novedad de que el dzulúm andaba rondando en los términos de la hacienda. Las señales eran los estragos que dejaba dondequiera. Y un terror que había secado las ubres de todos los animales que estaban criando. Angélica lo supo. Y cuando lo supo tembló como las yeguas de buena raza cuando ven pasar una sombra enfrente de ellas. Desde entonces ya no tuvo sosiego. La labor se le caía de las manos. Perdió su alegría y andaba como buscándola por los rincones. Se levantaba a deshora, a beber agua serenada porque ardía de sed. Tu abuelo pensó que estaba enferma y trajo al mejor curandero de la comarca. El curandero llegó y pidió hablar a solas con ella. Quién sabe qué cosas se dirían. Pero el hombre salió espantado y esa misma noche regresó a su casa, sin despedirse de ninguno. Angélica se iba consumiendo como el pabilo de las velas. En las tardes salía a caminar al campo y regresaba, ya oscuro, con el ruedo del vestido desgarrado por las zarzas. Y cuando le preguntábamos dónde fue, sólo decía que no encontraba el rumbo y nos miraba como pidiendo ayuda. Y todas nos juntábamos a su alrededor sin atinar en lo que había que decirle. Hasta que una vez no volvió.

La nana coge las tenazas y atiza el fogón. Afuera, el aguacero está golpeando las tejas desde hace rato.

—Los indios salieron a buscarla con hachones de ocote. Gritaban y a machetazos abrían su vereda. Iban siguiendo un rastro. Y de repente el rastro se borró. Buscaron días y días. Llevaron a los perros perdigueros. Y nunca hallaron ni un jirón de la ropa de Angélica, ni un resto de su cuerpo.

—¿Se la había llevado el dzulúm?

—Ella lo miró y se fue tras él como hechizada. Y un paso llamó al otro paso y así hasta donde se acaban los caminos. Él iba adelante, bello y poderoso, con su nombre que significa ansia de morir.

VII

Esta tarde salimos de paseo. Desde temprano las criadas se lavaron los pies restregándolos contra una piedra. Luego sacaron del cofre sus espejos con marcos de celuloide y sus peines de madera. Se untaron el pelo con pomadas olorosas; se trenzaron con listones rojos y se dispusieron a ir.

Mis padres alquilaron un automóvil que está esperándonos a la puerta. Nos instalamos todos, menos la nana que no quiso acompañarnos porque tiene miedo. Dice que el automóvil es invención del demonio. Y se escondió en el traspatio para no verlo.

Quién sabe si la nana tenga razón. El automóvil es un monstruo que bufa y echa humo. Y en cuanto nos traga se pone a reparar ferozmente sobre el empedrado. Un olfato especial lo guía contra los postes y las bardas para embestirlos. Pero ellos lo esquivan graciosamente y podemos llegar, sin demasiadas contusiones, hasta el llano de Nicalococ.

Es la temporada en que las familias traen a los niños para que vuelen sus papalotes. Hay muchos en el cielo. Allí está el de Mario. Es de papel de china azul, verde y rojo. Tiene una larguísima cauda. Allí está, arriba, sonando como a punto de rasgarse, más gallardo y aventurero que ninguno. Con mucho cordel para que suba y se balancee y ningún otro lo alcance.

Los mayores cruzan apuestas. Los niños corren, arrastrados por sus papalotes que buscan la corriente más propicia. Mario tropieza y cae, sangran sus rodillas ásperas. Pero no suelta el cordel y se levanta sin fijarse en lo que le ha sucedido y sigue corriendo. Nosotras miramos, apartadas de los varones, desde nuestro lugar.

¡Qué alrededor tan inmenso! Una llanura sin rebaños donde el único animal que trisca es el viento. Y cómo se encabrita a veces y derriba los pájaros que han venido a posarse tímidamente en su grupa. Y cómo relincha. ¡Con qué libertad! ¡Con qué brío!

Ahora me doy cuenta de que la voz que he estado escuchando desde que nací es ésta. Y ésta la compañía de todas mis horas. Lo había visto ya, en invierno, venir armado de largos y agudos cuchillos y traspasar nuestra carne acongojada de frío. Lo he sentido en verano, perezoso, amarillo de polen, acercarse con un gusto de miel silvestre entre los labios. Y anochece dando alaridos de furia. Y se remansa al mediodía, cuando el reloj del Cabildo da las doce. Y toca las puertas y derriba los floreros y revuelve los papeles del escritorio y hace travesuras con los vestidos de las muchachas. Pero nunca, hasta hoy, había yo venido a la casa de su albedrío. Y me quedo aquí, con los ojos bajos porque (la nana me lo ha dicho) es así como el respeto mira a lo que es grande.

—Pero qué tonta eres. Te distraes en el momento en que gana el papalote de tu hermano.

Él está orgulloso de su triunfo y viene a abrazar a mis padres con las mejillas encendidas y la respiración entrecortada.

Empieza a oscurecer. Es hora de regresar a Comitán. Apenas llegamos a la casa busco a mi nana para comunicarle la noticia.

—¿Sabes? Hoy he conocido al viento.

Ella no interrumpe su labor. Continúa desgranando el maíz, pensativa y sin sonrisa. Pero yo sé que está contenta.

—Eso es bueno, niña. Porque el viento es uno de los nueve guardianes de tu pueblo.

VIII

Mario y yo jugamos en el jardín. La puerta de calle, como siempre, está de par en par. Vemos al tío David detenerse en el quicio. Se tambalea un poco. Su chaqueta de dril tiene lamparones de grasa y basuras —también revueltas entre su pelo ya canoso— como si hubiera dormido en un pajar. Los cordones de sus zapatos están desanudados. Lleva entre las manos una guitarra.

—Tío David, qué bueno que llegaste.

(Nuestros padres nos recomendaron que le llamemos tío aunque no sea pariente nuestro. Para que así se sienta menos solo.)

—No vine a visitar a la gente menuda. ¿Dónde están las personas de respeto?

—Salieron. Nos dejaron íngrimos.

—¿Y no tienes miedo de que entren los ladrones? Ya no estamos en las épocas en que se amarraba a los perros con longaniza. Ahora la situación ha cambiado. Y para las costumbres nuevas ya vinieron las canciones nuevas.

Hemos ido avanzando hasta la hamaca. Con dificultad tío David logra montarse en ella. Queda entonces de nuestra misma estatura y podemos mirarlo de cerca. ¡Cuántas arrugas en su rostro! Con la punta del dedo estoy tratando de contarlas. Una, dos, cinco… y de pronto la mejilla se hunde en un hueco. Es que no tiene dientes. De su boca vacía sale un olor a fruta demasiado madura que marea y repugna. Mario toma a tío David por las piernas y quiere mecerlo.

—Quietos, niños. Voy a cantar.

Tiempla la guitarra, carraspea con fuerza y suelta su voz cascada, insegura:

Ya se acabó el baldillito
de los rancheros de acá…

—¿Qué es el baldillito, tío David?

—Es la palabra chiquita para decir baldío. El trabajo que los indios tienen la obligación de hacer y que los patrones no tienen la obligación de pagar.

—¡Ah!

—Pues ahora se acabó. Si los patrones quieren que les siembren la milpa, que les pastoreen el ganado, su dinero les costará. ¿Y saben qué cosa va a suceder? Que se van a arruinar. Que ahora vamos a ser todos igual de pobres.

—¿Todos?

—Sí.

—¿También nosotros?

—También.

—¿Y qué vamos a hacer?

—Lo que hacen los pobres. Pedir limosna; ir a la casa ajena a la hora de comer, por si acaso admiten un convidado.

—No me gusta eso —dice Mario—. Yo quiero ser lo que tú eres, tío David. Cazador.

—Yo no. Yo quiero ser la dueña de la casa ajena y convidar a los que lleguen a la hora de comer.

—Ven aquí, Mario. Si vas a ser cazador es bueno que sepas lo que voy a decirte. El quetzal es un pájaro que no vive dondequiera. Sólo por el rumbo de Tziscao. Hace su nido en los troncos huecos de los árboles para no maltratar las plumas largas de la cola. Pues cuando las ve sucias o quebradas muere de tristeza. Y se está siempre en lo alto. Para hacerlo bajar silbas así, imitando el reclamo de la hembra. El quetzal mueve la cabeza buscando la dirección de donde partió el silbido. Y luego vuela hacia allá. Es entonces cuando tienes que apuntar bien, al pecho del pájaro. Dispara. Cuando el quetzal se desplome, cógelo, arráncale las entrañas y rellénalo con una preparación especial que yo voy a darte, para disecarlo. Quedan como si estuvieran todavía vivos. Y se venden bien.

—¿Ya ves? —me desafía Mario—. No es difícil.

—Tiene sus riesgos —añade tío David—. Porque en Tziscao están los lagos de diferentes colores. Y ahí es donde viven los nueve guardianes.

—¿Quiénes son los nueve guardianes?

—Niña, no seas curiosa. Los mayores lo saben y por eso dan a esta región el nombre de Balún-Canán. La llaman así cuando conversan entre ellos. Pero nosotros, la gente menuda, más vale que nos callemos. Y tú, Mario, cuando vayas de cacería, no hagas lo que yo. Pregunta, indágate. Porque hay árboles, hay orquídeas, hay pájaros que deben respetarse. Los indios los tienen señalados para aplacar la boca de los guardianes. No los toques porque te traería desgracia. A mí nadie me avisó cuando me interné por primera vez en las montañas de Tziscao.

Las mejillas de tío David, hinchadas, fofas, tiemblan, se contraen. Yo rasgo el silencio con un acorde brusco de la guitarra.

—Canta otra vez.

La voz de tío David, más insegura, más desentonada, repite la canción nueva:

Ya se acabó el baldillito
de los rancheros de acá…

IX

Mi madre se levanta todos los días muy temprano. Desde mi cama yo la escucho beber precipitadamente una taza de café. Luego sale a la calle. Sus pasos van rápidos sobre la acera. Yo la sigo con mi pensamiento. Sube las gradas de los portales; pasa frente al cuartel; coge el rumbo de San Sebastián. Pero luego su figura se me pierde y yo no sé por dónde va. Le he pedido muchas veces que me lleve con ella. Pero siempre me rechaza diciendo que soy demasiado pequeña para entender las cosas y que me hace daño madrugar. Entonces, como de costumbre cuando quiero saber algo, voy a preguntárselo a la nana. Está en el corredor, remendando la ropa, sentada en un butaque de cuero de venado. En el suelo el tol con los hilos de colores.

—¿Dónde fue mi mamá?

Es mediodía. En la cocina alguien está picando verduras sobre una tabla. Mi nana escoge los hilos para su labor y tarda en contestar.

—Fue a visitar a la tullida.

—¿Quién es la tullida?

—Es una mujer muy pobre.

—Yo ya sé cómo son los pobres —declaro entonces con petulancia.

—Los has visto muchas veces tocar la puerta de calle con su bastón de ciego: guardar dentro de una red vieja la tortilla que sobró del desayuno; persignarse y besar la moneda que reciben. Pero hay otros que tú no has visto. La tullida vive en una casa de tejamanil, en las orillas del pueblo.

—¿Y por qué va a visitarla mi mamá?

—Para darle una alegría. Se hizo cargo de ella como de su hermana menor.

Todavía no es suficiente lo que ha dicho, todavía no alcanzo a comprenderlo. Pero ya aprendí a no impacientarme y me acurruco junto a la nana y aguardo. A su tiempo son pronunciadas las palabras.

—Al principio —dice—, antes que vinieran Santo Domingo de Guzmán y San Caralampio y la Virgen del Perpetuo Socorro, eran cuatro únicamente los señores del cielo. Cada uno estaba sentado en su silla, descansando. Porque ya habían hecho la tierra, tal como ahora la contemplamos, colmándole el regazo de dones. Ya habían hecho el mar frente al que tiembla el que lo mira. Ya habían hecho el viento para que fuera como el guardián de cada cosa, pero aún les faltaba hacer al hombre. Entonces uno de los cuatro señores, el que se viste de amarillo, dijo:

—Vamos a hacer al hombre para que nos conozca y su corazón arda de gratitud como un grano de incienso.

Los otros tres aprobaron con un signo de su cabeza y fueron a buscar los moldes del trabajo.

—¿De qué haremos al hombre? —preguntaban.

Y el que se vestía de amarillo cogió una pella de barro y con sus dedos fue sacando la cara y los brazos y las piernas. Los otros tres lo miraban presentándole su asentimiento. Pero cuando aquel hombrecito de barro estuvo terminado y pasó por la prueba del agua, se desbarató.

—Hagamos un hombre de madera, dijo el que se vestía de rojo. Los demás estuvieron de acuerdo. Entonces el que se vestía de rojo desgajó una rama y con la punta de su cuchillo fue marcando las facciones. Cuando aquel hombrecito de madera estuvo hecho fue sometido a la prueba del agua y flotó y sus miembros no se desprendieron y sus facciones no se borraron. Los cuatro señores estaban contentos. Pero cuando pasaron al hombrecito de madera por la prueba del fuego empezó a crujir y a desfigurarse.

Los cuatro señores se estuvieron una noche entera cavilando. Hasta que uno, el que se vestía de negro, dijo:

—Mi consejo es que hagamos un hombre de oro.

Y sacó el oro que guardaba en un nudo de su pañuelo y entre los cuatro lo moldearon. Uno le estiró la nariz, otro le pegó los dientes, otro le marcó el caracol de las orejas. Cuando el hombre de oro estuvo terminado lo hicieron pasar por la prueba del agua y por la del fuego y el hombre de oro salió más hermoso y más resplandeciente. Entonces los cuatro señores se miraron entre sí con complacencia. Y colocaron al hombre de oro en el suelo y se quedaron esperando que los conociera y que los alabara. Pero el hombre de oro permanecía sin moverse, sin parpadear, mudo. Y su corazón era como el hueso del zapote, reseco y duro. Entonces tres de los cuatro señores le preguntaron al que todavía no había dado su opinión:

—¿De qué haremos al hombre?

Y éste, que no se vestía ni de amarillo ni de rojo ni de negro, que tenía un vestido de ningún color, dijo:

—Hagamos al hombre de carne.

Y con su machete se cortó los dedos de la mano izquierda Y los dedos volaron en el aire y vinieron a caer en medio de las cosas sin haber pasado por la prueba del agua ni por la del fuego. Los cuatro señores apenas distinguían a los hombres de carne porque la distancia los había vuelto del tamaño de las hormigas. Con el esfuerzo que hacían para mirar se les irritaban los ojos a los cuatro señores y de tanto restregárselos les fue entrando un sopor. El de vestido amarillo bostezó y su bostezo abrió la boca de los otros tres. Y se fueron quedando dormidos porque estaban cansados y ya eran viejos. Mientras tanto en la tierra, los hombres de carne estaban en un ir y venir, como las hormigas. Ya habían aprendido cuál es la fruta que se come, con qué hoja grande se resguarda uno de la lluvia y cuál es el animal que no muerde. Y un día se quedaron pasmados al ver enfrente de ellos al hombre de oro. Su brillo les daba en los ojos y cuando lo tocaron, la mano se les puso fría como si hubieran tocado una culebra. Se estuvieron allí, esperando que el hombre de oro les hablara. Llegó la hora de comer y los hombres de carne le dieron un bocado al hombre de oro. Llegó la hora de partir y los hombres de carne fueron cargando al hombre de oro. Y día con día la dureza de corazón del hombre de oro fue resquebrajándose hasta que la palabra de gratitud que los cuatro señores habían puesto en él subió hasta su boca.

Los señores despertaron al escuchar su nombre entre las alabanzas. Y miraron lo que había sucedido en la tierra durante su sueño. Y lo aprobaron. Y desde entonces llaman rico al hombre de oro y pobres a los hombres de carne. Y dispusieron que el rico cuidara y amparara al pobre por cuanto que de él había recibido beneficios. Y ordenaron que el pobre respondería por el rico ante la cara de la verdad. Por eso dice nuestra ley que ningún rico puede entrar al cielo si un pobre no lo lleva de la mano.

La nana guarda silencio. Dobla cuidadosamente la ropa que acaba de remendar, recoge el tol con los hilos de colores y se pone en pie para marcharse. Pero antes de que avance el primer paso que nos alejará, le pregunto:

—¿Quién es mi pobre, nana?

Ella se detiene y mientras me ayuda a levantarme dice:

—Todavía no lo sabes. Pero si miras con atención, cuando tengas más edad y mayor entendimiento, lo reconocerás.

X

Las ventanas de mi cuarto están cerradas porque no soporto la luz. Tiemblo de frío bajo las cobijas y, sin embargo, estoy ardiendo en calentura. La nana se inclina hacia mí y pasa un pañuelo humedecido sobre mi frente. Es inútil. No logrará borrar lo que he visto. Quedará aquí, adentro, como si lo hubieran grabado sobre una lápida. No hay olvido.

Venía desde lejos. Desde Chactajal. Veinticinco leguas de camino. Montañas duras de subir; llanos donde el viento aúlla; pedregales sin término. Y allí, él. Desangrándose sobre una parihuela que cuatro compañeros suyos cargaban. Llegaron jadeantes, rendidos por la jornada agotadora. Y al moribundo le alcanzó el aliento para traspasar el umbral de nuestra casa. Corrimos a verlo. Un machetazo casi le había desprendido la mano. Los trapos en que se la envolvieron estaban tintos en sangre. Y sangraba también por las otras heridas. Y tenía el pelo pegado a la cabeza con costras de sudor y de sangre.

Sus compañeros lo depositaron ante nosotros y allí murió. Con unas palabras que únicamente comprenden mi padre y la nana y que no han querido comunicar a ninguno.

Ahora lo están velando en la caballeriza. Lo metieron en un ataúd de ocote, pequeño para su tamaño, con las junturas mal pegadas por donde escurre todavía la sangre. Una gota. Lentamente va formándose, y va hinchiéndose la otra. Hasta que el peso la vence y se desploma. Cae sobre la tierra y el estiércol que la devoran sin ruido. Y el muerto está allí, solo. Los otros indios regresaron inmediatamente a la finca porque son necesarios para el trabajo. ¿Quién más le hará compañía? Las criadas no lo consideran su igual. Y la nana está aquí conmigo, cuidándome.

—¿Lo mataron porque era brujo?

Tengo que saber. Esa palabra que él pronunció tal vez sea lo único que borre la mancha de sangre que ha caído sobre la cara del día.

—Lo mataron porque era de la confianza de tu padre. Ahora hay división entre ellos y han quebrado la concordia como una vara contra sus rodillas. El maligno atiza a los unos contra los otros. Unos quieren seguir, como hasta ahora, a la sombra de la casa grande. Otros ya no quieren tener patrón.

No escucho lo que continúa diciendo. Veo a mi madre, caminar de prisa, muy temprano. Y detenerse ante una casa de tejamanil. Adentro está la tullida, sentada en su silla de palo, con las manos inertes sobre la falda. Mi madre le lleva su desayuno. Pero la tullida grita cuando mi madre deja caer, a sus pies, la entraña sanguinolenta y todavía palpitante de una res recién sacrificada.

No, no, no es eso. Es mi padre recostado en la hamaca del corredor, leyendo. Y no mira que lo rodean esqueletos sonrientes, con una risa silenciosa y sin fin. Yo huyo, despavorida, y encuentro a mi nana lavando nuestra ropa a la orilla de un río rojo y turbulento. De rodillas golpea los lienzos contra las piedras y el estruendo apaga el eco de mi voz. Y yo estoy llorando en el aire sordo mientras la corriente crece y me moja los pies.

XI

Mi madre nos lleva de visita. Vamos muy formales —Mario, ella y yo— a casa de su amiga Amalia, la soltera.

Cuando nos abren la puerta es como si destaparan una caja de cedro, olorosa, donde se guardan listones desteñidos y papeles ilegibles.

Amalia sale a recibirnos. Lleva un chal de lana gris, tibio, sobre la espalda. Y su rostro es el de los pétalos que se han puesto a marchitar entre las páginas de los libros. Sonríe con dulzura pero todos sabemos que está triste porque su pelo comienza a encanecer.

En el corredor hay muchas macetas con begonias; esa clase especial de palmas a las que dicen “cola de quetzal” y otras plantas de sombra. En las paredes jaulas con canarios y guías de enredaderas. En los pilares de madera, nada. Sólo su redondez.

Entramos en la sala. ¡Cuántas cosas! Espejos enormes que parecen inclinarse (por la manera como penden de sus clavos) y hacer una reverencia a quien se asoma a ellos. Miran como los viejos, con las pupilas empañadas y remotas. Hay rinconeras con figuras de porcelana. Abanicos. Retratos de señores que están muertos. Mesas con incrustaciones de caoba. Un ajuar de bejuco. Tapetes. Cojines bordados. Y frente a una de las ventanas, hundida, apenas visible en el sillón, una anciana está viendo atentamente hacia la calle.

—Mamá sigue igual. Desde que perdió sus facultades… —dice Amalia, disculpándola.

Mario y yo, muy próximos a la viejecita, nos aplicamos a observarla. Es pequeña, huesuda y tiene una corcova. No advierte nuestra cercanía.

Mi madre y Amalia se sientan a platicar en el sofá.

—Mira, Zoraida, estoy bordando este pañuelo.

Y la soltera saca de un cestillo de mimbre un pedazo de lino blanquísimo.

—Es para taparle la cara cuando muera.

Con un gesto vago alude al sillón en el que está la anciana.

—Gracias a Dios ya tengo listas todas las cosas de su entierro. El vestido es de gro muy fino. Lleva aplicaciones de encaje.

Continúan charlando. Un momento se hace presente, en la conversación, su juventud. Y es como si los limoneros del patio entraran, con su ráfaga de azahar, a conmover esta atmósfera de encierro. Callan y se miran azoradas como si algo muy hermoso se les hubiera ido de las manos.

La viejecita solloza, tan quedamente, que sólo mi hermano y yo la escuchamos. Corremos a avisar.

Solícita, Amalia va hasta el sillón. Tiene que inclinarse mucho para oír lo que la anciana murmura. Entre su llanto ha dicho que quiere que la lleven a Guatemala. Su hija hace gestos de condescendencia y empuja el sillón hasta la ventana contigua. La anciana se tranquiliza y sigue mirando la calle como si la estrenara.

—Vengan, niños —convida la soltera—; voy a darles unos dulces.

Mientras saca los confites de su pomo de cristal, pregunta:

—Y qué hay de cierto en todos esos rumores que corren por ahí?

Mi madre no sabe a qué se refiere.

—Dicen que va a venir el agrarismo, que están quitando las fincas a sus dueños y que los indios se alzaron contra los patrones.

Pronuncia las palabras precipitadamente, sin respirar, como si esta prisa las volviera inofensivas. Parpadea esperando la respuesta. Mi madre hace una pausa mientras piensa lo que va a contestar.

—El miedo agranda las cosas.

—Pero si en Chactajal… ¿No acaban de traer a tu casa a un indio al que machetearon los alzados?

—Mentira. No fue así. Ya ves cómo celebran ellos sus fiestas. Se pusieron una borrachera y acabaron peleando. No es la primera ocasión que sucede.

Amalia examina con incredulidad a mi madre. Y abrupta, concluye:

—De todos modos me alegro de haber vendido a buen tiempo nuestros ranchos. Ahora todas nuestras propiedades están aquí, en Comitán. Casas y sitios. Es más seguro.

—Para una mujer sola como tú está bien. Pero los hombres no saben estarse sino en el campo.

Nos acabamos los confites. Un reloj da la hora. ¿Tan tarde ya? Se encendieron los focos de luz eléctrica.

—Los niños han crecido mucho. Hay que ir pensando en que hagan su primera comunión.

—No saben la doctrina.

—Mándamelos. Yo los prepararé. Quiero que sean mis ahijados.

Nos acaricia afablemente con la mano izquierda mientras con la derecha se arregla el pelo, que se le está volviendo blanco. Y agrega:

—Si para entonces todavía no ha muerto mamá.

XII

En Comitán celebramos varias ferias anuales. Pero ninguna tan alegre, tan animada como la de San Caralampio. Tiene fama de milagroso y desde lejos vienen las peregrinaciones para rezar ante su imagen, tallada en Guatemala, que lo muestra de rodillas, con grandes barbas blancas y resplandor de santo, mientras el verdugo se prepara a descargar sobre su cabeza el hachazo mortal. (Del verdugo se sabe que era judío.) Pero ahora el pueblo se detiene ante las puertas de la iglesia, cerrada como todas las demás, por órdenes del gobierno. No es suficiente motivo para suspender la feria, así que en la plaza que rodea al templo se instalan los puestos y los manteados.

De San Cristóbal bajan los custitaleros con su cargamento de vendimias: frutas secas, encurtidos; muñecas de trapo mal hechas, con las mejillas escandalosamente pintadas de rojo para que no quepa duda de que son de tierra fría; pastoras de barro con los tobillos gruesos; carneritos de algodón; cofres de madera barnizada; tejidos ásperos.