Portada: El silencio es un pez de colores. Annabel Pitcher
Portadilla: El silencio es un pez de colores. Annabel Pitcher

 

Edición en formato digital: septiembre de 2016

 

Título original: Silence is Goldfish

En cubierta: fotografía de © iStock.com/Tanar

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Annabel Pitcher, 2015

© De la traducción, Carmen Villar García

© Ediciones Siruela, S. A., 2016

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-16854-63-9

 

Conversión a formato digital: María Belloso

 

A Isaac, con la esperanza
de que siempre sepa adónde pertenece

Primera parte

Capítulo 1

En internet tiene que haber alguna lista de qué comprar en caso de querer irte de casa, pero mi teléfono, como de costumbre, está muerto. Juraría que siempre decide apagarse en el momento en el que las cosas se ponen feas. Ahora lo llevo grogui en el bolsillo y no puedo buscar una lista de artículos indispensables para la vida del fugitivo, aunque una linterna infantil con forma de pez de colores me parece una elección muy sensata. Tiene una pinta bastante simpática con esa carita naranja y, sin duda, un amigo me vendría de perlas ahora mismo, así que a la cesta que va. Desde allí me observa con unos ojitos negros y brillantes mientras cojo tampones, pañuelos, dos chocolatinas y una revista.

El trayecto en tren desde Manchester a Londres dura dos horas, así que voy a necesitar algo para leer y para ocultarme porque, conociendo mi suerte, Jack llamará a la policía en cuanto me eche en falta y, para cuando llegue a la estación Euston, habrá fotos mías empapelando las paredes de los servicios con un letrero que diga «Encuentren a mi Tessie-T» en fuente negrita extragrande.

No nos engañemos, Jack no es el tipo de persona que le hace ascos a un buen drama, y que tu hijo desaparezca debe de ser lo peor que le puede ocurrir a un padre. Cuando pienso en ello me dan ganas de tirar la cesta y correr de vuelta a casa, de manera que tengo que recordarme a mí misma que mi supuesto padre es ahora, y desde que vi lo que vi en su ordenador, mi enemigo número uno. Sin embargo, me duele en el alma imaginarme la expresión de su cara, con la mirada fija en mi cama vacía y en el nórdico de Star Wars. Lo compré el año pasado fingiendo que se trataba de una sarcástica declaración de intenciones, cuando en realidad lo hice porque quería dormir con Luke Skywalker. Como para no querer, viendo cómo maneja su espada láser...

Mamá gritará un «¡Jack, ven aquí!» con una voz más crispada de lo habitual tratándose de un día cualquiera a las siete de la mañana, cuando tiene la costumbre de entrar sin avisar en mi cuarto con una taza de té, como si fuera el cuco de un reloj de pie. Sí, es preciso, pero también bastante desquiciante. No estoy de broma, llevo tres años sin beberme ese té. Simplemente me resulta demasiado agotador levantar la cabeza de la almohada a esas horas intempestivas; pero lo agradezco, y mamá lo sabe. Me estruja con cariño los pies mientras le dedico un «gracias» con voz ronca.

Eso es amor, preparar té día tras día para alguien que nunca se lo bebe solo por si acaso esa mañana le pueda apetecer un sorbo. Quiero arrojar el té a mamá en toda la cara, pero también quiero saborearlo, y ya no podré hacer ninguna de las dos cosas porque no voy a volver a verla nunca. Dentro de una hora, aproximadamente, se dará cuenta de que me he ido y mirará con horror mi cama vacía, sobre la que Jedi se subirá de un salto queriendo darme un lametón, y se lamentará gimoteando cuando descubra que no estoy.

Y yo también me lamento en este ir y venir por los pasillos: los pies me palpitan dentro de unas botas Dr. Martens plateadas porque este es el mayor ejercicio físico que mis piernas han hecho en, más o menos, cuatro años. Hubo una época, hace tiempo, en la que lo mejor del mundo era correr a lo loco con el viento silbando a través del hueco de mis dos paletas. Podía extender los brazos y volar como una enorme mariposa. Jo, cómo recuerdo mis deslumbrantes colores... Luego se destiñeron y ahora camino lentamente, arrastrando los pies. Llevo caminando así desde las dos y diez de la madrugada cuando hui de casa, silenciosa como un ninja, con la necesidad de sentir tierra firme bajo mis pies, de asegurarme de que la Tierra seguía ahí aunque mi mundo acabara de desmoronarse. Deambulé por calles conocidas, perdida en la oscuridad, demasiado asustada de los pensamientos que me rondaban por la cabeza como para preocuparme por cualquier otra cosa.

Y aquí estoy, llevando a cabo un plan con un pez de colores como segundo de abordo, que, ahora mismo, está totalmente fuera de juego. Esto es posiblemente lo último que él se imaginaba que le iba a ocurrir cuando se despertó esta mañana junto a las garrafas de anticongelante de la gasolinera Texaco, el único hogar que había conocido en su vida.

Noto que se me hinchan los ojos, como si fueran nubes de lluvia. A punto están de descargar y eso no puede ser, ¿verdad? Así que finjo ser otra persona, alguien que ronda los treinta, con la vida solucionada y que va a coger un tren al centro de Londres para asistir a una reunión importante, en lugar de lo que soy: una quinceañera con el pelo teñido de negro y las raíces descoloridas, y huérfana de padre. Y digo huérfana de padre, aunque igual podría ser hija de ese hombre que está justo ahí, trabajando tras la caja registradora, a pesar de que no tenga aspecto de haber engendrado una prole.

Sin ánimo de ofenderme a mí misma, pero soy de hueso ancho y estoy bien entrada en carnes, y ese tipo parece una gallina escuchimizada con cara de pollo. Me mira sin prestarme demasiada atención mientras pongo la cesta sobre el mostrador, luego picotea en la caja registradora con una mano huesuda, marcando el precio del pez de colores ya que no tiene código de barras.

—Lo siento —le digo, como si fuera culpa mía.

El hombre pasa de mi disculpa, lo que saca a relucir su falta de educación o lo que sea, aunque no me importa demasiado porque si no existo, mejor para todos.

Sé perfectamente en qué planeta vivo, ¿vale?, y ya me he cansado de fingir encajar, de matarme por alcanzar el centro del sistema solar. Mi verdadero lugar en el universo está bastante claro, y si no que se lo pregunten a la anciana encargada del comedor de mi escuela que se percató de ello a la legua. Durante la primaria, mientras los niños intentaban hacer amigos, yo trataba de encontrar un espacio que mi imaginación pudiera llenar con lo que quisiera, casi siempre mariposas porque para mí eran la perfección: hadas auténticas con alas mucho más bonitas. A la hora del recreo me convertía en ellas, no en una única mariposa, sino en cientos de ellas; mis brazos se transformaban en un caleidoscopio de colores mientras bailaba sobre el césped húmedo. Entretanto, mis compañeros de clase jugaban al pillapilla, persiguiéndose los unos a los otros alrededor de unos cuantos metros de asfalto. No alcanzaba a comprenderles y les preguntaba una y otra vez en mi cabeza «¿No hay demasiada gente?».

—No te preocupes, angelito —me dijo la encargada del comedor cuando me pescó observando a los otros niños con cara de confusión—. Tú eres como Plutón: te sientes mucho más a gusto en soledad. —Me dedicó una sonrisa plagada de arrugas—. No hay nada de malo en ello.

Creí en sus palabras hasta que empecé el instituto. Daban una fiesta de bienvenida para los alumnos de primer curso de secundaria con un DJ que no era el padre de ningún alumno, sino todo un adolescente con el tatuaje de un carácter chino en el bíceps.

—Pollo kung pao —respondí a dos chicas que me preguntaron mi opinión acerca de su significado mientras miraban con ojos atónitos— con arroz frito.

Pasaron de mí y se alejaron bailando, momento que aproveché para escapar del alboroto del salón de actos en dirección a la sala donde los profesores estaban vendiendo chuches, y, ¡madre mía!, el puesto de chocolatinas estaba hecho un desastre, así que no me quedó más remedio que colocarlas en pilas ordenadas para la señora Miller. Después salí fuera a sentarme en un muro, bajo un árbol.

Cuando llegué a casa, Jack me preguntó si me lo había pasado bien. Lo hizo como si ya conociera la respuesta de antemano, pero, desafiando todas sus expectativas, asentí al pensar en la forma en que la luz de la luna se había filtrado a través de las ramas iluminando mi piel con sus rayos plateados.

—¿En serio te has divertido? —Su voz se animó, también su cara—. ¿De verdad? Eso es maravilloso, Tessie-T. Realmente maravilloso. Nuevo instituto y todo. Nuevo comienzo. ¿Qué hiciste?

—Me senté debajo de un árbol —le respondí, y su rostro se ensombreció.

—¿Con un amigo? Dime que estabas con un amigo, Tess. Ya hemos hablado de esto.

Me miré los dedos de los pies a través de las medias. Antes de la fiesta, mamá me había pintado las uñas de rosa brillante a pesar de que nadie las vería.

—¿Tess? —dijo mamá sentada en el sillón, medio escondida tras una montaña de correcciones—. Papá te está hablando. ¿Saliste de la fiesta con alguien?

—Claro que sí —respondió Jack—. Ella recuerda nuestra charla, ¿verdad, Tessie-T? Acerca de la importancia de encajar. Eso es lo que estás haciendo, ¿a que sí? Encajar.

Solo había una respuesta posible, y estaba bastante claro cuál era. Ellos no querían un Plutón. Querían un Mercurio o, por lo menos, un Venus. Asentí con la cabeza, moviéndola arriba y abajo y, a continuación, Jack me propinó tal manotazo en el omóplato, justo donde solía estar mi ala izquierda, que provocó que mi cabeza casi saliera despedida hacia delante.

—¡Esa es mi chica! —exclamó. Si su voz se había animado antes, ahora se había venido arriba, arriba, arriba muy por encima del temor al que siempre tendría que enfrentarme por encajar—. Cuéntanoslo todo acerca de ella, ¿o es un él? —me preguntó, guiñándome un ojo al tiempo que me obligaba a sentarme en el sofá. Como siempre, este se resintió con un crujido y, también como siempre, tuvimos que acomodar los cojines. Los dos proferimos un gruñido exagerado cuando mamá se apretujó contra nosotros. Antes de decir nada, nos pinchó con un boli rojo.

—Venga, Tess. Danos un nombre.

—Anna —dije sin preocuparme de que era una mentirijilla.

Se miraron el uno al otro por encima de mi cabeza con una mirada llena de algo que no pude identificar hasta que finalmente me di cuenta de lo que era: orgullo. Me sentía rodeada por ese sentimiento, cálido y lleno de esperanza, esa capa protectora que prometía transformarme en algo mucho mejor que una mariposa. Cuando me fui a la cama, me puse de rodillas frente a Jedi y juntos hicimos un solemne juramento: yo intentaría convertirme en la hija perfecta y él en la mascota perfecta. Jedi bajó su blanca y peluda cabeza porque sabía que eso significaría dejar de pelearse con Bobbin, su enemigo número uno, que pertenecía a Andrew, nuestro vecino de al lado.

Alcé mi mano y él levantó una pata.

—Que la fuerza nos acompañe.

Y más o menos así fue durante unos cuantos años. Jedi no mordió a Bobbin durante mogollón de tiempo y yo hice un esfuerzo bestial por encajar, tratando de hacerme notar, siendo más alegre y divertida de lo que realmente era, sacando a pasear mi personalidad como una nariz de payaso, para hacer reír a todos en general y a Jack en particular.

Pues bien, eso se acabó. Sobre todo después de haber leído lo que leí en su ordenador. Paso del juramento, lo que quiere decir que Jedi también, así que por favor háganle saber a mi perro que el trato está FINITO. Un leopardo no puede cambiar su estampado, un perro no puede cambiar su carácter y un planeta no puede cambiar su posición en el universo. Soy Plutón, y por eso cojo el recibo de la gasolinera sin decirle ni mu a ese hombre que tampoco me ha dicho ni una palabra a mí, lo que, sinceramente, me cuesta un triunfo hacer ya que durante los últimos cuatro años siempre he sido yo la encargada de poner fin a los silencios incómodos.

 

 

Espero a que el semáforo de los coches se ponga en rojo para detener la ausencia de tráfico en esta calle en absoluto demasiado transitada en la que, en realidad, nada me obliga a estar de pie en la acera como un pasmarote, esperando a que un chisme me indique que ya puedo cruzar. Ese tipo de comportamiento es típico de una chica que intenta con todas sus fuerzas hacer lo correcto, y yo estoy intentando desesperadamente hacer lo contrario, así que pongo un pie en la carretera sin pararme a mirar a ambos lados, pasando por completo del código de Seguridad Vial porque yo soy así, toda una rebelde.

—¡A ver si miras por dónde vas! —me grita el conductor de una furgoneta, dando un frenazo. Lo analizo para comprobar si él es él, pero es demasiado escandaloso para ser mi padre, gritando todo ese «bla, bla, bla, esto» y «bla, bla, bla, aquello» porque a ver si me entero de que, por mi culpa, ha tenido que frenar de repente, estropeando sus malditos neumáticos nuevos que le han costado toda una maldita fortuna, ¿entiendes?

—¡La próxima vez mira por dónde vas, cariño!

Es imposible que mi verdadero padre sea tan maleducado, lo tengo claro. Aunque hubiera estado enfadado, él habría levantado una mano en señal de disculpa y yo la habría levantado también; entonces él la habría levantado todavía más para cargar con toda la responsabilidad, pero yo la habría levantado más aún para demostrar que, en realidad, todo había sido culpa mía. Con nuestros dedos casi tocando el cielo habríamos sonreído de la misma manera y entonces él, ahogando un grito de sorpresa, habría dicho «¡Eres tú!».

«¡Sí!», habría sido mi respuesta, y entonces nos habríamos abrazado ahí mismo, en medio de la calle, y todo el mundo se habría puesto a aplaudir como en una de esas películas con un final feliz que nunca ocurren en la vida real, Tess, así que no flipes.

Cruzo la calle caminando como un pato, que es mi forma de correr últimamente, y cuando llego a la acera de enfrente, me pregunto en qué momento el vestido a rayas que llevo y que supuestamente es de corte en forma de A, aunque en mí parezca más una O, se volvió tan ajustado. Se supone que me importa el hecho de que, según Jack, esté cada día más gorda, pero lo cierto es que me siento a gusto con mi talla e incluso a veces, cuando poso mirándome al espejo y me toco el pecho, pienso que hay un montón de hombres por el ancho mundo que pagarían una pasta por ver mi cuerpo, y no me refiero solo a aquellos que tengan una fijación por las gordas, así que...

Me contoneo caminando por la acera, sacando tripa, en plan «arrodillaos ante mí y adorad el gran altar de Tess». Este repentino rollito tan guay es el que se apodera de mí mientras intento parar un taxi que me lleve volando en busca de aventuras. Tengo un montón de calderilla en el bolsillo de mi abrigo, y la perspectiva de coger un taxi es como de cuento de hadas, en plan ¡guau!, con tan solo levantar un brazo puedo detener un carruaje negro y, pagando unas cuantas monedas de oro, ir adonde quiera con un presupuesto de nueve libras. Y el lugar al que quiero ir es la estación de tren de Manchester Piccadilly, porque mi destino final es Finsbury Tower, el número 103-105 de Bunhill Road, Londres. Repito estas palabras mentalmente una y otra vez, como un mantra, de forma que, cuando por fin consigo parar un taxi, me sorprendo a mí misma al escucharme decirle al conductor la dirección de mi casa.

—¿Es esa calle que está detrás del colegio Chorlton? —me pregunta mientras hace un cambio de sentido. Todavía estoy a tiempo de cambiar de opinión. Estoy preparada para ir y el pez de colores también, pero entonces balbuceo—: Sí, esa misma. La primera a la derecha después del colegio. Es uno de los adosados, a mitad de camino bajando la calle.

Salimos en dirección contraria a la estación y en poco tiempo entramos en mi calle. Debería ocurrir algo más, algo lo suficientemente importante como para justificar el alocado bum, bum, bum de mi corazón, pero no, reducimos velocidad y paramos justo enfrente de la puerta de mi casa.

Todo está como siempre. El mismo número plateado sobre el mismo buzón. Las mismas cortinas colgadas en la misma ventana del salón. Y esta tarde, sin duda alguna, volveré a ser la misma chica sentada en el mismo sofá, viendo la tele vestida con mi mono de cuerpo entero y estampado de tigre, cuando un estampado de ratón sería mucho más apropiado.

—Son seis libras con cincuenta, por favor.

Le entrego el dinero, pero no salgo, fingiendo por unos segundos más que, en realidad, voy a hacer algo grandioso y valiente por una vez en mi definitivamente corta y tímida vida.

—¿Es esta la casa?

—Sí —respondo, pero no hago intención de moverme y abrir la puerta. El conductor medio parece que se gira para mirarme.

—¿Te encuentras bien?

Es todo un detalle que me lo pregunte, pero sus palabras denotan cierto sentido de obligación y su mirada, cansancio, en plan «otra adolescente hecha un lío dando tumbos por la calle después de una noche desastrosa». Ese es el significado de la expresión de su cara mientras intenta descifrar el significado de la mía. Puede que, si se hubiera girado un poco más sobre su asiento, o si hubiera apagado el motor, o si hubiera apartado sus manos del volante en lugar de apretarlo con tanta fuerza, puede que entonces le hubiera contado lo que vi anoche. En lugar de eso me recompongo.

—Estoy bien.

El cielo llora, no sé si aliviado o decepcionado con mi regreso. Permanezco bajo la lluvia, observando mi casa y dándome cuenta de que las cortinas del dormitorio de mamá y Jack siguen cerradas, así que nunca sabrán que me di a la fuga durante cuatro horas y trece minutos. El taxi desaparece cuando abro la puerta de casa. Entro de puntillas, preguntándome cómo es posible que siga sintiendo que este lugar es mi hogar.

Capítulo 2

La cocina huele a espaguetis quemados, prueba de lo que ocurrió la noche anterior, es imposible negarlo. Aguzo el oído para ver si escucho a mamá o a Jack, y evito pisar los tablones de madera del suelo que crujen, mientras me desplazo con cuidado hasta el fregadero para beber un vaso de agua. Abro el grifo, frío y extraño, hasta conseguir la cantidad perfecta: un buen chorro sin que llegue a salpicar.

La casa está tranquila, aunque no silenciosa del todo, pero sus sonidos son tan familiares que mi mente ni siquiera los procesa.

Escucho con más atención, transformando los chirridos, crujidos y pequeños estallidos en algo extraño, y me obligo a mirar. La puerta del estudio de Jack está abierta, así que lo puedo ver desde donde estoy. No es más que un portátil cualquiera, pero en algún lugar de su profundo y oscuro interior se esconde un archivo llamado RedCD BLOG que contiene seiscientas diecisiete palabras secretas.

Y Jack las escribió ayer mismo.

Jack las escribió, dato que campa a sus anchas por mi cerebro, provocándome una ácida indigestión mental, en especial en la zona de mi sien derecha, que está palpitando.

Jack probablemente las redactó entre suspiros, tal y como acostumbra a hacer cuando se pasa varias horas dándole vueltas a algo, con una taza de café apoyada sobre el posavasos de «Rey de la casa» que había comprado en el vestíbulo de un teatro adornado con espectaculares lámparas de araña, porque hasta el techo lucía sus mejores galas para ver Los Miserables. Y ¡madre mía!, esa sí que fue una gran noche, aunque, bueno, quizá no para Jack. Puede que para él supusiera todo un esfuerzo levantarse de su asiento durante la ovación final, uniéndonos a todo el teatro en pie mientras ambos nos sonreíamos de oreja a oreja, aplaudiendo hasta que nos empezaron a escocer las manos. Le propiné un codazo muy elocuente, como si ese golpecito contra su brazo quisiera decir «este es el mejor momento de mi vida». Él me dio un codazo de respuesta, que interpreté como «y el mío», aunque, ahora que lo pienso, no sé si en realidad no estaría intentando hacerme caer por encima de la barandilla de la grada ya que, sin duda alguna, él sería mucho más feliz si yo no existiera.

Las zapatillas de andar por casa de Jack, con sus taloneras pisadas hacia dentro, siguen debajo de su escritorio, exactamente donde las lancé de una patada cuando descubrí la verdad. Las zapatillas de Jack. Las zapatillas de papá. Las zapatillas de papá, viejas y familiares, que solía ponerme siempre que sentía frío en los pies, porque padres e hijas pueden compartir sudor de pies sin problemas. Nunca más volveré a ponérmelas y, de repente, esta revelación parece ser la más terrible de todas, como si mis dedos de los pies se pusieran tristes de pronto, palpitando dentro de mis botas justo cuando salgo del estudio, incapaz de creer que él pudiera escribir algo así en un blog.

«Cuando por fin Tess nació tras dos horas de empujones, no experimenté más que repulsión. Me costaba fingir que amaba a esa peculiar criatura, acunada en los brazos de mi satisfecha mujer, apenas lograba esconder el resentimiento que ardía en mi interior. No era hija mía. Era hija suya, suya y de un donante de esperma desconocido, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Ahí estaba ella, la hija de mi mujer, y yo amaba a mi mujer incluso aunque no amara a esa fea criatura enrojecida que mordisqueaba su...».

—¡Oh, no! ¡Ayuda! —había gritado mamá cuando la alarma de incendios empezó a sonar. Al mismo tiempo que Jack salía a toda prisa de su estudio, yo me acercaba corriendo desde la sala de estar. Mamá agitaba las manos sobre los espaguetis que sobresalían de la cacerola que acababa de prenderse fuego con las llamas del fogón de gas—. ¿Cuál es la regla?

—¡Cuidado, Helen!

—¿Cuál es la regla?

—¿De qué regla estás hablando?

—¡La regla acerca de los fuegos! —exclamó mamá en el momento en que la alarma empezó a cumplir con su función: «HAY UNA EMERGENCIA HAY UNA EMERGENCIA HAY UNA EMERGENCIA».

—No se deben apagar con agua ciertos tipos de fuegos. Algunos deben ser apagados con extintor. ¿Cuáles son? No lo recuerdo. ¡Rápido! ¿Necesitamos un extintor?

—¿Cómo? No tenemos ningún extintor.

Jack se abalanzó en dirección al extraño grifo y lo abrió, consiguiendo la cantidad perfecta de agua: un buen chorro sin que llegara a salpicar; y llenó una jarra.

—No le eches agua directamente, podríamos provocar una explosión. ¿Cuáles eran los incendios que se apagaban con extintor?, ¿son los producidos por gas los que necesitan dióxido de carbono o algo así? ¿Tiene sentido lo que digo? ¡Tenemos que asegurarnos! Creo que sí, que son los incendios provocados por gas.

—Has apagado el dichoso gas, Helen. No es un fuego provocado por gas. Solo es un fuego y los fuegos se apagan con agua —dijo Jack, pero ahora le asaltaban las dudas. Se quedó mirando al fogón—. Porque has apagado el gas, ¿verdad?

—¡El fuego está creciendo!

Y la velocidad del movimiento de los brazos de mamá en su intento por sofocar el incendio también aumentaba. Tenían un aspecto tan ridículo que sonreí mientras observaba el espectáculo, ignorando que la alarma me indicaba que me MARCHARA YA.

—Ya lo veo —respondió Jack. No sé cómo. Mamá empezó a actuar de la manera más temerariamente absurda posible delante de la cacerola justo cuando la alarma empezó a sonar más fuerte: «ESTÁS EN PELIGRO», mientras que yo seguía sin prestarle ninguna atención—. Ya lo veo, pero no...

—¡Vamos, Jack!

—No me metas prisa. Eres tú la que le está poniendo pegas a todo...

—¡Échale agua!

—No, ahora ya no sé. Deberíamos comprobarlo.

—No tenemos tiempo para comprobar nada.

—Compruébalo, ¿vale?

Y eso fue lo que decidí hacer. Me colé en el estudio de Jack, normalmente zona prohibida, pero se trataba de una emergencia. Por otro lado, mis padres estaban demasiado ocupados gritándose como para darse cuenta de que me había colado en el estudio. Se estaban poniendo tan colorados por el fragor de la discusión que las ventanas ya empezaban a empañarse. Me puse las zapatillas de Jack que él mismo había dejado bajo su escritorio, me senté en la silla, donde todavía se podía ver la huella exacta de su cuerpo, y empecé a aporrear unas cuantas teclas del portátil para que se encendiera.

—Vamos —dije cuando observé que el ordenador pasaba de mí. Entonces me puse a deslizar el ratón sobre la mesa de un lado a otro, con tanta energía que casi tiro al suelo el poema enmarcado que había sobre el escritorio («El camino no elegido», de Robert Frost). Me quedé embobada observando los versos sin prestarles atención porque mentalmente me veía como la salvadora de aquella situación.

—¡AGUA! —Me imaginé a mí misma gritando justo un instante antes de que la cacerola explotara—. ¡ÉCHALE AGUA, PAPÁ! ¡CONFÍA EN MÍ!

Quería impresionar a papá, y por eso mis dedos tamborileaban sobre el teclado, intentando que su ordenador me hiciera caso de una vez, antes de que perdiera mi oportunidad. Deslicé el ratón una vez más, pero la pantalla permaneció negra durante lo que me pareció una eternidad. Siempre lo recordaré, la maravillosa oscuridad del desconocimiento antes del duro resplandor de la realidad que me golpeó en los ojos, mientras la alarma sonaba BIIIIP BIIIIIP BIIIIIP porque, al fin y al cabo, había una emergencia, aunque nada tenía que ver con unos espaguetis chamuscados.

Capítulo 3

Mamá ni me mira cuando pone mi taza de cerdito favorita sobre mi libro de sudokus. Tampoco lo hace mientras descorre las cortinas de mi cuarto hacia un lado y se queja por la lluvia. Ni cuando saca la tartera de mi mochila del colegio para lavarla y volver a llenarla con ensalada, ahora que Jack ha prohibido todo tipo de pan, no solo el blanco. No me mira porque las últimas mil mañanas que me ha traído el té he estado muerta para el mundo, con la cara enterrada en la almohada.

Pero esta mañana es distinta.

Estoy tumbada bocarriba con la espalda rígida, aferrándome al nórdico con los puños apretados mientras la observo. Cuando por fin repara en mí, se da un susto de muerte porque ahí estoy, con los ojos abiertos de par en par, brillantes en la oscuridad.

—Está claro que los milagros existen. ¿Estás despierta de verdad? —Toda ella es una sonrisa de pelo largo y castaño con patas. Se inclina sobre mí para tomarme el pulso en plan de broma, justo en el lado derecho del cuello—. Bueno, bueno. Tu cuerpo debe de estar en shock tras este evento sin precedentes. A ver, déjame comprobar una cosa. —Me coge de la muñeca para sentir mi pulso también ahí, fingiendo que comprueba los latidos de mi corazón con el tictac de un reloj imaginario—. Sí, sí. Un poco acelerado, justo lo que me figuraba. ¿Te encuentras bien? —me pregunta en tono burlón. Ahí está, la oportunidad perfecta para gritar un enorme NO con todas mis fuerzas.

Espero a que ocurra, pero la palabra ni siquiera se acerca a mis labios.

Mamá me pone una mano en la frente.

—Una temperatura ligeramente elevada, aunque en realidad no me sorprende en absoluto con todo el esfuerzo que te habrá supuesto abrir los párpados a estas horas intempestivas; debes de estar agotada. ¿Te quieres tumbar? Espera un momento, pero si ya estás tumbada. ¡Gracias a Dios! No me gustaría que te fatigaras de más. —Se ríe de su propia broma y, a continuación, coge mi taza de té por el borde, ofreciéndome el asa—. ¿Te tomarás el té por una vez en la vida? Venga, alégrame el día.

En cuanto cojo la taza, exclama un «¡hurra!» y yo sonrío de oreja a oreja a la vez que me pregunto, totalmente alucinada, qué narices estoy haciendo. Técnicamente debería estar montando una escena y no siguiéndole el rollo a mi madre feliz como una perdiz. Aun así, dejo que mamá ahueque las almohadas de Star Wars mientras le doy un sorbito al té, que me sabe de maravilla después de mi intento fallido de huida. Sostengo la taza con fuerza entre mis manos, aliviada por no estar en la estación bebiendo té aguado en un vaso de plástico, esperando a subirme a un tren que me aleje de todo lo que he conocido en mi vida.

Pero, justo en ese momento, Jack hace su aparición por la puerta de mi dormitorio. Me atraganto con el té y empiezo a toser. No puedo soportar mirarle a la cara, pero tampoco puedo apartar la vista, así que le miro sin querer, molesta por la fuerza que su visión ejerce sobre mis ojos. Su pelo rojizo está húmedo por la ducha y sus rosadas mejillas están recién afeitadas. Su aspecto es limpio, demasiado limpio para alguien que escribe oscuras confesiones acerca de su supuesta hija para después publicarlas en internet.

Su traición me golpea una vez más, y me esfuerzo por no doblarme de dolor y esconderme bajo mi nórdico igual que hice anoche antes de huir. Escribí RedCD en mi teléfono y descubrí que se corresponde con la Red de Concepción por Donación. Conteniendo la respiración navegué por su página web, que trata de la donación de esperma y óvulos, en la que explicaban el procedimiento y hablaban de cómo se concibe un niño a través de la fertilización asistida. Muchísima gente había publicado sus experiencias, pero ni una sola persona mencionaba nada acerca de la repugnancia que supone. Parece evidente que Jack encontró un vacío en la sección de testimonios y decidió llenarlo con su historia, con la intención de compartir con el mundo su secreto, pero no conmigo, sangre de su sangre... «Bueno, no exactamente», me recuerdo a mí misma, ya que todavía no he asimilado el hecho de que él no sea mi verdadero padre.

—¡Fíjate! —dice mamá, refiriéndose a mí—. ¡Es un milagro!

—Está claro que no es algo que se vea todos los días.

Jack entra en mi cuarto secándose la cara, pero no consigue hacer desaparecer esa máscara de Padre Perfecto, por mucho que se frote con la toalla. Me sonríe como si de verdad estuviera tremendamente entusiasmado por encontrarme despierta en la habitación que él mismo había pintado cuando yo tenía diez años. Tuve que escoger el color de entre un muestrario de colores brillantes y, por supuesto, la única elección lógica era el místico Azul medianoche. Estaba superimpaciente con que Jack empezara, y no paraba de dar saltos arriba y abajo mientras él cubría mis muebles con sábanas y construía una especie de cabaña dentro de la cual me senté, aunque ya era demasiado mayor como para fingir que mi escritorio era una cueva y yo era un trol.

—¿No prefieres ser una princesa? —me preguntó Jack, mientras yo me dedicaba a rascarme las verrugas, eructar y frotarme la barriga con una mano peluda.

—Yo desayuno princesas.

Jack negó con la cabeza y luego me echó de la habitación. Trepé al tejado del cobertizo del patio trasero y estiré el cuello para ver a través de la ventana de mi dormitorio. Vi cómo Jack se agachaba para preparar la pintura que yo sabía que era del color exacto de la magia. Cuando me pilló espiando, levantó un dedo en señal de reprimenda y me reí a la vez que me bajaba de un salto del cobertizo, porque por nada del mundo quería echar por tierra la sorpresa.

Fue un duro golpe cuando él exclamó voilà y yo atravesé la puerta de mi nuevo dormitorio azul, que para nada era azul, sino amarillo claro.

—Se llama Luces del alba —dijo, mientras yo notaba cómo se me cortaba la respiración—. No es Azul medianoche, pero pensé que este era más bonito. Mucho más indicado para una niña. Mira cómo atrapa la luz, Tessie-T. El azul que habías elegido habría quedado muy oscuro. Este color hace que tu habitación parezca mucho más grande, ¿no te parece?

Asentí con la cabeza, aunque notaba como si las paredes se me echaran encima, absorbiendo todo el oxígeno…, o al menos eso parecía ya que no podía respirar.

Se me empezaron a llenar los ojos de lágrimas, lágrimas de decepción que debía ocultar a toda costa porque Jack esperaba que me encantara mi nueva habitación. No sé cómo logré controlarme, pero mantuve los ojos bien abiertos hasta que me escocieron, a la vez que pronunciaba las palabras que él quería oír.

—Gracias, papá, me encanta.

—Tu viejo padre sabe qué es lo mejor, ¿eh?

En mi vida he odiado tanto mis paredes amarillas como en este momento, en el que Jack aprieta la toalla contra su pecho, fingiendo un ataque al corazón.

Tengo que admitir que lo hace fenomenal. Mamá se parte de risa y, en condiciones normales, yo también; incluso me habría unido a su interpretación, fingiendo mi propio ataque. Echo mano de toda la fuerza de voluntad que puedo para endurecer mi mirada y mantener una expresión digna de una escultura de piedra mientras Jack se acerca tambaleándose a mi escritorio, golpeándose el pecho con una mano. Ni me inmuto cuando extiende su brazo moribundo y agarra el abrigo que llevaba puesto en la huida de anoche. Está empapado, o debería estarlo, y estoy segura de que Jack está a punto de darse cuenta, pero no. Es puro atrezo. Termina desplomándose en mi silla, fingiendo su muerte con la cabeza metida en la capucha de mi abrigo, sin pararse a pensar en por qué está mojada.

De repente me incorporo de un brinco, transformando mi ira en una bola negra, peligrosa y poderosa, con la que jugueteo en mis manos. Es como una granada que podría hacer saltar por los aires este día aparentemente tan normal, echando por tierra nuestra imagen de familia perfecta. Lo único que tengo que hacer es dejar que explote.

Mamá observa cómo me siento sobre la cama. Finge un jadeo y luego le da un codazo a Jack, de manera que él también resopla. Las miradas de ambos son exactamente del mismo tono azul, algo que llevo sabiendo toda mi vida, pero que ahora tiene un nuevo significado. Ahí está la prueba de que alguien más participó en mi concepción; porque puede que no siempre preste atención en la clase de biología, pero estoy bastante segura de que padre y madre de ojos azules no pueden engendrar hijos de ojos marrones.

—Yo...

—Está hablando —dice Jack—. Está despierta y puede hablar.

—Yo...

—¡Eh! ¡Ten cuidado! —dice mamá, riéndose.

Jack se acerca a mi cama.

—No te estreses por nuestra culpa, Tessie-T. —Me toca en el hombro con los mismos dedos que escribieron esas seiscientas diecisiete palabras. Hay contacto entre nosotros y lo raro es que no me resulta extraño porque ha sido mi padre durante quince años y Jack solo durante doce horas—. Tú relájate, Tessie-T. Túmbate, túmbate. ¿Para qué cambiar la rutina de toda una vida?, ¿eh?

Hace que me eche de nuevo sobre mis almohadas de Star Wars, que me sumerja en su universo familiar como si nada hubiera cambiado.

Capítulo 4

Me muevo por inercia, fingiendo que todo es como siempre, porque necesito que así sea hasta que decida qué hacer. Me zampo los cereales que Jack ha preparado como cada mañana, mientras que él echa un vistazo a mis deberes, deslizando un dedo por mi libro de matemáticas sin encontrar ningún error a pesar de que solo tardé veinte minutos en hacerlos, ¡si es que soy un crack en trigonometría! Me entrega el libro con una sonrisa que normalmente le devolvería, y me recuerda que no me olvide de coger la flauta para una clase a la que puede que ni vaya si decido huir. «Sigue siendo una opción», le digo telepáticamente al pez de colores, a pesar de que el plan parece estúpido a la fría luz del día. Me lo imagino, moviéndose de un lado a otro, impaciente bajo mi cama, canturreando la dirección del Departamento de Fertilización Humana y Embriología, el lugar donde se almacena toda la información relacionada con los donantes de esperma. «Finsbury Tower, número 103-105 de Bunhill Row en...».

—¿Tess?

Vuelvo en mí justo cuando Jack termina sus cereales y se deja caer sobre el respaldo de la silla.

—¿Qué opinas, entonces?

—Mmm... ¿Sí?

Nueve de cada diez veces, «sí» es la respuesta correcta. Y así debe ser ya que Jack asiente con la cabeza y recoge nuestros cuencos del desayuno para meterlos en su adorado lavavajillas. Le encanta colocar los platos y las tazas en el lugar apropiado para poder llenarlo a tope, intentando calcular dónde debería ir cada cosa mientras mueve la cabeza de un lado a otro.

Hoy, una jarra de plástico está dando problemas. Jedi entra correteando en la cocina y la atraviesa a toda mecha para meter el hocico entre los cubiertos. Jack lo odia, pero a mí me chifla cómo pega lametones al cuchillo de la mantequilla con su lengua de color rosa, pasando olímpicamente de las reglas.

—Fuera de ahí, chico. Venga. Ya sabes cómo va esto. Sí, eso es lo que pensé, Tessie-T. Pregúntale. No tiene mucho sentido aprender a tocar la flauta si no te presentas a ningún examen, ¿a que no? Suzie acaba de hacer uno. Podías intentarlo. No queremos ocultar tu talento bajo una piedra, ¿verdad? Queremos que tengas la oportunidad de destacar, de mostrarle al mundo de lo que eres capaz, de brillar con luz propia.

—Creía que debía intentar encajar —digo, sorprendiéndome a mí misma, aunque no tanto como a Jack, que deja la jarra a un lado y se pone de pie.

—¿Quién quiere encajar? ¿Quién quiere ser normal y corriente? —me pregunta con tono de alucine. Es agotador intentar seguirle el ritmo, y es un alivio que ya no tenga que hacerlo más—. ¿Quieres pasar desapercibida, Tess? ¿Es eso lo que intentas decirme?

Balbuceo la respuesta apropiada, pero me resulta más difícil que nunca. Un grito de protesta crece dentro de mi pecho, donde antes solía haber silencio, y noto cómo empiezan a saltar chispas de mis ojos. Esto sí que es una novedad, este fuego que arde en dirección a la espalda de Jack justo en el momento en el que niega con la cabeza y desaparece escaleras arriba.

Me cambio en mi cuarto, echando mano de una vieja falda de uniforme porque mis pantalones están en la lavadora. La sostengo contra las piernas intentando calcular si me seguirá valiendo. Es muy probable que no, dado que hace seis meses ya me quedaba bastante justa, pero con un par de tirones y empujones consigo meterme dentro de la tela verde. Me calzo las Dr. Martens negras que suelo llevar al colegio y contemplo mi figura de cintura para abajo, diciéndome que las curvas son sexis hasta que logro que me encante la forma en que mi trasero sobresale, cubierto de esta tela color verde esmeralda, como si fuera algún tipo de mística colina. Soy grande, soy fuerte y soy poderosa: una chica de proporciones montañosas, que no puede ser conquistada fácilmente. Me peino con energía y luego le doy a mis dientes un cepillado bastante intenso mientras me miro en el espejo del baño y observo mi cara, que parece estar envuelta en llamas.

Algo va a ocurrir. No sé qué ni cuándo, pero va a ser tremendo.

—¿Estás lista, Tess? —grita Jack desde el recibidor—. Venga, que te acerco. Parece que va a llover.

Cojo la flauta, la mochila y, de vuelta en la cocina, la ensalada. Luego me pongo el abrigo, todavía húmedo después de mi aventura de anoche, que ahora parece que ocurrió hace un millón de años.

—Terrible, ¿no te parece? —dice Andrew, mientras sale de la casa contigua—. Pero mírese, señor Turner. Esta tontería de trabajar se está convirtiendo en un hábito, ¿eh?

Cierra la puerta de su casa con un rápido giro de llave.

—En realidad, no —responde Jack, mientras cierra la nuestra con más torpeza.

—Entonces, ¿la vida todavía no te ha metido en el redil de la sumisión, tío?

—En absoluto, tío.

La risa auténtica de Andrew desentona con la risa falsa de Jack.

—Me alegro. Así que ¿aún no has abandonado el gran sueño de dedicarte a la interpretación?

—Me temo que no. Todavía estoy al pie del cañón, tío. —Jack señala su traje—. Esto no es nada serio, solo un trabajo temporal en Ashton. Un poco de calderilla con vistas a la Navidad mientras espero a que mi agente me encuentre un nuevo papel.

De repente pienso en lo patético que es: un tipo de cuarenta y cinco años que se dedica a contestar al teléfono en un concesionario de Volvo, que desdeña a cualquiera que tenga una rutina o que quiera alcanzar el éxito desempeñando un trabajo normal y corriente, menospreciando a quienes se dejan la piel currando mientras que él espera a probar suerte en audiciones que nunca llegan.

—En fin, mejor voy tirando. Que tengas un buen día, ¿vale?

Caminamos hacia el coche aparcado en un hueco al otro lado de la calzada.

—¡La malcrías! —grita Andrew—. El colegio está a tan solo dos minutos de aquí. Yo nunca llevo a mi Suzie.

—Sí, bueno. —Jack señala al cielo—. Parece que va a llover.

—¡El aire fresco les viene bien! Los fortalece. Todo eso de hacer un poco de ejercicio antes del colegio y tal.

Los dos me miran y el mismo pensamiento retumba en sus cabezas a la vez que noto cómo el botón de mi falda casi sale disparado contra la acera. La mirada en la cara de Jack hace que me sienta grande, más grande que este coche, más grande que esta calle, más grande incluso que todo un país…, más o menos del tamaño de África si se hubiera erradicado de ella el hambre.

—Y bien, ¿qué audiciones has estado haciendo últimamente? —pregunta Andrew al tiempo que se acerca a nosotros con toda la calma del mundo—. ¿Te veremos de nuevo en esa serie de detectives? ¿Cómo se llamaba? Morse, ¿no?

Lewis —dice Jack, abriendo el coche a distancia.

Lewis. Es cierto. Van a volver a llamarte, ¿verdad?

—Bah, no lo creo. De todos modos, siempre es bueno tener un currículum variado. Rechazaría el papel, aunque me lo volvieran a ofrecer —miente Jack.

—Entonces, ¿qué será lo próximo? —insiste Andrew sin pillar la indirecta que Jack le está mandando al subirse al coche y encender el motor—. ¿Publicidad quizá? ¿Te veremos vestido del Monstruo de la Miel?

—No creo que siga existiendo eso, ¿no? En realidad, si te soy del todo sincero, la publicidad no es lo mío. Carece de alma. Ahora mismo me interesa más hacerme un hueco en el mundo del teatro. De hecho, voy a participar en una obrita local. Les estoy echando una mano, ¿sabes? Se estrena este fin de semana. Mañana a las siete, y luego la representaremos otros tres sábados más. Deberías venirte, si tienes oportunidad. Es el grupo Didsbury Players. Me he dejado liar para interpretar al Capitán Garfio, ¿sabes? Tess también actúa. Y le está encantando, ¿a que sí? En fin, es una cosita de aficionados, pero está bastante currada. De gran calidad, ¿no crees, Tess?

—Ajá.

Jack me mira divertido porque este no es el tipo de respuesta a la que le tengo acostumbrado.

—Está medio dormida esta mañana —le dice a Andrew con una voz impregnada de exasperación ante la pasividad adolescente—. Ya sabes a lo que me refiero.

—Suzie es una persona de mañanas, en realidad. Nos colgamos la medalla de oro con eso.

—Eso parece —dice Jack de tal forma que me hace sentir como si yo fuera una medalla de bronce—. Bueno, te reservaré una o dos entradas por si te animas al final.

—Suena genial. Intentaré ir, no lo dudes —dice, aunque no lo hará.

—Estupendo —responde Jack, queriendo decir exactamente lo contrario—. Hasta luego, tío.

—Venga, tío. Hasta luego. Y tú, Tess, disfruta de tu paseo en coche con tu chófer particular, quiero decir, con tu padre.