portada.jpg

 

 

 

 

Luis Barallat

 

 

 

TEATRO DE SOMBRAS

 

 

 

 

 

 

 

© Luis Barallat

© TEATRO DE SOMBRAS

 

ISBN digital: 978-84-686-9393-4

 

Impreso en España

Editado por Bubok Publishing S.L.

 

Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

 

 

 

portadilla.jpg 

 

 

 

 

 

 

 

Logo%2011X11%20Positivo.png 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 1

 

 

 

 

 

 

 

 

Siempre me despertaba a la misma hora, aunque estuviera de vacaciones. Sin embargo, lo maravilloso de la casa de Pollença era ver entrar por la mañana un chorro de luz brillante; filtrada pero aún espesa; aromatizada por adelfas, buganvillas y palmeras. Los pájaros entre las ramas actuaban de despertador involuntario, llenándote de una sensación de tiempo inamovible.

Era un despertar lento, en el que la consciencia se recuperaba poco a poco, con recuerdos del último sueño: como si se tratara de un disco rayado. Resulta curioso que esos sueños, que tan visibles y reales aparecen en un primer momento, desaparezcan de la memoria como por encanto a los pocos minutos de levantarte, lavarte la cara y prepararte para el día con el afeitado y demás rutinas mañaneras.

Me gustaba mucho el cuarto: espacioso, dominado por dos camas desparejas y antiquísimas que desconozco cómo habían acabado allí; con el desgastado suelo de cerámica a cuadros blancos y negros; un lavabo con espejo diminuto; falsa chimenea con dos sillas rústicas diferentes —que tampoco hacían juego con las camas—, y una mesa sólida para escribir mirando a la huerta. Tenía, además, ventanas a cada lado: a oriente y a occidente; con vistas de mar y flores por una de ellas, y de montes, almendros y algarrobos por la otra.

Es sorprendente el impacto que una habitación determinada puede tener en tu vida: en aquella había nacido yo, también mi madre y probablemente mi abuelo. Cada vez que volvía a ella, después de once meses de hoteles medianejos y del estrecho dormitorio de mi estudio alquilado de Madrid, se me agrandaba el alma y me sentía inspirado: con ganas de empezar cosas nuevas.

En aquellos años, intentaba regresar al predio familiar cada verano, por lo menos veinte días seguidos. Me devolvía a la infancia y a sus mejores momentos: cuando salía corriendo como una flecha nada más desayunar, para ir al corral, o a la fuente, o a robar higos. Mi madre chillándome, porque se me olvidaban la mitad de las cosas, o para decir que tuviera cuidado al cruzar la carretera, o advertir que no me bañara en el mar hasta pasadas las cinco. También recuerdo a mi padre cuando se iba a Palma para embarcar, saliendo en su vieja moto con sidecar, con las gafas puestas, despidiéndose con la mano mientras le daba al pedal de arranque.

En Can Bofill, con el apellido de mi abuelo materno en la verja, sin la falta de personalidad que da una calle con un número, se había sentido muy cómoda Nancy. Aquí pasamos algunas de nuestras mejores rachas. Jacquie y Jamie también disfrutaban corriendo por todo el caserón, aunque los niños lo pasan bien en cualquier sitio. Entonces solo podía verlos dos semanas al año, y no siempre podían coincidir con mis vacaciones: antes del 31 de enero recibía la carta de Ellis & Ellis, bufete de Nueva York, pidiéndome que reservara mi cupo anual de hijos dentro de un escaso número de posibilidades de fechas que sugerían. Era el tipo limitado de paternidad que podía ejercer.

La verdad es que mereció la pena mientras duró: si no se cruza el banco de inversión, la ambición que ella tenía por una carrera rápida, y lo raro que soy, seguiríamos todavía juntos. Nancy aspiraba a lo más alto en su profesión, al coste que fuera, supeditándolo todo. No tuvo sentido que nos casáramos un balear indolente y desordenado con una experta en dirección de empresas hija de millonarios de Boston.

Lo curioso de los pensamientos es que vienen agolpados, incitados por un encadenamiento de ideas, para terminar con frecuencia en los temas de siempre: ¿Por qué se había enamorado si estaba claro que no iba a soportar mi estilo de vida? ¿Por qué yo no había sido capaz de ceder?… Me justificaba pensando que siempre había actuado como era, o al menos como creía que era, pero nunca me atrajo la carrera de ratas: ese enfrascarse en una lucha ansiosa por el dinero y por el poder. Tampoco podía aguantar ni a su familia, ni a Nueva York, ni a los amigos comunes. Me pidió que eligiera y la perdí; aún no sé si se habrá tratado de mala suerte o de falta de buena suerte.

No hay nada mejor que afeitarse con vistas y sin prisa, ni nada más deprimente que un cuarto de baño sin ventanas. Ese día tardé casi quince minutos, y es que cada vez que aclaraba la cuchilla en el grifo me quedaba ensimismado. ¡Qué pérdida de tiempo maravillosa!: un pequeño lujo más de mi independencia.

Sin sentirte cómodo no puedes amar. Tampoco si tienes que cambiar, y es difícil cambiarse a uno mismo. A mí me resulta imposible: siempre las mismas cantinelas y parecidas reacciones. Puedes arrepentirte de lo extraordinario, pero no de ti mismo: es demasiado complicado. Las mujeres siempre quieren cambiarte: “Pero si no te cuesta… ¡Que más te da!… Con lo estupendo que serías si solo consiguieras hacer esto o lo otro…”. Me resulta muy difícil modificar las pequeñas cosas. Pienso que podría hacer una cosa grande por amor antes que diez pequeñas; a lo mejor eso es precisamente el egoísmo.

El paseo desde casa hasta el pueblo es de una belleza que conseguía sorprenderme cada vez que lo hacía: una estrecha carretera zigzagueante, como meandros de un río de asfalto moviéndose con pereza entre pequeñas huertas que conservaban su sabor, en una naturaleza mejorada por el hombre. Contemplar las fincas con sus higueras cargadas de frutos aún verdes, los almendros, buganvillas, madreselva, hibiscos, ciruelos, manzanos, yucas, y, entre los árboles, ver moverse los patos, ocas, pavos, cerdos, conejos, cabras, ovejas: parece un jardín zoológico de animales domésticos entre flores y frutales. Si a todo ello uníamos el silencio, los colores, los aromas del aire, el correr del agua por las acequias y la claridad de la luz, se puede comprender mis sensaciones al recorrerlo.

No es por casualidad que aquella zona sea el paraíso del pintor, y que varios hayan fijado allí su hogar. El pintor aventaja sin duda al escritor en las posibilidades de reflejar la belleza. Las palabras son pobres para expresar tonalidades, claroscuros, sombras, movimientos: ¿Cómo se puede expresar la transparencia del aire, el brillo de la mañana, los montes malvas al atardecer…, o los reflejos de la luna en las hojas de los árboles? ¿Qué frases son capaces de recoger la sonrisa de un niño o la desesperanza de la traición?… Únicamente la poesía consigue transmitir sensaciones con la matemática del ritmo, con la música de las sílabas. Pero ni el pintor ni el escritor pueden plasmar los olores: la emoción que se experimenta al percibir el frescor de una huerta o el aroma del clavel chino en agosto; ni tampoco los sonidos: los murmullos de las hojas, las conversaciones de los mirlos, la enormidad del silencio.

No existe manifestación artística completa para expresar la naturaleza, o para explicar el amor; porque el amor también huele, se oye y tiene color. Por eso soy un entusiasta del teatro, de la ópera y del buen cine, que cuando son buenos son espectáculos completos, y cuando son malos resultan insoportables. La cantidad de pensamientos inútiles que surgen; antes eran proyectos y cada vez más son recuerdos y naderías: la edad media de la vida es sin duda declive.

La isla se estaba transformando a un ritmo acelerado: por una parte con los turistas, que querían comprimir el descanso en pocos días, como si se pudiera comprar y tener al instante; por la otra, con algunos nativos, y su afán por convertir el ocio en negocio. ¿Cómo se puede hablar de empresas de ocio?: equivale a estudiar la perversidad del bien o la deformidad de la belleza —aunque quizás haya mucho de verdad en estas contradicciones—. Comprendía que en el pasado Mallorca haya sido sitio elegido por ermitaños: en ese momento estaba viendo el monasterio del Puig, altivo y retador en lo alto del monte, con magníficas vistas a las dos bahías. Allí se respiraba quietud y aislamiento, necesarios tanto para la creación como para la meditación: la soledad es imprescindible, y siento pena de los que no saben disfrutar del silencio.

Mis artículos siempre nacen en los paseos. Escribo con los pies: soy un escritor peripatético. El procesador de textos pone mecánicamente las palabras, pero las ideas y los estímulos surgen caminando. Conduciendo me es imposible pensar en una línea uniforme; el tren sin embargo me da buen estado de ánimo. El avión es rápido pero tiene bastante de enervante por la sucesión de continuas esperas: facturación, control de seguridad, retrasos, embarque, autobús, despegue, comida, pasaportes, recogida de equipaje… No se llega nunca a alcanzar la quietud.

Aquella mañana —hace ya casi cuatro años—, me adentraba en el pueblo por el camino que viene de las huertas. A un lado y a otro se veían calles estrechas y casas con clase, con dignidad. Las puertas abiertas insinuaban cuidados zaguanes, dejaban ver escondidas terrazas; todo en continuo estado de revista: para que las vecinas pudieran apreciar la limpieza, orden y buen gusto del ama. En eso destaca Sevilla: es una delicia pasear por el barrio de Santa Cruz en primavera y ver, o intuir, los patios llenos de plantas, desprendiendo frescura; dejar vagar la imaginación por un pasado de ensueño, de besos robados, de conversaciones lánguidas al atardecer… Finalmente, me dejé caer por la calle Montesión hasta la plaza Mayor, y me dispuse a desayunar y a ojear la prensa en el café Español.

Ni me preguntaban lo que quería, lo de todos los días: un desayuno entrecortado con los saludos de diversos habituales. Aquel día se acercó Pedro, el apoderado de la Caja de Ahorros, la más pequeña y sin embargo una de las más solventes de España, un gran amigo que se ocupaba de administrar mis asuntos durante mi ausencia, y mucho más. Me informó que había llegado la transferencia que estaba esperando, y que iba a abonar al lampista las chapuzas que había hecho en la cocina durante el invierno.

Pedro es un tipo servicial, con tiempo para todo el mundo. Podía haberse jubilado hacía años con el salario íntegro, pero no quiere dejar de trabajar. Decía que seguiría yendo todos los días a la oficina, incluso sin cobrar. Si necesitabas una reserva en el barco de la Transmediterránea, y la agencia no podía conseguirla, él te la arreglaba. Me acuerdo un año que tuve que volver más o menos inesperadamente a la Península, y Pedro lo solucionó: “Vete dos horas antes de la salida del ferry, pregunta por Coberque y dile que vienes de mi parte. Te embarcará, ya lo verás. Confía en mi”.

Su único pago es poder presumir de los muchos amigos que tiene en todo el mundo, y algún favor tonto que pide de Pascuas a Ramos, como que le traigas tal o cual disco de música clásica, que no ha podido encontrar en Palma. El disco seguramente no será para él, sino para don Mariano, el médico, o para otra persona del pueblo. También le gusta que escuches con atención su gran tema de conversación: sus hijos y nietos. La verdad es que es para estar orgulloso: ha sacado adelante la familia de forma admirable con un modesto salario. El mayor es dueño de una pequeña empresa de autobuses, el otro director de una sucursal bancaria, y la pequeña violinista en la orquesta Ciudad de Barcelona, y además bien casada, como suele aclarar.

Mientras mojaba complacido el pan en el huevo, me volvió a repetir por enésima vez que mi casa necesitaba un buen remozo, que por cuatro duros cambiaba la fontanería y la instalación eléctrica y la dejaba bien: “Si no tienes dinero, Jaume, para eso estamos en la Caja, y sin constituir hipoteca: con tu sola firma. ¿Sabes lo que puede valer Can Bofill? En la Huerta están pagando por fincas peores hasta setenta millones de pesetas; y la podrás alquilar a veraneantes cuando no puedas venir, pero claro, con baños nuevos; sin que salten los automáticos a cada instante… Yo me ocuparía de todo, como siempre, y sabes que con gusto”.

Me asustaba —y me daba vergüenza— tener tanto dinero en ladrillos para utilizarla unas pocas semanas al año, pero tampoco me apetecía vendérsela al inglés de turno. Desprenderme de ella supondría quedarme sin raíces, sin identidad. Además, tengo la idea —que hace años me habría parecido anticuada— de que en el futuro vengan a pasar temporadas mis hijos y le cuenten a los suyos, que en esta casa habían nacido sus abuelos, sus bisabuelos y también los tatarabuelos. Sus antecesores de Massachussetts tendrían más dinero, pero los mallorquines fueron unos señores.

Tenía razón mi amigo: la casa necesitaba un repaso. En la parte de abajo se estaba levantando el piso; el establo estaba lleno de trastos, no se usaba, y convenía tirarlo para ampliar el comedor; había que reparar el muro: siempre he tenido la sospecha de que varios linderos y parte de un chalet cerca de la fuente se habían construido con los pedruscos de mi cerca. El huerto y el jardín estaban bien, porque se ocupaban unos payeses —parientes lejanos por vía materna— que se quedaban con los frutos a cambio del trabajo. En fin, no había otro remedio que acometer las obras el próximo invierno.

 

—¡Jaume, ya sabrás lo que ha pasado! —me dijo Jordi, el camarero, al traer la cuenta—. Viene en la prensa… Hace dos días desapareció la lancha de Vilá, el millonario. Ayer por la mañana la encontraron hundida cerca de la Fortaleza, y poco después apareció el cuerpo.

 

En Pollença se trataba de una gran noticia. De todas formas nos estamos volviendo insensibles: enciendes la caja tonta, y mientras saboreas una cerveza reclinado en tu butaca, te cuentan que unos mal llamados libertadores han tirado en Chipre a la pista, desde un avión secuestrado, los cuerpos degollados de unos rehenes, o que veinte mil menores han sufrido abusos deshonestos en el último año, u otra barbarie por el estilo. El afán de estar continuamente informados nos está deshumanizando, y eso que yo como precisamente de ello.

Sin embargo, esta vez la noticia de Jordi consiguió sorprenderme… Había hablado precisamente por teléfono con Vilá la semana anterior para explicarle por qué necesitaba entrevistarle, y por qué le convenía recibirme. No había resultado fácil convencerle. Tuve que pelearlo durante días: como muchos poderosos tenía como filtro una secretaria imposible de pasar. Al final el propio Vilá había cogido la comunicación. Aunque estuvo correcto y amable en todo momento, recordé que había sentido una sensación extraña al terminar la conversación: una intuición, un pálpito…; un frío inesperado, como una premonición de algo malo. Como solía decir mi madre: se me había conectado el radar.

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 2

 

 

 

 

 

 

 

 

El Diario de Mallorca era escueto en su forma de dar la noticia. Al amanecer del día 7 se habían encontrado restos de la embarcación de Vilá en las proximidades de la Fortaleza, cerca del promontorio de la Punta Avanzada, al otro lado del faro. La motora de gran potencia se había estrellado contra las rocas, de lo que se deducía que el impacto debió producirse a gran velocidad. Durante la mañana, hombres rana de la Guardia Civil y personal de la base de hidroaviones estuvieron buscando el cuerpo, encontrándolo al final de la tarde a una milla de distancia, a la altura de Es Caló, probablemente arrastrado por las corrientes; estaba a una profundidad de seis metros, sin señales de violencia. Aunque era pronto todavía para conocer las circunstancias, parece que cayó al mar mientras se desplazaba desde Formentor hasta Puerto Pollença, se cree que por un desvanecimiento o un golpe de mar, y la lancha continuó sin gobierno hasta que se estrelló.

Junto a la noticia aparecía una foto de archivo del ahogado. Se veía a un hombre bien parecido, de labios finos, ojos claros, tez morena, de aspecto mediterráneo, elegantemente vestido, con sonrisa melancólica y brillo de inteligencia en la mirada. El periodista apuntaba también detalles sobre su personalidad en el mundo financiero, y concluía que el juez esperaba conocer los resultados de la autopsia antes de avanzar cualquier hipótesis.

Su nombre había comenzado a aparecer en la prensa económica hacía tres años. Era un caballero andante de las grandes finanzas, jugador solitario de fuertes apuestas, especulador de nuevo cuño, desafiando a los poderosos, poniendo en jaque a los hasta entonces intocables prebostes del país; a la gran patronal en pleno. A los ojos de un periodista se notaba que detrás de esa imagen había un equipo de asesores especializados en crear apariencias, en filtrar las noticias de determinada forma para conseguir unos objetivos definidos con anterioridad.

Para la futura entrevista me había preparado a conciencia: Vilá era ingeniero y graduado en administración de empresas por una institución situada a las afueras de París, reconocida mundialmente por la alta calidad de sus programas y por los buenos puestos de trabajo que conseguían los que allí obtenían un diploma. A los 34 años tenía un puesto de confianza en un grupo, que se hizo famoso por acabar en la mayor suspensión de pagos de la historia empresarial del país. Pocos meses después de la hecatombe se había montado por libre en Madrid dedicado a canalizar inversiones extranjeras, llegando a participar de manera destacada en la venta de los despojos de su antigua organización. A finales del 84 entró en contacto con la firma norteamericana Davies & Robicheck, que se había hecho famosa, y sus socios multimillonarios, mediante ofertas hostiles de compra de algunas de las empresas más importantes de América: ganaban tanto si la operación se realizaba como si fracasaba. De hecho, algunas de sus inversiones más rentables fueron aquellas en las que la empresa objetivo adquiría el paquete de esos tiburones con el fin de quitárselos de encima.

La organización de estos dos personajes era muy pequeña: una planta de oficinas en Manhattan, con vistas a las Torres Gemelas, y un equipo de abogados y analistas financieros. Sus adquisiciones las financiaban, por una parte, mediante las aportaciones de unos pocos inversores importantes, que incluían varias casas reales de Europa y Oriente Medio, un conocido grupo de rock, famoso por su música anticapitalista y su apología de las drogas, y dos actrices de Hollywood; por la otra, con dinero procedente de grandes fondos de pensiones. Asimismo se endeudaban a tope, para minimizar el capital arriesgado, acudiendo a bancos especializados y a emisiones de obligaciones que colocaban entre el público.

Según me había informado Chip —mi anterior jefe y sin embargo excelente amigo en ese momento editor responsable de economía a nivel mundial— a mediados del 83, Robicheck, que era el financiero de la pareja pues Davies se ocupaba más de lo legal, empezó a invertir fuera de los Estados Unidos: preveía una futura debilidad del dólar; la idea era realizar adquisiciones en terceros países, por supuesto siempre desarrollados, cuya moneda tuviera perspectivas de apreciarse.

No se sabe cómo, pero Vilá ganó su confianza convenciéndoles del potencial de la bolsa española: en esos años con una pequeña cantidad se podía poner en aprietos la cotización de cualquier compañía. Entrar en un país en clara mejoría, que según todos los indicios sería pronto miembro de la Comunidad Europea, apeló al instinto especulador de Robicheck, que vio y olió ocasión de negocio.

Mientras terminaba el desayuno, me acordé de que disponía de más detalles en mis archivos, pues había recopilado bastante información las semanas antes de venir de vacaciones para escribir un reportaje en colaboración con los corresponsales en Frankfurt, París y Londres sobre el auge de las bolsas. El pesado de Prohe —mi boss en aquellos tiempos— me había amargado la vida durante todo el tiempo con su manera tensa de entender el trabajo en equipo. Mi inclinación a mandarle a freír monas no me estaba ayudando en absoluto para ascender en la revista.

Al apartar la taza de café, me acordé del tremendo retraso que llevaba con el otro artículo al que me había comprometido dedicado a los empresarios del futuro, precisamente por el que había fijado la entrevista con Vilá. Seguro que al llegar a mi despacho tenía una pila de teletipos recordándome que había una reunión imprescindible en Londres, o que debería enviarle un informe de avance sobre no sé qué, o cualquier otra tontería parecida… Uno de los atractivos de Pollença era precisamente no disponer de teléfono en casa, aunque ya me habían recordado que un periodista internacional, con una mínima profesionalidad, tenía que estar siempre localizable: de noche, de vacaciones, comprando el pan, haciendo el amor; siempre, en todo momento.

Es curioso que en el mundo coexistan tipos como Pedro —que se había ido hacía unos minutos— y personas como Prohe. Desgraciadamente, en la evolución de la especie humana estos últimos parecían estar ganando la partida… En ese momento me acordé que los indios amazónicos nos llaman a los blancos los “Hombres Termitas” porque vivimos en edificios como torres, destruimos el bosque, construimos autopistas que parten la vegetación en dos, y siempre tenemos prisa. A nuestra cultura la llaman, por tanto, el “Mundo Muerto” porque no hay selva, ni animales en libertad, ni insectos. Algunas veces pienso que la vida de los Robichecks, de los Prohes y de los Vilás tiene bastante de muerta: de una muerte en perpetuo movimiento.

Había elegido a Vilá para ese reportaje por representar al nuevo tipo de empresario que se estaba enriqueciendo rápidamente, más financiero que industrial, formado en números, con contactos internacionales y, sin embargo, rechazado por el sistema, por los de siempre; controlado por la avaricia, pero sin miedo a gastar y a mostrar el lujo. Por una paradoja de la vida había encontrado la muerte dando un paseo en lancha por las calmadas aguas de la bahía de Pollença. A Vilá le había llegado allí su turno, se le había terminado la cuerda: alguien había decidido apagar su llama, o por lo menos no había impedido que se apagara sola.

Apuré el último poso del segundo café —por tener la tensión baja necesito beber tres por lo menos para empezar a funcionar— dejé el importe de la consumición en la mesa y me levanté para volver a casa por donde había venido. No sabía por qué, pero se me había llenado la cabeza de imágenes sobre el accidente: veía la silueta malva de la Fortaleza al atardecer, con el conjunto desparramado de construcciones medio destruidas levantadas antes de la Guerra por un argentino, amigo del pintor Anglada Camarasa, en las que se habían celebrado en tiempos grandes fiestas. Desde ella se veía surgir el sol de la profundidad del mar por las mañanas y ponerse por la tarde tras las montañas azules. Imaginé la lancha desplazarse a gran velocidad hacia el faro, partiendo el agua en dos, generando espuma con las olas que chocaban contra el mar de fondo, y sentí de repente el tremendo impacto del casco contra las rocas, y la embarcación hundirse en minutos envuelta en llamas.

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 3

 

 

 

 

 

 

 

 

—Ya he contestado todo lo que sé a sus colegas de la prensa.

 

Con estas palabras me recibió el portavoz del hotel, un hombre joven, moreno, de aspecto cuidado, oliendo a loción pasada de moda, con tendencia a la obesidad y escaso de pelo; entrenado para complacer a los ricos. Don José ha sido cliente nuestro desde hace tiempo: este era su sexto verano si no mal recuerdo. La mayoría de nuestros clientes, sobre todo los de la Península, suelen repetir con nosotros cada temporada y reservan de un año para otro. En algunos casos tenemos ya terceras generaciones, y con frecuencia segundas. No olvide que nuestra casa abrió en los años veinte.

Es curioso como el personal de los sitios selectos habla con orgullo de la lealtad y exclusividad de su clientela, como si de un bien físico se tratara. Este sentimiento se contagia con rapidez a los propios huéspedes, que disputan entre sí sobre cual de ellos lleva más tiempo viniendo, tanto en las reuniones informales en la piscina como en las introducciones y presentaciones que se hacen en los salones o a la entrada del restaurante. Los que llevan más años lo recalcan, dando a entender que poseen derechos especiales; que son más refinados por haberlo descubierto antes, o ricos desde hace más tiempo y por eso han podido permitirse venir con anterioridad.

—Es muy raro que sucedan accidentes de este tipo —prosiguió mientras se atusaba la calva—. Como conoce, se trata de una bahía dentro de otra; además, perfectamente señalizada. Aunque por supuesto tampoco es corriente salir en lancha de noche —interrumpió un momento la explicación para dar un sobre a un cliente de la tercera edad que se dirigió hacia nosotros—. Según me he informado después, el señor Vilá solía ir a dar un paseo al caer la tarde, desplazándose incluso hasta el puerto. Sin duda tuvo que sufrir un desmayo, o se dio algún tipo de golpe y cayó al mar. Ya sabe la tensión diaria a la que están sometidos estos financieros… Una verdadera desgracia. Un suceso inexplicable.

 

Me pareció que podía ser el momento oportuno para hacer una pregunta, porque pretendía indicar con el gesto que daba la conversación por finalizada: “¿Sugiere que sufría del corazón o algo parecido?… Me gustaría, si no le importa, que me ampliara algo más sobre el perfil personal del señor Vilá: sus amistades, aficiones…”

El portavoz suspiró profundamente, sin perder la elegante sonrisa:

 

—Comprenderá, sin duda, que procuramos no hacer comentarios sobre la vida privada de nuestros huéspedes: se trata de un establecimiento pensado para el descanso, donde la gente, mucha de ella famosa, busca intimidad y sosiego; únicamente puedo añadir que vino recomendado por uno de nuestros mejores clientes: el señor Samper de Barcelona, y que alquilaba dos habitaciones contiguas con vistas al mar durante todo el mes. Ello no quiere decir que las ocupara todo el tiempo: a menudo tenía que desplazarse fuera de la isla; también con frecuencia era invitado a pasar la noche en uno de los yates fondeados, o asistía a alguna residencia próxima. Por otra parte no solemos dar información sobre el estado de salud, excepto cuando es público y notorio y se hacen preparativos muy especiales al respecto.

 

En ese momento me pidió disculpas para atender una llamada, lo cual hizo sin perder la sonrisa en ningún momento, como si su interlocutor pudiera verle a través del hilo. Nada más colgar retomó la palabra:

 

—Amistades tenía muchas como podrá comprender: es lo normal en una persona de su relevancia. Conocía a muchos otros clientes, aunque ignoro con que grado de confianza: a título de ejemplo, podría referirme a los Gardoqui, a los Elizalde y a familias de la urbanización contigua, como los Aymerich, los Lecuona, además de los Samper por supuesto. También atendía a relaciones que fondeaban en la bahía, aunque en este caso desconozco sus nombres.

—¿Para qué necesitaba dos habitaciones?

—De vez en cuando, como le dije anteayer a la policía, traía invitados y quería asegurarse de que disponía de sitio para ellos. Si quiere conocer más detalles me temo que tendrá que preguntárselos al comisario Heredero o al propio juez de instrucción.

—¿Alguna amistad femenina en especial?

 

La sonrisa seguía inamovible; no se borraba ni para hablar. Me recordó al gato de Alicia en el País de las Maravillas: primero la sonrisa, luego los ojos… Estaba claro que empezaba a estar incómodo con la situación; de todas formas insistí: “No ha contestado a mis preguntas. Creo que no le comprometen y le aseguro que sé mantener la confidencialidad de mis fuentes”.

Amablemente respondió que había contestado a todas las que podía, y aún a más, por ser paisanos. Aunque sólo me conocía de vista sabía que nuestras familias se habían tratado en el pasado, pero la genética y la Guerra, habían hecho que de los Oliver solo quedara yo y la tía María, que es monja carmelita en Asunción, y de la familia de mi madre, una prima suya, Mercedes Bofill, la única sobrina de mi abuela, que es encantadora, vive en Barcelona, y a la que me referiré más adelante, pues tiene un papel en esta historia. Entonces tuvo una llamada a la que respondió con evasivas, después me hizo un gesto indicando que daba la entrevista por concluida. De todos los nombres que había mencionado, el único que me decía algo era el de Lecuona, otro empresario residente en la urbanización cercana con el que había concertado entrevista para dentro de dos días.

Todavía hoy no sé el motivo por el cual me había empezado a interesar tanto la muerte de Vilá, aparte de un sexto sentido difícil de explicar. Me inquietaba conocer en qué y para qué trabajaba, qué pretendía conseguir, para quién, cómo se divertía en su tiempo libre. Probablemente mi mentalidad burguesa —aunque a veces presuma de inconformista— entienda al padre que quiere ganar dinero para crear una compañía cada vez más grande que perpetúen sus hijos. También comprendo a la persona a la que la propia empresa le impulsa a seguir creciendo, o al que quiere ganar deprisa una fortuna para poder retirarse y disfrutar de las rentas, y desde luego al que se conforma con poco y quiere simplemente vivir a su manera, sin que nadie le dirija la vida. De todas formas, algunos hiperactivos dan la impresión de que en el fondo no se aguantan a sí mismos, y por eso no cesan en sus afanes. Creo que tenía necesidad en encuadrar al ahogado en algún molde. Esa frenética ansia tenía que tener alguna justificación: darle en las narices a algo o a alguien, dar qué hablar, imponerse, sentir el vértigo del riesgo.

¿Quién se iba a beneficiar de su fortuna?…: no tenía ni cónyuge ni hijos; quizás tuviera padres, hermanos, o primos, aunque en este caso Hacienda se quedaría la parte del león. Como siempre había escrito historias de vivos ahora pretendía contar una de muertos. Por otra parte, el perfil empresarial de Vilá me proporcionaba una coartada para dedicar tiempo al tema. Procuro hacer un artículo propuesto por mí siempre que puedo: me da sensación de libertad.

Desde luego también ayudaba que en aquel momento estaba atorado en un proyecto de novela que había estado madurando durante todo el invierno. Antes de llegar a Mallorca pensaba que tenía un buen argumento, pero al empezar a escribir me pareció trivial. Además, me sentía incapaz de la disciplina de sentarme todos los días delante de la mesa de mi cuarto a teclear palabras que no me convencían. Hay algunos escritores que se toman su trabajo como administrativos y consiguen escribir de nueve a cinco; incluso se fijan un objetivo diario de número de palabras. No es mi caso: cuando un libro se atasca prefiero dejar que fermente para ver si la historia recobra vida.

Lo que puedo asegurar es que no necesito llenar las vacaciones. Me siento cómodo vegetando, o lo que es lo mismo viviendo. Pienso que solo existe el presente: el futuro es un invento, y el pasado una estela. Me sentía feliz, por tanto, de poder estar tres semanas sin hacer nada.

Aquella noche asistí al Festival de Música. La belleza tiene algo que la hace difícil de describir. Oír un concierto al aire libre, en una noche de verano iluminada por la luna, en un claustro de piedra, oliendo nardos y damas de noche, sintiendo en la cara una leve brisa, constituye una experiencia estética especial. Las condiciones acústicas no eran perfectas, tampoco los intérpretes, pero el conjunto resultaba encantador. En mi caso ayudaba mucho el estado de ánimo: estar de vacaciones, en mangas de camisa, relajado… Recuerdo haber asistido con Nancy a representaciones extraordinarias en el Carnegie Hall o en el Metropolitan, después de un día de trabajo, y sentirme agobiado, teniendo ganas de que acabara para irme a casa a dormir.

Conozco bien al organizador: un centroeuropeo que se entrega a la tarea con entusiasmo admirable, y me gusta ver la mezcolanza de veraneantes, turistas y sociedad local disfrutando de música al aire libre. Después del anonimato de Madrid, me apetece ir a un sitio donde todos más o menos nos conocemos, aunque sea de vista. Aquella noche el repertorio incluía dos sonatas de violín y piano. Los intérpretes contrastaban de forma curiosa: un violinista alto, rubio, de pelo largo y vestido de negro, con un pianista bajo, moreno, calvo, con frac blanco. Recuerdo que uno era francés y el otro italiano.

La primera obra era de Beethoven, con su habitual elegancia matemática cargada de sentimientos. Era una delicia contemplar la lucha armónica que mantenían el violín y el piano para llegar al final de cada movimiento. A mi lado, una pareja de veraneantes jóvenes habían traído a sus dos hijos, uno de unos diez años y el otro un poco menor, que, vestidos iguales, aguantaban la prueba con un estoicismo admirable. El pequeño tenía una leve tos y ponía grandes esfuerzos para reprimirla; cuando subía de tono, miraba a su madre con gesto compungido y cara de pena.

El verano anterior había venido una noche al concierto con Jacquie, mi hija mayor. Fue la última vez que estuvo conmigo una semana seguida. Le gustó bastante. Empezaba a estar en la edad romántica y le emocionaba pasar una noche con su padre en un claustro medieval de la vieja Europa bajo de las estrellas escuchando música clásica. Creo que tiene la idea de que soy un tipo raro pero simpático. En el descanso me dijo que comprendía que Nancy se hubiera casado con Marcus, que le iba más que yo. Me hirió sin pretenderlo, pero no me sentí con fuerzas esa vez para defenderme; sin embargo la espina quedó clavada bastante dentro, y pienso que además se infectó.

Marcus es un cirujano que trabaja como una fiera y sueña con el saldo de sus cuentas y la subida de sus valores. Un judío ateo, que tiene asumido ver solo a Nancy cuando se lo permita el trabajo mutuo. Hasta la fecha habían tenido la delicadeza de no tener ningún hijo. Jacquie empezaba aquel verano a definir su carácter: se la veía independiente, sensible, individualista: una Acuario nacida en julio. Es radicalmente norteamericana, hasta en el físico: de la sangre fenicia le queda poco. Tenía la cabeza llena de proyectos, pero de una ignorancia insolente: sabía poco de todo, y estaba ilusionada con viajar, conocer, vivir. Me dolió cuando recibí su carta hacía unos meses informándome de que ese verano no podría venir porque su colegio había organizado un intercambio y marchaba tres semanas a Japón, que no intentara telefonearla: que estaría ilocalizable. Habría que dejarlo para mi primera escapada a los Estados Unidos.

La segunda pieza era de Prokofiev: ritmo de marcha fúnebre, con el violín y el piano contestándose sucesivamente en una especie de responso en tono grave. El niño pequeño susurraba a su madre, y ella le hacía indicaciones para que callase. Dos filas más adelante, un anciano se había dormido plácidamente y sus resoplos constituían un adorno instrumental a la obra.

Volví a pensar en la muerte de Vilá; de forma inexplicable me inquietaba saber si había fallecido antes de caer al agua. Tenía que hablar con don Mariano, el médico, por si me podía filtrar algo… “¿Qué sentirá alguien que se está ahogando?”, pensé.

Preguntar como prefiere morirse una persona es habitual en las entrevistas mediocres. Hay respuestas para todos los gustos: en la cama rodeado de los más cercanos, de repente y sin dolor, dormido. Yo no me lo he planteado nunca, pero si querría que mi muerte durara un rato, y verla acercarse. Necesito tener tiempo para arrepentirme: hacemos mucho bien y mucho mal, en ocasiones involuntariamente; lo que no cabe duda es que tenemos influencia, que nuestra existencia nunca es aséptica: contamos en la vida ajena, con frecuencia más de lo que nos gustaría.

En el intermedio me puse a hablar con don Marcial, el párroco, un anciano enjuto con el pelo hirsuto y cara de gnomo. Para mí es un recordatorio viviente de mi infancia, como un pariente cercano. La de veces que le he ayudado a decir misa de chaval; entonces me sabía todos los latinajos de memoria. Algunos días me dejaba tocar las campanas, y eso me daba mucha importancia frente a los otros; al salir de la sacristía nos solía regalar una bolsa de plástico llena de hostias sin consagrar. Continúa regañándome todo lo que la da en gana, sin que me moleste. Me dice a menudo que si me hubiera casado con una pollensina no me encontraría así de solo, y que si le doy permiso todavía está a tiempo de buscarme una buena chica, pero claro para eso tiene que ser mallorquina según él.

No sé por qué, pero le comenté que al enterarme de la muerte había pensado en su último sermón, la última vez que entré en la iglesia, hacía dos veranos: un comentario del Evangelio en el que Jesús camina sobre las aguas y Simón Pedro sale en su busca, pero al dudar se hunde… Tenemos que confiar en Dios, el señor del azar como le llama un buen amigo, y en la suerte. Tenemos demasiado miedo: a la enfermedad, al SIDA, al paro, a la vejez, a la soledad, al compromiso, a tener hijos, a no tenerlos: miedo a la muerte y miedo a la vida. El mensaje de Cristo es fulminante: ¡No tengáis miedo!… Vilá se había hundido mientras caminaba sobre las aguas: quizás es que tuvo miedo.

¿Sabías que le di la comunión el último domingo? Al ver la fotografía en el periódico me acordé —comentó mirándome a los ojos.

Una pincelada más en las paradojas de un rostro humano. Hasta ese momento había sido una calavera que necesitaba ir recubriendo de carne músculo a músculo, hasta llegar a ver su cara; como en una película que acababan de estrenar en la que encuentran unos cuerpos en un parque de Moscú con las caras mutiladas, y un especialista empieza a reconstruirlas a partir de los restos. Mi objetivo era el mismo: llegar a tener ante mí a la persona, como si me la hubieran presentando en casa de unos amigos y estuviésemos charlando con un puro entre los dedos después de una buena cena.

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 4

 

 

 

 

 

 

 

 

Era increíble la velocidad que cogía la bicicleta en la pendiente de bajada hacia Formentor. Había salido a las ocho de la mañana para llegar a una cita a las diez a tan solo nueve kilómetros: contaba con la fuerte cuesta que hay desde el final del puerto hasta el mirador en la que deportivamente me había apeado del sillín llevándola del manillar mientras me secaba los salados goterones que resbalaban por mi frente.

Ser corresponsal de una de las revistas más importantes del mundo no sirve para salir de pobre pero sí para abrir puertas. En este caso había bastado con decir que estábamos haciendo un reportaje sobre los empresarios europeos del futuro, lo cual era cierto: dos semanas antes Prohe me había comunicado la buena nueva, y aunque al principio la había tomado con mi desgana habitual, ahora me venía bien. De todas formas ya había hecho un par de entrevistas antes de empezar las vacaciones, la primera a un juguetero alicantino de pelo ensortijado, y la segunda a un directivo de moda, es decir a un empleado de lujo con buenas relaciones públicas.

Conozco la bahía de Formentor desde que era niño. Solía ir con mi padre a pescar en El Gasolino, una menorquina que tenía una cierta inclinación a dejarte tirado. Generalmente traíamos doradas, sargos, alguna serviola, y a partir de septiembre, bonitos y llampugas; también caían cabrachos y panchos grandes. Primero pescábamos a fondo, en sitios que él conocía entre la playa y el cabo; después, volvíamos costeando al curricán. De todas formas me sorprende cada vez que vuelvo por su belleza: los innumerables colores del agua; los pinos apoyados en las rocas, doblados sobre la pendiente con las raíces hincadas entre las piedras; los montes ocres, las mansiones escondidas… Se veían, además, yates de diversos tamaños, fondeados al socaire del islote, balanceándose con pereza, y al fondo, la estrecha playa del hotel llena de sombrillas de paja.

Tenía que frenar en las curvas para no salirme. Detrás, los utilitarios de alquiler, pilotados por ingleses y alemanes color cangrejo que volvían de excursión, esperaban impacientes para adelantarme. Decidí parar para dejarles pasar mientras contemplaba el peñón de Colomer, que se levanta desafiante debajo del acantilado en un mar de ensueño. Este trozo de costa parece salido de una novela de Enyd Blyton, o de La Isla de los Delfines Azules. La miopía y mi pelea diaria con las lentillas se la debo en parte a la cantidad de horas leyendo con mala luz cuando era niño: durante las vacaciones me escondía en el hueco que dejaba la contraventana del ático y me liaba a leer fumando los primeros pitillos, mientras mi madre se volvía loca buscándome por todos los recovecos.

Al entrar en Villa Leonor, me di cuenta de que mi atuendo, y el vehículo, no eran los que Pablo Lecuona, su propietario, podía esperar de un periodista internacional. La entrada en la mansión sorprendía agradablemente; se trataba de un lujo amable: un paseo de grava rodeado de macizos de flores silvestres y arbustos ornamentales daban paso a una casa disimulada entre la vegetación, amoldada al desnivel del terreno. La construcción pretendía pasar desapercibida, reconociendo con humildad la grandiosidad del paisaje.

—¡Pasa, pasa!… ¡Por aquí… Sin miedo! Papá te espera en el porche —me abrió la puerta una monada bastante alta de sonrisa irónica, vestida con un ajustado pareo de seda anudado al cuello que dejaba descubiertos unos hombros musculados. Los brillantes colores del estampado hacían resaltar su bronceado cobrizo.

Pensé en responderla, pero nunca se me ha dado bien la esgrima verbal con el sexo contrario, sobre todo cuando acabamos de conocernos. Preferí por tanto seguirla por el salón, driblando los muebles, sin desviar la vista de su silueta inquietante.

El interior de la casa completaba la idea que me había hecho desde fuera. Predominaba el blanco y lo funcional. En las paredes resaltaban con fuerza cuadros de firmas mallorquinas; reconocí un Bennassar y un Barceló.

 

—Jefe, aquí está la visita que esperabas. Ha venido en bici desde el pueblo —dijo mientras me indicaba el camino. Menuda presentación: para qué quería más.

—Gracias, Pati —respondió una voz al fondo, detrás de unas plantas—. Hazle pasar a la terraza por favor.

Lecuona era lo que se llama en Estados Unidos un charmer. Generaba simpatía incluso antes de haberle visto la cara. Bronceado, en forma física, en traje de baño y camiseta blanca de manga corta. Aparentaba por debajo de los cincuenta, aunque según mis noticias se aproximaba a los sesenta y cinco.

—Buenos días. Veo que le ha echado arrestos para subir la cuesta. Así me gusta. Yo, algunas mañanas voy andando hasta arriba y luego me trae de vuelta el mecánico —me estrechó la mano con fuerza—. ¿Le apetece que hablemos aquí, o prefiere que demos un paseo por el mar?… Puede elegir entre una lancha rápida o un 470; lo que más le guste.

Respondí que prefería el velero, pero le advertí que hacía muchos años que no practicaba y seguramente sería un estorbo.

—No importa, seguro que hará un buen proel; es suficiente con que no le importe mojarse. Si te parece, ya que constituimos desde este instante una tripulación podríamos tutearnos —añadió con una sonrisa—. Te voy a llevar a un sitio donde puedas cambiarte con comodidad. ¡Sígueme!

 

Nos dirigimos al embarcadero a través de una escalera de piedra que se deslizaba entre los pinos. Al fondo, cerca de la valla, una cabra negruzca roía un arbusto ante la indiferencia del mastín de la casa. Nada más llegar, Lecuona comenzó a arbolar la embarcación mientras yo me ponía el bañador en el vestuario.