David Cay Johnston

 

Traducido por Ricardo García Pérez

Título original: The Making of Donald Trump (2016)

© Del libro: David Cay Johnston

© De la traducción: Ricardo García Pérez

Edición en ebook: febrero de 2017

 

© De esta edición:

Capitán Swing Libros, S.L.

Rafael Finat 58, 2º4 - 28044 Madrid

Tlf: 630 022 531

www.capitanswinglibros.com

ISBN DIGITAL: 978-84-946452-7-3

© Diseño gráfico: Filo Estudio www.filoestudio.com

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra Ortiz

Maquetación ebook: emicaurina@gmail.com

David Cay Johnston

San Francisco, EE.UU. (1948)

Es un periodista de investigación y ganador del Premio Pulitzer de Periodismo en 2001, obtenido por su investigación sobre vacíos legales en el sistema fiscal estadounidense, lo que derivó en reformas. Johnston puso de manifiesto cómo grandes compañías como Colgate, Compaq o UPS se habían aprovechado de esos agujeros para cometer fraude fiscal. Tras su investigación, se descubrió que Merrill Lynch había ayudado a Honeywell a ahorrarse 180 millones de dólares. Sobre ese tema, impuestos, escribió durante años para el Times. También ha sido colaborador de Reuters y Al Jazeera, y actualmente escribe en The Daily Beast. Trabajó durante gran parte de su carrera para el New York Times, ha sido presidente de Reporteros y Editores de Investigación (IRE), y es también el autor de varios best sellers del New York Times, como Perfectly Legal y Free Lunch. Ha ganado la Medalla de IRE y el Premio George Polk por sus reportajes de investigación. También imparte clases de Periodismo en el Syracuse University College of Law. David Cay Johnston empezó a hacer la cobertura periodística de la figura de Donald Trump en los años ochenta, cuando trabajaba para el periódico Philadelphia Inquirer, como corresponsal en Atlantic City. En su nuevo libro sobre Trump analiza una vertiente rara vez presentada en la prensa: sus vínculos con la mafia, los traficantes de drogas y los delincuentes.

Contenido

Portadilla

Créditos

Autor

 

Introducción

Dedicatoria

01. Historia de la familia

02. Valores familiares

03. Valores personales

04. Un niño enfermo

05. Hacer amigos

06. Los acuerdos más importantes de Trump

07. «Un pleito magnífico»

08. Mostrar indulgencia

09. La brigada polaca

10. Los sentimientos y los ingresos netos

11. El gobierno rescata a Trump

12. El golf y los impuestos

13. Impuestos sobre la renta

14. Cajas vacías

15. «Mejor que Harvard»

16. Las organizaciones benéficas de Trump

17. Amigos imaginarios

18. Amantes imaginarias

19. Alimentar el mito

20. Recoger premios

21. ¿Quién es ese?

22. Por el camino a México

23. Trump hace varar a una ballena

24. El mayor perdedor

Epílogo

Agradecimientos

Cita

Introducción

Cuando en junio de 2015 Donald Trump bajó por la escalera mecánica del vestíbulo de la Trump Tower para anunciar que emprendería la carrera para presentarse a la presidencia, un acto retransmitido en directo por televisión de ámbito nacional, casi todos los periodistas consideraron que su candidatura era un proyecto nacido de la vanidad. Yo no.

Soy periodista de investigación desde los dieciocho años. Llevo desenterrando hechos, viendo cambiar las leyes y, en general, causando muchos problemas por informar haciéndolo para el San Jose Mercury News, el Detroit Free Press, Los Angeles Times, The Philadelphia Inquirer y, al final, The New York Times.

Desde el primer momento he actuado por iniciativa propia cuando he tenido que decidir sobre qué informar. Era un periodista solitario que en la sala de redacción se salía con la suya porque mis reportajes atrapaban a los lectores y tenían grandes consecuencias: una cadena de televisión a la que se prohíbe emitir por manipulación informativa, un hombre inocente que salva la vida en la cárcel cuando localizo al auténtico asesino, Jack Welch renuncia a su pensión de jubilación o sale a la luz el espionaje político y los delitos cometidos por el Departamento de Policía de Los Ángeles junto con agentes extranjeros que intervenían en secreto en la política estadounidense. Estando en el último periódico en el que trabajé gané un Premio Pulitzer por dar a conocer tantas evasiones y resquicios fiscales que un destacado profesor de derecho fiscal me llamó «el principal inspector fiscal de facto de Estados Unidos».

En 1987 me interesé por los casinos cuando el Tribunal Supremo resolvió que los indios norteamericanos tenían derecho a ser propietarios de ellos. Estaba seguro de que aquello supondría la proliferación de casinos por todo el país; casinos, en su mayoría, gestionados por grandes empresas estadounidenses. Fue la única vez en mi vida que solicité empleo. A The Philadephia Inquirer le gustó mi idea, conque en junio de 1988 me trasladé a Atlantic City.

A los pocos días conocí a Donald Trump.

Me pareció una especie de P. T. Barnum contemporáneo que vendiera entradas para contemplar una variante moderna de la sirena de Fiji, uno de los muchos ejemplares de la colección de célebres falsificaciones de Barnum que la gente consideraba que merecía un poco de su dinero. Trump estaba poseído de sí mismo. Enseguida aprendí de otras personas de la ciudad que él apenas sabía nada de la industria de los casinos, incluidas las normas de los juegos. Como se expone en un par de capítulos próximos al final de este libro, ese detalle resultaría ser importante.

En los casi treinta años transcurridos desde entonces, he seguido a Trump con insistencia; he prestado mucha atención a sus negocios y le he entrevistado en muchas ocasiones. En 1990 publiqué la primicia de que en lugar de poseer miles de millones de dólares, como él aseguraba, Trump en realidad tenía un saldo patrimonial negativo y se libró de un caótico desplome que le habría sumido en la quiebra personal solo cuando el gobierno se puso de su parte en lugar de tomar partido por el banco, como se podrá leer más adelante.

Antes de que la tecnología me permitiera digitalizar archivos, acumulé un inmenso tesoro de documentos sobre Trump, como suelen hacer los periodistas de investigación con los temas que les interesan. Tenía tantas cajas archivadoras con documentos sobre Trump y otros estadounidenses destacados (entre ellos, Barron Hilton, Jack Welch y Daryl Gates, el jefe de la policía de Los Ángeles) que durante años tuve alquiladas dos taquillas archivadoras para almacenarlos.

Así que cuando Trump anunció que se iba a presentar a las primarias republicanas para ser nombrado candidato a las elecciones de 2016 sabía que iba en serio. Yo había dedicado décadas a informar sobre él y conservaba todos mis documentos. Además, el periodista Wayne Barrett puso a mi disposición los suyos con toda generosidad.

En primer lugar, sabía que Trump lleva hablando de ser presidente desde 1985. En 1988 se propuso como segundo del presidente George Bush padre, un cargo que recayó sobre el senador Dan Quayle. En julio de ese mismo año le vi llegar a Atlantic City en su yate, el Trump Princess, donde fue recibido por los vítores de la multitud. Un grupo de jóvenes adolescentes femeninas dando saltos chillaba con entusiasmo como si hubiera visto a su estrella del rock favorita. Cuando Trump y su esposa, Ivana, subían por la escalera mecánica de su casino Trump’s Castle, una muchedumbre le aclamaba. Un hombre gritó a pleno pulmón: «¡Donald, sé nuestro presidente!».

También he visto a Trump en el año 2000 presentarse por la lista del Partido de la Reforma de Estados Unidos, una agrupación alternativa cuyos integrantes se cuentan por decenas de miles (en contraposición a los millones que se autodenominan demócratas o republicanos). Fue durante esa breve campaña cuando Trump declaró que acabaría siendo la primera persona que se presentaría a la presidencia y obtendría beneficios con la campaña. Dijo que había llegado a un acuerdo para pronunciar a cambio de un millón de dólares diez discursos en actos de estímulo electoral presentados por Tony Robbins. Coordinó sus apariciones en torno a esos actos de tal modo que la campaña pagara el uso de su avión privado, un Boeing 727. Era el Trump clásico que veía beneficio en todas partes, incluso en la política. Poca gente lo sabía.

También en el año 2016 gran parte del dinero de la campaña de Trump se ha destinado a pagarse a sí mismo el uso de otro avión suyo más pequeño, un Boeing 757, así como su helicóptero, su espacio para oficinas en la Trump Tower y otros servicios provistos por empresas de Trump. Según la ley, Trump debía pagar alquiler por su avión y precios de mercado por los servicios prestados por sus empresas. Esta ley anticorrupción fue concebida para impedir que los proveedores reduzcan el precio de los servicios para obtener favores políticos: el legado de una época en la que nadie imaginaba que un hombre con las supuestas riquezas de Trump se comprara a sí mismo los servicios para campañas electorales. En el año 2016, la ley garantiza que Trump obtenga beneficios con su campaña.

Trump volvió a anunciar su candidatura en 2012. Casi todo el mundo lo trató como un aspirante serio, salvo Lawrence O’Donnell, de la cadena MSNBC, y yo. Por separado, O’Donnell y yo llegamos a la conclusión de que entonces la campaña de Trump no tenía otra finalidad que la de mudarse al 1600 de la avenida de Pensilvania. Su verdadero objetivo, conjeturábamos nosotros, era firmar un contrato más lucrativo con la cadena de televisión NBC para su avejentado programa Celebrity Apprentice, cuya frase característica era: «Estás despedido».

De hecho, cuando Trump abandonó dijo que, en realidad, su programa le necesitaba a él tanto como el país le necesitaba en la Casa Blanca. Apoyándose en eso, los periodistas concluyeron que su campaña había sido una extraña broma. Por eso prestaron poca atención a su anuncio para las elecciones de 2016.

Pero en esta ocasión las cosas habían cambiado. Las cuota de pantalla de Trump estaba de capa caída. Su programa corría el riesgo de desaparecer. Yo sabía que para Trump, un hombre que lee religiosamente los tabloides de Nueva York, el peor destino que pudiera imaginar para sí mismo, cuando no la muerte, sería despertarse una mañana con la siguiente portada en The Daily News y el Post: «La NBC a Trump: “Estás despedido”».

En cuanto Trump lo anunció en el año 2015, me dispuse de inmediato a informar de lo que los medios de comunicación hegemónicos no iban a contar. Escribí un primer artículo donde planteaba veintiuna preguntas que, a mi juicio, los periodistas debían formular sobre la campaña y sus actos. Ni uno solo de ellos lo hizo. Con las primarias ya en curso, el senador Marco Rubio planteó mi pregunta sobre la Trump University y el senador Ted Cruz formuló mi pregunta sobre los negocios de Trump con las familias del crimen Genovese y Gambino, asunto que exploro en este libro. Siempre me quedará la duda de qué habría sucedido si los periodistas y alguno de los dieciséis candidatos que rivalizaba con Trump para convertirse en el candidato nominado por los republicanos hubieran empezado por formular mis preguntas varios meses antes.

Este libro es mi contribución para asegurar que los estadounidenses conocen de Trump una historia más completa que aquella a la que él ha sacado brillo y promocionado con una destreza y determinación tan excepcionales. Trump, que se presenta ante el mundo como un moderno rey Midas, aun cuando buena parte de lo que toque se convierta en escoria, se ha estudiado las convenciones periodísticas y hace gala de más talento explotándolas en su beneficio que cualquier otra persona que haya conocido.

Y lo que es más importante: Trump ha trabajado con idéntico tesón para asegurarse de que pocas personas conocen sus implicaciones de toda la vida con un gran traficante de cocaína, gánsteres, socios de la mafia, estafadores y defraudadores. Lo han demandado miles de veces por negarse a pagar a empleados, proveedores y otros. Los inversores le han demandado por fraude en varias ciudades diferentes. Pero entre las habilidades más sofisticadas de Trump se encuentra su capacidad para desviar o bloquear investigaciones oficiales. También utiliza la amenaza de litigio para disuadir a organizaciones de prensa de buscar debajo de la alfombra del, en apariencia, omnisciente y todopoderoso hombre al que suelen referirse como «The Donald».

En una de las reuniones que mantuve con Trump hice algo que quizá muchos periodistas deberían haber hecho antes de las elecciones de noviembre de 2016. Planteé un asunto de un casino del que Trump no sabía mucho y dije deliberadamente algo que era falso, una técnica que tiene mucha utilidad en el periodismo de investigación. Trump aceptó de inmediato mi dato falso y moldeó su respuesta de acuerdo a él, de manera muy parecida a como los futurólogos de la televisión buscan pistas en lo que la gente dice para dar forma a sus adivinaciones.

Se pudo ver una exhibición completa de la costumbre de Trump de agarrarse a lo que dicen otros cuando Lester Holt, el presentador del programa Nightly News de la NBC, preguntó a Trump a finales de junio de 2016 por su afirmación de que Hillary Clinton había estado durmiendo durante todo el ataque al consulado estadounidense en Bengasi. Cuando Holt señaló que donde estaba Clinton en ese momento era media tarde, Trump trató de incorporar el dato a la respuesta y, a continuación, trató de salir airoso de la embarazosa situación de no conocer los hechos.

Ofreceré muchos ejemplos a quienes dudan que Trump carece de los conocimientos más elementales sobre cuestiones importantes. Veamos uno para abrir boca:

Durante el debate presidencial de los republicanos emitido por la CNN en diciembre de 2015, Hugh Hewitt, el presentador del programa de entrevistas de radio, un conservador, preguntó a Trump:

—¿Cuál es su prioridad en nuestra tríada nuclear?

«Bien, en primer lugar, creo que nos hace falta alguien en quien podamos confiar por completo, alguien que sea enteramente responsable, que sepa de verdad lo que está haciendo —respondió Trump—. Eso es muy potente y muy importante. Y una de las cosas de las que, con toda sinceridad, estoy más orgulloso es de que en 2003, en 2004, yo estaba absolutamente en contra de invadir Iraq porque íbamos a desestabilizar Oriente Próximo. Lo avisé. Lo avisé con contundencia. Y aquello era muy importante. Pero tenemos que ser en extremo vigilantes y en extremo cuidadosos en lo que se refiere al armamento nuclear. El armamento nuclear cambia toda la historia. Con toda sinceridad, yo habría dicho que saliéramos de Siria; salgamos, si hoy no tenemos la fuerza del armamento. El poder es tan descomunal que no podemos limitarnos a abandonar áreas [por las que] hace cincuenta o setenta años no nos preocuparíamos. Era combate cuerpo a cuerpo...

A continuación, Hewitt preguntó:

—En todo caso, de las tres patas de la tríada, ¿tiene usted alguna prioridad?

Trump respondió:

—Creo…, creo que, a mi juicio, el armamento nuclear es simplemente el poder, la devastación es muy importante para mí.

Entonces, Hewitt se volvió hacia el senador Marco Rubio de Florida, de quien Trump solía burlarse diciendo que era un donnadie.

—¿Tiene usted respuesta?

—En primer lugar, expliquemos a la gente de nuestro país qué es la tríada —respondió Rubio—. La tríada es la capacidad de Estados Unidos de realizar ataques nucleares desde aviones, con misiles lanzados desde silos o desde tierra, o desde submarinos nucleares.

No era la primera vez que habían preguntado a Trump cómo distribuiría el dinero entre los tres métodos mediante los que Estados Unidos puede lanzar bombas nucleares. Cuatro meses antes, Hewitt había formulado a Trump la misma pregunta en su programa de radio. Trump dio una respuesta que indicaba que no tenía la menor idea de lo que Hewitt le estaba planteando. Por lo que se veía, en los meses transcurridos no había hecho el menor esfuerzo por enterarse.

«Creo que una de las cosas más importantes por las que tenemos que preocuparnos es, en términos generales, por lo nuclear —dijo Trump en el programa de radio de Hewitt—. El poder nuclear, el poder de las armas que tenemos hoy... y eso, dicho sea de paso, es el acuerdo con Irán... el concepto mismo es tan importante que hay que alcanzar un buen acuerdo y lo que deberían haber hecho es duplicar o triplicar las sanciones...».

Este libro presenta hechos de los que he sido testigo y declaraciones que han quedado grabadas en programas públicos. Son hechos de los que se informa con la misma diligencia acerada con la que he escrito sobre todo lo demás en el último medio siglo.

Mucha gente me ha preguntado por qué mejor, o también, no escribo un libro sobre Hillary Clinton en lugar de sobre Donald Trump. La respuesta es que en 1988 acabé en Atlantic City en lugar de en Arkansas. Conozco a Trump; nunca he hablado con Hillary Clinton, ni con su esposo. Sin embargo, cuando Hillary Clinton era primera dama se enfadó porque mis artículos en The New York Times revelaban que ella y su esposo pagaban más del doble de los impuestos que exigía la ley porque, a pesar de pagar casi 10.000 dólares anuales para que les hicieran sus declaraciones de hacienda, estaban muy mal asesorados fiscalmente.

Hay una última cosa que no se debe olvidar mientras se lee este libro: esa multitud de jóvenes que aplaudía y llenaba el auditorio de la Trump Tower en junio de 2015 cuando Donald Trump anunció su campaña con denuncias despiadadas contra los mexicanos, los musulmanes y los medios de comunicación. En aquel momento pensé que era impropio del centro de Manhattan, un lugar que no es famoso precisamente por la xenofobia, ni por aplaudir andanadas racistas. De hecho, esa multitud no era fruto de la afluencia espontánea que los espectadores de televisión habrían creído razonable estar viendo. Muchos de quienes aplaudían eran actores que cobraron cincuenta dólares cada uno.

 

 

 

Para Gene Roberts y

Glenn Kramon, editores,

y John Wasserburger,

maestro.

01

Historia de la familia1

La profundidad de las raíces que la familia Trump hunde en Alemania se ahonda hasta el siglo xvii, devastado por la guerra, cuando el apellido familiar era Drumpf. En 1648 simplificaron la grafía convirtiéndolo en otro que demostraría ser una contundente marca para sus descendientes actuales.

Al volver la vista atrás desde el siglo xxi, resulta haber sido una decisión interesante. Donald goza sin duda de la definición que un jugador de bridge hace de trump [«triunfo»]: una mano ganadora gracias a una carta que por su palo supera a todas las demás. Pero también tiene otras acepciones, como «cosa de poco valor, baratija» y «engañar o hacer trampa», así como «soplar o tocar una trompeta». En su forma verbal, trump significa «concebir algo sin escrúpulos» y «falsificar, fabricar o inventar», como cuando se «falsean» acusaciones.

Donald Trump no conoció a su abuelo Friedrich, que murió cuando Fred, el padre de Donald, tenía solo doce años. Sin embargo, Friedrich proyecta sobre la familia Trump una sombra de emprendedor granuja de un siglo de larga debido a su pasión por el dinero y al desprecio por las sutilezas legales; como, por ejemplo, construyendo edificios en terrenos que no eran de su propiedad.

Friedrich Trump se crio en la región vinícola del suroeste de Alemania, en la ciudad de Kallstadt, donde trabajar duro reportaba tener techo, pero no ser rico. Su padre murió cuando Friedrich tenía solo ocho años. En 1885, momento en que con dieciséis años le correspondía cumplir con el servicio militar obligatorio, Friedrich dejó una nota a su madre e hizo lo que hacían millones de europeos que no tenían grandes perspectivas en su país: huir de Alemania y marcharse a Estados Unidos.

Tras cruzar el Atlántico Norte en una travesía que seguro fue penosa en un vapor abarrotado, Friedrich desembarcó por fin en Nueva York, donde se mudó con una hermana mayor, Katherine, y su esposo, que habían emigrado antes que él.

No pasó mucho tiempo hasta que el joven decidió partir hacia el oeste e instalarse en última instancia en Seattle, donde abrió The Dairy Restaurant. En este había una zona reservada que, según Gwenda Blair, que contó con la cooperación de la familia para referir su historia de los Trump, muy probablemente ejercía de prostíbulo barato.

En 1892, Friedrich adquirió la nacionalidad mintiendo sobre su edad y diciendo que había desembarcado en Nueva York dos años antes de lo que en realidad lo hizo.2 Dos amigos lo acompañaron en los trámites para dar testimonio de su buen carácter. Uno era un trabajador, el otro un hombre entre cuyas ocupaciones se encontraba ofrecer alojamiento a lo que Blair llamaba cortésmente «huéspedes femeninas».

En Friedrich está la génesis de muchas de las tradiciones de la familia Trump en Estados Unidos, entre las cuales no se encontraba votar.3 De hecho, su nieto Donald acabaría presentándose a la presidencia después de no haber votado en las elecciones generales de 2002 y, según indican los archivos, en ningunas elecciones primarias republicanas desde 1989 hasta que votó por sí mismo en 2016. Los bisnietos de Friedrich eran aún menos diligentes con sus deberes ciudadanos. Cuando en 2016 apareció el nombre de Donald Trump en las papeletas de las elecciones primarias del estado de Nueva York, su hija Ivanka y su hijo Eric, ambos mayores de treinta años, no pudieron votar porque se habían negado a registrarse como republicanos. Culparon al gobierno diciendo que se les tendría que haber permitido cambiarse de la lista de independientes a la de republicanos en el último momento. Pero, por anticuadas que sean las normas de las elecciones primarias, llevaban muchos años siendo ley en el Empire State. Los dos hermanos tuvieron meses para cambiar sus datos en el registro y poder votar por su padre.

No obstante, la tradición familiar que Friedrich Trump sí inauguró en Estados Unidos fue el arte de prosperar y ambicionar.4 Friedrich vendió su restaurante-burdel y fundó un nuevo negocio unos cincuenta kilómetros más al norte. Los rumores decían que los Rockefeller, magnates del petróleo, tenían previsto construir en la zona una gran planta de extracción. En un terreno que no era de su propiedad, justo al otro lado de la estación de ferrocarril, Friedrich construyó una especie de hotel; una instalación destinada sobre todo a, digamos, pequeñas estancias, no a visitas para pasar la noche. El hecho de construir en un terreno que no le pertenecía fue un presagio de las condiciones bajo las que su nieto Donald adquiriría en Florida la mansión Mar-a-Lago: con una hipoteca en la que el Chase Bank consintió por escrito no inscribirla en los registros judiciales.

Al final, el proyecto de extracción se desinfló y solo unos cuantos acabaron mejor de lo que estaban cuando llegaron. Entre ellos se encontraba Friedrich Trump, quien en ese momento había transformado su nombre en Frederick para darle un aire norteamericano. Lo llamaban Fred.

Al tener noticia de la fiebre del oro en Klondike, Frederick se dirigió al territorio del Yukón de Canadá. No tenía el menor interés por realizar el duro trabajo físico de emplearse con la batea en busca de oro en unos arroyos de aguas gélidas; así que Frederick explotó a los mineros. Construyó una especie de bar con asador, un tugurio al que llamó The Arctic. Servía licores fuertes y «damas razonables», que era como se llamaba a las prostitutas. Una vez más, el don de la oportunidad fue impecable. Llegó en el momento culminante de la fiebre del oro. Cuando el oro empezó a agotarse y llegó a la zona la Real Policía Montada del Canadá, Fred Trump había amasado una pequeña fortuna que se llevó consigo al poner pies en polvorosa de regreso a Estados Unidos.

En 1901, a sus treinta y dos años, Frederick Trump regresó a Alemania, donde su madre presentó a su hijo, ahora rico, a jóvenes casaderas. Sin embargo, Frederick se encaprichó con una mujer que no agradaba a su madre, una rubia llamada Elizabeth Christ. Elizabeth, que solo tenía seis años en la época en que su futuro esposo huyó a Estados Unidos para evitar ser reclutado en Alemania, se había convertido en una acaudalada mujer adulta. El gusto de los varones Trump por las mujeres rubias de pechos grandes se convertiría en un patrón de la familia.

Frederick llevó a su nueva esposa a Estados Unidos y exploró las posibilidades de acrecentar su fortuna, que para entonces se valoraba aproximadamente en medio millón de dólares de nuestros días. Pero a Elizabeth no le gustó demasiado la bulliciosa Nueva York y sus marcados contrastes entre la riqueza y la necesidad. Quería regresar a casa a toda costa. En 1904, acompañado de su joven esposa y su hija pequeña, Frederick embarcó de regreso a Alemania.

Sin embargo, una vez allí tuvo que convencer a las autoridades de que pasaran por alto haber eludido el reclutamiento. Con la confianza de que la fortuna que introducía en el país epatara a las autoridades, en el mes de septiembre de 1904 explicó por escrito su ausencia al gobierno: «No emigré a Estados Unidos con el ánimo de evitar el servicio militar, sino para establecer un medio de vida productivo que me permitiera ayudar a mi madre» en Kallstadt.5 Las autoridades alemanas no se lo creyeron; le pidieron que se marchara.

A Donald Trump todavía no le han preguntado si este episodio de su historia familiar desempeña algún papel en sus propuestas anticonstitucionales de deportar a una cifra estimada de once millones de inmigrantes que entraron en el país de forma ilegal, incluidos aquellos que tienen hijos que son ciudadanos estadounidenses, o si piensa en él cuando propone que Estados Unidos impida regresar al país a los soldados y marineros musulmanes.

Una vez de vuelta en Nueva York, Frederick siguió prosperando.6 En su profusa y detallada biografía, Gwenda Blair sugiere que Frederick trabajó de barbero, un empleo poco remunerado que resulta extraño para un hombre tan centrado en ganar dinero. Apunta que en aquella época en las barberías también se vendía tabaco, pero no dejaba de ser una ocupación poco remunerada. Sin embargo, las barberías también solían ser una tapadera de negocios ilegales y, como allí acudían a diario para afeitarse o, simplemente, para pasar el rato, hombres de dudosa reputación, también eran lugares oportunos para concitar astucia empresarial y entregarse a negocios clandestinos con los muchos elementos delictivos de otras etnias de la gran ciudad.

Con independencia de los que tramara, la fortuna de Frederick no sirvió para proporcionarle más tiempo: se convirtió en uno de los más de veinte millones de personas de todo el mundo que murieron durante la pandemia de gripe de 1918. Le sucedió otro industrioso Trump: Fred, el padre de Donald.

1 Si algún lector o lectora detecta algún enlace de internet que no conduce a la fuente donde revisar algún documento original de los citados en estas notas, puede dirigirme un correo electrónico a davidcayjohnston@me.com. Haré todo lo posible por proporcionarle enseguida un enlace útil o una copia del documento.

2 Julie Muhlstein. «Trump’s Grandfather Won an Election Too—In Monte Cristo». Heraldnet.com. www.heraldnet.com/article/2016030309/BLOG60/160309162.

3 Blair LoBianco, «Trump Children Unable to Vote for Dad in NY Primary». CNN, 12 de abril de 2016. www.cnn.com/2016/04/11/politics/donald -trump-ivanka-
vice-president/.

4 Tracie Rozhon, «Fred C. Trump, Postwar Master Builder of Housing for Middle Class. Dies at 93».The New York Times, 26 de junio de 1999. Véase también Gwenda Blair, «The Man Who Made Trump Who He Is». Politico, 24 de agosto de 2015, www.politico.com/magazine/story/2015/08/the-man-who-made-trump-who-he-is-121647.

5 Gwenda Blair, The Trumps: Three Generations of Builders and a Presidential Candidate. Digital, LOC 1677.

6 Blair, LOC, 1924.