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Índice


Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Epílogo
Agradecimientos

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Traducción de María José Losada


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Título original: Grayson’s vow



Primera edición: abril de 2017



Copyright © 2015 by Mia Sheridan



© de la traducción: Mª José Losada Rey, 2017



© de esta edición: 2017, Ediciones Pàmies, S. L.
C/ Mesena,18
28033 Madrid
phoebe@phoebe.es



ISBN: 978-84-16970-08-7

BIC: FRD



Diseño de la colección y maquetación de cubierta: Javier Perea Unceta

Fotografía: Shutterstock

Diseño de portada: Mia Sheridan

Maquetación y rótulos de portada: Calderón Studio



Quedan rigurosamente prohibidos, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.





Este libro está dedicado a mi abuela, que siempre tuvo sabias palabras de consejo,
un oído para escuchar y un corazón lleno de amor. Te echo de menos todos los días.





«Ni siquiera una vida feliz puede transcurrir sin un atisbo de oscuridad, pues la felicidad perdería su sentido si no se equilibrara con la tristeza». Carl Jung



1



«No te preocupes, cariño, el universo siempre busca el equilibrio. La forma en que lo haga puede resultar misteriosa, pero siempre es justa». Isabelle Dallaire, mi abuela.



Kira


En una larga lista de días malos, este estaría en lo más alto, y solo eran las nueve de la mañana. Salí del coche, aspiré una profunda bocanada del fragante aire veraniego y empecé a andar hacia el Napa Valley Savings Bank. La mañana brillaba con sensualidad a mi alrededor y el dulce aroma a jazmín me hacía cosquillas en la nariz. Suspiré mientras empujaba la puerta de vidrio del banco. La tranquilidad que transmitía toda aquella belleza parecía equivocada, dado que mi humor estaba en contraste directo con el día, cálido y soleado. Supuse que era una idea un tanto arrogante, ¿cómo iba el clima a expresarse a través de mi estado de ánimo?

—¿Puedo ayudarla en algo? —preguntó educadamente una mujer morena mientras me acercaba a la ventanilla donde atendía al público.

—Sí —repliqué, sacando mi carnet de identidad y mi vieja cartilla de ahorros del bolso—. Quiero cerrar esta cuenta. —Deslicé ambas cosas hacia la joven. Una esquina de la libreta estaba doblada, mostrando los números que mi abuela había anotado cuando me enseñó cómo entender los números impresos. Aquel recuerdo me desgarró el corazón, pero forcé lo que esperaba que fuera una sonrisa alegre cuando la chica cogió la cartilla, la abrió y miró el número.

Pensé en el día que habíamos abierto la cuenta. Yo tenía diez años y mi abuela me había llevado de la mano hasta allí, donde depositó llena de orgullo los cincuenta dólares que me había pagado por trabajar en el jardín durante todo el verano. A lo largo de los años, habíamos hecho muchos viajes a ese banco, cada vez que iba a su casa, en Napa. Era ella quien me había enseñado que el verdadero valor del dinero residía en compartirlo, en utilizarlo para ayudar a otros, y que también representaba cierto tipo de libertad. El hecho de que en la actualidad tuviera poco dinero, pocas opciones y de que todas mis posesiones materiales se encontraran en el maletero de mi coche era una prueba de la razón que tenía. En ese momento era cualquier cosa menos libre.

—Dos mil cuarenta y siete dólares y dieciséis centavos —anunció la cajera, alzando la mirada hacia mí. Moví la cabeza para asentir. Era un poco más de lo que había esperado. Bien. Eso estaba bien. Necesitaba hasta el último centavo. Solté el aire lentamente, puse las manos encima del mostrador y esperé para contar los billetes.

Una vez que el dinero estuvo a buen recaudo dentro de mi bolso, y que hubiera cancelado la cuenta, deseé buenos días a la chica, me di la vuelta y me dirigí a la puerta, aunque me detuve delante de la fuente.

Mientras el agua fría rozaba mis labios, escuché voces que provenían de un despacho cercano.

—Grayson Hawthorn, me alegro de verlo… —Me quedé paralizada. Luego me incorporé lentamente y me pasé el pulgar por el labio inferior para secármelo. Grayson Hawthorn… ¿Grayson Hawthorn? Conocía ese nombre, recordaba la fuerza con que sonaba. Lo había repetido para mí misma en un susurro aquel día, en el despacho de mi padre. Pensé en el rápido vistazo que había echado al dosier que mi padre había deslizado por el escritorio cuando puse la bandeja con el café encima de su mesa. ¿Se trataría del mismo Grayson Hawthorn?

Asomé la cabeza por la esquina y eché un vistazo hacia el lugar de donde procedía la voz, pero no vi más que una puerta cerrada, con la cortina bajada. Me dirigí hacia el cuarto de baño que había en el pasillo, justo enfrente del despacho donde se suponía que estaba Grayson Hawthorn.

Una vez dentro del cubículo, cerré la puerta y me apoyé en la pared. Ni siquiera sabía que Grayson Hawthorn vivía en Napa Valley. El juicio había tenido lugar en San Francisco, por lo que debía de haber cometido allí el delito. No era que yo supiera de qué crimen se trataba, solo sabía que mi padre había mostrado un breve interés en él. Me mordí el labio y me acerqué al lavabo, donde me miré en el espejo mientras me lavaba y secaba las manos.

Abrí la puerta lo más silenciosamente que pude e intenté en vano escuchar la conversación que estaba desarrollándose al otro lado del pasillo, pero solo alcancé a oír voces apagadas. De repente, se abrió la puerta y un hombre trajeado, seguramente otro de los directivos del banco, entró en la habitación. El ejecutivo dejó la puerta entreabierta, sin cerrar del todo, por lo que pude escuchar algunas palabras. Permanecí en el interior del cuarto de baño, tratando de enterarme de algo a través de la rendija.

«Desde luego, Kira… Eres un fisgona entrometida». Eso era invasión de la intimidad de aquel hombre. Y peor todavía, resultaba inútil. «En serio, Kira, ¿qué te pasa?». Hice caso omiso a la vocecita de mi cabeza y agudicé el oído.

Borraría este momento tan poco estelar de mis recuerdos. Nadie tenía porque enterarse.

Algunas palabras flotaron hasta mí.

—Lo siento… Convicto… No podemos dárselo… Este banco… Por desgracia… —¿Convicto? Tenía que ser el Grayson Hawthorn que pensaba que era. Qué extraña coincidencia del destino… Apenas sabía nada sobre él. Lo único que conocía en realidad era su nombre, el hecho de que lo habían acusado de un delito y de que mi padre había participado, usándolo como un peón. Grayson Hawthorn y yo teníamos eso en común. No era probable que mi padre recordara ningún nombre en particular, al menos cuando arruinaba la vida a tanta gente regularmente con tan pocos remordimientos. En cualquier caso, ¿por qué estaba espiándolo desde el cuarto de baño? ¿Por qué trataba de enterarme de lo que decían en una conversación privada? No estaba segura, pero la curiosidad era uno de mis grandes defectos. Respiré hondo antes de abrir la puerta para salir, pero escuché el roce de las patas de una silla en el suelo y me quedé paralizada. Tras haber abierto la puerta un poco más, las palabras que provenían del otro lado del pasillo eran ahora mucho más claras.

—Lo siento, no podemos darle el préstamo, señor Hawthorn. —La voz masculina sonaba llena de pesar—. Ojalá valiera más…

Otra voz masculina, imaginé que la de Grayson, lo interrumpió.

—Entiendo. Gracias por haberme dedicado su tiempo, señor Gellar.

Llegué a echar un breve vistazo a la alta figura masculina de pelo oscuro con un traje gris antes de volver al interior del baño, cerrando la puerta de nuevo. Me lavé las manos otra vez para ganar tiempo y luego salí. Al pasar frente al despacho en el que había estado Grayson Hawthorn, eché un vistazo dentro. Había un hombre sentado detrás del escritorio. Vestía traje y corbata, y parecía concentrado en lo que estaba escribiendo. El tipo del traje gris debía de ser Grayson Hawthorn y, evidentemente, había salido del banco.

Me dirigí al exterior, al brillante día de verano, y me metí en el coche, que había dejado aparcado en la calle. Permanecí allí sentada durante un minuto, mirando por la ventanilla el pintoresco centro del pueblo. Unos toldos en buen estado adornaban las fachadas de los negocios y grandes macetas de flores de colores salpicaban la acera. Me gustaba Napa Valley, desde el centro, a la orilla del río, hasta los viñedos de la periferia, con sus árboles cargados de fruta en verano y las flores amarillas y ocres en invierno. Era allí donde se había retirado mi abuela después de quedarse viuda. Donde yo había pasado los veranos, en la pequeña casita que poseía en Seminary Street. Allá donde posaba la mirada, la veía, oía su voz, sentía su cálido y vibrante espíritu. Como le gustaba decir a mi abuela: «Es posible que hoy sea un día malo, pero mañana puede convertirse en el mejor de tu vida. Solo tienes que llegar a él».

Respiré profundamente, intentando superar la soledad.

«¡Oh, abuela, ojalá estuvieras aquí! Ojalá pudieras abrazarme y decirme que todo va a ir bien. Porque si tú me lo dijeras, pensaría que es cierto».

Cerré los ojos y me apoyé en el respaldo.

—Abuela, ayúdame. Me siento perdida. Te necesito. Hazme una señal. Indícame qué debo hacer. Por favor. —Las lágrimas que llevaba tanto tiempo conteniendo me hicieron arder los ojos y amenazaron con caer.

Cuando los abrí, un movimiento en el retrovisor del lado del copiloto captó mi atención. Al volver la cabeza, vi a un hombre alto y bien plantado con un traje gris… Grayson Hawthorn. Me estremecí y contuve la respiración. Estaba ante el edificio, justo al lado de mi coche, a la derecha del guardabarros trasero. Era el lugar perfecto para que pudiera mirarlo por el espejo sin moverme. Me hundí poco a poco en el asiento, me pegué al respaldo y volví la cabeza para observarlo.

Tenía la cabeza apoyada en el edificio que había a su espalda y los ojos cerrados con una expresión de dolor. Y, ¡Dios mío!, era impresionante. Sus rasgos estaban cincelados como si fuera un caballero de brillante armadura. Tenía el pelo casi negro y lo llevaba demasiado largo, por lo que se le rizaba ligeramente a la altura del cuello de la camisa. Sin embargo, lo más devastador eran sus labios, gruesos y tan sensuales que quise recorrerlos con la mirada una y otra vez. Entrecerré los ojos, tratando de abarcar todos los detalles de su rostro antes de bajar por su larga figura. Su cuerpo, elegante y musculoso, poseía el mismo magnetismo viril que su cara. Me recreé en los anchos hombros y la cintura estrecha.

«¡Oh, Kira! No dispones de tiempo para comerte con los ojos a un convicto, por muy guapo que sea. Tienes preocupaciones más acuciantes. Estás sin hogar y, francamente, desesperada».

Me mordí el labio inferior, incapaz de apartar la mirada. ¿Qué delito habría cometido? Traté de desviar la vista, pero algo me impulsaba a volver a él. Y no era solo aquella sorprendente belleza masculina lo que me llamaba la atención. Había algo en la expresión de su cara que me resultaba demasiado familiar, que se aproximaba mucho a lo que yo estaba sintiendo en ese mismo instante.

«Ojalá valiera más…».

—¿Tú también te sientes desesperado, Grayson Hawthorn? —murmuré—. ¿Por qué?

Mientras lo observaba, movió la cabeza y se dio un masaje en la sien, mirando a su alrededor. Pasó una mujer, que giró la cabeza cuando llegó a su altura para mirarlo de arriba abajo. Él no se dio cuenta y, por suerte para ella, miró al frente antes de chocar contra una farola. Me reí por lo bajo. Grayson tenía de nuevo la mirada perdida. Mientras estaba observándolo, un mendigo se dirigió hacia donde él se encontraba. Llevaba un sombrero y le pedía limosna a la gente. Todo el mundo pasaba con rapidez junto a aquel pobre hombre, mirando hacia otro lado con incomodidad. Cuando se acercó más a Grayson, apreté los labios.

«Viejo, lo siento. Me parece que la persona en la que te has fijado se encuentra en una situación bastante desesperada».

Pero para mi sorpresa, cuando el anciano se acercó a él, Grayson metió la mano en el bolsillo y, tras una breve vacilación, sacó algunos billetes. Desde mi posición no podía asegurarlo, pero me dio la impresión de que había vaciado la cartera para darle el contenido al mendigo. Movió la cabeza para asentir mientras el hombre le daba las gracias con frenético afán. Tras mirar cómo se alejaba el anciano, se dirigió en dirección contraria y dobló la esquina, desapareciendo de mi vista.

«Mira lo que hace la gente cuando piensa que nadie la observa, cariño. Es la mejor forma de saber cómo son en realidad».

Las palabras de mi abuela flotaron en mi mente como si estuviera hablándome desde el interior del coche. El estridente timbre del teléfono me sobresaltó y solté un jadeo antes de coger el bolso del asiento del copiloto para buscar el móvil en el interior.

Era Kimberly.

—Hola —la saludé en voz baja.

Tras un momento de silencio, me respondió también en voz baja.

—¿Kira? ¿Por qué hablas en susurros?

Me aclaré la garganta y me acomodé en el asiento.

—Es que el timbre del teléfono me ha sobresaltado. Estoy en Napa Valley, dentro del coche.

—¿Has podido cerrar la cuenta?

—Sí. Había algo más de dos mil dólares.

—¡Guau! ¡Genial! Algo es algo, ¿verdad?

Suspiré.

—Sí. Me da un respiro.

Oí a los chicos de Kimberly riéndose por detrás. Ella les mandó callar en español, sosteniendo la mano sobre el teléfono, antes de volver a dirigirse a mí.

—Siempre que lo necesites, mi sofá es tuyo.

—Lo sé. Gracias, Kimmy. —Sin embargo, no podía disponer así de mi mejor amiga. Andy, su marido, y ella, vivían comprimidos en un pequeño apartamento en San Francisco, con sus hijos gemelos de cuatro años. Kimberly se había quedado embarazada cuando tenía dieciocho años y más tarde se había enterado de la impactante noticia de que eran dos. Andy y ella habían superado muchas adversidades, pero su vida no había sido fácil. Lo último que necesitaban era que una amiga se apropiara de su sofá y añadiera un foco de tensión a la familia.

«Estás sin hogar. No tienes casa».

Respiré hondo.

—Sin embargo, tengo un plan —solté, mordisqueándome los labios. Una sensación de determinación había sustituido la desesperación que se había adueñado de mí durante toda la mañana. El rostro de Grayson Hawthorn parpadeó en mi mente—. Kimmy, ¿alguna vez has sentido como… como si tuvieras que seguir un camino? ¿Como si vieras muy, muy claro lo que tienes que hacer?

Kimberly se mantuvo en silencio durante un instante.

—¡Oh, no! No. Conozco ese tono. Significa que estás maquinando algo que voy a intentar sacarte de la cabeza sin éxito. No estarás retomando el plan de poner un anuncio para conseguir un marido, ¿verdad? Porque si es así…

—No —la interrumpí—. Al menos, no exactamente.

Kimberly soltó un gemido.

—Has tenido otra de esas malas ideas, ¿verdad? Algo completamente absurdo y, casi con seguridad, peligroso.

Sonreí a pesar de todo.

—¡Oh, basta! Esas ideas que llamas malas rara vez son ridículas y peligrosas.

—¿Qué me dices de comercializar tu propia mascarilla natural, fabricada con las hierbas de tu jardín?

Curvé más los labios; sabía cuál era su juego.

—¡Oh, eso…! Mi fórmula era perfecta. De hecho, casi lo conseguí. Si la persona que se presentó voluntaria para probarla no fuera…

—Me pusiste la cara verde. Color que tardó una semana en marcharse. La semana en la que se hacía la foto escolar.

Me reí por lo bajo.

—Vale, vale…, esa idea no funcionó bien, pero solo tenía diez años.

—Escaparnos para ir a la fiesta de Carter Scott cuando teníamos dieciséis…

—Eso habría funcionado si… —empecé a defenderme.

—Los bomberos tuvieron que venir a rescatarnos del tejado de tu casa.

—Nunca has sido demasiado valiente… —repuse con una sonrisa.

—O aquella vez que estábamos en la universidad y volvimos a casa en las vacaciones de verano. Organizaste una cena asiática, en la que todos teníamos que llevar kimonos… y casi acabas cargándote a todos los invitados.

—Un error al elegir los ingredientes. ¿Quién iba a saber que tenía que poseer una licencia especial para cocinar aquellos peces en particular? De todas formas, hace mucho tiempo de eso.

—Fue hace dos años —me recordó sin inflexión en la voz, aunque supe que contenía la risa.

—Está bien, tienes razón, listilla —me rendí con una risita—. Pero me quieres a pesar de todo.

—Cierto. —Suspiró—. No puedo evitarlo. Eres adorable.

—Bien, supongo que eso es discutible.

—No —atajó con firmeza—. No lo es. Tu padre es un gilipollas, y ya sabes lo que opino sobre ese tema. Cielo, es necesario que hablemos de lo ocurrido. Ha pasado un año. Sé que acabas de regresar, pero si necesitas…

Me mordí el labio y moví la cabeza a pesar de que ella no podía ver el movimiento desde el otro lado del teléfono.

—Aún no —la interrumpí en voz baja—. Gracias por haberme hecho reír. En serio, Kim, estoy atravesando una situación muy jodida en este momento. Quizá una mala idea sea justo lo que necesito. —No pude evitar el suspiro que acompañó a la frase. Kimberly siempre me levantaba el ánimo, pero parecía realmente asustada.

—Lo sé, Kira —respondió Kimberly en tono comprensivo—. Y, por desgracia, estás decidida a no utilizar ninguno de los contactos profesionales de tu padre. Es posible que tengas que buscar trabajo de camarera hasta que se te ocurra algo.

Suspiré.

—Quizá, pero ¿de verdad quieres que me acerque a algún sitio donde se preparen comidas?

—Cierto. —Noté la diversión en su voz—. Decidas lo que decidas, siempre seremos Kira y Kimmy Kats, ¿verdad? Siempre. Somos un gran equipo —aseguró, recordándome el nombre del grupo que habíamos hecho cuando teníamos doce años y se me había ocurrido el plan de cantar en las esquinas a cambio de dinero. Había visto un anuncio en la televisión sobre los niños africanos que no tenían suficiente para comer, y mi padre no quería darme dinero para apadrinar a uno. Al final, nos habían pillado vestidas con «disfraces» inadecuados hechos con papel y cinta aislante. Mi padre me castigó durante un mes. La madre de Kimberly, que trabajaba como limpiadora en casa, puso los veintidós dólares que necesitaba para alimentar y educar a Khotso ese mes, y me dio también el dinero que me faltaba durante los meses posteriores.

—Siempre. Te quiero, Kimmy Kat.

—Te quiero, Kira Kat. Tengo que dejarte, los niños están descontrolados. —Oí de fondo los chillidos y las risas de Levi y Micah, seguidos del sonido de pequeños pies corriendo—. ¡Estaos quietos, niños! ¡Y no gritéis! —aulló Kimberly, alejando el teléfono de su boca durante un instante—. ¿Estarás bien esta noche?

—Sí, estaré bien. Creo que incluso podría ponerme en plan derrochador y alquilar una habitación en un motel barato. Así podría ir a dar una vuelta por la orilla del río. Eso me hace sentir cerca de la abuela. —No mencioné que esa misma mañana, había llenado a toda prisa mi maleta antes de bajar por la escalera de incendios del apartamento que mi padre pagaba, mientras él gritaba y golpeaba la puerta. Ni que tenía todas mis cosas en el maletero del coche. Kimberly se preocuparía si lo supiera y, por ahora, disponía de algo de dinero y una idea —una idea muy, muy mala— rondaba en mi cabeza.

En mi ilustre historia de ideas realmente malas, esta podría ser la que se llevara la palma.

Por supuesto, tenía que hacer una minuciosa investigación antes de tomar una decisión. Y una lista de pros y contras, que era algo que siempre me ayudaba a ver las cosas más claras. Aunque eso requería de cierta diligencia.

Kimberly suspiró.

—Dios la tenga en su gloria. Tu abuela era una mujer increíble.

—Sí, lo era —convine—. Dales un beso a los niños de mi parte. Te llamaré mañana.

—De acuerdo. Hablaremos entonces. Y… Kira, estoy muy contenta de que estés de vuelta. Te he echado mucho de menos.

—Yo también. Hasta luego, Kimberly.

Colgué y permanecí en el coche unos minutos más. Luego encendí de nuevo el móvil para empezar a hacer algunas averiguaciones por Internet. Y también me puse a buscar una habitación que pudiera permitirme.



2



Grayson


—La bomba no se puede arreglar, señor, va a tener que sustituirla.

Maldije por lo bajo y dejé la llave inglesa de nuevo en la caja de herramientas antes de enderezar la espalda. José tenía razón. Usé el brazo para secarme el sudor de la frente y moví la cabeza asintiendo mientras me apoyaba en la inútil pieza. Otra cosa más que me veía obligado a reemplazar.

José me lanzó una mirada llena de comprensión.

—La parte buena es que tenemos la despalilladora manual. Y creo que está casi nueva.

—Por fin, una buena noticia —respondí, recogiendo la caja de herramientas que había llevado. Una buena noticia que añadir a una larga lista de cosas malas. Mejor aceptar las cosas como iban llegando—. Gracias, José. Iré a asearme.

José asintió.

—¿Alguna noticia del banco, señor?

Me detuve, pero no me di la vuelta.

—Han denegado el préstamo. —Al ver que José no respondía, seguí avanzando. Sentía su mirada decepcionada clavada en la espalda. Me había prometido a mí mismo sacar adelante los viñedos de la familia, y no había nada más importante para mí. José, sin embargo, tenía una familia que alimentar, y el miembro más joven contaba solo con unas semanas de edad. Si fallaba, yo no iba a ser el único que se encontrara sin trabajo.

«Ojalá valiera más…».

Apreté los dientes al recordar cómo me habían dolido aquellas palabras. Representaban para mí mucho más que mi estado financiero. Me recordaban que nunca había valido mucho.

«Ojalá valiera más…».

De hecho, ojalá…

Si ese poderoso «ojalá…» se hiciera realidad, habría tenido dinero para comprarme algo más que el menú de a dólar del McDonald’s. Pero había repasado los «ojalá» de mi vida más veces de las que podía recordar; eran una pérdida de tiempo inútil y dolorosa.

Y lo cierto era que no necesitaba más razones para despreciarme a mí mismo.

Bloqueé los pensamientos. Estaba inclinándome de una forma peligrosa hacia la autocompasión y sabía por experiencia personal que era un agujero demasiado profundo para salir una vez que te has metido en él. Intenté concentrarme en la frialdad que mantenía la desesperación a raya. Y me obligué a seguir con el trabajo que había que hacer.

Me recordé a mí mismo que, al final, mi padre me había encontrado digno. Y le había hecho una promesa que no pensaba olvidar.

El sol de la tarde brillaba en lo alto del cielo cuando salí; el olor de las rosas que había plantado mi madrastra hacía mucho tiempo flotaba en el aire y llegaba desde algún lugar cercano el zumbido perezoso de alguna abeja. Me detuve a examinar los racimos de uvas que maduraban en las viñas, y el orgullo hizo que se me hinchara el pecho. Iba a ser una buena cosecha; lo sentía en los huesos. Tenía que serlo. Y eso era en lo único que iba a pensar hoy, a pesar de que no podría aprovechar la fruta si no tenía el equipo disponible en otoño. Había vendido casi cualquier cosa de valor que había en la residencia familiar para poder tener dinero para plantar esas uvas…

Unos minutos después entraba en la casa, una edificación de piedra que había construido mi padre, diseñada con aire antiguo y el carácter del viejo mundo. En su día había sido una sala de exhibición, pero ahora necesitaba tantas mejoras como el equipo de elaboración del vino; mejoras que no podía financiar.

—La bomba no se puede arreglar.

Apreté los dientes cuando Walter, el mayordomo de la familia, se acercó para recibirme.

—Eso parece.

—He hecho una lista en Excel con todos los equipos que hemos revisado, marcando con un código de colores la prioridad con la que deben ser reemplazados.

«Genial». Justo lo que necesitaba, una ayuda visual de mi fatídica situación.

Me detuve para mirar el correo que había en la consola del vestíbulo.

—Walter, ¿ahora también ejerces como mi secretario?

—Alguien tiene que hacerlo, señor. Llevar este lugar supone un trabajo inabarcable para una sola persona.

—¿Me permites que te haga una pregunta, Walter?

—Sí, señor.

—¿Has anotado también con esos colorines tan chulos los artículos que puedo permitirme reparar o cambiar?

Walter movió la cabeza.

—No, señor, eso no se me ha pasado por la cabeza. Pero espero que la lista le sea de utilidad.

—De ninguna manera, Walter —respondí mientras me dirigía hacia las escaleras—. Y te he dicho un millón de veces que no me llames «señor». Me conoces desde que era un bebé. —Por no añadir que apenas merecía aquel respetuoso título. Walter valía tres veces más que yo, y él, sin duda, lo sabía. Sin embargo, también era consciente de que jamás olvidaría su profesionalidad, aunque llevara con la familia más de treinta años. A fin de cuentas, Walter Popplewell era inglés.

—Señor —se aclaró la garganta—. Tiene una visita.

Me di la vuelta.

—¿Quién es?

—Alguien que… —Se aclaró de nuevo la garganta—. Alguien que busca trabajo, señor.

Puse los ojos en blanco. «¡Dios!».

—Genial, deja que me deshaga de él. Y de todas formas, ¿quién es tan idiota para venir aquí en busca de trabajo?

Walter señaló la cocina con la mano, donde su esposa Charlotte, que era mi ama de llaves, se reía con alguien.

Cuando entré, había un hombre sentado ante la enorme mesa de madera con un plato de galletas delante. En cuanto me vio, se levantó con rapidez, golpeando sin querer el platito, que cayó al suelo y se rompió en mil pedazos.

—¡Oh, cielos! —exclamó Charlotte, acercándose desde la encimera, donde estaba sirviendo un vaso de leche—. No te preocupes por eso, Virgil. Ve a hablar con el señor Hawthorn mientras yo lo limpio. No tiene importancia.

El hombre que tenía delante medía más de metro noventa y llevaba unos pantalones color caqui, una camisa de rayas rojas y azules y una gorra de béisbol de los Giants en la cabeza. Su cara redonda lucía una expresión de terror al deslizar la mirada desde el plato roto hasta mi rostro.

Me acerqué a él y le tendí la mano.

—Grayson Hawthorn.

Clavó los ojos en mis dedos. Subió el brazo de forma vacilante. Mientras le estrechaba la mano, nuestras miradas se encontraron y me di cuenta al encontrarme con aquellos cándidos ojos de que era mentalmente lento.

«¡Santo Dios!».

—Me llamo Virgil Potter, señor Hawthorn, Grayson, señor. —Me soltó y bajó la mirada con timidez antes de echar un vistazo a Charlotte, que barría los restos del plato y las galletas. Se encogió un poco antes de volver a mirarme—. Como el mago, señor, solo que no tengo ninguna cicatriz en la frente, sino en la espalda, donde me quemé con el calefactor una vez cuando me acerqué demasiado y…

—¿En qué puedo ayudarlo, señor Potter?

—Oh, no me trate de usted, señor. Llámeme Virgil.

—De acuerdo, Virgil.

Charlotte me lanzó una mirada de advertencia desde el lugar donde estaba arrodillada en el suelo. Volví a clavar los ojos en Virgil, haciendo caso omiso de ella.

Virgil vaciló y cambió el peso de pie, mirando a Charlotte de nuevo. Ella le brindó una sonrisa e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. El hombre se quitó de repente la gorra de béisbol de la cabeza, como si hubiera recordado de golpe que la llevaba puesta, y se puso a manosearla entre sus enormes manos.

—Esperaba que… Señor… Es decir… Necesito un trabajo, señor. Y he pensado que podría hacer algo por usted. He oído hablar a la gente en el pueblo y dicen que va a tener muchos problemas para mantener los viñedos en funcionamiento. Así que he pensado que le vendría bien que le echara una mano. Le saldría barato, ya que no soy tan inteligente como otras personas. Pero soy trabajador; mi madre siempre lo dice. Y podría venirle bien.

Suspiré. Era justo lo que necesitaba. Apenas conseguía sacar adelante las tareas con el personal que tenía ahora. Sin duda eran muchas menos personas de las que necesitaba, pero eran todas las que podía permitirme… y las únicas que se habían quedado. No podía pagar a ninguna más. Y menos a una a la que tendría que estar supervisando durante todo el día.

—Virgil… —Tomé aire, preparándome para defraudarlo.

—Señor —me interrumpió él—, mi madre ya no puede limpiar más casas porque tiene la espalda mal. Y como yo no trabaje, no tendremos dinero suficiente para salir adelante. Sé que puedo hacerlo bien, solo necesito que alguien me dé la oportunidad.

«¡Santo Dios!». Cuando Charlotte reclamó mi atención al incorporarse para vaciar el recogedor, le dirigí mi mirada más gélida. Era ella la que estaba detrás de esto. ¿En qué estaba pensando? Cuando todo se fuera a la mierda, tanto ella como Walter se encontrarían sin trabajo. Cerré los ojos durante un segundo y luego los volví a abrir.

—Virgil, lo siento, pero…

—Sé que al mirarme, seguramente piensa que no valgo mucho, pero sé qué puedo hacer y qué no, señor. Podría hacer un buen trabajo, de verdad. —Sus grandes ojos estaban tan llenos de esperanza como los de un niño.

«Ojalá valiera más…».

Los trozos rotos del plato resonaron al caer en el cubo de basura, y miré de nuevo a Charlotte, que mantenía los ojos clavados en mí a pesar de tener las manos ocupadas. Apreté los labios.

«Ojalá valiera más…».

—De acuerdo, Virgil. Quedas contratado —dije finalmente, sin apartar la mirada de Charlotte, que ahora curvaba los labios en una sonrisa. Cuando por fin miré a Virgil, sus ojos brillaban de alegría. Levanté la mano como si así pudiera contener la intensidad de su felicidad—. Pero no puedo pagarte mucho, y por ahora estarás a prueba, ¿vale? A veces tenemos que trabajar después de anochecer y no hay medio de transporte para regresar al pueblo. Sin embargo, en las instalaciones donde elaboramos el vino hay algunas literas; puedes quedarte allí si es necesario. Dentro de un mes y medio veremos cómo lo estás haciendo… —«Si es que los viñedos siguen abiertos dentro de un mes».

Virgil asintió con ganas sin dejar de retorcer entre sus manos la pobre gorra, que seguramente estaba a punto de quedar inservible.

—No se arrepentirá de esto, señor. No, no le defraudaré. Soy un buen trabajador.

—De acuerdo, muy bien, Virgil. Regresa mañana por la mañana para que rellenemos los papeles y trae tu carnet de identidad. A las nueve, ¿vale?

Virgil siguió asintiendo.

—Aquí estaré, señor. Incluso vendré antes, estaré aquí a las siete.

—A las nueve, Virgil. Y puedes llamarme Grayson.

—Sí, señor, Grayson, señor. A las nueve de la mañana.

Virgil volvió su enorme y torpe corpachón hacia Charlotte. Se despidió con una sonrisa de oreja a oreja, y ella lo echó de la cocina antes de que yo cambiara de opinión. Permanecí de pie ante la ventana, observando en silencio a Virgil mientras salía de la casa y corría hacia el camino que conducía hasta las puertas de hierro forjado que daban acceso a la propiedad. Maldije por lo bajo por enésima vez ese día y lancé a Charlotte otra mirada gélida.

—Si no te conociera bien, diría que tratas de sabotearme.

—Ah, pero me conoces, muchacho. Y sabes que solo quiero lo mejor para ti.

Claro que lo sabía. Respiré hondo de todas formas, para imponer respeto.

Charlotte sonrió y comenzó a tararear mientras fregaba.

Me di la vuelta sin decir una palabra más y subí a ducharme. Aunque no era algo que hiciera muchas veces, esa noche iba a beber hasta caer inconsciente.



El sol matutino se filtraba por las ventanas, bañando el vestíbulo de entrada con su luz dorada mientras yo bajaba las escaleras. Era demasiado temprano para mí, teniendo en cuenta que había regresado hacía solo un par de horas. Me estremecí y me protegí los ojos del brillante resplandor. Me palpitaba la cabeza… Pero era justo lo que me merecía. Sin embargo, el alcohol había ahogado mis problemas durante una noche y, solo por eso, había valido la pena. Casi todos los días trabajaba desde el amanecer hasta más allá del anochecer, y aun así no era suficiente. Y después de lo que me habían dicho ayer en el banco… Bueno, me merecía una noche de borrachera en la que poder olvidarlo todo. Tenía mis límites.

—Gray, querido, ha venido alguien a verte. Buenos días. —Charlotte me sonreía cuando llegué a los pies de la escalera—. Oh… —Frunció el ceño—. Parece que has tomado algo que te ha sentado mal.

No hice caso de la última observación.

—¿Quién es ahora? —¿A quién se le ocurría venir a primera hora de la mañana? ¿Es que no podía esperar a una hora decente? Apenas había salido el sol, y estaba de un humor imposible—. No será otra persona pidiendo trabajo, ¿verdad? ¿Alguien a quien le falte una extremidad en esta ocasión?

Charlotte se limitó a sonreír.

—No creo que quiera trabajo, pero no le he preguntado qué es lo que quería. Y conserva todas las extremidades. Esa chica está esperándote en el despacho.

—¿Esa chica?

—Sí, es una jovencita. Me ha dicho que se llama Kira. Y es muy guapa. —Charlotte me guiñó un ojo. De acuerdo, quizá no era la peor manera de empezar el día. A menos que fuera alguna chica que me hubiera tirado…, y no la recordara. Me tomé un par de pastillas de paracetamol, me serví una taza de café en la cocina y me dirigí a la parte delantera de la casa, donde se encontraba el enorme despacho que había pertenecido a mi padre.

Allí había una joven con un vestido suelto de color crema, confeccionado con alguna clase de seda, aunque lo llevaba ceñido con un cinturón. Estaba de espaldas a mí, rebuscando en la librería que había en la pared enfrente de la puerta. Carraspeé y ella se dio la vuelta. El libro que sostenía cayó al suelo cuando se llevó las manos al pecho. Abrió mucho los ojos antes de inclinarse para recoger el libro, riéndose con fuerza.

—Lo siento, me ha asustado. —Se incorporó y se acercó a mí—. Lo siento…, er… Lo siento. Grayson Hawthorn, ¿verdad? —Dejó el libro en el borde del escritorio y me ofreció la mano. Era una mujer delgada, de estatura media, con el pelo de color caoba oscuro, que llevaba recogido con firmeza en una especie de nudo encima de la nuca. No era mi tipo, pero Charlotte tenía razón: era una chica muy guapa. Sin embargo, a mí me iban más las mujeres altas y elegantes; en realidad, me iba particularmente una rubia alta y elegante. Pero bloqueé ese doloroso pensamiento al instante. No me permitía pensar en eso. Solo cuando la joven se acercó a mí, me fijé en sus ojos; eran grandes y estaban rodeados por espesas pestañas. Las cejas, delicadamente arqueadas, eran del mismo color que el pelo. Pero lo que me dejó aturdido fueron sus ojos. Eran los más verdes que hubiera visto nunca. Relucían como esmeraldas. Al instante, me dio la impresión de que esos ojos veían más cosas que otros. Eran fascinantes, magnéticos… y me hacían sentir que no podía respirar hondo.

Di un paso atrás y entrecerré los ojos, pero le estreché la mano. La suya era pequeña y cálida, y se perdía en la mía, más grande. El calor que desprendía pareció subir por mi brazo y bajar por mi espalda. Fruncí el ceño y le solté los dedos.

—¿Y usted es…? —pregunté sin intención de resultar hostil.

—Kira —replicó con sencillez, como si eso lo explicara todo. «De acuerdo». Cerró por un instante aquellos impresionantes ojos, y sentí una momentánea punzada de decepción. La vi sacudir la cabeza antes de volver a mirarme—. Lo siento, ¿le importa si nos sentamos?

Señalé con la cabeza la silla que había delante del escritorio de caoba. Dejé mi taza de café sobre la superficie y rodeé la mesa para sentarme en el sillón de cuero que había detrás.

—¿Le apetece una taza de café? —pregunté—. Puedo pedirle a Charlotte que le traiga uno. —¿Qué quería esa chica? No me resultaba familiar.

—No, gracias. —Movió la cabeza acompañando sus palabras—. Ya me lo ha ofrecido. —Un mechón se soltó del tirante peinado. Ella hizo un mohín de irritación e intentó colocarlo de nuevo.

Esperé a que hablara. Me dolía la cabeza, así que me masajeé la sien con aire ausente. Siguió mis dedos con la mirada, lo que hizo que los detuviera.

Respiró hondo y enderezó la espalda antes de cruzar las piernas. Como la silla no estaba pegada a la mesa, pude seguir fácilmente con la mirada el movimiento de sus bien torneadas pantorrillas, los tobillos delgados y unas sandalias azules de tacón alto. El bolso que antes llevaba colgado del hombro reposaba ahora en su regazo; me fijé en que hacía juego con las sandalias. No sabía nada de moda, pero reconocía un artículo caro cuando lo veía. Mi insensible madrastra había sido el epítome de la decadencia consumista.

—No es mi intención ser desagradable, pero hoy tengo mucho que hacer.

Abrió más los ojos.

—Entiendo, por supuesto. Lamento estar entreteniéndolo. Bien, supongo que debo ir al grano. Quiero ofrecerle un acuerdo de negocios.

Arqueé una ceja.

—¿Un acuerdo de negocios?

Asintió con la cabeza al tiempo que retorcía la larga cadena de oro que llevaba al cuello.

—Sí, bueno… Señor Hawthorn, en realidad estoy aquí para proponerle matrimonio.

El ataque de risa que me dio provocó que escupiera encima del escritorio el sorbo de café que tenía en la boca.

—¿Perdón?

Aquellos magníficos ojos verdes brillaron con algo que no pude definir.

—Si me escuchara hasta el final, creo que se daría cuenta de que esto podría beneficiarnos a los dos.

—¿Y cómo es que usted sabe qué podría beneficiarme a mí, señorita…? ¿Cuál es su apellido? No me lo ha dicho.

Ella alzó la barbilla.

—Dallaire. Mi apellido es Dallaire. —Me miró como si estuviera esperando algo.

—¿Dallaire? —La miré durante un rato con el ceño fruncido. Conocía ese apellido—. ¿Dallaire, como el exalcalde de San Francisco?

—Sí. —Levantó la barbilla. Oh…, una joven altiva, o eso decía ese gesto. Pertenecía a la realeza política. Era una heredera. No sabía muchos datos sobre Frank Dallaire, salvo que había sido alcalde durante dos mandatos y que era muy, muy rico. Su riqueza no solo era fruto de su carrera política, sino por negocios relacionados, creía, con la compraventa de terrenos. Estaba incluido en la lista de los hombres más ricos del país. Entonces, ¿qué demonios hacía aquí su hija?

—Entonces, señorita Dallaire, imagino que la mejor pregunta es ¿cómo coño puede beneficiarle casarse conmigo? —Esto iba a estar bien. Me recosté en el sillón.

Suspiró, pareciendo un poco menos altiva.

—Me hallo en una situación desesperada, señor Hawthorn. Mi padre y yo estamos… —se mordisqueó el labio durante un segundo mientras buscaba la palabra correcta— distanciados. Yendo directa al grano, necesito dinero para vivir, para subsistir.

La estudié durante un segundo y luego me reí por lo bajo.

—Le puedo asegurar, señorita Dallaire, que casarse conmigo no va a beneficiar su situación financiera. Al contrario. Creo que alguien la ha informado mal.

Ella movió la cabeza al tiempo que se inclinaba hacia delante.

—Lo que me lleva a la parte que nos beneficia a ambos.

—Por supuesto. Por favor, continúe —la animé, sin tratar de ocultar el aburrimiento en mi voz. Me volví a frotar la sien. No podía perder el tiempo con esto.

La vi asentir.

—Bien, ha llegado a mi conocimiento que sus viñedos…, er… Bueno, solo puedo ser brutalmente sincera…, están arruinados.

La cólera me inundó al ver la forma en que aquella mocosa mimada resumía mi situación. Me aparté la mano de la sien y le lancé mi mirada más fría.

—¿Cómo sabe eso?

Volvió a alzar la barbilla.

—Le he investigado.

—Ajá.

—Bueno, ayer estaba en el banco. Escuché de forma accidental parte de su reunión. Se negaron a darle un préstamo. —Me mantuve inmóvil mientras sus mejillas enrojecían lentamente. Al menos tenía la decencia de sentir vergüenza. «De forma accidental…». Sí, seguro. Pero en ese momento volvió a alzar la barbilla.

La ira y una pequeña humillación por lo que ella había podido escuchar me hicieron enderezar la espalda.

—Así que está intentando decirme que, con toda premeditación, me espió en el banco, me buscó en Google y ahora cree entender mi situación, ¿no? —«¿Qué coño…?».

Su expresión se suavizó un poco y me fijé en cómo sacaba la lengua para humedecerse el labio inferior. Mi cuerpo reaccionó de forma automática a ese movimiento, pero me reprimí con violencia. No me sentía atraído por la princesita arrogante que estaba sentada frente a mí. Además, había estado la noche anterior con una mujer, una rubia llamada Jade que olía a sandía…, ¿o era a piña? Me había desfogado a gusto. Y, sin embargo, a pesar de ello, la aventura me había dejado algo insatisfecho… Y oliendo a fruta. Me concentré de nuevo en la pelirroja que tenía delante. ¿O era morena? Su cabello era casi una mezcla perfecta de ambos tonos… Como si su pelo estuviera respondiendo a mis pensamientos, se le soltó otro mechón, que ella se puso detrás de la oreja.

—Le aseguro que no conozco todos los detalles de su situación, pero sé que necesita dinero en efectivo, y que tiene pocas opciones, en especial, si tenemos en cuenta sus… antecedentes. —El rubor rosado volvió a inundar las mejillas nacaradas antes de que continuara—. Yo también necesito dinero. En realidad, mi situación también es desesperada.

Emití un suspiro.

—Estoy seguro de que si acudiera a su padre, resolvería todos sus problemas. Las cosas rara vez son tan desesperadas como parecen. —Aunque mi situación sí lo era.

Sus ojos escupieron fuego, pero mantuvo una expresión neutra.

—No —aseguró—, mis problemas no se resolverán acudiendo a mi padre. Estamos distanciados desde hace más de un año.

—Espere, espere…, ¿cómo ha sobrevivido desde entonces?

Hizo una pausa como si estuviera considerando la respuesta.

—He estado en el extranjero.

De compras, seguramente. O tomando el sol. Le recorrí de nuevo las piernas con la mirada; las tenía bastante bronceadas. Y ahora que sus fondos personales se habían agotado, papaíto no quería darle más dinero. ¡Menuda tragedia!

—¿Va contra sus principios conseguir un trabajo? ¿Tiene estudios?

—Mi carrera universitaria quedó… interrumpida. Y no, claro que no va contra mis principios buscar un empleo si fuera necesario. Sin embargo… —se sentó todavía más recta—, baste decir que hoy he venido aquí porque creía que era la mejor manera de actuar para todos los involucrados.

Volvía a palpitarme la cabeza. ¿Qué cojones me importaba a mí cuál era su situación?

—De acuerdo, ¿puede ir al grano? Como tan sucintamente ha sugerido, mis viñedos se están yendo a la mierda, y tengo mucho trabajo.

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De hecho, hice clic en varios de los artículos, y mi desprecio por Kira Dallaire creció según encajaba su situación real. Ninguna de las noticias la contaba, pero era fácil leer entre líneas. Kira se había comprometido con Cooper Stratton, un joven ayudante del fiscal del distrito que tenía aspiraciones para ingresar en la corte suprema de San Francisco, pero se la involucró en algún tipo de escándalo relacionado con las drogas, según se insinuaba, una fiestecita que se desarrolló en el ático del hotel St. Regis. Su padre, en un esfuerzo por protegerla y proporcionarle la ayuda que necesitaba, la envió a algún centro de rehabilitación, seguramente una especie de spa en Londres o París. Su prometido había roto el compromiso, ¿quién podía culparlo? Pero ahora que estaba de vuelta, ¿estaría dispuesto su padre a financiar el estilo de vida al que estaba acostumbrada? ¿Se habría negado a darle dinero hasta que le demostrara que había cambiado su vida? Por supuesto, solo eran elucubraciones. De todas formas, Kira Dallaire había decidido tomar el asunto en sus manos.

Al parecer, yo había tenido razón desde el principio en mis suposiciones: era igual que mi madrastra. Una mujer que lo había tenido todo y que pensaba que tenía derecho a ello. Una fémina egoísta que esperaba doblegar todo a su voluntad. Y, cuando no lo conseguía por las buenas, llegaba a donde fuera necesario, sin importarle a quién pudiera hacerle daño.

Me recliné en el respaldo un minuto, sopesando la cuestión. Ni en un millón de años hubiera esperado enfrentarme a algo así.

Los dos estábamos desesperados a nuestra manera. La cuestión era si yo lo estaba tanto como para entregar mi apellido, aunque fuera temporalmente, a cambio del dinero que necesitaba para salvar los viñedos y cumplir mi promesa.

De pronto, me llamó la atención algo en la pantalla del ordenador, una pequeña imagen en la parte inferior del artículo que había estado leyendo. Hice clic en ella, haciéndola lo más grande posible. Era otra foto de Kira Dallaire y Cooper Stratton. Él tenía la mano apoyada posesivamente en la parte baja de su espalda y se pavoneaba orgulloso mientras ella le sonreía. Clavé los ojos en su mejilla derecha. Tenía un hoyuelo. La brujita tenía un hoyuelo. Y ese pequeño rasgo hizo que se me acelerara el pulso, y no pude explicar por qué aunque mi vida hubiera dependido de ello.