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Índice


Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Epílogo


Connie Mason


El sabor del escándalo



Traducción de Julia Vidal






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Título original: A Breath of Scandal



Primera edición: abril de 2017



Copyright © 2001 by Connie Mason


© de la traducción: Julia Vidal Verdía, 2009


© de esta edición: 2017, Ediciones Pàmies, S. L.
C/ Mesena,18
28033 Madrid
phoebe@phoebe.es


ISBN: 978-84-16970-15-5

BIC: FRH


Diseño de la cubierta: Javier Perea Unceta

Ilustración de cubierta: Franco Accornero


Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.



1



Litoral de Francia, 1765


Julian se introdujo la capa de lana por la cabeza, salió a hurtadillas de detrás del conjunto de árboles que bordeaban la desolada franja de playa y se unió al grupo de campesinos desarrapados que estaban sacando de la boca de una gruta barriles de brandy y arcones de encaje francés. Bajo aquel cielo sin luna, la oscuridad y la niebla se tragaban la playa y el mar que quedaba más allá, mientras campesinos y contrabandistas se esforzaban con diligencia en apilar su contrabando en la orilla.

Julian se había acurrucado fuera de su vista bajo el frío de las horas anteriores al amanecer, a la espera de que el barco anclado justo después de las olas enviara sus botes para recoger el contrabando. Con la identidad oculta bajo una barba, Julian se había unido al grupo de campesinos a los que habían prometido una excelente paga por una noche de trabajo. Más de lo que podrían ganar en un año.

—Esa es la señal para los barcos —dijo un hombre al lado de Julian en un francés rural que él entendió a la perfección—. Nos pagarán bien por el trabajo de esta noche.

Julian se limitó a gruñir.

Un hombre cuya capa ondeaba al viento alrededor de su alta figura apareció de pronto en la playa envuelto en un sudario de niebla. Levantó el brazo y movió un farol encendido hacia delante y hacia atrás. En la proa del barco apareció una luz en respuesta. Julian supo que era la señal que estaba esperando y se puso tenso. Cuando llegó el primer bote, el hombre de la capa se subió el cuello de la prenda para que nadie pudiera reconocer su rostro. Julian intuyó que aquel era el hombre al que llamaban El Chacal, el contrabandista que el gobierno llevaba años intentando atrapar. El hombre responsable de la muerte de la prometida de Julian.

Se le erizó el vello de la nuca. Deseaba tanto dar caza a aquel hombre que el mero hecho de pensarlo le provocaba un sudor frío. No descansaría hasta ver a El Chacal colgado del extremo de una soga. Y ahora que estaba a punto de identificarlo, sintió una punzada de expectación. Julian Thornton, conde de Mansfield, tenía sus sospechas, pero ninguna prueba sólida que pudiera llevar ante William Randall y los miembros del gobierno. De una cosa sí estaba seguro: El Chacal era alguien importante, porque siempre tenía información privilegiada, como si supiera con antelación cuándo y dónde aparecerían los agentes de Randall.

Con el cuerpo en tensión y la cabeza gacha, Julian arrastró un barril por la arena de la playa hacia el bote que estaba esperando. En cuanto supo cuándo se iba a enviar el cargamento y dónde se iba a depositar, le envió la información a Randall a través de un emisario veloz. Esta vez iban a pillar por sorpresa a los contrabandistas. Los agentes estarían esperando su llegada en una franja de tierra desierta en la costa de Cornwall. Julian no tenía dudas sobre su información, porque la había conseguido directamente de uno de los marineros que viajaba a bordo del barco que cargaría el contrabando. El dinero siempre funcionaba.

La figura envuelta en la ondeante capa observaba con atención cómo el contrabando se cargaba en los botes. Julian pasó por delante de su intenso escrutinio con la cabeza agachada y la mirada esquiva. Deseaba con toda su alma identificar a El Chacal, pero no alzó la vista por temor a ser reconocido. Sin embargo, Julian sabía que tendría su oportunidad cuando detuvieran a los contrabandistas.

Cuando los botes estuvieron cargados, se atrevió a mirar de reojo y vio a El Chacal conversando con uno de los contrabandistas.

El contrabandista señaló a Julian con el dedo y se acercó a él.

—¡Eh, tú! Ven aquí.

Julian fingió que no lo había oído mientras esperaba en la playa con los campesinos a que les pagaran por la noche de trabajo.

—¡Tú! ¡Te he dicho que vengas!

Julian se quedó paralizado. Presentía el peligro y trató de conjurarlo fingiendo ser un campesino más.

—¿Yo, monsieur? —preguntó con el cerrado acento rural que había escuchado hablar en el pueblo.

—Sí, sí —insistió el contrabandista en un francés rudimentario y apenas comprensible—. ¿Hablas inglés?

—Ah, no, monsieur. No soy más que un pobre granjero que necesita dinero para dar de comer a su familia. Solo hablo el dialecto del campo.

—Franchute estúpido —murmuró el contrabandista en inglés—. Sube a bordo del bote.

Julian comenzó a sudar bajo el grueso jersey y la bufanda tejida.

—Tengo que volver a mi casa —replicó—. Mi esposa me está esperando.

—El Chacal quiere que subas a bordo —dijo el contrabandista.

—¿El Chacal?

El contrabandista señaló a la figura de capa que se alejaba de ellos a grandes zancadas.

—Sí, El Chacal. Así es como lo llamamos.

—¿Qué quiere de mí? —preguntó Julian, que empezaba a sentirse como un conejo atrapado. ¿Lo habría reconocido El Chacal?

El contrabandista sonrió, dejando al descubierto una hilera de dientes podridos.

—Cree que eres un agente del gobierno. —Se encogió de hombros—. Más te vale rezar para que no sea así.

—Estáis equivocado, monsieur, no soy un espía —aseguró Julian con tono servil—. ¿Puedo irme ya a casa con mi mujer?

—Sube al bote —le ordenó el marinero colocándole una pistola en la espalda.

—¿Por qué no se enfrenta el propio Chacal a mí si cree que soy un espía? —lo retó Julian.

—Nadie cuestiona a El Chacal —respondió el marinero—. Nadie ha visto su rostro, excepto unos pocos privilegiados, y tú no eres uno de ellos. Enviará a uno de sus hombres para que te interrogue.

Julian sintió los fríos dedos de la muerte acariciándole el rostro. Había tenido mucho cuidado en cubrir sus huellas. Era absolutamente meticuloso respecto a su identidad secreta. Ni siquiera su hermano Sinjun conocía la naturaleza concreta de su trabajo, ni el nombre por el que se le conocía.

Lo llamaban El Escorpión. El único que conocía su identidad era William Randall. Su trabajo para el gobierno lo había llevado al continente, a Italia y a varios destinos a lo largo y ancho de las islas británicas cuando se requerían sus servicios.

Estaba convencido de que en esta ocasión iba a triunfar. Había estado muy cerca. ¿Qué había salido mal? ¿Quién había atravesado su red de secretismo, tan cuidadosamente elaborada? ¿Quién quería verlo muerto?

Julian maldijo su mala suerte cuando el contrabandista lo cacheó y encontró su pistola.

—Esto me lo llevo —dijo el contrabandista guardándose el arma en el cinturón. Luego empujó a Julian hacia el bote. Julian sabía que si subía a bordo sería lo mismo que estar muerto. Tenía que actuar en aquel instante. Antes de llegar al bote, echó a correr en busca de refugio.

No pudo ser. Un disparo atravesó la noche y fue a parar al hombro de Julian. Se giró y cayó sobre la arena húmeda. Luchó por controlar el dolor y seguir corriendo, pero al instante aparecieron dos musculosos contrabandistas que lo arrastraron por la playa antes de arrojarlo al bote.

Empujaron la embarcación al agua inmediatamente. Julian escuchó el golpe de los remos, sintió cómo se movía el bote. Entonces se intensificó el zumbido en sus oídos, amortiguando el mundo que había alrededor. Y luego ya no supo nada más.



Julian se despertó con el crujir y el gemido de los listones de madera, la suave bofetada de agua contra el casco y el sonido de los anillos de metal de las jarcias. Escuchó las velas agitándose al viento y sintió la cubierta subiendo y bajando. Trató de incorporarse, pero el insoportable dolor del hombro restringió sus valientes esfuerzos. Se le escapó un gemido entre los labios.

Una sombra se cernió sobre él.

—Así que estás despierto, ¿verdad?

Julian se quedó mirando en silencio la imponente figura.

—El Chacal dice que eres un espía. Lo averiguaremos muy pronto, cuando descarguemos en la playa cerca de Dumfries.

Julian tardó unos instantes en registrar en su cabeza el destino del barco.

—¡Dumfries! Eso está en Escocia. Yo creía que…

—Sí, ya sé lo que creías. El Chacal cambió el punto de destino. Se enteró de que en Cornwall habría agentes esperándonos. Nos dirigiremos rumbo al fiordo de Solway, descargaremos la mercancía en la playa cuando veamos la señal y esperaremos a los carruajes que la transportarán a Londres y a Edimburgo.

El dolor provocaba que le resultara difícil concentrarse, pero Julian no veía ninguna lógica en que el marinero le contara aquellas cosas. A menos, por supuesto, que El Chacal no tuviera intención de dejar a Julian con vida.

Julian se revolvió en el estrecho camastro, conteniendo un gemido cuando el dolor le irradió por todo el cuerpo en forma de oleadas de agonía. Se tocó el hombro con cautela, sorprendido al encontrar un rudimentario vendaje sobre la herida.

—Yo te lo hice —se jactó el marinero—. No soy médico, pero en mis tiempos remendé a muchos marineros.

—¿Por qué te has molestado? —preguntó Julian con voz cansada.

—El Chacal quiere mantenerte vivo para interrogarte. Siente curiosidad por ese hombre al que llaman El Escorpión. Y quiere asegurarse de que tú eres el agente que ha sido como una china en su zapato durante tanto tiempo. En cuanto te saque toda la información hará que te maten.

Tendría que congelarse el infierno antes de que él le proporcionara algo de valor a El Chacal, juró Julian.

—¿Cuánto falta para llegar al fiordo de Solway?

—Cuatro días. Tú llevas más tiempo inconsciente.

—Estoy sediento.

El marinero metió un cazo en un cubo de agua y se lo pasó a Julian, que se las arregló para beberse la mitad antes de que el esfuerzo le resultara insoportable y le devolviera el cazo al marinero.

—Te traeré algo de comer si sobra algo después de que todo el mundo haya comido. —El marinero se dirigió hacia la puerta—. Y no creas que puedes escapar, porque no hay adónde ir. Allí fuera no hay más que millas y millas de agua.

Julian se quedó mirando la puerta cerrada durante tanto tiempo que esta comenzó a balancearse delante de sus ojos. Tenía cuatro días. Cuatro días para planear su fuga. Sopesó en silencio sus posibilidades de sobrevivir. Estaba herido, débil por la pérdida de sangre, febril, y no contaría con ayuda.

Era como si estuviera muerto.



Cuatro días más tarde Julian seguía débil, con fiebre, y todavía no había ideado un plan para escapar. Hizo un esfuerzo por levantarse del mugriento camastro y acercarse al ojo de buey y miró hacia la oscuridad. El barco estaba anclado en el fiordo, a varios cientos de millas de la orilla. No veía lo que estaba ocurriendo en la cubierta, pero los ruidos que se escuchaban indicaban que estaban cargando la mercancía de contrabando en los botes que esperaban en el mar.

Julian regresó al camastro para guardar fuerzas de cara al calvario al que sabía que tendría que enfrentarse pronto. La espera resultó larga y penosa, pero cuando se abrió la puerta de su prisión fue algo casi decepcionante.

Un marinero apareció en la puerta.

—¿Puedes andar?

—Lo suficiente —aseguró Julian muy serio mientras se incorporaba con rigidez y se arrastraba hacia delante.

El estrecho pasillo y la escalerilla que daba a la cubierta estaban prácticamente fuera de sus posibilidades, pero consiguió recorrerlos. El aire húmedo y frío lo abofeteó como una sacudida de adrenalina en el momento que más lo necesitaba.

Julian avanzó hacia la barandilla y sintió el cañón de una pistola presionándolo en medio de la espalda.

—Quédate aquí hasta que estén listos para llevarte a la orilla —le advirtió el contrabandista.

Julian miró a su alrededor. Todo el mundo estaba haciendo una actividad u otra mientras se movían por la cubierta con resolución. «Es ahora o nunca», pensó Julian preparándose para hacer un último esfuerzo en aras de escapar. Aceptar la muerte con resignación era algo que no iba con él. Tal vez muriera de todas formas en el intento, pero se había quedado sin tiempo. Y si no lo identificaban como El Escorpión, El Chacal no podría hacerle ningún daño a su familia.

Por un lado estaba Emma, su hermosa hermana, que había crecido demasiado rápido y ya era todo un elemento. Y Sinjun, que por fin había encontrado una mujer a la que amaba lo suficiente como para dejar atrás su decadente modo de vida. El hijo de Sinjun heredaría el título de conde, porque Julian no pensaba tener hijos. Tras la muerte de Diana, había jurado que no se casaría nunca. Ninguna otra mujer ni un hijo suyo morirían por su culpa.

Julian se acercó a la barandilla y fingió interesarse por la actividad que se estaba desarrollando abajo. Su guardián lo siguió, mirando para ver qué había captado la atención de Julian. Aspirando con fuerza el aire, Julian se agarró a la barandilla y saltó por encima de ella, lanzándose lo más lejos posible de los botes que había abajo. Cayó y cayó hasta ir a parar al oscuro y agitado mar.

Fue consciente entre sombras de que la barandilla estaba de pronto abarrotada de marineros. Los disparos rompieron el silencio de la noche; las balas atravesaban el mar que lo rodeaba, salpicándole el rostro de agua. Entonces una bala se clavó en él y el dolor hizo explosión en su cerebro. Se le durmieron los brazos, su cuerpo se hundió y el agua le cubrió la cabeza.



2



Litoral escocés


La colorida falda cíngara agitada por la brisa marina se enredaba salvajemente alrededor de las largas y desnudas piernas de Lara. La joven estaba en un acantilado que daba al fiordo, observando el devenir de la marea. Cuánto iba a echar de menos la indómita tierra en la que había nacido cuando regresara a Londres a vivir con su padre. Lara suspiró profundamente. Odiaba los bailes, las fiestas y las cenas acartonadas, pero su padre quería que pasara la temporada de baile en Londres. A los veinte años, ya tendría que haber vivido su primera temporada, pero hasta el momento había logrado resistirse. Su madre, que era cíngara, la había criado en un campamento hasta los trece años. Lara no sabía siquiera que tenía padre. Su madre le reveló su nombre en el lecho de muerte, cuando falleció a causa de una enfermedad pulmonar. Para Lara había sido toda una conmoción enterarse de que su padre era un noble inglés que nunca supo de su existencia.

Nunca le importó no haber conocido a su padre. A Lara le encantaba vivir con los cíngaros, y adoraba a su abuela Ramona y a su abuelo Pietro. Pero Serena, la madre de Lara, había insistido en que Ramona y Pietro llevaran a Lara con su padre cuando ella muriera. Había que decir a su favor que él la había recibido con los brazos abiertos.

Lo único que evitaba que Lara se sintiera desgraciada en su nueva vida era el carácter cariñoso y generoso de su padre. Le había permitido regresar todos los veranos al campamento cíngaro para estar con sus abuelos. Pero Lara temía que aquel fuera a ser el último verano, y sentía como si una parte muy importante de su vida estuviera a punto de terminar.

Observó el latido del oleaje. La marea en retirada había dejado al descubierto una invitadora media luna de playa que llamaba a gritos a la indómita gitana que Lara llevaba dentro. Con la exuberancia de una hija salvaje de la naturaleza, corrió hacia el estrecho sendero que daba a la playa con los ojos brillantes por el mero placer de ser joven y no tener preocupaciones ni ataduras durante unas cuantas semanas más.

Lara corrió por la playa con los pies descalzos, dejando pequeñas huellas sobre la arena mojada. Alzó el rostro hacia el cálido sol y se rio en voz alta de pura felicidad por estar viva en aquel día tan maravilloso.

—¡Lara! Ramona te está buscando. Es hora de ponerse en marcha.

Lara miró hacia atrás y sonrió a Rondo, su compañero de juegos de la infancia, convertido ahora en un atractivo hombre de veintitrés años que la miraba desde el acantilado que había encima.

—¿Tenemos que marcharnos? —protestó Lara—. Esto es tan bonito…

—Pietro quiere llegar a Lockerbie a tiempo para la gran feria. Nuestros caballos se venderán bien ahí.

Lara asintió y se giró para mirar por última vez la playa y el mar, embebiéndose hasta los poros de la indómita belleza de la arena, el agua y los gigantescos acantilados. Su inquisitiva mirada se posó sobre un bulto hecho de harapos que había dejado la marea. Le picó la curiosidad y se acercó.

—Lara, ¿dónde vas?

—Hay algo en la playa.

Rondo parecía impaciente.

—Déjalo. Probablemente no sea nada importante.

Pero era algo. Lara podía sentirlo en los huesos, escuchaba cómo el destino la llamaba. Se dejó caer de rodillas al lado del bulto y estiró la mano para tocar con indecisión algo que le pareció más sólido que unos harapos. Dio con carne y huesos y soltó un gemido de asombro.

¡Era un cuerpo humano!

Giró el cuerpo. Se trataba de un hombre, un hombre al borde de la muerte. Le encontró el pulso. Estaba muy debilitado. Tenía el rostro pálido y los labios morados y sin circulación.

—¡Ven deprisa, Rondo! ¡Es un hombre!

Rondo descendió rápidamente por el sendero.

—¿Está vivo?

—Creo que sí.

El joven la apartó a un lado.

—Déjame echarle un vistazo.

Por alguna razón inexplicable, Lara se mostró reacia a apartarse del hombre. Algo en su interior le decía que la necesitaba. Observó con la respiración agitada cómo Rondo le buscaba el pulso y colocaba la oreja sobre su pecho inmóvil…

—Sí, está vivo. Aunque por muy poco.

—Haz algo. No podemos dejarlo morir.

—No veo por qué no. Seguramente viene de alguno de esos barcos de contrabandistas que operan en estas aguas. Va vestido como un campesino, o como un marinero común.

—No seas tan duro de corazón, Rondo. Sácale el agua de los pulmones.

Gruñendo, Rondo puso al hombre boca arriba, se colocó a horcajadas sobre él y comenzó a bombearle el pecho.

—No sirve de nada —aseguró.

—Sigue bombeando —le urgió Lara. Por alguna misteriosa razón, le parecía importante mantener a aquel hombre con vida.

Rondo renovó sus esfuerzos, que fueron recompensados cuando el agua salió a borbotones de los pulmones del hombre. Tuvo arcadas y tosió, pero sus ojos seguían cerrados y su respiración, entrecortada.

La voz de Lara estaba teñida de preocupación.

—Vamos a llevarlo con Ramona. Ella sabrá qué hacer.

—No sé por qué es tan importante cargar acantilado arriba con un hombre que probablemente no vivirá hasta mañana —protestó Rondo—. No es de los nuestros.

—Rondo, por favor. Es un ser humano.

—Ya sabes que a ti no puedo negarte nada —dijo Rondo mientras se cargaba el moribundo al hombro.

—¡Está sangrando! —gritó Lara cuando vio cómo le caía la sangre por la mano sin vida hasta la arena húmeda—. ¡Date prisa!

Lara se dirigió hacia el sendero, mirando con frecuencia hacia atrás para asegurarse de que Rondo la seguía. Cuando llegaron a la cima le pidió a Rondo que introdujera al hombre herido en su carromato.

—Eso no está bien —protestó Rondo—. Eres una joven soltera.

—Haz lo que te digo, Rondo. Voy a buscar a Ramona.

Pietro interceptó a Lara antes de que ella llegara al carromato pintado de alegres colores que compartían sus abuelos.

—¿Qué ocurre, pequeña?

—He encontrado a un hombre herido en la playa, abuelo. Rondo lo ha llevado a mi carromato. Necesito que la abuela le cure las heridas.

—¿Qué clase de heridas son?

—No lo sé. Tiene sangre, pero no sé de dónde sale. Por favor, ve a buscar a la abuela. Dile que traiga sus instrumentos de curar y las hierbas.

Pietro debió de presentir la urgencia de su nieta, porque se apresuró a hacer lo que le pedía mientras Lara regresaba corriendo a su carromato.

—¿Cómo está? —preguntó nada más entrar.

Rondo había terminado su somera inspección del hombre inconsciente.

—Está gravemente herido. Probablemente le hayan disparado más de una vez. Alguien quería verlo muerto a toda costa. Este hombre nos traerá problemas, Lara. Sería mejor que lo dejáramos morir.

—¿Qué decís de morir?

Ramona entró en el carromato y apartó a Rondo a un lado para ver al hombre que estaba tendido sobre la cama de su nieta. Tenía el rostro moreno surcado de arrugas y el cabello cubierto de mechones grises, y sin embargo parecía no tener edad. Su amplia figura estaba envuelta en ropa tan colorida y llamativa como la de su nieta.

—¿Quién es?

—No lo sabemos —dijo Rondo—. Pero míralo. La ropa tosca y las botas gastadas son típicas de un campesino.

—¿Puedes salvarlo, abuela? —preguntó Lara ansiosa.

Los ojos oscuros de Ramona reflejaron una sabiduría ancestral cuando miró más allá de Lara, hacia algo que solo ella podía ver.

—No es de los nuestros —constató con sequedad.

—Yo tampoco, al menos no totalmente —le recordó Lara.

Ramona frunció el ceño y observó con intensidad a su nieta antes de volver a clavar la mirada en el herido.

—Haré lo que pueda. Rondo puede quedarse para ayudarme a quitarle la ropa, pero tú debes marcharte. Sigues siendo doncella.

Lara quiso objetar, pero sabía que Ramona llevaba las de ganar en aquella ocasión, así que salió del carromato sin discutir. Fuera se reunió con Pietro. Las grisáceas cejas de su abuelo estaban fruncidas debido a la preocupación.

—¿Quién es él?

—No lo sabemos, abuelo, pero está prácticamente muerto.

Pietro pareció súbitamente alarmado.

—Esto no está bien, Lara. Tengo miedo de que ese hombre traiga problemas a nuestra gente. ¿Y si sus enemigos vienen a buscarlo?

—No lo sé —dijo Lara mirándose los pies sucios—. No he pensado en ello. Rondo cree que morirá, así que ese problema seguramente nunca surja.

Pietro abrió los brazos y su nieta se refugió en ellos.

—¿Por qué es tan importante este hombre para ti, pequeña?

Lara no tenía respuesta. Se mordió el labio inferior para evitar que le temblara y sacudió la cabeza, provocando que su melena de rizos oscuros le cayera en cascada sobre los hombros.

—Ah, pequeña, eres tan hermosa, tan inocente, y al mismo tiempo estás tan llena de vida… —Pietro le apartó un mechón caprichoso de la frente—. Eres orgullosa y salvaje, igual que tu madre. Y también apasionada e impetuosa. A veces temo por lo que pueda ocurrirte. Espero que tu padre te encuentre un compañero digno de ti.

—Tal vez no me case nunca, abuelo —aventuró Lara—. No me casaré sin amor.

—Estoy seguro de que encontrarás un hombre al que amar, pequeña.

Lara miró hacia el carromato.

—¿Por qué crees que tardan tanto?

—Si alguien puede curar a ese hombre herido, esa es tu abuela. Debes tener paciencia.

Paciencia, pensó Lara, era algo que ella no poseía a raudales. Entonces se abrió de pronto la puerta y Rondo salió tambaleándose. Estaba blanco como la cera y parecía a punto de vaciar el contenido de su estómago.

—¡Rondo! ¿Qué ocurre?

—Ramona está sacándole ahora la bala de la espalda, y la que le ha quitado del hombro ha provocado una infección. No es una visión agradable.

—¿Balas? ¿Más de una? —preguntó Lara.

—Dos. Le dispararon una vez en el hombro y luego en la espalda. La infección es grave y puede matarlo a pesar de las habilidades sanadoras de Ramona.

—Voy a entrar —aseguró Lara dirigiéndose con resolución hacia el carromato.

—El hombre está desnudo, Lara —dijo Rondo agarrándola del brazo.

La joven se zafó de él.

—Alguien tiene que ayudar a Ramona. Y está claro que tú no tienes estómago para hacerlo.

Rondo intentó volver a agarrarla, pero Pietro se lo impidió.

—Déjala entrar —le aconsejó el anciano—. Nadie puede detenerla cuando se le mete algo en la cabeza. ¿No lo sabes todavía?

Lara abrió la puerta y entró en el carromato. Dirigió la vista hacia la cama, donde Ramona estaba inclinada sobre el cuerpo inerte del hombre que ella había encontrado en la playa.

—Pásame el bote de desinfectante —dijo su abuela con voz cortante—. Si has venido ayudar, ayuda.

Lara encontró el desinfectante en la mesilla de noche y se lo pasó a Ramona.

—¿Cómo está?

—Todavía vive.

A Lara se le fueron los ojos hacia la cama, hacia el hombre que estaba tendido sobre la colcha. Estaba desnudo a excepción de un paño que le cubría la entrepierna. Lara no podía apartar la vista de él. Aquel hombre no era un campesino ni un marinero común.

Tampoco se trataba de un escocés. No tenía aspecto de uno de ellos. Bajo la barba se asomaba un bello rostro patricio, y su cuerpo esbelto y alto era demasiado elegante para pertenecer a un campesino. Parecía ser un hombre que se mantenía en forma.

Tenía el pecho ancho, y los bíceps definidos de forma prominente. Lara ignoraba qué habría debajo del paño que le cubría la entrepierna, pero debía de ser tan impresionante como el resto de su cuerpo. Y sin embargo, su mirada volvía una y otra vez hacia su rostro. Los labios del hombre la intrigaban. Eran carnosos y sensuales, e invitaban a toda clase de pensamientos maliciosos. Tenía las pestañas extraordinariamente largas para ser un hombre, y las cejas elegantemente curvadas y tan oscuras como el cabello. La recta barbilla resultaba absolutamente masculina. Lara trató de discernir el color de sus ojos, pero enseguida desistió.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó, volviendo a mirar a Ramona.

—Estoy curándole la infección. Poco más puedo hacer. La bala de la espalda estaba difícil, se alojó peligrosamente cerca de los pulmones. Pásame la aguja y el hilo. Voy a coserlo. Luego esperaremos y dejaremos en manos de lo que haya más allá la decisión de que viva o muera.

—Yo me sentaré con él, abuela —dijo Lara acercando una silla a la cama.

Ramona terminó de coser al hombre herido y luego le puso una manta por encima. Escudriñó el rostro de su nieta y luego asintió para dar su consentimiento.

—Volveré pronto.

—Abuela —le imploró Lara—, dile al abuelo que no debemos partir hacia la feria de Lockerbie hasta que nuestro paciente pueda viajar. Los caminos son malos. El traqueteo del carromato podría matarlo.

—Lo hablaré con Pietro —dijo Ramona mientras salía por la puerta.

Lara se sentó al lado del herido a la espera de que abriera los ojos. Le quemaban en la lengua las muchas preguntas que quería hacerle. Deseaba saber muchas cosas. Su nombre. De dónde venía. Quién buscaba verlo muerto. Una pequeña voz interior le susurró que había mucho más en aquel hombre que lo que saltaba a simple vista. Sabía que Ramona también lo había percibido, porque ella parecía conocer cosas que nadie más sabía. Ramona podía leer la palma de la mano de una persona y predecir su destino, no como otras cíngaras que solo fingían tener aquel don que su abuela sí poseía.

Lara no fue consciente del paso del tiempo hasta que Ramona volvió unas horas más tarde al carromato.

—¿Cómo está?

—Todo sigue igual.

Ramona le tocó la frente.

—La fiebre le subirá pronto. He enviado a Rondo a buscar agua fresca al mar. Ve a comer con los demás, yo me quedaré con él.

Lara no quería marcharse, pero obedeció a su abuela de mala gana. Al llegar a la puerta se detuvo.

—¿Has hablado con el abuelo respecto a lo de quedarnos aquí unos días más?

—Sí. Está de acuerdo con que nos quedemos un día o dos, hasta que el hombre muera o muestre señales de mejoría.

La voz de Lara encerraba una nota de ansiedad.

—No dejarás que se muera, ¿verdad, abuela?

—Eso está en manos de Dios —respondió Ramona observando fijamente el rostro del herido—. Ahora vete. Tal vez puedas meterle prisa a Rondo con el agua fría.

Ramona siguió mirándolo largo tiempo después de que su nieta se hubiera marchado. ¿Por qué se sentía Lara tan atraída hacia él? Ella percibía su espíritu atormentado y sentía el mal rodeándolo. No sabía si ese mal procedía de él o de aquellos que querían hacerle daño. Tampoco sabía cómo podía afectar aquello a Lara. Solo estaba segura de que el destino estaba en marcha.

Ramona deslizó la mirada hacia la mano de él. La tenía inmóvil sobre la manta, abierta y vulnerable. Haciendo caso omiso del cosquilleo de todas sus terminaciones nerviosas, que le advertía que no tentara al destino, colocó la palma de su mano entre las suyas. Le deslizó uno de sus sensibles dedos por las líneas, deteniéndose mientras exploraba la suave yema de su dedo pulgar y las profundas hendiduras que le cruzaban la palma. De pronto dejó escapar un grito y le soltó la mano como si le hubiera quemado.

Cerrando los ojos, Ramona murmuró un conjuro. Su incursión en su destino había revelado un hombre atormentado cortejado por el peligro. Había en juego fuerzas muy poderosas trabajando. Ramona supo instintivamente que los enemigos de aquel hombre suponían una amenaza para su amada nieta. Y ella no podía hacer nada para evitarlo.



En algún lugar de las turbulentas profundidades de su cerebro, Julian percibió otra presencia, pero no presintió ningún peligro. Fue consciente del dolor insoportable que sufría, del calor, y luego volvió a sumergirse en aquel sublime estado en el que no oía ni sentía nada.



—Ha llegado Rondo con el agua, abuela —dijo Lara sujetando la puerta para que entrara el joven.

—Que la deje en el suelo. Luego salid los dos de aquí —ordenó Ramona.

—Deja que te ayude —le suplicó Lara.

—No —intervino Rondo—. Este no es tu sitio. Enviaré a una de las mujeres casadas para que ayude a Ramona en caso de que lo necesite.

—No necesito a nadie —aseguró Ramona—. Marchaos los dos.

Lara se retiró y Rondo hizo lo mismo detrás de ella.

—Te sientes atraída por él —la acusó el joven

—Necesita desesperadamente mi ayuda. —Con un movimiento de su rizada melena, Lara se alejó para reunirse con sus amigas.



Los cíngaros estaban sentados alrededor del fuego del campamento cenando e intercambiando chismes cuando Ramona se reunió con ellos.

—¿Vive todavía? —preguntó Pietro.

—Sigue vivo. Es obstinado. Se niega a dejar marchar su espíritu.

—Come, abuela —la urgió Lara—. Me sentaré con él mientras tú descansas.

—Tiene mucha fiebre, Lara, y lo peor está todavía por llegar. Si me necesitas, llámame.

Lara corrió hacia su carromato y acercó la silla a la cama. A pesar del dorado brillo de la luz de la vela, tenía el rostro muy pálido y unas sombras púrpura bajo los ojos. De vez en cuando gemía y se estremecía. Lara le subió la manta hasta el cuello y lo acunó dulcemente.

Se quedó dormida con la cabeza apoyada en la cama y sosteniéndole la mano con la suya, como si quisiera hacerle saber que no estaba solo.

Lara se despertó con el sonido de unas voces exaltadas y con la luz del día filtrándose a través de la cortina de la ventana. Levantó la cabeza justo en el momento en que se abrió la puerta.

—Hay un barco en la cala —le informó Rondo—. Han lanzado un bote que se dirige hacia la playa.

Lara escuchó unas campanadas de alarma dentro de la cabeza.

—¿Qué dice Pietro?

—Está preocupado. Y Ramona también. Tendríamos que habernos marchado ayer.

Lara miró hacia el herido y luego volvió a posar la vista en Rondo.

—Tengo que hablar con mis abuelos.

Julian se revolvió inquieto y gimió.

—¿Se ha despertado?

—No, lleva toda la noche haciendo eso.

Salieron del carromato. Todo el campamento parecía estar en estado de agitación. Un grupo de cíngaros se había congregado alrededor de sus abuelos, y Lara corrió a unirse a ellos.

—¿El barco de la cala supone algún problema para nosotros, abuelo?

—No lo sé, pequeña. Debemos esperar y ver, y estar preparados para defendernos en caso de que muestren ser enemigos de los cíngaros. ¿Cómo está?

—Igual. Sigue inconsciente y tiene fiebre. ¿Crees que los hombres de ese barco son los mismos que intentaron matarlo? ¿Y si lo están buscando?

Los oscuros ojos de Ramona se mostraron meditabundos.

—Sobreviviremos —dijo misteriosamente.

—Por favor, no lo delates —le imploró Lara.

Ramona no llegó a contestar. Una docena de hombres armados irrumpió en el campamento.

—No queremos haceros daño —gruñó un fornido marinero—. Estamos buscando a un hombre que podría haber sido arrastrado por la marea hasta la orilla. ¿Lo habéis visto?

Para alivio de Lara, Pietro contestó:

—No hemos visto a nadie.

—¿Estás seguro? Esto es importante. Es importante que sepamos si está vivo o muerto.

—Mira en otro lado —sugirió Ramona—. No hay ningún extraño entre nosotros.

—No los creas, Crockett —dijo un marinero detrás de él. Dio un paso adelante blandiendo la pistola con gesto amenazador—. No se puede confiar en un cíngaro pagano. —Agitó la pistola delante del rostro de Pietro—. Yo digo que golpeemos al viejo hasta que le saquemos la verdad.

—Hay otra manera —sugirió Crockett mirando los carromatos repartidos por el campamento—. Buscaremos hasta en el último rincón de cada carro. Vamos, desplegaos.

El pánico se apoderó de Lara. Aquellos hombres eran el enemigo. Si no pensaba en algo rápido, encontrarían y matarían al hombre herido. Los marineros se dirigieron hacia los carromatos mientras Crockett seguía apuntando a Pietro con la pistola. A Lara le dio un vuelco el corazón cuando vio a un marinero acercarse a su carromato. Sin pensar en lo que hacía, se apartó del grupo, corrió hacia su caravana y se plantó delante de la puerta.

—Échate a un lado, muchacha —le advirtió el marinero.

Lara se mantuvo en su sitio.

—No puedes entrar ahí.

El marinero la agarró de la cintura y la levantó de allí.

—Sé buena y te dejaré que me des placer a cambio de una moneda de plata cuando haya terminado aquí.

—¡No me toques! —gritó Lara.

—¿Por qué no? Todo el mundo sabe que las muchachas cíngaras son putas.

—¿Qué ocurre? —preguntó Crockett cuando percibió el jaleo que había en la puerta del carromato de Lara.

—Esta perra no me deja entrar —gruñó el marinero.

Crocket dio unas cuantas zancadas para unirse a ellos.

—¿Ah, no? Eso ya lo veremos.

Apartó a Lara a un lado y abrió la puerta de golpe. Pietro y Ramona corrieron hacia su nieta para defenderla. Los demás los siguieron.

Crockett fulminó con la mirada a Lara y a sus abuelos.

—Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? ¿A quién estáis tratando de proteger?

Lara pronunció las primeras palabras que se le vinieron a la cabeza.

—Es Drago, mi esposo. Está enfermo. —Un murmullo de sorpresa surgió entre los cíngaros congregados a las puertas del carromato.

—Dices que está enfermo. ¿Estás segura de que es tu esposo?

—Sí, el hombre que hay ahí dentro es mi esposo.

Un murmullo de advertencia alcanzó los oídos de Lara, pero ya era demasiado tarde para echarse atrás.

Crockett abrió la puerta del todo y asomó la cabeza en el interior.

—Será mejor que eche un vistazo.

Lara miró la forma inmóvil que estaba sobre la cama y exhaló un suspiro de alivio. El rostro estaba parcialmente oscurecido por la manta. Pero su alivio duró poco cuando se dio cuenta de que Crockett sabría en cuanto viera su piel blanca que no se trataba de un cíngaro. Le dirigió una mirada suplicante a Ramona.

—¿Dices que este hombre es tu esposo? —volvió a preguntar Crockett.

—Sí. Es Drago, mi marido —repitió Lara por tercera vez.

Ramona se colocó a su lado para darle su apoyo y Lara le agarró la mano.

—Despiértalo —ordenó Crockett.

—Está demasiado enfermo. No sé si se despertará.

Crockett apuntó con la pistola hacia la inmóvil figura que yacía bajo la manta.

—¡No dispares! —gritó Lara corriendo hacia la cama—. Yo lo despertaré.

Crockett avanzó un paso hacia la cama. Ramona le puso una mano en el brazo para detenerlo.

—¡No! Drago tiene la viruela. Si te acercas a él, atente a las consecuencias.

Crockett palideció.

—¿Viruela? ¿Por qué debería creerte?

—Compruébalo tú mismo.

Crockett vaciló. Su miedo resultaba palpable. Dio un paso atrás y miró a Lara.

—Despiértalo, muchacha. Quiero interrogarlo.

Lara se mordió el labio inferior para evitar que le temblara mientras lo sacudía suavemente. Al ver que no respondía, lo agitó con más fuerza. Él gimió y abrió los ojos.



Julian se encontró con unos ojos oscuros hipnotizadores. No tenía ni idea de dónde estaba, ni por qué sentía tanto dolor. Solo sabía que debía de estar en el cielo. La cara que acompañaba a aquellos ojos era el rostro de un ángel. Un ángel como ningún otro, ardiente y apasionado. Un ángel lascivo de oscuro cabello rizado y profundos ojos negros. Eso le gustó.

—Drago, ¿me oyes?

La voz del ángel encerraba un tono sensual que lo sacó de las profundidades de su dolor.

—Drago, contéstame. Soy Lara.

¿Drago? ¿Quién diablos era Drago? Julian supuso que no tendría nada de malo seguirle el juego a aquella mujer. ¿Había dicho que su nombre era Lara?

—Sí —dijo con voz adormilada.

¿Era aquella su voz? Apenas la reconocía.

—¿Es necesario que continúe? —escuchó que le preguntaba Lara a alguien que debía de estar cerca.

—Está despierto. Lo interrogaré ahora. ¡Drago! —exclamó Crockett—. ¿Puedes oírme?

—Sí.

—La muchacha dice que eres su marido. ¿Es eso cierto?

Julian se hubiera reído en voz alta de haber tenido fuerzas. Marido, esa era buena. Teniendo en cuenta que no pensaba casarse nunca, no podía ser el marido de nadie. Pero Lara lo estaba mirando tan intensamente que se sintió obligado a complacerla.

—Sí, soy el marido de Lara.

Balbuceó las palabras, pero resultaron inteligibles y salieron a través de la puerta hacia el exterior. Un gemido colectivo surgió de entre la gente, y no decreció hasta que la severa mirada de Ramona lo acalló.

—¿Tienes la viruela, Drago? —le espetó Crockett sin piedad.

Viruela. Era una posibilidad. Desde luego se sentía lo suficientemente enfermo como para que así fuera. Apenas podía mantenerse consciente, y llegado a aquel punto, habría estado de acuerdo con casi cualquier cosa. Así que por lo que él sabía, sí tenía la viruela.

—Sí.

Aquella palabra bastó para librar al carromato de la amenazadora presencia de Crockett. Se reunió con sus hombres, que escapaban a toda prisa de la mortal enfermedad.

—Eres consciente de lo que has hecho, ¿verdad, Lara? —le preguntó Ramona con dulzura.

—Sí, abuela, lo soy. No he podido evitarlo. Era la única manera de salvarlo. Gracias por no interferir.

—No has escogido un camino fácil para ti, pequeña. El destino ha intervenido en tu futuro, y poco puedes hacer tú ahora para detenerlo. Estás casada con un desconocido del que no sabes nada. Has proclamado tres veces que era tu esposo delante de testigos, y él ha dicho que era cierto. Ya conoces la tradición de nuestro pueblo. Ahora estás casada con él. Que Dios te proteja.

«Sí, que Dios me proteja», pensó Lara mientras miraba hacia el hombre al que solo conocía como Drago.



3



Julian se despertó dolorido y con la emocionante certeza de que estaba vivo. Aunque no tenía ni idea de dónde estaba, sabía que la cama sobre la que estaba tendido no era la suya. Su primer pensamiento fue que estaba de nuevo a bordo del barco de los contrabandistas, pero la limpieza y el dulce olor de las sábanas hicieron que descartara aquella idea.

Julian trató de refrescarse la memoria, pero no lo consiguió. Se movió, lo que demostró ser un grave error. Una llama abrasadora le irradió del hombro, bajándole por la espalda y alcanzando todos los rincones de su cuerpo. El dolor era tan insoportable que casi deseó estar muerto. Intentó tragar saliva, pero tenía la boca tan seca como un desierto. Se moría por beber agua. ¿Había pronunciado aquella palabra en voz alta? Así debió de ser, porque al instante alguien le acercó una taza con agua fresca a los labios. Bebió con avidez. Cuando la hubo apurado, trató de centrar la mirada en su ángel compasivo.

La visión se le fue aclarando lentamente, revelando una encantadora visión que recordaba vagamente de sus sueños. Trató de estirar la mano para tocar la cara del ángel, pero le faltaban fuerzas, y su mano cayó inerte sobre la cama.

—¿Eres de verdad? —murmuró.

Su risa resultaba cautivadora, pero fue la voz ronca lo que despertó en su cuerpo una oleada de conciencia.

—Soy real. Bienvenido al mundo de los vivos. Llegamos a creer que no seguirías entre nosotros.

—¿Nosotros? ¿Dónde estoy?

—En un campamento cíngaro. Yo soy Lara, y este es mi carromato.

Julian frunció el ceño y trató de recordar algo importante que había olvidado. El nombre de aquella mujer le resultaba vagamente familiar.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¿Qué me ocurre?

—¿No te acuerdas?

—No del todo. Refréscame la memoria.

—Te encontré en la playa y te traje a nuestro campamento. Llevas varios días con nosotros. La abuela te extrajo la bala de la espalda, y la herida que tenías en el hombro se te infectó de gravedad. Te has debatido entre la vida y la muerte, y hubieras muerto de no ser por la destreza de mi abuela.

Julian seguía teniendo la memoria nublada.

—¿Balas?

—Sí. Te dispararon dos veces. Una en el hombro y otra en la espalda. ¿Recuerdas quién te disparó?

La neblina que cubría su mente se disipó y Julian recordó con exactitud por qué le habían disparado y quién lo había hecho. Pero no estaba dispuesto a decirle nada a aquella desconocida muchacha cíngara, ni siquiera su nombre. Lo último que deseaba era causarle problemas a la gente que le había salvado la vida.

—No puedo darte las respuestas que buscas —objetó Julian con debilidad—. Es mejor para ti no conocerlas. No quiero que tu gente sufra ningún daño.

Lara reflexionó sobre sus palabras.

—¿Puedes decirme tu nombre?

—Llámame como quieras.

—Mientras estés aquí con nosotros, te llamaremos Drago.

Julian frunció el ceño. ¿Dónde había escuchado ese nombre con anterioridad? Lo recordaba vagamente… No, el recuerdo se había esfumado.

—Vinieron a por ti, ¿sabes?

—¿Quién vino a por mí?

—Los hombres que te quieren ver muerto.

Julian se puso tenso.

—¿Qué ocurrió?

—Ramona les dijo que tenías la viruela. Yo aseguré que eras Drago, uno de los nuestros.

Julian cerró los ojos, sopesando todo lo que Lara le había dicho. Recordó que había saltado al fiordo desde el barco de los contrabandistas, y las balas que iban a parar al agua que lo rodeaba. Recordaba poco de lo sucedido después de que una de ellas se le alojara en la espalda. No tenía ni idea de cómo había llegado a la orilla con vida.

—Siento haberos causado tantos problemas. Me marcharé en cuanto pueda.

—No pienses en irte hasta que estés recuperado. Con nosotros estarás a salvo. ¿No vas a contarme nada de ti?

—Cuanto menos sepáis tú y los tuyos de mí, mejor para vosotros —replicó Julian tratando de moverse y haciendo un gesto de dolor por el esfuerzo.

—Estás sufriendo —dijo Lara—. Iré a buscar a la abuela, ella sabrá lo que hay que hacer.

Julian la vio marcharse. No estaba tan incapacitado como para no admirar el balanceo de sus redondeadas caderas bajo la falda multicolor, o como para no fijarse en la dorada perfección de los hombros, deliciosamente desnudos sobre la blusa de campesina de corte bajo. Julian suspiró. La muchacha cíngara era sumamente bella. Se preguntó quién sería el afortunado que disfrutaría de sus favores.

Para cuando Lara regresó con su abuela, el dolor se había apoderado del cuerpo de Julian. La muchacha le presentó con prisas a Ramona, que lo miró a la cara y sacó una botella del bolsillo de sus voluminosas faldas. Vertió una pequeña cantidad en un vaso y se lo acercó a los labios. Julian lo rechazó.

—Bébelo, Drago —lo urgió Ramona—. No es más que láudano. Te aliviará el dolor y te permitirá dormir. Lara te cuidará.

La última frase convenció a Julian para beberse el amargo brebaje. Le gustaba la idea de que Lara lo cuidara.

—Tu nieta dice que me has salvado la vida, Ramona. Gracias.

—Hablaremos de eso más tarde —dijo la anciana levantándose—. Te prepararé un caldo y le diré a Rondo que te lo traiga. Lara puede dártelo a beber. Intenta tomar todo lo que puedas. Tu cuerpo necesita líquidos.

En cuanto se hubo marchado, Julian se quedó dormido. Cuando despertó, Lara todavía seguía allí. Le sonrió. Entonces llegó un joven cíngaro con el caldo que Ramona había preparado.

Julian se dio cuenta al instante de que se trataba de un hombre atractivo, y se preguntó si Rondo sería el esposo de Lara… o su amante.

—¿Te ha dicho su nombre? —preguntó Rondo.

—Se llama Drago —respondió ella.

Las palabras de Rondo estaban cargadas de amargura.

—¿Quieres decir que ni siquiera sabes cómo se llama el hombre con el que te has casado? ¿Qué se te pasó por la cabeza, Lara? Tendrías que haber dejado que se lo llevaran.

Julian escuchó la conversación, pero no le encontraba sentido. ¿Quién se había casado con Lara? Era imposible que se estuvieran refiriendo a él, ¿verdad? Si hubiera tenido fuerzas, se habría reído de aquella idea.

—Ya no quiero más —murmuró Julian apartando la cuchara. Su estómago había recibido todo el caldo que podía tolerar. El sueño se estaba apoderando otra vez de él cuando escuchó a Rondo decir:

—¿Sabe que es tu esposo?

—Ya tiene bastante a lo que enfrentarse en estos momentos. Además, sabes tan bien como yo que ese matrimonio es una tradición vinculante para los cíngaros. No tendrá ningún significado para él.

—Pero para nosotros sí —insistió Rondo—. Te has declarado delante de nuestra gente. Ahora eres una mujer casada.

Lara sacudió la cabeza con ira.

—He salvado la vida de un hombre, ¿no es cierto? Vamos, Rondo, Drago necesita descansar.

Julian sintió los prolongados efectos del láudano sobre su mente, pero había escuchado cada palabra de la conversación mantenida entre Lara y Rondo. Los oídos no le habían jugado una mala pasada. Lo que acababa de oír no podía ser verdad. Un sinfín de preguntas se deslizaron por su mente mientras se sumía en el sueño y en su cabeza bailaban las imágenes de una piel dorada y unas caderas ondulantes.



Tres días más tarde, Julian se despertó con plenas facultades. Consiguió sentarse en la cama con ayuda de Lara y aceptar pequeñas porciones de comida sólida. No estaba bien ni mucho menos, pero al menos su mente parecía funcionar de nuevo.

Lara acababa de entrar en el carromato con su cena. Él le dio la bienvenida con una sonrisa.

—¿Os he dado las gracias como Dios manda a ti y a tu gente por salvarme la vida?

—No es necesario. Abre la boca.

—No os molestaré más tiempo del necesario —aseguró Julian abriendo la boca para tomar una cucharada de estofado.

—No seas tonto. —Lara torció el gesto—. Aquí estás a salvo por el momento, aunque sospecho que esos hombres no van a renunciar a buscarte. Al parecer quieren verte muerto… a toda costa.

Julian adquirió una expresión sombría.

—Sí, así es. Si tu gente no tiene ninguna objeción, me gustaría quedarme hasta que recuperara las fuerzas.