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Joles Sennell (Josep Albanell)

EL INNOMBRABLE

Traducción al castellano: Jesús Ballaz

UNO

Era el día que estrenaba despacho en el garaje de Emilio y Georgina. Allí tenía mi mesa, mis dos sillas y un ridículo archivador de cartón serigrafiado. Los dueños me habían dejado en un rincón un perchero muy aparente.

Estaba repantingado en mi asiento, con los pies sobre la mesa, como hacen los detectives ociosos que no tienen ningún caso que resolver. Mientras tanto, me entretenía pensando que en cómo ganar algún paltrón. Tendría que comprarme un sombrero que poderlo lanzar volando al perchero. Entonces entró Georgina.

-Te llaman al teléfono. Debe ser algún cliente…

¡Un cliente! Mi nueva sede social debía traer suerte. No me arrepentía de haber aceptado la sugerencia que Georgina, aquella viejecita providencial, me había hecho un par de días antes.

Pero antes de continuar con la llamada telefónica, permitidme que os diga algo sobre Georgina y cómo fue eso de mi nueva oficina.

Después de ayudarle a resolver la misteriosa desaparición de su marido, Emilio Novecientos, había llegado a un acuerdo con la señora Georgina Puigdengolasterns Villadeandorra (por fin me había aprendido sus apellidos, aunque ella decía que le parecía más divertido que la llamara como cuando la conocí, que la apellidaba de mil maneras -Puigdenosequé, Puigdevetetuasaber-todo menos como realmente se llamaba) y su esposo. Yo sería su huésped a cambio de algún pequeño servicio de protección, asesoramiento y apoyo en sus contenciosos con los constructores y el Ayuntamiento. Unos y otro, por diferentes motivos y con argumentos diversos, estaban empeñados en que el viejo matrimonio vendiera el terreno que ocupaban su casita y su jardincito para construir uno de aquellos mastodónticos bloques de pisos como los que la rodeaban. De hecho, su casita era la única construcción unifamiliar de dos plantas, que quedaba en todo el barrio. Todo el resto eran gigantes de hormigón de más de doce pisos de altura.

Pero Emilio y Georgina eran tozudos como mulas. Ya podían decir lo que quisieran los constructores, capitalistas, políticos y abogados, que aquellos viajecitos habían dicho que no, y nadie los movería de su vieja casita atrapada entre colmenas de cemento armado.

Necesitaban a alguien que presentara recursos, hiciera protestas y reclamaciones, rellenara formularios, removiera cielo y tierra para que los dejaran vivir donde siempre habían vivido. Ellos no habrían sabido moverse por aquel laberinto de despachos, oficinas públicas y privadas, juzgados y dependencias de la administración. Yo tampoco sabía demasiado, pero hacía tiempo que había resuelto un caso sonado donde estaba implicado el mismísimo alcalde y, al menos, no se atrevían a echarme de ciertos despachos a patadas. Otros sí, lo reconozco. O al menos lo intentaban. Nunca me daban: también sé correr. Cuando era más joven hacía una marca notable en los cuatrocientos metros lisos.

Si Georgina y Emilio eran irreductibles, yo también sabía ser persistente y tozudo cuando hacía falta. Me movía, llamaba a las puertas, escribía, presentaba pliegos de cargo o de descargo y no me rendía a la primera. Ni a la segunda, ni a la tercera. Ni a la décima. Además tenía un lema que era el estribillo de mis escritos, discursos, ruegos y manifiestos: «El matrimonio Novecientos-Puigdengolasterns quiere vivir donde ha vivido toda la vida. Creen que nadie les puede echar de su casa. Son ciudadanos que respetan las leyes y pagan sus impuestos; están convencidos de que les ampara la razón, el derecho y la más estricta justicia».

No sé si fue a causa de mis gestiones (que tampoco me ocupaban mucho tiempo: horas de algunos días, pero si no tenía ninguna investigación entre manos -cosa que era muy frecuente- tampoco tenía nada mejor que hacer), el caso era que hasta el momento había preservado aquella casita de las voraces garras de los especuladores. Y seguiríamos luchando los tres. Ellos dos porque amaban su casa aunque ahora, hundidos al fondo de una cantera de monstruosos edificios, apenas si veían el sol. Y yo porque los apreciaba, y porque nunca había vivido tan confortablemente y con tan poco gasto como ahora que era su huésped de honor.

Por otra parte, he de decir que tanto ella como su marido eran muy discretos. Yo entraba y salía de casa cuando me convenía, sin que ellos se metieran en mis cosas ni me hicieran la menor observación. Tenían su vida y yo la mía. Aunque, cuando veían que adelgazaba más de la cuenta, improvisaban cualquier estrambótica celebración y me invitaban a una suculenta merienda de cuchillo y tenedor. Yo se lo agradecía, pues hay que comer caliente de vez en cuando: normalmente me alimento de bocadillos, hamburguesas y ensaladas preparadas.

Pues bien, hace un tiempo, en una sobremesa de uno de estos convites, cuando su marido ya se había retirado a la habitación de al lado (donde debía experimentar algún invento de los suyos, ya que el señor Emilio Novecientos era experimentador; si hay inventores que inventan, constructores que construyen, a las gentes que se dedican a experimentar cosas bien se puede llamar experimentadores ¿no?), Georgina me preguntó con aquel aire inocente tan suyo cómo andaba de trabajo. Yo le contesté con un gesto de hombros que no quería decir nada: prefería no contarle que, como siempre, andaba muy mal de clientes. Y de pasta, claro. Pero Georgina, avispada como un rayo, me caló a la primera. Y cuando adopta ese aire de inocente es que está tramando algo. Me preguntó dónde tenía el despacho y se lo tuve que decir: «Mira, por aquí», que quería decir en cualquier banco del parque del Castizo. «¡Ya han vuelto a echarte por no pagar!», exclamó. Era verdad: debía el alquiler de no sé cuántos meses, y un día me encontré mis cosas en el rellano de la escalera. Suerte que «mis cosas» eran una mesita, un par de sillas y un archivador de cartón que solo servía para impresionar, ya que yo no trabajo con fichas ni papeles sino con la imaginación. Cuando hablaba con Georgina ya hacía un par de semanas que me habían desahuciado y aún no tenía un nuevo local para mi negocio de investigador privado. Estaba sin blanca y a duras penas si tenía un poco de calderilla para mantenerme, o sea que no podía ni soñar en pagarme un despacho mínimamente presentable. Lo tuve que reconocer. De nada me hubiera servido negarlo: la señora Georgina, con aquellos ojillos que parecía que me atravesaban, habría adivinado fácilmente la verdad.

-Oye, Emilio…

Georgina levantó la voz para que la oyera su marido desde la habitación de al lado donde había montado su taller de experimentos. En aquellos momentos, el señor Novecientos trabajaba afanosamente en la reparación de una máquina de escribir novelas que el malogrado científico Absalón Sincuerda había construido y que, al parecer, nunca había conseguido que funcionara correctamente. Junto con otros proyectos fracasados o a medio realizar, el inventor había dejado una abundante colección de planos, apuntes y notas sobre la máquina-escritor y Emilio, que había tenido acceso a ella gracias a la viuda del inventor y amiga de Georgina, la señora Piula, estaba convencido de que podría recomponerla con éxito.

-Oye, Emilio –repetía Georgina-, podríamos hacer algo para aprovechar el garaje…

-Mmmm… ¡Ay! –nos llegó desde la otra habitación, al tiempo que se oía un sordo ruido.

-Dice que sí y se queja porque se ha pegado un martillazo en el dedo -me tradujo la señora Georgina.

Y como si hablara para sí misma añadió:

-EL garaje lo será de verdad si alguna vez decidimos comprar un coche, pero como ni Emilio ni yo hemos tenido tiempo de aprender a conducir no nos lo podemos comprar. Ni falta que nos hace. Y sin coche ya me dirás qué hacemos con un garaje… Antes, cuando vivía mi padre, guardábamos allí la berlina, pero de eso ya hace muchos años. ¡Vete a saber qué fue de aquella berlina! Debió consumirla la carcoma y la polilla. Y Engracia, en una de sus razzias de limpieza, debió llevarlo al centro de recogida de aparatos y muebles viejos de ahí al lado. O tal vez no; ahora que lo pienso, me parece recordar que Emilio, se lo vendió por cuatro duros a esa especie de traficantes de lo viejo que van por las casas comprando utensilios de cocina y muebles anticuados. La pobre berlina no se había movido de aquí desde que se murió el caballo y estaba tan estropeada que daba pena verla… Tanto da, lo que cuenta es que ahora solo debe de haber allí porquería y ratas. Y las ratas me dan mucho asco ¿sabes? O sea, que he pensado que lo podrías aprovechar tú. Al fin y al cabo tú te alojas con nosotros ¿no? Podrías tener el trabajo en el, hum, la misma finca, por decirlo de alguna manera. Te podrías instalar a tu gusto… Y por el mismo precio –que no era ninguno-- te permitiríamos utilizar el teléfono de la salita. Como somos viejos y no tenemos muchas amistades, no le sacamos partido a ese maldito aparato. ¡Seguro que tú lo aprovecharías más!

-Es que… -comencé a buscar las palabras precisas para decirle que no podía aceptar el ofrecimiento porque estaba más pelado que las mismas ratas del garaje y ya era mucho vivir en su casa a cambio de cuatro gestiones sin importancia, es decir a cambio de casi nada. Pero ella me disparó al momento:

-¿No tienes… liquidez? Ya me lo imagino. Pero lo que yo necesito no es un alquiler en metálico, sino en especie…

-¿En especie? ¿Qué quiere decir, en especie?

-Que Emilio ya tiene sus experimentos y a mí el dolor me tiene martirizada. Ni uno ni otro podemos encargarnos del jardín…

-Y Engracia… -apunté tímidamente.

Engracia es la señora que ayuda a Georgina en las tareas domésticas. No es exactamente una señora que hace simplemente la limpieza sino, digamos, una amiga funcional de Georgina, ya que en momentos en que esta pasó estrecheces económicas y no podía pagarle, Engracia continuó yendo a limpiar como si nada pasara. Tiene ideas peculiares sobre algunas cosas y no se toma el trabajo como algo rutinario. Por el contrario, se la podría definir como una inconformista que intenta renovar las técnicas laborales de su ramo, con imaginación, osadía y creatividad. Otra experimentadora,