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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Dinah Dinwiddie

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La viuda y el escocés, n.º 176 - enero 2019

Título original: Sinful Scottish Laird

Publicada originalmente por HQN™ Books

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-520-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Dedicatoria

 

 

 

 

 

Para Attadale Gardens, la preciosa propiedad de Wester Ross, situada junto al lago Lochcarron (las Tierras Altas), donde tuve el gran placer de escribir parte de este libro. En ella se inspira el Arrandale de mi novela.

 

Un agradecimiento especial para el señor de Attadale, que no es un hombre fuerte y musculoso de kilt y ojos oscuros, sino una mujer: la encantadora Joanna Macpherson. Ni su marido ni ella habrían podido ser más amables, ni sus jardines, más bellos.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Tierras Altas, Escocia, 1742

Balhaire

 

 

El carruaje crujió y se estremeció en el casi intransitable camino, sacudiendo a los viajeros de lado a lado. El joven lord Chatwick había palidecido, y descansaba sin fuerzas contra la mampara.

–Pobrecito mío –dijo su madre, acariciándole el pelo.

–Daisy, te dije desde el principio que no estaba en condiciones de afrontar un viaje tan duro. Pero estoy segura de que se recuperará enseguida.

Al oír el comentario de Belinda Hainsworth, prima de lady Chatwick, Ellis se despabiló un poco y dijo:

–Me siento bien cuando no se mueve tanto.

–Crees que te encuentras bien, que no es lo mismo –puntualizó Belinda, que sonrió con tristeza antes de girarse hacia Daisy–. Podríamos dar la vuelta y ahorrarnos todo esto. Aún estamos a tiempo.

Daisy sacudió la cabeza. Llevaban viajando una eternidad, y solo faltaban unos cuantos kilómetros para llegar a su destino.

–No, es demasiado tarde –replicó, cerrando los ojos.

Lady Chatwick estaba tan agotada como hastiada del viaje. Primero, tres semanas de caminos entre Londres y Liverpool; después, el barco hasta Escocia y más tarde, el implacable trayecto en carruaje entre chozas de adobe y campesinos vestidos de forma extraña, cuyos perros ladraban constantemente.

Además, el paisaje no podía ser más desolador. Y, por si eso fuera poco, su hijo había enfermado, su prima estaba cada vez más sombría y se veían obligados a descansar en posadas de mala muerte.

Había sido una experiencia desastrosa.

–Pareces enfadada.

Daisy abrió los ojos de nuevo al oír la voz de Belinda, que la estaba mirando con detenimiento.

–Porque lo estoy –dijo–. Estoy harta de viajar, y no veo el momento de quitarme este condenado corsé.

Daisy suspiró y se llevó una mano a su dolorido costado. Justo entonces, el carruaje pegó una tremenda sacudida que la lanzó hacia la derecha, arrojándola contra su hijo. Belinda se golpeó con la mampara y soltó un grito de alarma.

–¡Por Dios! –exclamó Daisy, sin aliento.

–¿Se encuentran bien, madame? –preguntó un hombre desde el exterior.

–Sí, estamos bien. ¿Qué ha pasado? ¿Se ha roto una rueda?

Sir Nevis, quien las había acompañado durante todo el viaje, abrió la portezuela y sacó al niño.

–Me temo que sí.

–¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Quedarnos aquí? –preguntó Belinda mientras salía del carruaje–. No tenemos herramientas para arreglarla.

–Bueno, haremos lo que podamos –declaró sir Nevis, que ayudó a bajar a lady Chatwick.

En cuanto salió, Daisy se ajustó el corsé como buenamente pudo y se fue con sir Nevis a comprobar los daños. Uno de los radios se había partido, y la rueda estaba peligrosamente inclinada. El cochero y su ayudante habían reaccionado con rapidez, y ya estaban desenganchando los caballos.

–Tendremos que levantar el carruaje. De lo contrario, la rueda se romperá.

Sir Nevis dirigió sus palabras a los tres hombres que habían contratado en el puerto para que los escoltaran hasta Auchenard. Los tres se apellidaban Gordon y, según él, pertenecían a un clan muy poderoso.

Daisy no sabía si su clan era poderoso, pero su aspecto le disgustaba sobremanera. Estaban sucios, iban casi en harapos y la miraban como tres niños que estuvieran viendo un pastel. Además, adoraban el whisky y hablaban un inglés tan raro y de acento tan fuerte que no entendía ni una sola palabra de lo que decían, aunque tampoco hablaban mucho.

Los Gordon miraron la rueda con aversión, claramente reacios a trabajar. Sir Nevis señaló unas rocas que estaban a pocos metros del carruaje y dijo:

–Será mejor que su excelencia y usted esperen bajo esos árboles. Esto puede llevar un rato.

Lady Chatwick, que no era primeriza en materia de viajes, volvió a suspirar. Era consciente de que esas cosas llevaban su tiempo, y de que el rato de sir Nevis podía durar todo el día. Sin embargo, sacó fuerzas de flaqueza y miró el desolador paisaje.

El sol quemaba tanto y el calor era tan intenso que hasta la escasa vegetación del lugar estaba mustia. Se habían detenido en mitad de ninguna parte, entre un pequeño lago y una sucesión de colinas peladas que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. No había nada salvo mosquitos. Y no tenían más refugio que la pequeña arboleda.

Justo entonces, Ellis se inclinó y alcanzó una piedra rosa que, curiosamente, devolvió el color a sus mejillas.

–¡Mira, mamá! Es una pirita.

–¿En serio? –dijo su madre, encantada de que su hijo se sintiera mejor–. Ah, es verdad.

Mientras charlaba con el niño, se fijó en el extraño grupo que formaban: por un lado, Belinda, los Gordon y los dos cocheros; por otro, sir Nevis y su hombre de confianza, que se había unido a ellos en Londres; más allá, el señor y sus dos carretas cargadas de baúles y, por último, la pequeña calesa donde viajaban la señora Green y su hija.

Parecían un grupo de zíngaros perdidos en las Tierras Altas. Sobre todo, por la presencia de los Gordon, que se habían acercado a la orilla del lago como si, puestos a elegir entre arreglar la rueda y lavarse, los tres bribones hubieran optado por lo segundo.

–No podemos quedarnos aquí –dijo Belinda en ese momento–. No hay ninguna casa. Estaríamos a expensas de saqueadores y asaltantes de caminos.

–Tranquilízate, Belinda –le rogó Daisy, cansada–. Llevo oyendo tus quejas desde que partimos, y te aseguro que ya no lo soporto. No podemos hacer nada. Estamos donde estamos y en la situación en la que estamos. Pero nadie nos va a hacer daño. No nos vamos a morir y, desde luego, tampoco nos va a asaltar ninguna banda de ladrones.

Belinda estaba con ella desde que su madre cayó enferma y le pidió en su lecho de muerte que la cuidara. Daisy se acababa de casar, pero su prima estaba sola en el mundo y, como siempre se habían llevado bien, aceptó. ¿Cómo se iba a negar? Se conocían desde niñas. Y, por otro lado, no imaginaba lo deprimente que podía llegar a ser.

–Oh, no…

–¿Qué pasa ahora? –dijo Daisy, a punto de perder la paciencia–. ¿Has visto algún saqueador?

–Saqueadores, no –replicó Belinda con voz temblorosa–. Son contrabandistas. He oído que se ocultan en estas colinas.

Daisy se giró hacia lo que su prima estaba mirando, y el corazón se le encogió al ver a cinco jinetes que galopaban hacia ellas.

Un momento después, alguien dio el grito de alarma. Y tuvo el mismo efecto que habrían tenido varias descargas de pistola, porque todos salieron corriendo hacia las carretas, buscando su amparo.

–¡Lady Chatwick! –exclamó sir Nevis–. ¡Metánse en la calesa!

Sir Nevis había desenvainado la espada, y se disponía a hacer frente a los malhechores en compañía de su mano derecha, el señor Bellows. Mientras tanto, Belinda tomó a Ellis del brazo y lo arrastró hacia la calesa. Pero Daisy no se movió. Estaba tan paralizada por el miedo como por lo absurdo de aquella situación.

¿Cómo era posible que Belinda hubiera acertado? ¡Les estaba atacando una partida de montañeses!

Por fin, reaccionó y se volvió hacia el lago con intención de pedir ayuda a los Gordon, pero ya no estaban allí. Habían huido. Se habían marchado sin más. Y Daisy miró de nuevo a los jinetes, casi temiendo que los tres canallas se hubieran unido a ellos.

Momentos más tarde, uno de los ladrones se adelantó a los demás, que ahora avanzaban con más cautela. Daisy se llevó una sorpresa al ver que era una mujer, y se preguntó si no habrían cometido un error al tomarlos por saqueadores. Al fin y al cabo, las mujeres no dirigían bandas de asaltantes de caminos. ¿O estaba equivocada?

El sonido de un arma de fuego la asustó de tal manera que se arrojó al suelo, quedándose a cuatro patas. Era el mosquete del señor Bellows, que había fallado el tiro y había dado a un árbol.

Entonces, otro de los jinetes espoleó a su montura, agarró las riendas del palafrén de la mujer y, tras detenerlo en seco, gritó:

–¡Por el amor de Dios, baje ese arma! ¡Maldita sea! ¿No ve que puede matar a alguien?

Lejos de darse por aludido, el señor Bellows le apuntó con el mosquete.

–¡Aquí no queremos salteadores ni jacobitas! –replicó–. ¡Si no desmonta ahora mismo, le pegaré un tiro en la frente!

Daisy se levantó y corrió hacia la calesa para buscar refugio en su interior, pero se detuvo cuando otro jinete avanzó hacia el primero y le dijo algo en el idioma de los escoceses.

El primer hombre contestó en voz baja y, fuera cual fuera su comentario, arrancó una carcajada a sus acompañantes. Sin embargo, él se mantuvo tan absolutamente serio como firme y estoico a lomos de su caballo, sin apartar la mirada de sir Nevis y el señor Bellows.

Era mucho más alto que los demás; una maravilla de hombros anchos, mandíbula recta y melena rojiza, recogida a la altura de la nuca. Tenía un aire tan masculino que Daisy se estremeció con una mezcla de fascinación y terror. Parecía el hombre más fuerte del mundo. Cualquiera habría dicho que había tallado el granito de las colinas circundantes con sus propias manos.

Mientras ella intentaba recuperar el aliento, el hombre habló con la mujer, que replicó con desaire. Por lo visto, no estaba de acuerdo con él.

–Haz lo que te digo –insistió el impresionante jinete–. Cuando los hombres tienen miedo, disparan sin pensar y a todo lo que se mueve.

La mujer masculló algo, pero tiró de las riendas del palafrén y se fue hacia los tres que esperaban en retaguardia. El hombre avanzó unos metros, clavada su vista en el arma que aún le apuntaba.

–¡No se acerque más! –le advirtió el señor Bellows, lanzando una mirada rápida a su alrededor–. ¿Dónde se han metido los Gordon?

El jinete rio.

–Los Gordon no les van a ayudar –dijo.

Sus compañeros rompieron a reír, y Daisy se sintió más insegura que nunca al darse cuenta de que no les preocupaba ni el mosquete del señor Bellows ni el hecho evidente de que ellos fueran más. Aparentemente, se lo estaban pasando en grande.

El jinete se giró entonces hacia la izquierda con un movimiento brusco y felino. Daisy siguió la dirección de su mirada y descubrió que los cocheros se habían parapetado tras una carreta, armados también con mosquetes.

–¡No somos salteadores! ¡Bajen las armas de una vez…! No me obliguen a matarlos, que hace una tarde demasiado bonita.

El jinete desmontó, y todos los miembros del grupo de lady Chatwick dieron un paso atrás. Todos, menos ella misma.

Daisy era intensamente consciente de que debía ocultarse, ocultar a su hijo y buscar algo con lo que poderse defender, pero no pudo apartar los ojos del perfecto especímen masculino que, en ese momento, se quitó los guantes que llevaba.

No era guapo en el sentido clásico del término, pero era tan carismático y seguro que despertó en ella el deseo más abrumador e irrefrenable que había sentido en toda su vida.

¿Quién sería aquel desconocido alto y fuerte, de cabello indómito y cara perfectamente afeitada? Por lo que Daisy sabía, había grandes posibilidades de que fuera un ladrón, un contrabandista o, peor aún, un asesino. Y, sin embargo, solo podía pensar en las musculosas piernas que asomaban entre su falda escocesa y sus medias rojas y blancas.

Nunca había visto a nadie como él. Ningún hombre le había gustado tanto.

–Por Dios, echen un vistazo a su alrededor –dijo el escocés, caminando tranquilamente hacia sir Nevis y el señor Bellows–. ¿Quién asaltaría a viajero alguno en un lugar tan desolado? No somos bandoleros ni jacobitas; pero, si lo fuéramos, no perderíamos el tiempo en una ruta tan poco transitada como esta. Estaríamos en el camino de Inverness.

A Daisy le pareció una argumentación de lo más razonable, aunque no la convenció del todo. Podía ser una trampa. Cabía la posibilidad de que los Gordon los hubieran llevado allí para que aquellos hombres les robaran. Podía formar parte de un plan.

Fuera como fuese, estaba tan asustada que su corazón latía con desenfreno y su respiración se acercaba al jadeo. Y, a pesar de ello, no hizo ademán de esconderse. Se limitó a quedarse junto a la calesa, contemplando la escena que se desarrollaba ante sus ojos.

–¡No se acerque más, señor! –declaró el señor Bellows, visiblemente nervioso–. Estamos a cargo de lady Chatwick y de su hijo, y haremos lo que sea necesario por defenderlos, aunque perdamos la vida en el intento.

Daisy pensó que, si los Gordon estaban efectivamente al servicio del grupo de jinetes, su situación se volvería insostenible. Los superarían en número, y los temores de Belinda se cumplirían.

–Solo queremos ayudar –dijo el escocés, alzando las manos para demostrar que no llevaba armas–. No tenemos el menor deseo de hacerles daño. Le doy mi palabra de montañés y de caballero.

Al oírlo, Daisy supo dos cosas: la primera, que no parecía nervioso en absoluto, sino solo impaciente, como si tuviera prisa por solventar el problema que se les había presentado; la segunda, que lejos de tener un acento tan cerrado como el de los Gordon, hablaba con un deje ligeramente inglés.

–¿Espera que le creamos? –replicó el señor Bellows.

–Oh, vamos… Le aseguro que ninguno de los miembros de mi partida arde precisamente en deseos de robarles sus cajones y baúles y arrastrarlos por el camino.

Justo entonces, uno de los jinetes que estaban detrás dijo algo en su idioma, y el señor Bellows cometió el terrible error de mirarlo. La reacción del escocés fue tan rápida y precisa que hasta la propia Daisy se quedó pasmada: en menos de un segundo, le quitó el mosquete de las manos y le apuntó con él.

–Diga a sus hombres que bajen las armas –ordenó, implacable.

Daisy calculó rápidamente sus posibilidades. ¿Qué debía hacer? ¿Llevarse a su hijo y correr hacia el lago? Aún lo estaba pensando cuando el señor Green, que probablemente no había disparado un arma en toda su vida, alzó su mosquete para abrir fuego.

–¡No! –exclamó entonces, desesperada–. ¡Hagan lo que dice, por favor!

–Si yo fuera ustedes, haría caso a la dama –les advirtió el escocés.

–¿Qué está haciendo, madame? ¡Métase en la calesa! –gritó sir Nevis.

En lugar de seguir su consejo, Daisy dio un paso adelante y declaró:

–¿No cree que, si estos hombres tuvieran intención de robarnos, ya lo habrían hecho? Sobre todo, porque todo parece indicar que los Gordon se pondrían de su lado… Bajen las armas, se lo ruego. Tengo la impresión de que este hombre es sincero.

–Vaya, por fin se escucha la voz de la razón –comentó el escocés.

Daisy no estaba ni mucho menos convencida de lo que acababa de decir. Desconocía las intenciones de los montañeses; pero, fueran cuales fueran, debía evitar un baño de sangre.

–Por favor, sir Nevis –insistió–. No queremos problemas.

Tras unos segundos de duda, sir Nevis asintió e indicó a sus hombres que bajaran las armas. Entonces, el escocés con aire de suficiencia, devolvió el mosquete al señor Bellows y dijo, poniendo fin a la tensión:

–¿Quieren que los ayudemos con esa rueda?

–No es necesario –contestó sir Nevis con frialdad.

–Como prefieran –replicó, encogiéndose de hombros–. A fin de cuentas, ¿quién quiere trabajar bajo un sol de justicia?

El escocés dio media vuelta con intención de marcharse; pero, al ver a lady Chatwick, dudó.

Daisy perdió el escaso aplomo que había conseguido reunir. Por una parte, sintió el deseo de huir a toda prisa; por otra, el de caminar hacia los ojos asombrosamente azules que la miraron de arriba abajo, examinando hasta los detalles más pequeños de su vestido y deteniéndose en sus senos antes de volver a clavarse en su cara.

Nerviosa, se pasó la mano por la mejilla. ¿Tendría buen aspecto? ¿O mostraban sus rasgos el cansancio del viaje? No lo podía saber, pero el escocés la miraba de un modo tan descarado que le arrancó una sonrisa.

–Gracias por su oferta –se atrevió a decir.

Él no dijo nada, y sir Nevis volvió a hablar.

Madame, debo insistir en que entre en la calesa y espere allí con su prima y su hijo.

–Sí, sí, por supuesto.

A pesar de lo dicho, Daisy se quedó donde estaba, y ni siquiera movió un músculo cuando Belinda se sumó a la petición de sir Nevis.

–¿Quién es usted? –preguntó el escocés de repente.

Daisy dio un paso adelante y, tras hacer una pequeña reverencia, le ofreció la mano, pensando que un gesto de buena educación podía resultar determinante en aquella tesitura.

–Soy lady Chatwick, caballero.

El escocés no hizo ademán alguno de besarle la mano. Sin embargo, se acercó un poco más y la observó con detenimiento, como si estuviera ante la criatura más extraña que había visto en su vida.

–Agradezco sinceramente su oferta de ayuda –continuó ella, que estaba hechizada con sus clarísimos ojos azules–. Venimos de muy lejos, y no estamos acostumbrados a caminos tan malos como este.

–¿Qué hace una aristócrata inglesa en estas colinas? –se interesó él con desconfianza.

–Nos dirigimos a Auchenard, donde…

–¿A Auchenard? Los únicos que van allí son los ciervos en celo. ¿Cuál es el motivo de su visita?

El comentario de los ciervos incomodó un poco a Daisy, que lo disimuló como pudo.

–Auchenard pertenece ahora a mi hijo –contestó–. Me pareció que debía conocer su propiedad.

Él frunció el ceño como si no la creyera y admiró brevemente sus labios. Ella se ruborizó.

–Discúlpeme, señor, pero aún no conozco su nombre.

–Arrandale.

–Arrandale… –repitió Daisy.

El escocés dio otro paso adelante, y se detuvo tan cerca que ella tuvo que echar la cabeza hacia atrás para poder mirarlo a los ojos.

–¡Retroceda! –gritó sir Nevis.

El escocés hizo caso omiso, y Daisy se estremeció a su pesar. Podía ver hasta el último detalle de su cara, desde sus largas y oscuras pestañas hasta sus apetecibles labios, pasando por dos pequeñas cicatrices: una, en el puente de la nariz y otra, en la mandíbula.

–No deberían estar aquí. Estas tierras no son seguras para mujeres inglesas con niños. Arreglen la rueda, den media vuelta y vayan hacia el mar.

Daisy parpadeó.

–¿Que demos media vuelta? No podemos…

Él la dejó repentinamente con la palabra en la boca. Se alejó sin más, montó a caballo, dirigió unas palabras a sus acompañantes y se marchó con ellos por donde habían llegado.

Daisy tardó unos segundos en reaccionar y, cuando por fin lo consiguió, miró con asombro a sir Nevis, que ya estaba dando instrucciones a sus hombres.

–Arreglen la rueda. Y deprisa.

–¿Qué ha pasado? –preguntó Belinda, saliendo de la calesa–. ¿Adónde han ido?

–Eso carece de importancia, madame –dijo sir Nevis, muy serio–. Agradezca que se hayan marchado sin robarle su dinero ni atentar contra su virtud.

Belinda se acercó a su prima y le puso una mano en la espalda.

–Estás temblando, Daisy… Tranquilízate, que ya ha pasado el peligro. Estamos a salvo.

Daisy asintió. Era cierto que temblaba, pero su prima jamás habría imaginado que no temblaba de miedo, sino porque se había quedado prendada de aquel escocés.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Dos horas después de que el grupo de montañeses desapareciera en las colinas, la rueda estaba arreglada y Daisy y sus acompañantes, en camino. Pero eso no la tranquilizó.

La imagen de aquel hombre volvía constantemente a su cabeza, y ocupaba sus pensamientos de tal modo que casi no prestaba atención a Belinda, quien no dejaba de hacer comentarios sobre la inmensidad del deshabitado paisaje y los supuestos peligros que ocultaba.

–No es de extrañar que nos hayan atacado esos salvajes –declaró en determinado momento.

–A mí no me han parecido particularmente salvajes –dijo su prima–. Por lo menos, al final.

Daisy se acordó entonces de lo que le habían dicho sus amigas antes de que partiera. Lady Dinsmore estaba convencida de que los escoceses mataban a todos los ingleses que se encontraban, y lady Whitcomb los consideraba indignos de confianza porque, desde su punto de vista, siempre habían sido leales a los Estuardo.

Sin embargo, Daisy no estaba de acuerdo con ellas. Su difunto marido era de ascendencia escocesa, y nunca le había dado motivos para pensar que sus paisanos pudieran ser peligrosos; aunque, por otra parte, tampoco había conocido a ninguno como aquel.

–¡Gracias a Dios que hemos salido ilesas! –exclamó Belinda, estremecida.

Ellis miró a su madre con gesto de preocupación, y Daisy le dedicó una sonrisa tranquilizadora.

–Estamos a salvo, cariño.

Mientras hablaba, se preguntó que habría hecho para que su hijo fuera tan nervioso y asustadizo. Tenía nueve años, y no había sufrido carencia alguna ni enfermedades importantes de ninguna clase, pero era inexplicable y desconcertantemente tímido.

Unos años antes, su médico de Londres le había dicho que Ellis era de constitución débil y que, con toda seguridad, sería un hombre enfermizo. Daisy se quedó perpleja con su afirmación, y le pidió explicaciones.

–¿Enfermizo? ¿Qué significa eso?

–Significa lo que significa.

Las frías e indiferentes palabras del galeno le parecieron una falta de respeto; y no solo hacia ella, sino también hacia el niño, que ya tenía edad suficiente para entender. Sin embargo, se tragó su orgullo y reiteró sus dudas.

–¿Quiere decir que tendrá algún tipo de dolencia crónica? ¿O quizá algo peor?

–Nunca se sabe con estas cosas.

–Discúlpeme, pero le he llamado precisamente para saber en qué consiste su enfermedad, si es que la tiene.

La insistencia de Daisy le arrancó un suspiro de impaciencia, y solo sirvió para que el médico se mostrara aún más insensible.

–No tiene sentido que se lo explique, lady Chatwick. Carece de los conocimientos necesarios, y no comprendería los matices del problema. Confíe en mí. Su hijo nunca será un hombre robusto.

Ellis, que estaba presente, rompió a llorar en ese momento, y Daisy se dio cuenta de que al médico no le importaba la salud del niño. Solo quería cobrar sus honorarios y marcharse.

Harta de su actitud, puso fin a la conversación y, tras llamar al mayordomo, le pidió que lo acompañara a la salida. Horas después, su esposo la reprendió por haber sido irrespetuosa con el buen doctor, pero Daisy no se arrepintió de haberlo echado. Su hijo lo era todo para ella, y no compartía el dictamen de aquel hombre.

De hecho, la salud de Ellis era uno de los dos motivos que la habían llevado a emprender viaje; concretamente, el segundo motivo, porque si Robert hubiera llegado a tiempo, se habría podido ahorrar la larga y cada vez más peligrosa aventura norteña.

Al pensar en él, tocó el bolsillo del vestido donde llevaba su carta. Iré tan pronto como me lo permitan mis obligaciones, le había escrito. Pero no fue suficientemente pronto.

–Si no nos asaltan ahora, nos asaltarán cuando lleguemos a nuestro destino –declaró Belinda, interrumpiendo los pensamientos de su prima.

–¿Sigues obsesionada con eso? Estamos completamente a salvo.

Daisy le lanzó una mirada de advertencia que no sirvió de nada, porque Belinda nunca captaba esas cosas. Luego, tomó a su hijo de la mano, le sonrió y dijo con dulzura:

–No le hagas caso, cariño. Ha sido un día difícil para todos, y es lógico que se preocupe.

–Lo dices como si fueran preocupaciones infundadas, pero no lo son –se defendió Belinda–. Esos hombres eran muy peligrosos.

–Sí, tan peligrosos que se han ofrecido a arreglarnos la rueda –observó Daisy–. Por cierto, ¿te has fijado en el caballero escocés? Era de lo más atractivo, ¿verdad?

Belinda parpadeó.

–¿Atractivo? ¡Por Dios, Daisy! ¿Se puede saber qué te pasa? Los escoceses no son atractivos. ¡Son traidores a la Corona!

Si no hubiera estado tan cansada, Daisy le habría recordado que ella no tenía ningún conocido escocés y que, en consecuencia, no podía saber si todos los escoceses eran jacobitas; pero lo estaba, y también estaba decepcionada con la actitud de su prima. Un hombre extraordinario aparecía de repente en mitad de la nada, en una de las zonas más remotas del mundo, y Belinda no le prestaba atención.

Daisy suspiró y se giró hacia la ventanilla del carruaje mientras Belinda especulaba sobre la posibilidad de que tuvieran que pasar la noche en el camino. Por supuesto, sus pensamientos volvieron enseguida al escocés y, al recordar lo sucedido, se preguntó si estaba realmente en sus cabales.

No podía creer que se hubiera dejado engatusar por su atractivo en una situación tan peligrosa. Siempre le habían gustado los hombres guapos, pero eso no lo justificaba. Y, aun así, ardía en deseos de volver a verlo, de arrancarle una sonrisa y de provocar un destello en sus preciosos ojos azules, porque estaba segura de que brillarían en las circunstancias adecuadas.

Daisy imaginó las circunstancias, naturalmente románticas, y se estremeció un poco.

Sí, por lo visto, se había vuelto loca.

Su tendencia a fantasear iba en aumento desde el fallecimiento de su esposo, Clive. En los dos años transcurridos desde entonces, había flirteado tanto en los salones de Mayfair e imaginado tantas aventuras con distintos caballeros que dicha tendencia había escapado a su control. Pero, ¿qué podía hacer? Añoraba el contacto de un hombre.

Clive gozaba de buena salud cuando se casó con ella, en un matrimonio concertado. Por desgracia, cayó enfermo poco después del nacimiento de Ellis, y no se encontraba en condiciones de ejercer de padre ni de cuidar de su esposa. Y ahora, a sus veintinueve años de edad, Daisy flotaba en un río de deseo insatisfecho que se había desbordado sin remedio.

Sus muchos y muy distintos pretendientes eran las aguas torrenciales que alimentaban ese río. Pero el escocés no era un pretendiente, así que no fantaseó con él de la misma manera.

Cuando cerró los ojos, imaginó que la raptaba, que la subía a lomos de su caballo y que, tras llevarla a un castillo, la arrojaba a un alto y enorme lecho. Imaginó sus grandes manos acariciando su piel. Imaginó que se resistía al principio, y que luego sucumbía a sus artes de seductor. Lo imaginó dentro de su cuerpo, mirándola a los ojos hasta llevarla al orgasmo.

Y se volvió a estremecer, incómoda.

–¿Te encuentras bien? –preguntó Belinda, borrando de un plumazo la imagen de su amante.

–¿Cómo? –replicó Daisy, ruborizada–. Sí, sí, descuida.

–Es por el corsé, ¿verdad? Pueden ser muy peligrosos.

Belinda se lanzó a un discurso sobre los peligros del corsé, y Daisy intentó olvidar a su atractivo escocés y concentrarse en los motivos que la habían llevado a marcharse de Londres.

El testamento de su esposo la había puesto en una situación insostenible. Todos los solteros de la capital eran conscientes de que lady Chatwick tenía que volver a casarse antes de que se cumplieran tres años de la muerte de Clive, lo cual explicaba su larga lista de pretendientes. Y estaba obligada a cumplir esa cláusula; porque, de lo contrario, perdería la herencia de su hijo.

Clive se lo había explicado así en su lecho de muerte:

«Compréndelo, querida. No me puedo arriesgar a que te niegues a casarte de nuevo, decidas vivir a lo grande y malgastes la herencia de Ellis. He hablado con el obispo Craig, quien te ayudará a encontrar marido. Se asegurará de que dicho caballero garantice la educación de nuestro hijo en las mejores instituciones del país y tenga los contactos adecuados cuando sea mayor de edad».

Daisy se quedó horrorizada al saberlo. No esperaba que su esposo la condenara a ese destino, e intentó que cambiara de opinión con el argumento de que no necesitaba estar casada para cuidar de Ellis. Sin embargo, Clive se mantuvo en sus trece.

¿Por qué había tomado esa decisión? Daisy no lo entendió entonces, y tampoco lo entendía ahora.

Desde luego, el suyo no había sido un matrimonio por amor, sino uno concertado a partir de los intereses económicos de sus respectivas familias. Clive le sacaba quince años, y se iba a casar por segunda vez, porque su primera esposa había fallecido al dar a luz a un niño que también murió. Pero Daisy lo aceptó de buena gana. A fin de cuentas, le habían enseñado que el deber era lo más importante.

Luego, durante los primeros meses de su relación conyugal, se llevó la sorpresa de que Clive parecía quererla de verdad. A partir de ese momento, se convirtió en una compañera tan fiel como cariñosa, que más tarde le dio un hijo. Siguió a su lado durante toda su enfermedad, aunque muchas mujeres habrían corrido a buscar consuelo en otros brazos. Y no dejó de serle leal.

Pero, a cambio de sus muchos sacrificios, Clive había esperado a su último día de vida para anunciarle unos planes que ella desconocía por completo y que, para empeorar las cosas, implicaban un desprecio absoluto de su persona.

Daisy se sintió usada, despreciable, insignificante. En ese momento, se dio cuenta de que el cariño de Clive solo había sido una estratagema destinada a conseguir que le diera un heredero y que cuidara de él hasta que llegara a la edad adulta. Nunca le habían importado sus sentimientos. Nunca le habían importado sus necesidades. Se había limitado a utilizarla.

Durante los días y semanas posteriores a su muerte, mientras Daisy intentaba sobreponerse a la amargura, todo Mayfair se enteró de que la herencia de los Chatwick terminaría en manos del mejor postor. Y, al principio, ella se sintió halagada por el repentino interés de tantos hombres.

Tras años y años de encierro, sin hacer otra cosa que cuidar de su marido, pasó a ser la mujer más deseada de Londres; pero no lo era por sus virtudes, sino por estar en posesión de una fortuna que solo podía retener si se volvía a casar. La cláusula del testamento de Clive la había convertido en una pieza de carne que despertaba el apetito de todos los leones de la aristocracia inglesa.

Al cabo de un tiempo, Daisy empezó a desconfiar de cualquier persona que llamara a su puerta. Estaba terriblemente agobiada, y se cuestionaba sus propios instintos. Además, el obispo Craig empeoró la situación cuando empezó a negociar en su nombre y sin que ella lo supiera con hombres a los que apenas conocía.

Lamentablemente, sus protestas cayeron en saco roto. El obispo había dado su palabra a Clive y, como estaba decidido a mantenerla, ella no tenía más remedio que rendirse a su destino; o por lo menos, no lo tuvo hasta que recibió una carta de Robert Spivey, Rob.

La carta llegó cinco meses antes de que se decidiera a viajar a Escocia, y fue como un soplo de aire fresco. Daisy sabía que era capitán de la Marina británica, pero poco más. No se habían visto en once años, y daba por sentado que se habría casado, que tendría hijos y que ya no se acordaría de ella. A fin de cuentas, once años era mucho tiempo.

Sin embargo, ella no se había olvidado de él. Había sido su primer amor, el amor más profundo y real de toda su vida.

¡Ah, qué inocentes eran por entonces! Tan jóvenes e idealistas, tan cargados de ilusiones. Soñaban con un futuro común donde solo habría espacio para ellos y para la pasión que compartían.

Daisy no podía creer que hubiera sido tan ingenua en algún momento. Imaginaba que tendrían una casa en el campo, con un huerto y un jardín lleno de flores que cuidaría ella misma. Se veía con un montón de hijos robustos y saludables que ocuparían sus días hasta la caída de la noche, cuando se acostaría con Robert y harían el amor de un modo dulce, lento, reverencial.

¡Qué locura! Daisy sabía perfectamente que su camino estaba trazado, y que nadie lo podía cambiar. Como en tantas familias de la aristocracia, sus padres habían decidido que se casaría con un hombre de clase y fortuna, aumentando así sus tierras y riquezas. Además, ella era la única hija que les quedaba, porque el resto había muerto.

Pero, a pesar de ser consciente de la situación, se intentó convencer de que encontrarían la forma de estar juntos. El suyo era un amor verdadero, y aún creía que el amor podía derribar cualquier obstáculo.

Por desgracia, ni sus padres ni la alta sociedad compartían sus criterios. El propio Robert, bastante más realista que Daisy, se lo había advertido varias veces. No era suficientemente bueno para ella. No tenía título ni patrimonio. No era más que el hijo de un vicario de provincias. Y, mientras ella soñaba con una vida imposible, sus padres acordaron que se casara con Clive.

Cuando recibió la noticia, Daisy habló con Robert y le propuso que se fugaran, pero él se negó.

–Nunca haré nada que mancille tu honra –replicó, caballeroso.

–¿Mi honra? Eso no me importa en absoluto –declaró ella–. Llévame contigo, por favor. Sé que me amas. ¡No renuncies a mí!

–Lo siento, Daisy. Las cosas son como son.

Poco después, la familia de Robert le consiguió un puesto en la Marina Real, y él se marchó de Nottinghamshire sin despedirse de ella, obligándola a asumir lo sucedido por la fuerza de los hechos.

Sin embargo, Daisy ya no era una joven ingenua, sino una mujer adulta. Habían pasado once años, y no iba a permitir que otras personas tomaran decisiones en su nombre. No aceptaría que el obispo le dijera cuándo y con quién tenía que casarse. No aceptaría que su vida quedara relegada a las conveniencias de una fortuna que la seguía a todas partes.

Y entonces, llegó la carta de Rob:

 

He recibido la noticia del fallecimiento de su marido con gran tristeza y pesar. La he llevado en mi corazón todos estos años, y no estoy dispuesto a perderla otra vez…

 

Robert añadió en su misiva que estaba en ultramar y que no quedaría libre de sus obligaciones con la Marina hasta ese mismo año; pero le prometió que, llegado ese momento, iría a verla a su casa de Londres con la esperanza de que lo recibiera.

Daisy se quedó atónita. ¿Era posible que su antiguo amor siguiera brillando después de tanto tiempo? A pesar de sus dudas, la esperanza renació en su corazón, pero, lamentablemente, Robert no le había dado una fecha concreta. ¿Qué quería decir al afirmar que sus obligaciones terminaban ese mismo año? ¿Cuándo era eso? ¿Al día siguiente? ¿Seis meses después?

Si eran seis meses, sería demasiado tarde para ella.

Como no sabía qué hacer, pidió consejo a su querida amiga lady Beckinsal, quien le recomendó que se fuera de Londres antes de que el obispo la condenara a otro matrimonio infeliz.

–¿Y qué pasará si Robert llega en mi ausencia? –replicó Daisy.

–En ese caso, que te escriba una carta y se la dé a tus criados para que te la envíen. Si el señor Spivey te quiere, esperará tu respuesta.

Daisy llegó a la conclusión de que su amiga estaba en lo cierto. Necesitaba ganar tiempo, para lo cual tenía que poner fin a la locura de su existencia londinense. Y solo había una forma de conseguirlo: marcharse una temporada.

Por eso estaba allí, atravesando los caminos de Escocia en compañía de Ellis y de Belinda.

Mientras pensaba en ello, el cochero dio un golpe en el techo del carruaje, sobresaltándola. Su prima abrió la escotilla que daba al pescante delantero y preguntó:

–¿Qué ocurre?

–Estamos llegando a Auchenard, milady.

Daisy se inclinó sobre la ventanilla para mirar. Estaba tan sucia que casi no se veía nada, pero atisbó lo que parecía ser una torre y una muralla alta. Además, la frondosa vegetación de la zona limitaba bastante su campo visual. No había ganado de ninguna clase. No había vacas ni ovejas. Solo árboles y una pequeña pradera.

Instantes después, el carruaje se detuvo. Ellis se levantó y miró por la ventanilla de su madre.

–¿Ya hemos llegado, mamá?

–Creo que sí.

El cochero abrió la portezuela, y el niño bajó del carruaje con un vigor que no había demostrado en mucho tiempo. Daisy siguió a su hijo, se alisó un poco las faldas y alzó la cabeza.

–Oh, Dios mío –dijo Belinda al ver la estructura que se alzaba ante ellas.

–Oh, Dios mío, sí –replicó su prima.

La vieja mansión era mucho más grande de lo que había imaginado. De hecho, no era una mansión, sino un castillo medieval de paredes oscuras, sobre una de las cuales trepaba una enredadera. Tenía dos torres, una en cada extremo. Algunas ventanas estaban cerradas con tablones, y parecían tan desatendidas como las numerosas chimeneas, que no echaban humo alguno.

Daisy no salía de su asombro. Le habían dicho que la propiedad estaba en buen estado, pero no lo estaba en absoluto.

Justo entonces, la enorme puerta del edificio dio paso al hermano de la madre de Daisy, el tío Alfonso, que descendió hasta el vado. Su larga melena de cabello canoso, recogida en una coleta, la sorprendió tanto como su indumentaria, consistente en un chaquetón raído y un delantal de cuero.

–¡Por fin! ¡Empezaba a creer que no llegaríais nunca! –dijo el alto Alfonso, sonriendo al niño–. ¡Ven aquí, querido Ellis! ¡Da un abrazo a tu tío!

El señor Rowley, el viejo mayordomo de los Chatwick, apareció en el umbral. Era una versión ligeramente más pequeña de Alfonso, y hasta vestía de la misma manera.

–Milady… –dijo, inclinando la cabeza.

Alfonso y Rowley habían salido de Londres quince días antes, con intención de arreglar la propiedad y hacerla mínimamente habitable. Pero, por el aspecto exterior del castillo, se habían topado con problemas bastante más graves de lo previsto.

–¡Cuánto me alegro de veros! –declaró Daisy–. Ha sido un viaje espantoso. He llegado a pensar que no viviríamos para contarlo.

–Yo también empezaba a preocuparme –dijo Alfonso mientras besaba a Belinda en la mejilla–. Supongo que estaréis agotadas y hambrientas; pero, antes de comer, entrad y echad un vistazo a la vieja mansión. No es tan terrible como parece.