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© 2018 Dinah Dinwiddie

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La dama pirata y el escocés, n.º 198 - octubre 2019

Título original: Devil in Tartan

Publicada originalmente por HQN™ Books

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-716-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Epílogo

Nota de la autora

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Para Ann Leslie Turtle

 

Algunas escritoras escriben con letras de oro; otras, como yo, necesitamos una segunda opinión. He tenido buenas editoras, pero Ann Leslie es una de las mejores. Me ayudó a moldear esta serie del siglo XVIII escocés con tanto afecto como inteligencia, y siempre le estaré agradecida por su intenso sentido editorial.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Lismore Island. Las Tierras Altas (Escocia), 1752

 

Los Campbell desembarcaron al atardecer en la orilla norte de la isla escocesa de Lismore y se dispersaron por la estrecha lengua de arena, evitando las rocas y los conejos que infestaban el lugar.

Buscaban alambiques y buscaban un barco, quizá escondidos en alguna caleta oculta que aún no habían podido localizar.

Sabían que estaban allí, y los encontrarían costara lo que costara.

Duncan Campbell, el nuevo señor de Lismore, era consciente de que los doscientos Livingstone que tenía por arrendatarios se habían reunido para celebrar el Sankt Hans, una fiesta veraniega cuyo origen se remontaba hasta los tiempos de sus antepasados, los primeros daneses que habían llegado a la isla.

Los Campbell siempre habían tenido a los Livingstone por unos retrasados que no servían para nada; pero su opinión cambió cuando Duncan se enteró de que estaban destilando whisky sin permiso y de que tenían un viejo barco danés con varios barriles y una pequeña tripulación. Ni siquiera habían sido discretos al respecto. Alardeaban tanto que el rumor había llegado a sus oídos en dos sitios diferentes, Oban y Port Appin.

Pero los Campbell no lo iban a permitir. Se consideraban superiores al resto de los clanes. Eran los líderes de Escocia, el pilar moral de las Tierras Altas, los representantes de la justicia social. Destilaban whisky con la licencia oportuna y, a diferencia de los Livingstone, lo vendían de forma legal. Odiaban a los que comerciaban con licor barato e intentaban competir con su producto, y hacían todo lo posible por encontrar y destruir su mercancía; preferiblemente, quemándola.

Mientras avanzaban por la playa, oyeron voces, risas y un violín. Duncan calculó que, conociendo a los Livingstone, se emborracharían enseguida y se pondrían a bailar alrededor de una hoguera; pero, al cabo de unos instantes, se oyó el cuerno que soplaban para dar la alarma. Por lo visto, los habían descubierto.

El sonido fue tan estridente que los conejos salieron corriendo de sus madrigueras, y hasta el propio Duncan se sobresaltó un poco.

Justo entonces, se oyó un tiro. Duncan suspiró y se giró hacia su acompañante, el señor Edwin MacColl, cuyo clan vivía al sur de Lismore. MacColl, que tenía la deferencia de pagar sus deudas a tiempo y no destilar whisky, se había mostrado reacio a acompañarlos, pero cedió cuando él le amenazó con subirle la renta si no les echaba una mano.

–Bueno, ya estamos –le dijo, sin prestar demasiada atención a las balas que silbaban a su alrededor–. Nos han visto y han avisado a los otros.

–Defienden lo que es suyo, como haría cualquier escocés –afirmó MacColl.

Duncan notó el fondo crítico de su comentario, y le habría recordado que el whisky ilegal era mal asunto si en ese mismo momento no hubieran aparecido cuatro jinetes en lo alto de la colina, que les apuntaron con sus armas.

–¡Señor Campbell! –gritó su líder, la señorita Lottie Livingstone, hija del jefe de su clan–. ¡Veo que ha decidido volver!

Duncan se maldijo para sus adentros, y pensó que si aquella descarada hubiera sido hija suya, le habría dado una buena azotaina.

–¿Por qué tiene que ser todo tan difícil? –dijo a MacColl en voz baja–. Es la joven más atractiva de Escocia, pero también es la más indómita y rebelde.

En lugar de contestar, MacColl giró la cabeza para que no pudiera verle la cara; quizá, porque se estaba riendo. Y Duncan volvió a suspirar y se dirigió a la mujer que vivía como un gato salvaje en la pequeña isla.

–¡No dispare, señorita Livingstone! ¡A fin de cuentas, sigo siendo su señor!

–¿Y en qué puedo ayudarlo, señor?

–Usted, en nada. Pero me gustaría hablar con su padre.

Los ojos de la joven brillaron.

–Oh, estará encantado de recibirlo –ironizó.

Al oír su risa, Duncan se formuló la pregunta que siempre se formulaba en esos casos: si se estaba riendo de él o si solo estaba mal de la cabeza. Pero, fuera como fuera, comenzó a subir por la colina y llamó a sus hombres para que lo siguieran.

Si no podía encontrar el whisky ilegal ni meter a los Livingstone en cintura, los presionaría con las rentas que no le habían pagado. Se había tomado demasiadas molestias como para marcharse de allí con las manos vacías.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Mar del Norte

Dos semanas después

 

El viento que soplaba no era particularmente fuerte, pero anunciaba tormenta mientras el Reulag Balhaire navegaba como debía navegar, cortando las aguas con las tranquilas subidas y bajadas de su proa.

El capitán Aulay Mackenzie, que estaba atento a las voces de su tripulación, cerró los ojos durante unos segundos y se concentró en el agua que le salpicaba la cara. Solo era feliz en días como ese, estando en alta mar. Su barco era el único sitio donde se sentía verdaderamente en casa, el único sitio donde se sentía dueño de sí mismo.

Solo habían pasado unos cuantos meses desde que se había hecho a la mar por última vez, pero le había parecido una eternidad. Había pasado toda su vida adulta en el océano, y todos los días eran días perdidos si estaba lejos de él.

Además, no veía la hora de escapar de Balhaire, la residencia de su familia. Su padre, Arran Mackenzie, dirigía el clan con ayuda de su hermano mayor, Cailean; su hermano Rabbie y su hermana Catriona llevaban los asuntos relacionados con la propiedad, y su madre y su hermana Vivienne se encargaban de los aspectos sociales. ¿Y él? Él no tenía nada que hacer. Cuando estaba en tierra, era un simple observador.

Por fortuna, los Mackenzie también se dedicaban al comercio marino. Arran había sido el precursor, y sus hijos habían seguido esa senda. Pero el negocio iba de mal en peor desde la batalla de Culloden, cuando las tropas inglesas derrotaron a los escoceses y, a continuación, destrozaron su economía. De hecho, muchos habitantes de las Tierras Altas se habían visto obligados a marcharse a Glasgow o al extranjero para ganarse la vida.

Los Mackenzie de Balhaire no habían tomado partido en el conflicto. Sin embargo, su neutralidad no impidió que perdieran a la mitad de los miembros del clan ni que la Corona inglesa les confiscara el ganado y uno de sus dos barcos, dejándoles el más dañado, el Reulag Balhaire. Lamentablemente, las reparaciones fueron tan caras que Arran decidió suspender el comercio porque los gastos que conllevaba eran mayores que sus beneficios.

Al conocer sus intenciones, Aulay sintió pánico. ¿Qué sería de él sin un barco? No habría sabido qué hacer.

Y entonces, pasó algo milagroso.

Decidido a solventar el problema, se fue en busca de nuevos clientes y cerró un acuerdo con William Tremayne, de Port Glasgow. William era un comerciante inglés que necesitaba un barco para transportar sus productos, y Aulay era capitán de un barco que, en ese momento, estaba vacío. Aparentemente, eran la pareja perfecta, pero su padre y sus hermanos se pusieron en su contra con el argumento de que era demasiado arriesgado.

Aulay les aseguró entonces que no había riesgo alguno. ¿No era acaso un buen capitán? ¿No había transportado y llevado a buen puerto infinidad de mercancías?

Al final, se salió con la suya y, poco después, inició la aventura en la que se encontraba ahora, su primer viaje para Tremayne. La bodega estaba llena de lana y carne curada que debía llevar a Ámsterdam, desde donde zarparían con rumbo a Cádiz para recoger en España una carga de algodón.

La tripulación estaba encantada, porque vivían del comercio marino y necesitaban el trabajo; pero Aulay lo estaba aún más, porque el viaje a Ámsterdam tenía la ventaja añadida de poder ver de nuevo a cierta dama de ojos negros y boca pecaminosa.

Aún estaba pensando en ella cuando oyó un estruendo parecido al de un trueno, que reconoció al instante.

–¡Un destello por estribor, capitán! –exclamó uno de los marinos que estaban en el mástil.

Aulay se giró hacia estribor y entrecerró los ojos.

–Parece fuego…

Beaty, el primer oficial, asintió.

–Lo es –dijo, mirando por su catalejo.

–Pues pueden tener problemas –intervino Iain el Rojo, que se acercó a echar un vistazo–. El viento es cada vez más fuerte y, si empeora, no lo podrán apagar.

–Parece que intentan llegar a la costa –comentó Beaty.

Aulay volvió a mirar a su primer oficial, un hombre grueso cuyo aspecto no podía ser más engañoso, teniendo en cuenta que seguía siendo tan ágil como cuarenta años antes, cuando se embarcó por primera vez.

–¿Crees que lo conseguirá? –se interesó.

–Si su capitán tiene sangre fría, quizá.

–¿Lleva bandera?

–Sí, es un barco inglés, pero demasiado pequeño para ser de la Marina Real.

Aulay le pidió el catalejo y se encaramó al obenque del mástil con la seguridad de quien llevaba toda una vida en el mar.

Por lo que pudo ver, la cubierta de la embarcación en llamas era un caos. La mitad de los marinos intentaba apagar el fuego y la otra, cuidar de las velas para aumentar la velocidad. Pero eso no explicaba el suceso. ¿Habrían sufrido algún tipo de accidente? ¿Les habría caído un rayo? Nada parecía indicarlo, así que oteó el horizonte en busca de otra explicación, y la encontró al cabo de unos segundos.

–Ah, sí, ahí está –dijo en voz alta–. Es un barco más pequeño. Parece que han perdido la mitad del mástil.

Aulay saltó del obenque y devolvió el catalejo a Beaty, que afirmó:

–Es una goleta.

–¿Una goleta? Son para la navegación de cabotaje –declaró Iain, sorprendido–. No debería estar en alta mar.

–No estamos lejos de la costa –dijo otro marinero–. Puede que esté a la deriva.

Aulay miró a su tripulación, que se había acercado a ver lo que pasaba. Y como estaba encantado de volver a navegar con ellos, se puso de tan buen humor que decidió concederse una pequeña aventura.

–¿Echamos un vistazo?

 

 

El Reulag Balhaire no estaba en el negocio de salvar barcos. Además, cualquier marino sabía que acercarse a otra embarcación implicaba arriesgarse a una salva de cañonazos; pero su curiosidad pudo más, así que cambiaron de rumbo y, por si acaso, se prepararon para abrir fuego.

–¡Eso no es una goleta! –exclamó Iain el Rojo mientras se acercaban–. ¡Es un balandro!

–¿Un balandro? ¡Qué tontería! –dijo Beaty–. ¿Llevan bandera?

–No –respondió Iain, que se había quedado el catalejo. ¡Qué desastre de gente! No saben ni arriar la vela. ¡Hasta unos niños lo harían mejor!

El resto de los marinos se acercaron a Iain y le pidieron que les dejara el catalejo, que fue pasando de mano en mano. Efectivamente, los tripulantes del balandro no parecían saber nada de navegación. Forcejeaban con la vela de forma ridícula, y tropezaban los unos con los otros todo el tiempo.

Diah, de an diabhal! –gritó uno de los hombres de Aulay.

–¿Qué pasa? –preguntó su capitán.

–¡Hay una mujer a bordo!

Aulay frunció el ceño. A veces, las mujeres de los capitanes viajaban con ellos, pero era poco habitual. Y tampoco podía ser una dama importante, porque jamás habría viajado en un barcucho como ese.

–Sí, y con vestido y todo –dijo Iain.

Aulay se preguntó qué habría querido decir con eso del vestido. ¿Qué iba a llevar si no? Pero, fuera lo que fuera, les quitó el catalejo y miró a la mujer en cuestión, quien sacudía una tela blanca que casi iba a juego con el color de su largo y revuelto pelo. Había unos cuantos hombres a su lado, y todos se aferraban a la barandilla con desesperación, como deseando que el Reulag Balhaire los alcanzara de una vez.

Se acercaron por estribor y, cuando ya estaban una docena de metros, los tripulantes del balandro bajaron un bote al que se subieron cuatro hombres, que empezaron a remar. La mujer se quedó con el resto, junto a un individuo tan grande que parecía una montaña.

Momentos después, el bote llegó al costado del Reulag y se detuvo. Uno de los hombres se puso en pie y, tras hacer una reverencia con la que estuvo a punto de perder el equilibrio, dijo:

Madainn mhath.

–Vaya, son escoceses. Algo es algo –comentó Beaty.

–¡Necesitamos ayuda! –continuó el hombre–. Nos han atacado unos piratas.

Aulay miró a los cuatro desconocidos, que no parecían llevar armas de ninguna clase.

–¿Piratas? Esa goleta lleva bandera inglesa –dijo.

–¡No la llevaba cuando disparó sin aviso ni provocación alguna, señor!

–Menudo cuento –murmuró Iain.

–¿Por qué tengo la sensación de que nos están tomando el pelo? –dijo Aulay, girándose hacia su primer oficial–. ¿Qué opinas tú, Beaty?

–No sé qué decir. Podría ser un corsario al servicio de Inglaterra –respondió–. O puede que robaran una bandera para parecer de la Marina Real.

Aulay se apoyó en la barandilla.

–¿Llevan algún tipo de mercancía que les haya abierto el apetito?

–Solo a una dama, capitán.

–¿Y quién es esa dama?

En lugar de responder, los cuatro hombres se pusieron a discutir entre ellos.

–¿Qué pasa? ¿No saben cómo se llama? –preguntó Iain con sorna.

El hombre que estaba de pie carraspeó y dijo:

–¡Es lady Larsen, señor! La llevamos a su casa para que pueda ver a su abuela, que está muy enferma. Por lo visto, no le queda mucho tiempo.

–¿Una abuela enferma? Venga ya –susurró Beaty.

Aulay compartía las sospechas del primer oficial. Para empezar, aquellos hombres no parecían saber nada de navegación; para continuar, habían dudado sobre la identidad de la mujer que, teóricamente, iba a visitar a su abuela y, para terminar, hablaban de forma extraña, como declamando. Cualquier habría dicho que, en lugar de marinos, eran actores de una compañía dramática.

–¿Adónde se dirigen? –les preguntó.

–A Dinamarca. La abuela de la señorita danesa, aunque nosotros somos escoceses como ustedes –contestó.

–¿Danesa? Nunca he conocido a un danés inteligente –dijo Iain.

–Puede que su historia tenga parte de verdad –intervino uno de los marineros, que seguía mirando por el catalejo–. La joven tiene aspecto de dama.

–¿Llevan mucho en el mar? –preguntó entonces Beaty.

–Un día, señor.

–No me ha entendido bien. Me refiero a ustedes, porque no tienen pinta de marineros.

–Es que no lo somos. El único marino que hay a bordo es el capitán –les informó–. Nosotros somos soldados de Cristo que nos hemos embarcado en esta misión por simple y pura misericordia. Hacemos lo que podemos, ciertamente, pero no somos diestros en las cosas de la mar.

–Qué curioso –dijo Beaty, entrecerrando los ojos.

–Y tanto –replicó Aulay.

Billy Botly, el miembro más joven de la tripulación, se sentó en la barandilla para echar un vistazo por el catalejo, como habían hecho los demás. Era un muchacho tan delgado que Aulay siempre tenía miedo de que el viento lo tirara y, al verlo así, se temió lo peor.

–Sí, es una dama de verdad –dijo el joven.

Aulay le pasó una mano por el hombro, le quitó el catalejo y miró a la mujer, que aferraba la tela blanca como si la vida le fuera en ello. Luego, se inclinó hacia los hombres del bote y les preguntó:

–¿Qué quieren de nosotros? No podemos llevarles con su abuela enferma.

La tripulación del Reulag Balhaire rompió a reír.

–El barco está haciendo agua, señor. Se hundirá antes del amanecer.

–¿Cómo han salido a navegar en un balandro? No son embarcaciones de alta mar –le recordó Beaty, inmune a su supuesto drama.

–Sí, ya lo sabemos, pero nuestra situación es desesperada. El padre de la señorita ha resultado herido en la refriega, y no hay nadie que la pueda cuidar.

–¿Espera acaso que cuide yo de ella? –preguntó Aulay, arrancando más carcajadas a sus hombres.

–Solo necesitamos llegar a puerto, señor. A cualquier puerto.

Aulay no se podía permitir el lujo de llegar tarde a Ámsterdam. Aquel viaje era crucial para su familia y, a pesar de la desconfianza de su padre y sus hermanos, estaba convencido de que podía ser el principio de un negocio altamente lucrativo para los Mackenzie.

–Llegarán a la costa antes de que se haga de noche. Solo tienen que volver por donde han venido, como ha hecho el barco que les atacó –le dijo–. La vela de su balandro es buena, y no tendrán problemas si la manejan como se debe. Gun deid leat.

Al oír que les deseaba suerte, los hombres del bote se pusieron histéricos.

–¡Capitán! ¡Señor! ¿Es que no lo ve? ¡Entra demasiada agua! ¡Es un milagro que sigamos a flote! ¡La situación es tan insostenible que ya hemos decidido quién acompañará a la dama y a su padre en el bote y quién se quedará a bordo hasta el final! ¡No nos puede dejar en la estacada! ¡Se lo ruego!

–Es cierto –dijo Billy–. Se está hundiendo.

–¿Qué le pasa a ese hombre? –preguntó Iain–. Habla de forma muy extraña.

Aulay pensó que Iain tenía razón. Hablaba de forma verdaderamente extraña. De hecho, todo era de lo más extraño. Pero, en ese momento, se oyó un grito procedente del balandro y, cuando volvió a mirar por el catalejo, vio que la mujer se aferraba al gigante con temor.

Al parecer, estaban diciendo la verdad. El balandro se hundía.

–¿Cuántas personas son?

–Diez –respondió el hombre.

Uno de sus compañeros sacudió la cabeza y dijo:

–¡No, solo somos ocho!

–¿Ahora resulta que ni siquiera saben cuántos son?

–Vaya cretinos –susurró Beaty.

Aulay no sabía qué hacer. Era un hombre de mar, y sabía que el mar era un lugar peligroso. Todos sus hombres lo sabían, y eran conscientes del riesgo que corrían cada vez que zarpaban. Pero, con riesgo o sin él, no le agradaba la idea de abandonar a una joven en esas circunstancias. Podría haber sido Catriona, por ejemplo. Podría haber estado en esa misma situación.

–Está bien, los llevaremos. Y traigan las provisiones que tengan, porque no tengo intención de alimentarles a todos.

–Por supuesto, capitán. Gracias, muchas gracias.

Los cuatro hombres se pusieron a remar inmediatamente, y Beaty soltó un suspiro mientras miraba de soslayo a su capitán.

–¿Qué querías que hiciera? ¿Dejar que se ahogara esa mujer?

–Claro que no –respondió el primer oficial–, pero son demasiados, y uno de ellos es tan grande que podría con tres de los nuestros. Además, ¿dónde van a dormir? Ni siquiera tenemos agua suficiente para todos. Y, por si eso fuera poco, te recuerdo que la mayoría de nuestros hombres no ha visto a una dama en toda su vida. Podrían darnos problemas.

–Eso es cierto. Tendremos que ponerle guardia.

–Hablando de guardias, deberíamos ir armados.

–No es necesario. Parecen inofensivos.

Los tripulantes del balandro tuvieron que hacer varios viajes para llevarlos a todos; pero, curiosamente, la mujer no llegó en el primero de los botes, lo cual reavivó la desconfianza de Beaty.

–¿Por qué no han traído a la dama de inmediato, si tanto temían que se ahogara? –preguntó, irritado.

–Porque no quiere venir sin su padre, que vendrá al final –respondió uno.

Ninguna de las personas que estaban llegando al Reulag Balhaire tenía aspecto de marinero. La mayoría tropezaban y se resbalaban como si no hubieran estado nunca en un barco, para extrañeza de Aulay, quien se empezaba a impacientar con la lentitud del proceso. Además, tenían de cambiar de virada constantemente porque, de lo contrario, se habrían alejado demasiado.

La mujer y su padre esperaron al último bote, tal como había anunciado su compañero de tripulación. El gigante, que se había quedado con ellos, ató al primero con una cuerda y lo bajó con cuidado. Luego, ella se agarró a esa misma cuerda y descendió con una agilidad que Aulay encontró sorprendente.

El bote era tan pequeño que sus ocupantes tuvieron que apretarse contra el casco para hacer sitio al gigante, cuyo peso hundió un poco la embarcación. Pero eso no impidió que se pusieran en marcha y, cuando llegaron al barco, los hombres de Aulay se agolparon y compitieron entre sí por ayudar a subir a la dama. Estaban tan interesados en ella que no habrían ayudado a su padre si el capital del Reulag no se lo hubiera ordenado.

Sin embargo, él no sentía menos curiosidad que su tripulación. Se había esforzado por verle la cara mientras remaban hacia ellos, pero no lo había conseguido. Iba con la cabeza baja, atenta a su padre, y solo había visto una melena blanca como la nieve.

Madainn Mhath –la recién llegada les deseó los buenos días, con una elegancia más propia de una fiesta que de esa situación.

Los marineros se agolparon a su alrededor, e Iain intentó poner orden.

–Dejadla respirar –les ordenó–. Billy, apártate de la señorita.

–¿Se encuentra bien? –preguntó Fingal MacDonald, otro de los tripulantes de Aulay.

–Muy bien, gracias –respondió ella–. Pero les agradecería que me dejaran un poco de espacio. No me puedo ni mover.

–¡Atrás! ¡Atrás! –insistió Iain, fracasando otra vez en el intento.

–¿Está herida? –se interesó Beaty.

–No, no he sufrido ningún daño. Solo ha sido el susto.

–Pues tiene sangre en el vestido.

–¿En serio?

Aulay, que aún no había podido abrirse paso, arqueó una ceja al notar su acento. Era una mezcla de escocés e inglés, muy parecido al de su madre, quien se había criado en Inglaterra y había pasado casi toda su vida adulta en Escocia.

–Ah, es verdad –continuó ella, aparentemente sorprendida–. Pero eso no importa. Me preocupa más mi padre.

El gigante se giró entonces hacia la joven y dijo, como si no estuviera en sus cabales:

–¿Qué tengo que hacer, Lottie? No recuerdo lo que tengo que hacer.

–Quédate cerca de mí –respondió ella con dulzura–. Caballeros, han sido muy amables con nosotros. Pero, ¿quién es su capitán? Me gustaría darle las gracias.

Los hombres intentaron responder al unísono, utilizando palabras tan educadas que Aulay se quedó perplejo, porque no se podía decir que fueran precisamente elegantes. ¿Qué había pasado para que fueran tan finos de repente?

El enigma se resolvió cuando apartó a los marinos que tenía por delante y la vio de cerca por primera vez. Sus ojos eran del color de las aguas costeras del Caribe; sus labios, de un rojo intenso que habría vuelto loco a cualquier hombre; su cara, de una belleza tan absoluta que cortaba la respiración y su cabello, de un rubio tan claro y brillante que parecía una cascada de perlas.

Era sencillamente bòidheach, preciosa.

Aulay se sintió como si estuviera en la cumbre de la montaña más alta del mundo, haciendo equilibrios para no caerse. Y reconoció la sensación al instante, porque solo la había tenido dos veces: la primera vez que se acostó con una mujer y la primera que se subió a un barco, cuando supo que el mar era su vida.

Los cálidos ojos de la joven se clavaron en él, afianzando su hechizo. El sol había dado un tono rojizo a sus mejillas, y el pelo le caía en mechones de aspecto tan etéreo como sensual. Llevaba un vestido de color plateado sobre unas enaguas azules, con el petillo del corpiño tan ajustado que apenas contenía sus senos.

Beaty señaló a Aulay, quien hasta entonces no se había sentido incómodo ante ninguna mujer. A fin de cuentas, se había acostado con tantas y en tantos puertos distintos que estaba acostumbrado a ellas.

–Gracias, capitán –dijo la joven, haciéndole una reverencia.

A pesar de ser un hombre experto, Aulay se quedó repentinamente sin habla.

–Le estaré eternamente agradecida –continuó ella con una sonrisa–. No sé lo que habríamos hecho si no hubiera acudido en nuestro rescate.

Aulay se mantuvo en silencio. No era un hombre dado al halago fácil, pero estaba ante una de las criaturas más bellas que había visto nunca.

–No puede ni imaginar el día que llevamos –prosiguió, llevando una elegante mano a su pecho–. Le doy mi palabra de que pensé que no viviríamos para contarlo. ¡Nos ha salvado la vida, señor! ¡Nos la ha salvado a todos!

–¿Con quién tengo el placer de hablar? –preguntó Aulay, recuperando su aplomo.

–Oh, discúlpeme –dijo ella–. Nuestro pequeño drama me ha hecho olvidar mis modales. Me llamo Larson. Lady Larson.

Madame… –Aulay inclinó la cabeza–. El capitán Mackenzie de Balhaire a su servicio.

–¡Balhaire, claro! –exclamó, encantada–. No será usted un ángel, pero los Mackenzie tienen fama de parecerse a ellos.

A Aulay le pareció desconcertante que los tomara por ángeles, y también le sorprendió que conociera Balhaire.

–¿Ha visto a los piratas? –preguntó ella–. Nos atacaron sin motivo alguno. Navegábamos tranquilamente cuando apareció un barco de la nada y puso rumbo hacia nosotros.

–¿Hablaron con ustedes?

–¡Sí, a cañonazos! ¡Y sin que hiciéramos nada por merecerlo! Acabábamos de reparar en su presencia cuando abrieron fuego y… ¡Bum! –dijo, abriendo los brazos de tal manera que sus senos amenazaron con salirse del escote–. Mi pobre padre resultó herido en el torso.

–Y usted, también –intervino Beaty, señalando la sangre el vestido.

–Ah, sí. Casi lo había olvidado.

–Tendríamos que verle la herida, señorita Livingstone –dijo uno de sus hombres, que se había situado tras los hombres de Aulay–. Por la gangrena y esas cosas.

–¡Gangrena! –gritó ella, alarmada.

–No creo que tenga que preocuparse por eso –dijo Beaty, mirando con sorna a quien había hablado.

Súbitamente, ella se inclinó y se levantó las faldas del vestido, enseñando las botas y las medias que llevaba.

–No veo nada –dijo–. La herida debe de estar más arriba.

La mujer se subió el vestido un poco más, conquistando la atención absoluta de todos los miembros de la tripulación, que solo tenían ojos para los blancos muslos que se veían por encima de las medias.

–Vaya, tengo un rasguño… ¿Qué les parece a ustedes? ¿Puede ser grave? –preguntó con voz dulce–. ¿Lo ven bien? ¿O quieren acercarse más?

Aulay estaba a punto de responder cuando sonó una explosión que los sobresaltó a todos. En ese momento, supo que les habían tenido una trampa; pero no tuvo ocasión de reaccionar, porque alguien le pegó un golpe tan fuerte que cayó a la cubierta, casi sin sentido.

–Oh, lo siento mucho –continuó la joven, pegándole una patada.

Aulay se agarró a la barandilla con intención de incorporarse y, justo entonces, el gigante se acercó y le dio otro golpe en la cabeza.

Lo último que pensó antes de perder el conocimiento fue que, después de tantos años y tantas aventuras, lo habían derrotado en el mar. Y no había sido una tormenta o un buque de la Marina inglesa, sino una mujer.