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Para Juan Kasuga, mi amigo.

Porque de niños soñábamos las mismas cosas.

Para mi viejo.

Porque puso la mitad.

Para todos los niños que hoy viven alguna guerra.

Porque cada adulto está en deuda.

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Sábado 15 de agosto de 1942

Hoy, por fin terminé con Bola de Arroz.

Después de muchos días de batalla, hoy cumplí con mi misión y me deshice para siempre de él.

Tuve mis dudas, como dejé registrado en este diario en los días pasados.

Por mucho tiempo dudé sobre qué sería mejor para mí y para la patria: si tomarlo prisionero o acabar definitivamente con él.

Al final vi que lo mejor era terminar con él, y así lo hice.

Cumplí con el “dictado de mi conciencia”.

No me arrepiento de nada.

Tal vez la mejor manera de empezar este relato hubiera sido de una manera similar a la siguiente: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” Así empieza la novela Cien años de soledad, mi libro favorito.

Todo el mundo tiene un libro favorito, y Cien años de soledad es el mío.

El del tío Manolo era Peter Pan, y el de Poncho, como ya se verá, El arte de la guerra.

Sí, hubiera sido un buen modo de comenzar el relato, porque ahora han pasado ya más de sesenta años de aquellos acontecimientos, y hoy el coronel Alfonso Mejía tiene exactamente setenta y cuatro años. Ahora ya son, en efecto, “muchos años después”.

Y aunque hubiera sido imposible poner al coronel Alfonso Mejía frente a un pelotón de fusilamiento, como le ocurrió al otro coronel (el coronel Aureliano Buendía), creo que habría bastado con ponerlo frente a una fila de autobús o frente a una pantalla de televisión o un tablero de ajedrez, que para estos tiempos modernos, cualquier cosa ayuda a que el recuerdo nos asalte, y no es necesario que haya un regimiento listo para disparar sobre uno.

Lo cierto es que, haciendo a un lado mis gustos literarios, preferí iniciar el relato poniendo la última página del diario de guerra del Coronel justamente al principio porque lo creí más conveniente. Tal vez se trata de la página más importante de su bitácora: aquélla en que afirma haber cumplido con su obligación de soldado al acabar por fin con Bola de Arroz, el mismo día en que dejó para siempre la infancia.

Como podrás observar sin dificultad, el diario del Coronel no comienza con dicha página: yo me tomé la libertad de arrancarla de su sitio y ponerla al principio para lograr un mejor efecto (si miras unas líneas más adelante, puedes cerciorarte: el diario inicia en realidad el 24 de mayo de 1942).

Se me ha ocurrido —tendrás que perdonarme— comenzar esta historia en el mismo momento en que el Coronel dejó para siempre de ser niño (no es cosa fácil acabar para siempre con un enemigo) y enseguida correr hacia atrás, al principio del diario, con una sola idea: que la guerra cambia a las personas, y el coronel Alfonso Mejía no fue la excepción.

A partir del 15 de agosto de 1942, día de su cumpleaños número diez, el Coronel no volvió, jamás, a ser el mismo.

Sun Tzu ha dicho: “La guerra es un asunto de importancia vital…”.

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Domingo 24 de mayo de 1942

Siendo las diez horas con veinte minutos inicio mi bitácora de guerra porque a partir del viernes estamos en guerra. No es cuento. Dieron la noticia en el programa sinfónico que oye mi papá los sábados. Los alemanes hundieron varios buques petroleros mexicanos y, como nunca se disculparon con nosotros, el presidente Ávila Camacho les declaró la guerra. A ellos y a los italianos, y a los japoneses, que son sus aliados (pero se les llama “potencias del Eje”; “aliados” se les llama a los Estados Unidos y a Inglaterra y a todos los demás).

Así que a partir de hoy estamos en guerra. Y también somos “aliados”.

Eso quiere decir muchas cosas. Para empezar, que nosotros los mexicanos ahora somos enemigos de los italianos, de los alemanes y de los japoneses. También quiere decir que en cualquier momento pueden bombardear la Ciudad de México, o bien, que nos pueden invadir y quemar nuestros edificios y robarse a nuestras mujeres. También es posible que nos llamen a formar parte del Ejército a todos los hombres, incluyendo a los que tenemos apenas nueve años, para ir a pelear a Europa, África o a Hawaii (a mí me gustaría que me mandaran a Hawaii).

Por eso he decidido, a partir de hoy, cargar para todos lados mi rifle, mi bitácora y el libro de estrategias que me regaló el almirante Salomón de la Peña. Mi rifle será para estar siempre listo por si se presenta algún enemigo y haya que darle batalla; mi bitácora, que es un cuaderno para apuntar todas mis acciones de guerra, y mi libro de estrategias para ver qué es lo que conviene hacer en caso de tener dudas.

Mientras, he tenido mi primer percance de guerra. Mi señora madre no entiende la importancia de estos tiempos y no me dejó desayunar con mi rifle al hombro (en el Ejército ya la habrían fusilado, eso seguro).

Vivíamos en la Ciudad de México, en Avenida Chapultepec número 37, departamento 3. El edificio era una vecindad de treinta y siete departamentos con un gran patio al centro. Se entraba por un portón de madera que se cerraba de las diez de la noche a las seis de la mañana. La portera cobraba diez centavos por abrirles a los trasnochados y desvelados, ya que nadie tenía llave excepto ella. El edificio se construyó a finales del siglo XIX y hoy todavía existe (hace contraesquina con Televisa Chapultepec, por si te da curiosidad conocerlo). Había entonces cinco accesorias al frente: un restaurante, una dulcería, una plomería, una tintorería y una sastrería.

En un domingo como cualquier otro, el repartidor de periódicos atravesaba el zaguán, subía unas escaleritas y llamaba a nuestra puerta. Le entregaba a la señora Mejía un gordo ejemplar del Excélsior, y recibía a cambio un pedacito de pan que ella misma había horneado o alguna otra golosina. El señor Mejía, en pijama y pantuflas, se sentaba a la mesa y le arrancaba al periódico la sección de los muñequitos para que el Coronel la leyera. Luego, se sentaba a tomar café y a fumar. El Coronel, que ya debía estar bañado y peinado para ir a misa, se sentaba también a la mesa a desayunar. Tomaba los muñequitos y los extendía con el mismo gesto adusto del señor Mejía. Nunca reía, aunque disfrutaba mucho de las andanzas de Niko Yokum, Chicharrín y el Sargento Pistolas, Mandrake y, su favorito, el Príncipe Valiente (que incluso coleccionaba), mientras devoraba su huevo revuelto y su chocolate.

En un domingo como cualquier otro así hubieran sido las cosas. Pero en ese domingo en especial, el día en que empieza este relato, el Coronel se sentó a desayunar con el rifle al hombro y cierto aire marcial en el rostro, sin hacer caso de los muñequitos, bien dispuestos junto a su plato.

—Poncho, otra vez con ese rifle. A ver si no te vuelves a dar un ligazo en un cachete como el otro día.

Ésa es la señora Mejía, que no se andaba con cosas. Era la única persona en el mundo que podía salir bien librada de una discusión con el señor Mejía, acostumbrado a tener siempre la razón (excepto, claro, cuando discutía con su esposa).

—Mamá, estamos en guerra, por si no lo sabes —dijo el Coronel, todavía con el aire marcial en el rostro.

—¡Y un cuerno! ¡Como si fueran a venir en este instante a balacearnos! ¡Trae acá esa cosa! —insistió la señora Mejía, que podía poner fin a cualquier altercado con su famosísima fórmula: “Y un cuerno”.

Le quitó al Coronel el rifle de resortera y lo llevó a su cuarto. El señor Mejía solamente asomó un ojo por encima de su periódico. Era incapaz de ponerse en medio cuando su esposa regañaba al Coronel. Pero sí se atrevió a sonreírle, en una sutil seña de amistad solidaria.

—¿Verdad, papá, que ahora somos enemigos de los alemanes y los japoneses y los italianos?

El señor Mejía siempre fue una persona pacífica. Era bien sabido entre los vecinos que, para resolver una discusión, podía matar de aburrimiento a su oponente con argumentos de lo más variado antes que atreverse a usar los puños. Su más famosa argumentación era aquélla en que se negó a pagar una entrada completa en el cine porque llevaba un ojo parchado a causa de una irritación del lagrimal. Al final, el hombre de la entrada se resignó a dejarlo pasar por la mitad del boleto (dado que vería la función con un solo ojo), más cansado que convencido. Hubo varios que hasta le aplaudieron cuando por fin logró entrar.

Por ello, el señor Mejía, el oficinista de la eterna sonrisa y los programas sinfónicos en la radio, no era el más indicado para hablar de la guerra con el Coronel. Pero en ese momento no había nadie más a la mano.

—Bueno… supongo que sí —respondió—. Pero Alemania y Japón están muy lejos, así que no creo que debamos preocuparnos demasiado.

—Y también Italia, papá —añadió el Coronel.

—Sí, también. Muy lejos todos.

El Coronel no podía evitar imaginarse a sí mismo con un uniforme idéntico al de su tío Salomón, el almirante. Sólo lo había visto tres veces en su vida porque vivía en una base militar en Veracruz, pero las tres las recordaba vívidamente. En la última, el almirante le había regalado su libro de estrategias, y le había dicho que un buen soldado siempre está alerta.

—Mamá, no tienes nada de qué preocuparte; yo voy a estar siempre alerta en contra de los enemigos.

—Come, Poncho —fue todo lo que dijo la señora Mejía, mirando el reloj de péndulo.

—¿Cómo son los alemanes? —preguntó el Coronel a su padre.

—Muy rubios. Toman cerveza. Y sus óperas suenan Pom po po póm.

Desde luego, el señor Mejía estaba pensando en las óperas de Wagner que oía en su programa sinfónico.

—¿Y los italianos?

—Son más morenos. Toman vino. Y sus óperas suenan Tirulirulí.

Pensaba en las óperas de Rossini.

De los japoneses no preguntó nada el Coronel porque todo el mundo reconoce a un chico japonés cuando lo ve.

—¿Y todos son muy malos?

—Come, Poncho —volvió a decir la señora Mejía, quien todavía tenía que bañarse, arreglarse, ir a la plaza a comprar comida y volver para ir a misa.

—No creo que todos —dijo el señor Mejía, pensando en la posible existencia de algún oficinista italiano que pudiera recibir el periódico los domingos y lo leyera también empijamado en la comodidad de su casa.

—Yo creo que sí —alegó el Coronel—. Si les declaramos la guerra, todos son nuestros enemigos. Y eso significa que nosotros somos los buenos y ellos los malos.

—Come, Poncho, por amor de Dios —insistió la señora Mejía, que quería llevar al Coronel a la plaza para que la ayudara con la bolsa del mandado.

—Bueno… Alemania y Japón están muy, muy lejos —dijo el señor Mejía, interesado ahora en la parte del periódico en la que hablaban de su equipo favorito de futbol: el Asturias.

—Y también Italia.

—Y también Italia.

Sun Tzu ha dicho: “Es fundamental descubrir a los agentes del enemigo que vienen a espiar en tu contra…”.