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Vinieras y te fueras dulcemente, de otro camino a otro camino. Verte, y ya otra vez no verte.

Adolescencia

VICENTE ALEIXANDRE

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LO que viene a continuación es una historia que, a simple vista, puede parecer como cualquier otra, pero que, ya puesta en perspectiva, adquiere forma y sentido, como el relato aquel en el libro de Karen Blixen en donde un hombre involuntariamente crea con sus pasos la forma de una cigüeña en su jardín.

Una cigüeña de alas desplegadas en un jardín.

Pero no nos adelantemos.

Por lo pronto digamos solamente que es una historia que, para dotar de significado, tuve que mirar con la perspectiva de un océano y varias décadas de distancia. Y en la que, para contarla correctamente, debo involucrar a cuatro personas.

La primera, un muchacho que nació sin infancia; la segunda, la chica más hermosa del mundo; la tercera, un fan de Gitte Hænning; y la cuarta, una mujer con capacidad de ver la luna nueva aun en la noche más oscura, con afición a los turbantes, las ostras y el champán.

Si les he dedicado pocas o muchas líneas no es asunto que deba importar.

Lo que sí debe importar es que no quede fuera ningún detalle. Al menos en lo que se refiere a la historia. La historia que vale la pena contar de dichos personajes. Y que inicia justo en el momento en que Filip le dio un puñetazo en la cara a John Wilkins en las puertas del St. Martin, el colegio en el que Filip llegó a estudiar alguna vez.

Con ese puñetazo, sin saberlo, Filip sellaba su suerte. Al menos por ese verano.

John Wilkins tenía dieciocho años, y una reputación de sanguinario. Filip, en cambio, solo tenía catorce, aunque también contaba con sus puños, que no eran poca cosa, y una estatura muy superior al promedio. Contaba, además, con una reputación similar a la de Wilkins: había mandado al hospital a Bill Rogers por fractura de costillas. Y a la amarillenta sonrisa de Don The Bull Howard le había añadido un par de oscuras ventanas. Pero, a diferencia de Wilkins, nunca había estado en un centro correccional.

John sorprendió a Filip en las puertas del St. Martin. Filip había ido a poner las cosas en claro con uno de sus antiguos condiscípulos: Gordon, un muchacho pelirrojo que, para más señas, llenó la puerta de su casa con improperios. “Freak! Go back to hell!”, decían las pintas, sazonadas además con excremento de caballo embarrado sobre la ruinosa puerta de madera del departamento en el East End, donde Filip vivía con su padre.

Tan hermosa relación entre ambos muchachos había nacido antes de que Filip fuera expulsado del St. Martin. Algún asunto de pandillas que no viene al caso fue lo que enemistó a Gordon y a Filip (aunque “pandillas” es un decir, pues Filip nunca tuvo más pandilla que él mismo).

Así que Filip fue a arreglar cuentas con Gordon. Y Wilkins, John Wilkins, advertido por Gordon, su compañero de pandilla, fue a enfrentar a Filip.

Dicen quienes estuvieron ahí que fue una pelea limpia, sin navajas, frente a las puertas del St. Martin (aunque “limpia” también es un decir, pues John tenía cuatro años más que Filip y una buena fama de sanguinario).

El señor Merrick, director del St. Martin, ya se encontraba en lo alto de las escaleras que conducían a la calle cuando Filip dio ese certero puñetazo en el rostro de Wilkins. La turba de muchachos del colegio gritaba a todo pulmón, alentando a Filip a que lo matara, cuando Merrick comenzó a abrirse paso hasta la escena.

Dicen quienes estuvieron ahí que Filip, sobre el cuerpo inconsciente de Wilkins, no hubiera parado nunca de golpearlo de no ser porque Merrick y otros profesores lo apartaron a la fuerza. Y que cuando llegó la policía algo en la mirada de Filip The Freak Dons te hacía creer que en verdad era el mayor malnacido de los alrededores. O tal vez que la mancha de la sangre de Wilkins (el sanguinario) en el suelo no era como para pensar otra cosa.

—¿Qué demonios pasa contigo, Filip? —dijo el sargento Walls al arrojar a Filip al interior de la patrulla, al asiento del copiloto.

Con rabia se lanzó el oficial a recorrer las calles del barrio, tratando de no mirar los nudillos de Filip ensangrentados, tratando de no apartar de su mente la necesidad de hacer justicia, pese a la deuda que sentía tener con Oskar Dons, el padre de Filip.

—Él empezó, tío Bob.

—Siempre son los otros, ¿no, Filip?

Le aventó al regazo su propio pañuelo. Filip limpió su rostro, la sangre que a él mismo le manaba de boca y nariz.

—¡¿Quieres ver lo que Gordon Wilson le hizo a la puerta de la casa?!

—¡Dile a Oskar que ponga una demanda, Filip!

—Tú no sabes cómo es vivir mi vida, tío Bob… mejor cállate.

El sargento Walls trató de apartar de su mente que Oskar Dons le había salvado la vida en Normandía, quince años atrás, durante la guerra. Siguió dando vueltas por las calles londinenses procurándose un poco de sosiego.

Filip sacó una cajetilla de cigarros de la bolsa de su pantalón. Walls se la arrebató y la arrojó a la calle. Detuvo la patrulla. Trató de no mirar el tatuaje que tenía Filip en el cuello.

—Dame una razón para que no te encierre ahora mismo en la cárcel.

—Haz lo que tengas que hacer, tío Bob —bufó Filip, mirando con pereza hacia la calle, donde había un par de abuelas esperando el cambio de luz del semáforo.

En cierto modo, el sargento agradeció no tener hijos. Pensó que sería incapaz de disciplinarlos sin recurrir a la violencia.

—Eso te gustaría, ¿no? Que te inscribiera en una verdadera escuela del crimen.

Filip se encogió de hombros. El sargento Walls trajo a su mente otra plática que había sostenido antes con el muchacho, justo después de que mandó al hospital a Bill Rogers. Le había sugerido encauzar su aparente talento para pelear ingresando a un gimnasio de box. “No cualquiera inflige tanto daño utilizando sólo los puños”, le dijo, a lo que Filip respondió diciendo que las peleas eran una parte necesaria de su vida, no una decisión. “Ya quisiera verte viviendo en mis zapatos. Yo no peleo porque quiera pelear; peleo porque tengo que hacerlo”.

—Ninguna pelea es necesaria —sentenció Walls, motivado por dicho recuerdo.

—Eso dices tú.

—¿Sabes que tengo permiso de tu padre para recluirte en un borstal si quiero? —orilló la patrulla, apagó el motor.

Filip hizo el esfuerzo de no delatar ninguna reacción. En general llevaba una buena relación con su padre. Pero nadie, ni su viejo, sabía lo que era vivir en sus zapatos. De todos modos, ya se había convencido de ser un tipo en verdad abominable… a sus catorce años. La cárcel solo sería la confirmación natural de su destino.

El sargento Walls recargó la frente en el volante. Recordó a Oskar Dons arrastrando su cuerpo conmocionado hacia el interior de una trinchera.

—Dime una cosa, Filip. Desde que empezó todo esto… ¿cuánto es lo más que has durado sin pelear?

Miró al sargento por primera vez desde que se subió a la patrulla. Le decía “tío” de cariño, por la añeja amistad que lo unía con su padre. En el fondo, sentía afecto por él. Pero, con todo respeto, no tenía una maldita idea del asunto, ni él ni nadie. “Desde que empezó todo esto”, repitió en su interior. Sabía que el sargento se refería a cierto momento en el que se dejó el cabello largo, comenzó a fumar, se hizo aquel tatuaje. “Desde que empecé a defenderme”, sintetizó él con cierta sonrisa socarrona. ¿Cuántos años tenía entonces? ¿Once?

—No sé, no llevo las cuentas.

—Dime un periodo, Filip, el más largo que se te ocurra.

—¿Sin pelear desde que “empezó todo esto”? —ironizó—. No sé. Un mes.

—Pues yo te voy a demostrar que puedes estar hasta tres meses sin pelear.

De: Álex <alex_mex96@gmail.com>

Para: <direccion@moontower.com>

Asunto: Botón

Fecha: 22 de agosto de 2009


Hola… nomás para contarte dos cosas:


1. Que yo robé el botón, no la Horte.

2. Que lo perdí.


Bueno, tres:


3. Mi mamá no me obligó a escribir este mail.


Álex

De: Álex <alex_mex96@gmail.com>

Para: <direccion@moontower.com>

Asunto: RV: Botón

Fecha: 22 de agosto de 2009


…bueno, 4: perdón.


Álex

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DESDE que llegó a Rungsted, Filip sabía que la decisión del sargento Walls era una artimaña. Pero no solo no se opuso, sino que hasta le pareció extrañamente conveniente. Quizá ese fuera su verdadero destino: ayudar en la oscuridad de un taller mecánico danés y dejar pasar la vida.

O quizá no.

Cuando cumplió dos meses en la solitaria compañía de su tío Hódder, decidió que ya estaba bien, que nada habría de malo en salir a dar una vuelta en bicicleta.

Y me gusta pensar que, pese al preámbulo que hice algunas líneas atrás, es en realidad en este momento cuando comienza la historia. La historia de esas cuatro personas que mencioné al principio. La historia que vale la pena contar.

Filip terminaba sus labores en el taller a las dos. Comía en silencio con su tío Hódder, sin mediar palabra entre ellos, con la música de la Statsradiofonien saliendo del aparato de alta fidelidad. Al terminar de comer, lavaba la loza mientras el viejo Hódder tomaba un vaso minúsculo de brandy y dormía una siesta. Filip tenía entonces permiso de recluirse en su habitación, oír sus discos de rock and roll, mirar la televisión o ponerse a dibujar (desde que vio en las noticias, dos años atrás, que los rusos habían puesto en órbita al Sputnik, no dejaba de trazar escenas inventadas del espacio: la posible vida en Saturno, el color de las grandes nebulosas, el diseño de su propia nave intergaláctica).

Pero no esta vez. No en ese momento de un día de mediados de septiembre en que decidió que nada habría de malo en salir a dar una vuelta en bicicleta por el pueblo.

De acuerdo con su percepción, no había motivo para que nadie se metiera con él. O para que él se metiera con nadie. Perfectamente podía fingir que no sabía hablar danés y evadir a todo el mundo hasta que se cumpliera el plazo impuesto.

Entonces salió de la casa en la que desde hacía dos meses vivía con su tío Hódder, montado en la bicicleta que alguna vez perteneció al hijo de este, Jon.

Y, a decir verdad, me gusta imaginar que la historia comienza en el momento en que esas cuatro personas que nos importan, todas habitantes de Rungsted en ese fin de verano de 1959, dirigieron la vista, simultáneamente, en direcciones contrarias.

Filip, cuando después de subir por la Strandvej, una vez que había pedaleado toda la tarde siguiendo la línea de la costera, ida y vuelta, en cierto momento en que, con el puerto a sus espaldas, tomó la decisión de internarse en el pueblo, enfilando hacia el Oeste.

Ellen, cuando presintió la llegada del ocaso y salió al porche de su casa, como todas las tardes, a levantar el rostro contra la brisa que llegaba del Oriente, al salobre tacto del mar, que viajaba desde el puerto hasta a ella.

Ole, caminando por la carretera, dirección Norte. Su toalla bajo el brazo, su radio y sus aletas en sendas manos.

Y Tanne mirando hacia el Sur, haciendo una reverencia para, luego, volver a su estudio —al “Cuarto de Ewald”— y mirar un mapa con la melancolía metida en los ojos.

Cuatro personas con la vista puesta en distintas direcciones, en un mismo instante.

Nada habría de pasar aún ese día. Filip volvería a la casa en la calle de Hestehaven y ayudaría al viejo Hódder a organizar las tareas del día siguiente. Se iría a dormir con un disco de Buddy Holly sonando en su tornamesa portátil y la satisfactoria convicción de haber hecho bien ese día. La decisión de abandonar su encierro de dos meses le colmó de sensaciones placenteras. Pensó, por unos instantes, que probablemente ese fuera su verdadero camino. Un taller automotriz veinticinco kilómetros al norte de Copenhague. Los paseos en bicicleta. La resignación. La posibilidad de hacerse de un Mercedes 170 del ’52.

O tal vez no.

Tal vez no.

De: <direccion@moontower.com>

Para: Álex <alex_mex96@gmail.com>

Asunto: RE: Botón

Fecha: 22 de agosto de 2009


Álex:


Me sorprendió tu correo. Tus correos.

Me da gusto que aceptes tu responsabilidad, pero creo que con quien tienes que disculparte en realidad es con Horte.


Saludos.