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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Nicola Cornick

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Juego de engaños, n.º 72 - noviembre 2014

Título original: Claimed by the Laird

Publicada originalmente por HQN™ Books

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4907-5

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

 

 

Bienvenidos a Juego de engaños, la historia del apasionado romance de la hija mayor del duque de Forres con el nuevo jardinero del castillo de Kilmory; una aventura amorosa que desafía todas las convenciones sociales y que, por lo tanto, está destinada a provocar un escándalo.

Christina MacMorlan y Lucas Ross son dos personas maduras, con reacciones complejas, que luchan contra sus propias contradicciones y sus sentimientos.

En esta novela, no solo la construcción de los personajes es excepcional, también son maravillosos los escenarios que Nicola Cornick nos describe de las Tierras Altas de Escocia y la historia de la destilación ilegal y del contrabando de whisky que se produjo en esta zona para eludir pagar impuestos a Inglaterra.

Y por encima de todo está la historia romántica, con abundantes y sugerentes escenas sexuales, que refuerzan esa sensación de madurez emocional que transmiten nuestros protagonistas.

Por eso queremos recomendar encarecidamente a nuestros lectores Juego de engaños, porque estamos convencidos que sorprenderá incluso a los fans de nuestra autora.

¡Feliz lectura!

 

Los editores

 

 

Para Andrew, mi propio héroe, que estuvo a mi lado desde el principio. Con todo mi agradecimiento y todo mi amor.

Prólogo

 

Edimburgo, abril, 1817

 

 

–No sé por qué te estoy ayudando –dijo Jack Rutherford.

Lucas Black se echó a reír.

–¿Porque en mi club se sirve el mejor brandy de Edimburgo, quizá? –acercó su vaso al de su amigo.

–Es cierto lo que dices –reconoció Jack–, pero no es esa la razón.

–¿Entonces es porque me debes dinero?

Las cartas descansaban olvidadas entre ellos sobre la mesa de madera de cerezo. Estaban en una de las habitaciones de un club privado, ocupada únicamente por ellos. Tras la puerta se encontraba el salón de juego, abarrotado aquella noche por una clientela en la que estaban representados los hombres más ricos de la alta sociedad de Edimburgo. A Lucas le preocupaba poco el linaje de sus clientes, pero sí el que estuvieran en disposición de pagar sus deudas. Y su situación le permitía ser selectivo. Una invitación al club The Chequers era uno de los privilegios más buscados por la alta sociedad escocesa.

Jack sacó la cartera del bolsillo.

–Eran veinticinco guineas, ¿verdad?

Lucas las despreció con un gesto.

–Preferiría contar con tu ayuda.

Su amigo miró con el ceño fruncido el brandy que giraba lentamente en el vaso. Pero no contestó.

–¿Tienes un conflicto de lealtades? –preguntó Lucas.

Jack y Lucas eran socios. Se habían ayudado mutuamente en tantas situaciones complicadas que Lucas ya había perdido hasta la cuenta. Por eso le intrigaba que aquella vez, Jack se negara a comprometerse.

–En absoluto –Jack alzó la mirada–. No le tengo ninguna simpatía a mi suegro. Intentó forzar a mi esposa y a mi cuñada a aceptar matrimonios que podrían haberles causado daños irreparables. La gente le considera un excéntrico encantador, pero esa es una forma muy benévola de juzgarlo –se movió incómodo en su asiento–. No es el engaño lo que me preocupa. Aunque yo siempre habría pensado que preferirías plantarte ante él y dejar las cosas claras a disfrazarte como sirviente para poder espiar en el interior del castillo.

–Soy la clase de persona que prefiere un enfrentamiento directo –se mostró de acuerdo Lucas, y añadió secamente–: ¿Pero imaginas lo que pasaría si me presentara en el castillo de Kilmory diciendo que sospecho que hay ahí alguien que mató a mi hermano y estoy dispuesto a encontrarlo y llevarlo ante la justicia? Me echarían inmediatamente, o me encerrarían en un manicomio.

Se interrumpió. La dureza de su tono intentaba enmascarar todo tipo de emociones, pero Jack no se dejó engañar. Lucas vio compasión en su mirada.

–Siento mucho lo de Peter –dijo Jack con una sinceridad de la que Lucas no podía dudar–. Entiendo que quieras saber lo que pasó…

Lucas le interrumpió con un duro gesto.

–Quiero justicia –declaró entre dientes–. Sé que no fue un accidente.

Vio que Jack se esforzaba en encontrar una respuesta.

«No», pensó casi con saña, «no digas que entiendes cómo me siento. No me digas que ya investigaron la muerte de Peter y que si otros no fueron capaces de encontrar al culpable, tampoco lo seré yo».

La rabia y la frustración se inflamaban en su interior. Apretó los puños. Después de años de separación, había vuelto a encontrarse con su medio hermano siendo ya adulto. Habían forjado entonces lo que esperaban pudiera llegar a convertirse en un vínculo indestructible. Pero Peter había muerto, arrebatándoles a ambos aquella oportunidad. Peter solo tenía diecinueve años, apenas era un niño cuando había muerto.

Cuando había recibido la primera carta de Peter, en la que este le anunciaba que iba a viajar a Escocia y quería conocerle, Lucas la había ignorado. No tenía ningún contacto con su familia desde la muerte de su madre y tampoco quería tenerlo. Los recuerdos de su infancia en Rusia no eran recuerdos felices.

«Eres un bastardo y tu madre es una furcia», le susurraban los otros niños. Aquellas sórdidas palabras resultaban dolorosamente incongruentes en medio de la opulenta belleza del palacio de su padrastro. «Bastardo, bastardo…».

Resonaron las burlas en su cabeza y las apartó bruscamente, cerrándose a cualquier sentimiento, como había hecho desde la primera vez que aquellas palabras habían comenzado a tener algún significado para él. Le importaba muy poco su origen. De hecho, hasta agradecía aquellas humillaciones que al final le habían dado el incentivo que necesitaba para probarse a sí mismo. Había trabajado sin descanso para levantar un negocio que le daría más dinero e influencia de los que había tenido nunca su familia.

Pero con la llegada de Peter todo había cambiado. Evocó la imagen de su hermano en el marco de la puerta de la casa de Charlotte Square, un joven alto y desgarbado, todavía en el camino de la adultez, pero en el que se anunciaba ya el hombre en el que llegaría a convertirse. Peter se encorvaba para protegerse del viento que soplaba desde la colina en la que se alzaba el castillo de Edimburgo, recortado contra el cielo azul del otoño.

–¡Dios mío, qué país más frío!

Su hermano había entrado directamente, sin previa invitación y hablando en ruso. Había abrazado inmediatamente a Lucas, que se había quedado rígido y en un asombrado silencio. Eran pocas las cosas capaces de sorprender a Lucas, pero Peter había conseguido hacerlo en cuestión de segundos.

–¡Te escribí! –le había dicho Peter con entusiasmo.

–Lo sé –había contestado Lucas–. Y no contesté.

Pero no había nada que se le resistiera a Peter, que ocultaba una determinación de acero bajo una energía irreprimible que a Lucas le recordaba a la de un cachorro. Lucas reconoció su determinación porque era un rasgo de carácter que compartía con su hermano y no pudo resistirse al cariño Peter. Disfrutaron de dos semanas de desenfrenada diversión en Edimburgo; Peter se pilló una borrachera gloriosa y Lucas tuvo que ir a rescatarle. El joven se entregó a todo tipo de fiestas, bailes y cenas. Como príncipe ruso que era, su presencia en aquellos eventos era muy celebrada. El tutor de Peter, un hombre sufridor que acompañaba al chico y a tres jóvenes más durante aquel viaje por Europa, insistía en que asistieran a las conferencias y exposiciones que habían hecho famosa la Academia Escocesa. En medio de una conferencia, Peter se escapó para ir a un burdel. Y, también en esa ocasión, Lucas tuvo que acudir en su rescate.

Al cabo de dos semanas, Peter y sus compañeros habían salido hacia las Tierras Altas.

–¡Tengo que ver Fingals’ Cave! –le había dicho Peter–. Quiero conocer ese lugar tan salvaje y romántico.

Después del viaje en barco hasta la isla de Staffa, había escrito alabando su belleza y diciéndole a Lucas que visitarían Ardnamurchan de camino hacia el sur. Quería conocer el punto más occidental de las tierras británicas.

Y, después, Lucas había recibido la noticia de su muerte. Habían encontrado su cadáver junto a un camino costero, en Kilmory, una población situada en el extremo de la península de Ardnamurchan. Sus compañeros y él habían cenado la noche anterior en el castillo de Kilmory, con el duque de Forres y su familia. Al parecer, tras la cena, Peter había regresado a la posada Kilmory y había vuelto a salir solo más tarde. Nadie sabía por qué, ni con quién pretendía reunirse, pero al día siguiente habían encontrado su cadáver. Estaba medio desnudo. Le habían dado una paliza y le habían robado todo lo que llevaba. El robo y los asesinatos no eran frecuentes en las Tierras Altas, a pesar de la fama de salvajes de aquella tierra y sus gentes, pero aquello no representaba ningún consuelo para Lucas, que había perdido a un hermano al que apenas había tenido oportunidad de conocer.

El desplome de un tronco en el hogar le hizo volver al presente. Se dio cuenta entonces de que Jack estaba hablando y se obligó a dejar de lado la tristeza y la rabia para prestarle atención.

–La verdad es que creo que lord Sidmouth te está utilizando para sus propios fines, Lucas –le estaba diciendo Jack con tacto. Había algo en sus ojos que era casi cercano a la compasión–. Está utilizando tu tristeza para manipularte.

Lucas sacudió la cabeza con cabezonería.

–Me ofrecí libremente a ayudar a Sidmouth –replicó–. Lo hice a cambio de fuentes de información y contactos.

Tras la muerte de Peter, la policía había enviado a algunos hombres desde Londres con el fin de investigar el asesinato, pero no habían averiguado nada. Lord Sidmouth estaba convencido de que el caso estaba relacionado con el comercio ilegal de whisky, una práctica muy habitual en las Tierras Altas. Estaba convencido de que Peter había coincidido casualmente con algún grupo de contrabandistas y le habían matado para asegurarse su silencio.

Lucas no tenía motivo alguno para dudar de la versión oficial e inmediatamente había crecido en él el deseo de venganza contra aquella banda de matones que había arrebatado la vida a su hermano.

–Sé que tengo pocas posibilidades de hacerlo, pero a lo mejor descubro algo que esos londinenses estúpidos no han conseguido averiguar. Si es cierto que los responsables de la muerte de Peter son contrabandistas de whisky, tendré más oportunidades de demostrarlo de las que han tenido los hombres de Sidmouth. Pero para ello, no puedo presentarme abiertamente en Kilmory.

Fijó la mirada en el fuego que ardía en el hogar, caldeando e iluminando la estancia. Pero Lucas sentía frío por dentro. No podía recordar la última vez que había sentido calor. No podía recordar siquiera haber sentido calor alguna vez. Por lo menos por dentro.

Era el hijo ilegítimo de un lord escocés y una princesa rusa. El resultado de una noche de pasión juvenil compartida por sus progenitores cuando su padre estaba viajando por Rusia. Su nacimiento había escandalizado a la alta sociedad rusa y había hecho desgraciada a su madre, que cinco años después se había visto obligada a aceptar un matrimonio dinástico con un hombre que estaba dispuesto a pasar por alto su reputación porque estaba deslumbrado por su dote.

Lucas se había ido a vivir con su madre cuando esta se había casado, pero su presencia en la casa representaba un desafío. Sabía que no era bienvenido en casa de su padrastro y desde muy pronto había sido plenamente consciente de las diferencias entre él y los otros niños. Su abuelo le había pedido a la zarina Catherine que le hiciera legítimo, pero aquello solo había servido para empeorar las cosas. Sus primos y su padrastro continuaban llamándole bastardo. Y continuaba reconociendo la vergüenza y la tristeza en los ojos de su madre cuando le miraba. Peter era el único que no parecía consciente de la oscura sombra que se cernía sobre la existencia de Lucas. Era poco más que un bebé, un niño abierto, confiado y cariñoso.

Que había perdido la vida en manos de un extraño en una tierra extraña. La frialdad volvió a invadirle, acompañada de la férrea determinación de descubrir la verdad.

–Peter se merece justicia –repitió–. No puedo dejarlo pasar. Era la única familia que me quedaba.

–Eso no es cierto –le corrigió–. Deja de compadecerte. ¿Qué me dices de tu tía?

Lucas sonrió.

–Es cierto, en eso te doy la razón.

La hermana de su padre era una fuerza de la naturaleza. Había entrado en la vida de Lucas cuando este intentaba sobrevivir a la dureza de las calles de Edimburgo. Aunque Lucas le había dicho que le dejara en paz, ella se había negado a abandonarle. Lucas era entonces un joven huraño y desagradecido, devorado por la amargura contra su familia paterna, pero ella había sabido abrirse camino a través de su resentimiento. Le había obligado a levantarse y a salir de su miseria y Lucas la quería fieramente por ello. Era la única mujer a la que había querido. La única mujer a la que podía imaginarse queriendo.

Se hizo el silencio en la habitación.

–Nunca hablas de tu padre –comentó Jack al cabo de un rato.

Lucas se encogió de hombros. Se sentía incómodo al abordar aquel tema. Se le tensaron los hombros.

–No tengo nada que decir al respecto.

–Te dejó su hacienda de Black Strath en herencia –dijo Jack–. Estoy seguro de que eso tiene que significar algo.

Para Lucas no significaba absolutamente nada. Sintió el odio y el enfado removiéndose de nuevo dentro de él. Últimamente, parecía estar siempre enfadado: le enfurecía que Peter hubiera muerto, le enfurecía que no se hubiera hecho justicia, y le enfurecía que a nadie pareciera importarle su muerte. Jack tenía razón. Sabía que lord Sidmouth le estaba utilizando. Sidmouth quería acabar con las bandas de contrabandistas de whisky capaces de burlar a sus hombres. Quería identificarlos y encarcelarlos y la muerte de Peter era una excusa muy conveniente para sumar la ayuda de Lucas a su causa. Pero si el objetivo de ambos era el mismo, a Lucas no le importaba.

–Siempre me he preguntado por qué esperó tanto tiempo tu madre para hablarte de tu herencia –comentó Jack–. Tu padre murió cuando eras muy niño.

–Creo que tenía miedo –contestó Lucas lentamente.

Recordaba todavía el sudor frío de las manos de su madre, veía la desesperación de sus ojos.

«No culpes a tu padre», le había suplicado, «era un buen hombre, y yo le amaba».

Pero Lucas había culpado a Niall Sutherland. Jamás le había perdonado el que hubiera abandonado a su madre. No podía perdonar su cobardía y su debilidad. Habían mantenido su relación en secreto y el embarazo había sido descubierto meses después de que Sutherland se hubiera marchado de Rusia. Aunque la princesa Irina le había escrito para contarle lo ocurrido, no había vuelto a buscarla. Lucas solo podía sentir desprecio por un hombre que había condenado a Irina a la vergüenza y el estigma de alumbrar un hijo ilegítimo. Y a Lucas, a las infinitas burlas y desprecios que conllevaba el ser un bastardo. Si algo tenía que agradecer a su padre era que su ejemplo le había enseñado a ser todo lo contrario que él, a convertirse en un hombre duro, fuerte y despiadado.

Jack le observaba con atención. Lucas bebió un sorbo de brandy. Le supo amargo y dejó el vaso bruscamente sobre la mesa.

–Era muy desgraciada –contestó–. Creo que tenía miedo de que la abandonara para irme a Escocia a reclamar mi herencia. Desde niño he sido muy cabezota –sonrió con pesar–. Por supuesto, estaba equivocada. Yo jamás la habría abandonado.

–Pero te fuiste cuando ella murió –apuntó Jack.

–Ya no había nada que me retuviera en Rusia.

Lucas se acercó a la chimenea y arrojó un par de leños sobre las ascuas resplandecientes. Se oyó el siseo de la madera antes de que se alzara la llama.

–Mi padrastro me echó de casa a latigazos el día que mi madre murió.

Mantenía la voz serena, aunque conservaba grabados en la memoria el azote del látigo a través de la delgada tela de la camisa, el sonido de la camisa al desgarrarse y el escozor en la espalda.

Se le tensó el pecho al recordar el terror que había experimentado al sentir el látigo alrededor del cuello, estrangulándole. Había huido a Escocia, donde había descubierto que los administradores de la hacienda de su padre no estaban dispuestos a dejarse impresionar por un muchacho de quince años que no tenía ningún medio para demostrar sus derechos sobre aquella propiedad.

Sacudió la cabeza con dureza, intentando olvidar el pasado. Su tía se había asegurado de que recibiera su herencia, pero Lucas no había querido convertirse en un hacendado. Había arrendado Black Strath desde que la había heredado. A él le interesaban los negocios, no la tierra.

–Peter te idolatraba –señaló Jack–. Es evidente que su padre no fue capaz de predisponerle en contra de ti.

Lucas sonrió con pesar.

–Peter tenía un espíritu cariñoso. Era como nuestra madre.

Jack asintió.

–Te comprendo –Jack se corrigió rápidamente–. Quiero decir que comprendo que sientas la necesidad de hacer justicia –exhaló un hondo suspiro–. Por cierto, me temo que vas a ser un pésimo sirviente.

–No sé por qué lo dices –dijo Lucas–. Soy capaz de trabajar muy duramente.

–Pero no soportas recibir órdenes –replicó Jack, vaciando su vaso–. Estás acostumbrado a darlas.

–¿Crees que no encajo en el perfil que piden? –Lucas se sentó, golpeó con el dedo el periódico que tenían doblado encima de la mesa y leyó en voz alta–: «Se precisa sirviente para trabajar en el castillo Kilmory. Debe ser diligente, digno de confianza, preparado y educado».

–Creo que no cumples ni uno solo de los requisitos.

Lucas soltó una carcajada.

–No será a ti a quién le pida referencias –levantó una carta de la baraja y comenzó a juguetear con ella, haciéndola girar entre sus dedos–. Háblame de ese castillo, así, por lo menos, estaré más preparado.

–Nunca he estado en Kilmory –comenzó a decir Jack–, pero tengo entendido que es un castillo del siglo XIV, lo que significa que ni las tuberías ni el sistema de calefacción son particularmente eficientes, así que es probable que sea de lo más incómodo. Pero así es como lo quiere el duque –se encogió de hombros–. Le gusta hacer las cosas a su manera.

–¿No vive con él nadie de su familia? –preguntó Lucas.

Sabía que parte del clan MacMorlan estaba allí cuando Peter había muerto. Se lo había dicho Sidmouth.

–La casa está a rebosar en este momento –respondió Jack. Fue contándolos con los dedos–. Te vas a tropezar con ellos a cada paso. Ahora mismo están allí Gertrude y Angus. Angus es el hermano mayor de Mairi, un hombre muy desagradable, que además es el marqués de Semple. Y su mujer es todavía peor. Angus es el heredero del título y no puede ser más presuntuoso. Creo que su hija Allegra está con ellos.

Lucas esbozó una mueca.

–¿Y se supone que voy a tener que servir a toda esa gente?

–Así lo has decidido tú –respondió Jack sin compasión alguna.

–Mmm. ¿Y alguien más?

–Lachlan –Jack sonrió–, el hermano pequeño. Es un caso perdido. Su mujer le dejó hace unos meses y él bebe para encontrar consuelo.

Lucas silbó suavemente.

–El alcohol nunca es la solución –alzó su vaso con ironía–. ¿Y hay alguien más?

–No –respondió Jack–. O sí –se corrigió rápidamente–. Está también Christina, la hija mayor –frunció ligeramente el ceño–. Siempre nos olvidamos de Christina.

–¿Y por qué? –quiso saber Lucas.

–Porque… –se interrumpió–, es fácil pasarla por alto –añadió al cabo de un momento. Parecía ligeramente avergonzado–. Christina siempre pasa desapercibida, es la típica solterona y nadie se fija en ella.

A Lucas le resultaba difícil de creer, sobre todo teniendo en cuenta que tanto Lucy como su hermana, Mairi MacMorlan, la esposa de Jack, eran mujeres espectacularmente atractivas, diamantes de primer orden. Sintió una inesperada compasión por aquella deslucida dama que vivía entre las sombras, por la discreta hija soltera del duque.

Dejó que la carta con la que estaba jugando se deslizara entre sus dedos para terminar aterrizando en la alfombra.

En ese momento, se oyó una discreta llamada a la puerta y el gerente de Lucas, Duncan Liddell, asomó la cabeza.

–Mesa cuatro –anunció Duncan–, lord Ainsley. No puede pagar sus deudas o no está dispuesto a pagar, no estoy seguro –era hombre de pocas palabras.

Lucas asintió y se levantó. Ocurría a menudo: los nobles se excedían con la bebida y se creían con derecho a jugar a cambio de nada. Normalmente, bastaban unas cuantas palabras al oído del caballero en cuestión para resolver el problema.

–Ocúpate de ese asunto –dijo Jack. Se levantó también y le estrechó la mano a Lucas–. Te deseo la mejor de las suertes. Espero que averigües la verdad –vaciló un instante–. No me importa lo que les pueda pasar a los demás, pero no le hagas ningún daño a Christina, o Mairi me matará por haberte ayudado.

Lucas sonrió.

–Sé que tu esposa es una gran tiradora. No me gustaría conocer su lado malo –pero volvió a ponerse serio–. Te doy mi palabra, Jack. No me enfrentaré a nadie del clan Forres. De hecho, no creo que tenga mucha relación con ellos. Lo único que quiero es infiltrarme en una de esas bandas que se dedican a hacer contrabando de whisky y averiguar lo que le ocurrió realmente a Peter.

Mientras seguía a Duncan al salón, Lucas vio la carta que descansaba bajo la mesa. Se agachó para recogerla. Era la jota de diamantes. La dejó encima de la baraja. Le pareció una carta apropiada para el hijo bastardo de una princesa rusa y un señor escocés que había conseguido labrarse su propia fortuna y era tan duro como los mismísimos diamantes.

Capítulo 1

 

Ardnamurchan, Tierras Altas de Escocia, mayo de 1817

 

 

No era así como Lucas pretendía morir, con los ojos vendados, arrodillado en la cueva de unos contrabandistas, sintiendo el penetrante olor del pescado podrido y oyendo el rugido de las olas que chocaban contra las rocas a varios cientos de metros a sus pies.

Estaba paseando por los acantilados a la luz del anochecer para estirar las piernas tras un viaje interminable desde Edimburgo cuando de pronto se había visto en medio de aquella pesadilla de emboscada y captura. Había oído decir que las Tierras Altas eran un lugar muy agradable en el mes de mayo, pero al parecer, se había equivocado. Las Tierras Altas no eran en absoluto agradables cuando a uno le ponían una navaja al cuello.

Había sido imprudente. Aquel pensamiento le hizo enfadarse consigo mismo. Lord Sidmouth estaría orgulloso de él, pensó furioso. Su espía había sido capturado por los mismos hombres a los que había ido a investigar. Pero estaba cansado y lo último que esperaba era encontrarse con los contrabandistas justo en el momento en el que estaban trasladando su carga.

Se preguntaba si habría sido aquella la razón de la muerte de Peter. Se preguntaba si también su hermano habría visto algo que no debía, si se habría visto trágicamente envuelto en una situación que no había sido capaz de controlar. Sería irónico haber descubierto la verdad con aquella facilidad pasmosa y no vivir para contarla.

Los contrabandistas estaban discutiendo. Tenían un acento escocés tan marcado que a Lucas le costaba entender a algunos de ellos, pero el rumbo de la conversación no era en absoluto difícil de seguir.

–He dicho que le tiremos por el acantilado y no hay nada más que hablar.

–Y yo digo que lo soltemos. No ha visto nada.

–Es demasiado peligroso. Podría ser un espía. Así que tiene que morir.

–Y yo digo que esperemos a la señora. Ella sabrá lo que tenemos que hacer.

Se produjo un silencio vibrante de enfado.

–Te advertí que no enviaras a buscarla –el primer hombre soltó una maldición–. Maldita sea, ¡sabes perfectamente lo que va a decir ella!

–No le gusta que se derrame sangre de forma innecesaria –el segundo hombre parecía estar citando a la dama de la que estaban hablando.

Lucas permanecía en silencio. Tenía frío, estaba empapado, agotado y hambriento.

¿Quién sería aquella dama? ¿Alguien tan perverso como su negocio?

Sidmouth le había hecho un breve resumen sobre el problema del tráfico de whisky en las Tierras Altas. El gobierno de Londres había exigido el pago de impuestos a cualquier habitante de las Tierras Altas que destilara whisky. Los escoceses se habían negado a pagar. El gobierno había comenzado a enviar agentes para dar caza a los traficantes, razón, sin lugar a dudas, por la que sospechaban que era un espía. Y lo era. Un espía muy incompetente, por cierto.

¡Maldita fuera!

Lucas recordaba el whisky que había probado en los callejones de Edimburgo. Lo llamaban «Uisge Beatha», el agua de la vida en gaélico, pero a él le había parecido más áspero que el trasero de un hurón.

Un ligero golpe de brisa removió el viciado aire de la cueva y los contrabandistas se callaron. Se produjo un silencio receloso. Lucas notó que se le erizaba el vello de la nuca y se le ponía la piel de gallina. Se descubrió conteniendo la respiración.

El aire volvió a moverse cuando pasó alguien por delante de él. Era la dama de la que habían estado hablando. ¡Por fin había llegado! Lucas no había oído sus pasos. Ni tampoco podía ver nada tras aquella venda. La tela era gruesa y áspera. Estaba envuelto en la oscuridad. Pero podía sentir su presencia. Sabía que estaba cerca.

Intentó levantarse, pero uno de los contrabandistas posó la mano en su hombro con brusquedad, obligándole a permanecer de rodillas.

–Buenas noches, señora.

El tono de los contrabandistas había cambiado. Había respeto en su saludo y también una cierta reserva. Lucas comprendió que estaban en guardia. No podían predecir la reacción de su señora. Y en aquella inseguridad descansaba su única esperanza. Sabía que en aquel momento estaba entre la vida y la muerte.

–Caballeros…

A Lucas le latía violentamente el corazón. Tenía todos los nervios en tensión. Una sola palabra de aquella mujer y sería hombre muerto. Bastaría un navajazo entre las costillas, rápido, letal. Luchó contra el miedo sofocante que invadía sus pensamientos. No tenía ninguna razón en particular para vivir, pero tampoco tenía ganas de morir.

Sentía a la dama muy cerca de él. Podía oír el susurro de una tela que parecía cara, fina, como la seda o el terciopelo. Y llegó hasta él la más elusiva de las fragancias, un olor a campanillas, muy dulce, muy inocente. La contradicción estuvo a punto de hacerle sonreír. La infame cabecilla de una banda de delincuentes renegados olía como las flores de la primavera.

Alguien le dio una patada en las costillas y aquella primaveral imagen se desvaneció, sucumbió ante el dolor. Lucas cayó de lado por la fuerza del golpe. Le estaban rodeando como una jauría de lobos. Podía sentir su maldad. Recibió una patada, después otra. Se retorcía y rodaba en un vano intento de evitar los golpes, limitado por las muñecas atadas, ciego y completamente a su merced. Era un hombre demasiado orgulloso como para suplicar a un puñado de rufianes que le perdonaran la vida. Era consciente de que aquella debilidad podía costarle la vida, pero no le importaba.

–¡Basta!

Una sola palabra fue suficiente para que se detuvieran. Fue pronunciada con dureza y con un deje de autoridad que les hizo retroceder. En un primer momento, Lucas no pudo hacer otra cosa que concentrarse en el agudo dolor de las costillas. Después, cuando la intensidad del dolor remitió transformándolo en un dolor sordo, comenzó a respirar con dificultad.

–Vamos…

La dama le estaba ayudando a sentarse, a apoyar la espalda en la pared de la cueva. La pared estaba fría y húmeda, pero su solidez le ayudaba a mantenerse erguido. El contacto de la dama era delicado, pero firme. Lucas tenía la sensación de que se había interpuesto entre él y los hombres, a modo de escudo, como si quisiera protegerle. Le avergonzó no ser capaz de defenderse a sí mismo, al tiempo que le asaltó un apasionado sentimiento hacia aquella mujer que no fue capaz de identificar.

El silencio en la cueva era total, pero continuaba vibrando la violencia. Lucas la sentía en cada célula de su cuerpo. Y también podía sentir en aquella mujer una tensión que contradecía su aparente seguridad.

¿Era miedo? No. La dama no tenía ningún miedo de aquellos fanfarrones.

Repugnancia, quizá.

A Lucas le dio un vuelco el corazón. Por extraño que pudiera parecer, sentía en ella el odio hacia aquella brutalidad.

Cobraron entonces sentido las palabras de los contrabandistas. Aquella era la razón por la que los contrabandistas más sedientos de sangre no querían que supiera de su captura.

Tenían miedo de que decidiera salvarle.

Se sentía tan cerca de ella como si pudiera leerle los pensamientos. Más, incluso. En realidad, era como si compartiera con ella las sensaciones y emociones que dictaban su conducta.

Jamás había sentido nada parecido. Odió al instante aquel sentimiento de intimidad y se odió por no ser capaz de comprender lo que lo motivaba. Pero, por encima de todo, odió su propia impotencia.

–Perdonad, señora.

El hombre que hablaba parecía avergonzado, como un niño travieso en el colegio, pero se percibía la rebelión bajo su brusca disculpa.

–Le hemos encontrado en el camino de detrás del cobertizo. Estaba siguiéndonos.

–Espiándonos –especificó otro.

–Tenemos que deshacernos de él –se oyó un murmullo de voces mostrando su acuerdo.

–¡Tirémosle por el acantilado! –dijo el primer hombre–. ¡Inmediatamente!

–No tan rápido.

A diferencia de la de los hombres, la voz de la dama no tenía el menor rastro de acento escocés. Era una voz grave, aterciopelada, espesa y reconfortante como la miel. Era la voz de una auténtica dama por nacimiento y crianza.

–Apartaos.

Se oyó un revuelo de faldas mientras se acercaba a él. Lucas no pudo levantarse, porque volvía a estar presionado contra la pared por la bota de uno de los hombres, que se clavaba en sus doloridas costillas. El hombre aumentó la presión y Lucas tomó aire, intentando contener otra oleada de dolor.

–Por favor, intenta dominar tu tendencia a la violencia.

La dama parecía agotada, pero el contrabandista aflojó ligeramente la presión.

Lucas sintió una mano femenina bajo la barbilla. Imaginó que le estaba girando la cara para poder vérsela a la luz del anochecer. No llevaba guante, tenía la piel suave y el tacto de sus dedos resultaba delicado contra la aspereza de la incipiente barba. Por un instante, sintió el roce de los dedos en su mejilla, en una tierna caricia. Un escalofrío le recorrió la espalda, pero no fue un escalofrío provocado por el miedo. Su vida pendía de un hilo y él solo podía pensar en aquella caricia.

«Intenta controlarte, Lucas».

–¿Qué clase de espía se dejaría atrapar tan fácilmente? –había un deje burlón en su voz.

–Un mal espía –respondió uno de los hombres con acritud.

–O un viajero inocente –replicó la mujer.

Su tono era duro. Dejó caer la mano y Lucas tuvo la sensación de que se echaba hacia atrás sobre sus talones.

–Inocente o no, el mar es el mejor lugar para él –gruñó el hombre. Parecía ser el portavoz de los contrabandistas. Los demás parecían dispuestos a dejarle hablar–. Es lo único que se puede hacer, señora.

–Tonterías –parecía enfadada en aquel momento–. La discusión no consiste en si te gusta o no ese hombre y lo sabes.

–Y vos sabéis que puede representar un peligro para nosotros –respondió el hombre cortante–. No tenemos otra opción.

Se mantenía en sus trece y los demás le apoyaban. Lucas percibía su determinación y su temor. Flotaban en el aire, entre aquellos cuerpos sin lavar que cada vez estaban más cerca. Le querían muerto.

Sabía que también la dama lo percibía. Un paso en falso y tanto él como ella tendrían que enfrentarse a problemas serios. Era increíble el tener la absoluta certeza de que aquella mujer estaba de su lado.

–Nadie lo sabrá –afirmó el hombre–. ¿Quién va a echarle de menos?

–Eso solo él puede decírnoslo –la voz de la dama no traicionaba sentimiento alguno, nada, salvo el rápido y minucioso cálculo que Lucas advertía tras sus palabras–. A lo mejor ya va siendo hora de saber algo más sobre él.

Le tocó el brazo suavemente, como si quisiera advertirle de algo, aunque su tono volvió a tornarse de nuevo burlón.

–¿Cómo te llamas, guapo?

–Lucas –contestó.

Por supuesto, sabía que no era una respuesta particularmente ingeniosa.

Uno de los hombres se echó a reír.

–Podríamos estropearle esa bonita cara. Así aprendería la lección.

–Ni se te ocurra –le advirtió la mujer, aunque con ligereza–. Necesito ver algo hermoso de vez en cuando.

Hablaba con desdén, como si él no contara para nada. Lucas odiaba que le trataran con aquel desprecio, pero era consciente de la inteligente estrategia de la dama. Quería que le percibieran como algo insignificante, como si no representara ninguna amenaza.

–¿Y tu apellido? –le preguntó.

Lucas se aclaró la garganta.

–Lucas Ross, señora –respondió–. A vuestro servicio –no era del todo mentira.

–Tu forma de hablar es tan hermosa como tu rostro –hablaba con voz fría–. ¿Qué estás haciendo en Kilmory, Lucas Ross?

–Vengo a buscar trabajo como criado en el castillo –respondió Lucas–. Vengo de Edimburgo.

–Tiene los modales de un hombre de ciudad –señaló uno de los contrabandistas, y no era ningún cumplido.

–Me gustaría llegar a ser mayordomo –continuó explicando Lucas.

–Esperemos que vivas lo suficiente como para poder alcanzar tu objetivo –la dama hablaba secamente–. ¿Dónde te alojas?

–En una posada en el pueblo –contestó Lucas–. Reservé una habitación y pedí la cena. El posadero se extrañará si no vuelvo.

–Tom McArdle no representará ningún problema –fue otro de los contrabandistas el que habló en aquella ocasión–. Es muy probable que hasta esté dispuesto a entregarnos tu equipaje. ¿De dónde crees que saca el whisky?

Los demás contestaron con una sorda carcajada. Estaban acercándose otra vez a él, buscando su muerte. Lucas sabía que no era un hombre suficientemente importante como para que se vieran obligados a mantenerle vivo. No había una esposa enamorada que le echara de menos, ni padres, ni hermanos. Debería haber hecho uso de la invención y haber elaborado una conmovedora historia sobre la familia que dependía de él. Curvó los labios en una amarga parodia de una sonrisa.

–Estamos perdiendo el tiempo –uno de los hombres le tiró de los pies.

–Espera –la mujer volvió a hablar. Habían regresado la dureza y la autoridad a su voz–. Te estás precipitando, amigo. Otro cadáver por la zona atraería a las autoridades más rápidamente que el olor de la turba. ¿Acaso habéis olvidado que solo han pasado seis meses desde la última vez que apareció un muerto por aquí?

Otro cadáver.

Lucas sintió que se le helaba la sangre. Estaba hablando de Peter.

La tensión se respiraba en el ambiente. Lucas esperó con todos los músculos en tensión. Oyó los cambios de postura y los balbuceos de los hombres a su alrededor.

–Nosotros no tuvimos nada que ver con eso –el líder parecía desafiante–. Nosotros no sabemos nada de eso.

–Tanto si lo hicisteis como si no, la aparición de dos cadáveres atraería una atención que no queremos –les explicó ella pacientemente–. ¿Lo comprendéis? Además, si el señor Ross ha venido para solicitar un puesto de trabajo en el castillo, hay demasiada gente que le conoce. No podemos arriesgarnos.

–¡Maldita sea! –al hombre se le estaba acabando la paciencia–. Yo digo que tiene que morir y los demás están conmigo. Podemos deshacernos del cadáver y nadie lo encontrará.

–¡Ya basta!

Lucas la oyó moverse, oyó también el inconfundible clic de una pistola al ser amartillada. Y oyó a los hombres contener la respiración y quedarse completamente paralizados. Se estremeció de terror, pero no por sí mismo, sino por ella. Era absurdo, pero el vínculo que se había forjado entre ellos parecía cada vez más fuerte.

–Sois peligrosamente estúpidos –les reprochó la dama. Hablaba con voz queda, pero su voz tenía la dureza del acero–. ¿De verdad queréis tirar por la borda vuestra fuente de ingresos porque un pobre ignorante se ha perdido por las montañas? Pensadlo bien, amigos míos, antes de que sea demasiado tarde.

Una vez más, Lucas se descubrió a sí mismo conteniendo la respiración. La violencia llamaba a la violencia y aquella mujer estaba corriendo un grave riesgo para salvarle la vida. Había por lo menos cuatro hombres. Podían subyugarla fácilmente. Lo único que ella tenía para salvarle de la muerte era una bala.

El tiempo corría a toda velocidad. Lucas era consciente de cada segundo que pasaba.

Y, de pronto, todo cambió. Lucas lo sintió en primer lugar en los movimientos y los sonidos de los pies arrastrados de los contrabandistas. Después, en las palabras que susurraban y que no alcanzaba a comprender y, por fin, en la desaparición de la tensión. Había sido el dinero, pensó, mucho más que la demostración de fuerza de la dama, lo que les había hecho cambiar de opinión.

–Tiene razón –dijo malhumorado uno de los hombres–. Pensad en lo mucho que ganamos la última vez. No queremos a policías husmeando por aquí…

Se oyó un murmullo de acuerdo, un murmullo hosco, resignado. Alguien suspiró como si le resultara decepcionante que le privaran del derecho a matar.

Lucas sintió un inmenso alivio; las piernas le temblaban. Si se pusiera a andar en aquel momento, no tendría que fingir debilidad. Sintió también el alivio de la dama, aunque ella lo disimuló muy bien.

–¡Traedle!

Su voz le indicaba a Lucas que se había alejado, como si hubiera dado por sentada la capitulación de sus hombres.

–Mi señora… –era el portavoz, pero inmediatamente se corrigió–. Señora…

–¿Sí? –la voz de la dama sonaba fría e indiferente–. Si todavía te preocupa mi clemencia, consuélate pensando que sabremos exactamente dónde encontrarle si es suficientemente estúpido como para decir una sola palabra sobre lo que ha pasado esta noche –se volvió de nuevo hacia Lucas–. No quiero que se te escape una sola palabra, ni siquiera después de unos cuantos tragos –le advirtió–. Y ni se te ocurra decir ni una sola palabra tampoco a las autoridades. Quedarías como un estúpido si contaras una historia tan absurda. Te aconsejo que renuncies a ese trabajo en el castillo, vuelvas rápidamente a Edimburgo y te olvides de todos nosotros.

–Sí, señora –repitió Lucas.

Volvió a percibir la delicada fragancia de las campanillas agitando todos sus sentidos. Le iba a resultar imposible olvidarla. Obligó a su cuerpo a no excitarse. ¡Dios santo! ¿Quién era aquella mujer que tenía ese efecto en él cuando ni siquiera conocía su aspecto?

–Traédmelo –repitió.

Su tono fue mucho más autoritario y en aquella ocasión, nadie discutió.

Los hombres arrastraron a Lucas mientras él caminaba tambaleante hasta la boca de la cueva. Afuera ya era de noche. La oscuridad parecía presionar la venda. El frío fue como una bofetada en el rostro, una bofetada fría, intensa y acompañada del olor salino del mar. El sonido de las olas aumentó de pronto, las oía chocar contra las rocas. Tenía la sensación de estar al borde del precipicio.

–Desátalo.

La dama no quería arriesgarse a que lo empujaran cuando se diera la vuelta. Lucas lo sabía.

Alguien comenzó a desatar torpemente la cuerda que le sujetaba las muñecas. Alguien que farfullaba y maldecía porque no podía ver lo que estaba haciendo.

Por fin fue liberado. Flexionó las manos y sintió dolor cuando la sangre volvió a circular por sus venas.

–Recuerda lo que te he dicho –le advirtió la mujer.

–Gracias, señora –dijo Lucas.

Cayó la venda de sus ojos.

Tardó unos segundos en acostumbrarse a la oscuridad. No había salido la luna y la luz de las estrellas era tenue y pálida, poco más que un delicado resplandor sobre el mar. Lucas bajó la mirada y sintió el abrazo del miedo. Estaba a menos de un metro del borde del acantilado. Un paso adelante y resbalaría. Por un instante, sintió vértigo y náuseas, pero los reprimió rápidamente para retroceder en busca de un terreno más seguro. Se obligó a permanecer en silencio, respirando lentamente, y fijó la mirada en el horizonte oscuro hasta que el mundo dejó de girar.

Los contrabandistas desaparecieron, fundiéndose con las sombras a la misma velocidad con la que habían aparecido.

A lo mejor todavía estaban vigilándole. Sabía que lo único que podía hacer era regresar a la posada y comportarse como lo haría cualquier otro hombre tras un paseo como aquel. Eso probablemente significaba emborracharse con whisky malo, acordarse de mantener la boca cerrada y no decir una sola palabra de lo que le había pasado.

Giró para dar la espalda a aquella vertiginosa caída y comenzó a subir por el acantilado. No era fácil. Los rugosos tallos de los brezos le destrozaban las manos, las rocas resbalaban bajo sus pies y la turba seca se desmoronaba bajo su peso. Tardó más de diez minutos en llegar al camino y, una vez allí, se dirigió hacia la tenue luz que señalaba la ubicación del pueblo en la distancia. Estaba helado, empapado, dolorido, pero inmensamente agradecido por estar vivo. El aire le parecía más dulce, la luz y las sombras más intensas, el ulular del búho sonaba más claro. Agradecía incluso el insistente dolor de las costillas, una prueba más de que continuaba vivo.

Y fue al llegar al borde del pueblo, al pasar por delante de la iglesia oculta tras un muro cubierto de musgo, cuando el instinto que le había fallado bajo la luz del atardecer le alertó de que no estaba solo. Se detuvo bajo el tejo que había junto a la iglesia y esperó. Sintió un cosquilleo en la piel y la brisa le puso el vello de punta.

Ella estaba allí, podía sentirlo.

Un segundo después, notó la fría caricia de una pistola en el cuello.

–Recuerda lo que te he dicho. Vuelve a Edimburgo, muchacho. Este no es lugar para ti –su tono era fiero.

Lucas hizo entonces lo único que, estaba seguro, aquella mujer no podía esperar. Se volvió hacia ella y la agarró de la muñeca con tanta fuerza que la hizo jadear. La pistola cayó con un ruido metálico a sus pies. Lucas le dio una patada y estrechó a la mujer contra él con una fuerza cercana a la crueldad. La oscuridad era tal que no podía verle la cara, pero la oyó contener la respiración y sintió el movimiento de sus senos contra su pecho.

XVIII